23 de diciembre de 2019
Siglo XXI, época en que América Latina oscila como un péndulo entre ciclos políticos de mediana duración que van desde gobiernos de índole nacional-popular a los que adhieren al neoliberalismo más acendrado. Los primeros, descalificados en muchos medios de comunicación como “populistas”, proponen la recuperación del papel del Estado y logran algunos avances reales, aunque relativos, mediante la conformación de un modelo de desarrollo capitalista local basado en la expansión del mercado interno y en el desarrollo de un sector de la burguesía local. Los segundos, con una visión estrictamente utilitarista de la economía y la sociedad, se mueven en función de los intereses del capitalismo global. En los primeros, no se cuestiona la propiedad privada y sus políticas incorporan como aspectos sustantivos la satisfacción de las demandas y una mejor calidad de vida para los sectores populares junto con la profundización de la industrialización sustitutiva, a través de una mayor promoción, regulación y control en sectores considerados estratégicos. Los segundos, promueven la propiedad privada y la iniciativa individual (la tan enaltecida meritocracia), a lo que añaden la transferencia de recursos entre clases sociales, generando de esta manera dinámicas económicas, comerciales y geopolíticas que implican una pérdida sostenida de ingresos y poder adquisitivo de las clases medias y medias bajas.
En medio de esta fluctuante e inestable realidad, parece ser cada día más evidente que cada ciudadano ve el mundo a través del prisma de su propia vida. El lugar que ocupa en la sociedad determina sus intereses y su visión del mundo, y marca la distancia que le aproxima a unos y le separa de otros. Este fenómeno, ¿es consustancial al ser humano?, ¿es una directriz básica de supervivencia con la que nace? Pero, más allá de este interrogante, lo más preocupante parece ser el auge y la difusión de sentimientos de aversión en la sociedad actual. Las demostraciones de odio, discriminación, racismo, xenofobia, patrioterismo, aporofobia y segregacionismo se están convirtiendo en los últimos tiempos en un hecho cada vez más frecuente y casi normalizado. Estas posiciones intolerantes, animosas y hostiles, ¿son naturales, son lógicas, son normales? ¿Qué las sustenta, la racionalidad o el enfado?
Siglo XV, época de la primera etapa del movimiento cultural conocido como Renacimiento. En el año 1486, Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) escribió “Oratio de hominis dignitate” (Discurso sobre la dignidad del hombre), obra en la que elogiaba considerablemente la capacidad intelectual y deductiva del ser humano. Concebía la inteligencia como una manifestación de la libertad, como un medio para formular conceptos que encuadrasen el futuro entre lo bueno y lo malo. Para el humanista y filósofo italiano, esa capacidad era la que distinguía al hombre de los demás seres vivientes y lo hacía superior a ellos. El hombre era el rey de los seres inferiores, el intérprete de la naturaleza por la agudeza de su sentido, por el discernimiento de su razón y por la luz de su inteligencia. “La criatura humana es la única capaz de avistar un destino y perseguirlo”, afirmaba.
Unas tres décadas más tarde, el teórico político italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en su trascendental obra “Il principe” (El príncipe) sostenía que había tres tipos de inteligencia en las personas: las poseedoras de la primera comprendían las cosas por sí mismas; las de la segunda entendían lo que otros discernían, y las de la tercera no comprendían ni por sí mismos ni por medio de los otros. “La primera es excelente, la segunda buena y la tercera inútil”, decía el también diplomático florentino, quien consideraba al hombre como una dualidad que se debatía entre su condición humana y su condición animal. Era capaz de hazañas, luchas y logros, pero para alcanzarlas tomaba el camino del instinto dado que la naturaleza humana era predominantemente instintiva. Muchísimos años antes, el filósofo griego Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) manifestaba en su “Ēthika nikomacheia” (Ética nicomáquea): “El instinto natural, que nos arrastra a la virtud, necesita el apoyo de la razón y no puede existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre albedrío no llegan a formar completamente la virtud por sí solos, sin la tendencia instintiva que da la naturaleza”.
Éstos son sólo tres ejemplos de apreciaciones en cuanto a cuál es la manera en que el ser humano reacciona ante el mundo que lo rodea. Obviamente existen muchos más; hubo juicios contrapuestos de numerosos filósofos que se pronunciaron sobre la cuestión. En ese sentido podría mencionarse al inglés Thomas Hobbes (1588-1679), quien en su “Leviathan” (Leviatán) opinaba que “el hombre es un lobo para el hombre” dada su incapacidad para superar la competitividad instintiva y reconocer la mayor utilidad de cooperar para el bien común. O al suizo Jean Jacques Rousseau (1712-1778), el que pensaba que “sólo cuando el hombre consulta a su razón, antes de escuchar sus inclinaciones, es cuando sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se expanden, sus sentimientos se ennoblecen, toda su alma se eleva”, tal como lo expresó en “Du contrat social” (El contrato social).
El alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), por su parte, si bien en sus escritos incipientes opinaba que en la vida humana, tarde o temprano, se necesitaba del auxilio de la consciencia, en “Menschliches, allzumenschliches” (Humano, demasiado humano) juzgó categóricamente que “cuando un organismo funciona correctamente, la consciencia es casi algo superfluo. El genio se asienta en el instinto”. Por la misma época, marcada por corrientes filosóficas como el Materialismo Dialéctico, el Nihilismo o el Positivismo, en dirección completamente opuesta se manifestó el estadounidense Ralph W. Emerson (1803-1882), quien en su ensayo “Society and solitude” (Sociedad y soledad) infirió que “la inteligencia anula al destino. Mientras un hombre piensa, es libre”.
Estas diferencias de percepciones constituye, evidentemente, un dilema en las distintas ciencias que estudian el comportamiento de los seres humanos tanto individual como socialmente. Es una materia de indagación que, por lo menos en la cultura occidental, se remonta a la Grecia presocrática y llega hasta nuestros días. Fue tratada tanto por la filosofía, la biología y la antropología, como por la semiología, la psicología y la sociología, para llegar a ser hoy objeto de estudio de las neurociencias, un conjunto de disciplinas científicas que investigan acerca de la función y la estructura del sistema nervioso y del cerebro humano.
Desde la semiología, por ejemplo, puede mencionarse el análisis realizado a principios del siglo XX por Henri Bergson (1859-1941) en “L'évolution créatrice” (La evolución creadora), quien entendía por instinto “una facultad presente en los hombres y los animales que consiste en utilizar instrumentos naturales, es decir, no creados artificialmente. Por esta razón permanece siempre en contacto directo con las cosas; su acción es espontánea, casi inconsciente”. Para el filósofo y escritor francés, “la inteligencia, en cambio, es una facultad desarrollada de modo preferente por el hombre a fin de dotarse de instrumentos artificiales en su lucha contra la naturaleza o contra otros hombres. De ella surge un conocimiento que no es directo, sino conocimiento de relaciones entre las cosas, conocimiento útil que establece, en consecuencia, conceptos abstractos, generalizaciones. Éstos son extraordinariamente útiles para el hombre, pero tiene el inconveniente de que dejan escapar la profunda unidad de lo real”. Y concluía: “Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que, por sí misma, no encontrará nunca. Sólo el instinto las encontraría, pero jamás las buscará. De ahí se deduce que la verdadera facultad cognoscitiva no reside ni en el instinto ni en la inteligencia, sino en la fusión de ambos, esto es, en la intuición”.
Por su parte, según la psicología, el comportamiento humano se puede clasificar según el uso que tenga de la razón o del instinto, o bien de su equilibrio. Las personas que tienen más desarrollados los instintos que la razón, se dejan llevar por sus impulsos sin pensar en las consecuencias. El hecho de usar más la inteligencia emocional y menos la inteligencia racional las convierte en personas sin empatía, egoístas y autómatas. En cambio, las que desarrollen más la razón son más cautas, calculadoras, resuelven mejor los conflictos que se les presentan y son más cooperativas. Fue el célebre psicoanalista austríaco Sigmund Freud (1856-1939) quien utilizó los nombres de Eros y Thanatos para referirse a los dos instintos básicos que actúan en el hombre: los de la vida y los de la muerte. El médico neurólogo que revolucionó la ciencia al sentar las bases del psicoanálisis como método terapéutico los llamó Eros y Thanatos respectivamente, utilizando el nombre de dos dioses de la mitología griega.
Eros -el instinto de vida- es un instinto cuya característica es la tendencia a la conservación de la vida, a la unión y a la integridad, a mantener unido todo lo animado. Thanatos, por el contrario, es el instinto de la muerte. Designa las pulsiones de muerte que tienden hacia la autodestrucción con el fin de hacer que el organismo vuelva a un estado inanimado, a la desintegración, hacia la muerte. Ambos instintos son parte de todos los seres vivos y entre ellos hay una lucha permanente que crea tensión, tanto en el individuo en particular como en las sociedades humanas. Para el padre del psicoanálisis y de la psicología moderna, en actividades como la caridad, la tolerancia y la solidaridad está presente Eros; en cambio, en la envidia, la crueldad, el odio, lo está Thanatos. Así, Eros construye y une; Thanatos destruye y desune.
La filosofía freudiana de la cultura, de la civilización o de la historia, se basó siempre en la idea de que las actividades del hombre se caracterizan por tender a un fin, actividades que, por otra parte, están determinadas por las condiciones objetivas de su existencia y ante todo, por las condiciones materiales de su vida en sociedad. Por esa razón proponía la restricción de las fuerzas pulsionales, por lo tanto de una crueldad que, de todas formas indestructible, puede conducir, según sus propias palabras, “a la exterminación del adversario”. En ese sentido, el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida (1930-2004) comentaba en su “États d'âme de la psychanalyse” (Estados de ánimo del psicoanálisis) que Freud proponía “tomar en cuenta la desigualdad indesarraigable e innata de los hombres que los divide en dos clases, los jefes, los guías, los líderes y, mucho más numerosas, las masas dependientes de aquellos que siguen a los guías. Haría falta, pues, educar el estrato superior de hombres con mentes independientes, capaces de resistir a la intimidación y deseosos de verdad para que dirijan a las masas dependientes. Desde luego, el Estado y la Iglesia tienden a limitar la producción de tales mentes. El ideal, dice entonces Freud, y habla incluso de utopía, sería una comunidad cuya libertad consistiera en someter la vida pulsional a una ‘dictadura de la razón’”.
Con el correr del tiempo, en mayor o menor grado, los estudiosos del tema coinciden en definir a la inteligencia como la capacidad de razonar, entender, comprender y formarse una idea determinada de la realidad, como así también la habilidad para resolver problemas o manejar situaciones inesperadas. En cuanto al instinto, se lo define como una conducta innata e inconsciente que se transmite genéticamente entre los seres vivos de la misma especie y que les hace responder de una misma forma ante determinados estímulos, un impulso natural e irracional que provoca una acción o un sentimiento sin que se tenga conciencia de la razón a la que obedece. Así, podría decirse que la inteligencia se revela mediante actos voluntarios, reflexivos, premeditados y combinados según las circunstancias, mientras que el instinto lo hace por medio de actos mecánicos, espontáneos, sin que el sujeto tenga una percepción racional de ello.
A la luz de los acontecimientos que signan el comportamiento de los individuos en las sociedades actuales es cuando surge la pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la inteligencia o el instinto?, un interrogante que llevó a científicos del Massachusetts Institute of Technology (MIT) a monitorear las actividades diarias de estudiantes, investigadores y ejecutivos que visitan ese centro de estudios por medio de un dispositivo electrónico del tamaño de un atado de cigarrillos. Mediante esos sensores portátiles estudiaron el comportamiento de cientos de personas durante semanas o meses y llegaron a la conclusión de que los seres humanos sufren un avanzado caso de autoengaño.
El sondeo desarrollado por los investigadores de la universidad localizada en Cambridge, Estados Unidos, fundada en 1861 por el físico y geólogo estadounidense William Barton Rogers (1804-1882), arrojó como resultado que el 90% de lo que la mayoría de la gente hace durante el día es tan rutinario que su conducta podría ser prevista con sólo unas pocas ecuaciones matemáticas. Alex Pentland (1951), científico informático estadounidense a cargo del experimento, afirmó tras conocer los resultados: “Nos agrada vernos como seres libres y conscientes, autosuficientes y alejados de otros animales por nuestra capacidad de razonar, pero, si observamos a la gente de cerca, veremos que somos mucho más instintivos y mucho más parecidos a otras criaturas de lo que creemos. Todos sabemos que los animales no piensan demasiado y generalmente actúan por instinto, entonces puede ser que lo mismo sea cierto también con nosotros. Los datos sugieren que gran parte de la conducta humana es automática y determinada sólo por los instintos”.
A similares resultados llegó el psicólogo estadounidense John Bargh (1955) en su ensayo “Before you know it. The unconscious reasons we do what we do” (¿Por qué hacemos lo que hacemos? El poder del inconsciente) publicado en 2017. “Es difícil aceptarlo -dice allí el profesor de la Yale University-, pero la mayor parte de la vida cotidiana de una persona está determinada no por sus intenciones conscientes y sus elecciones deliberadas, sino por procesos mentales puestos en movimiento por el entorno. En un día cualquiera, ¿cuánto de lo que decimos, sentimos y hacemos está bajo nuestro control consciente? Y lo que es más importante, ¿cuánto de ello no lo está? Y lo más crucial: si comprendiéramos cómo funciona nuestro inconsciente, si supiéramos por qué hacemos lo que hacemos, ¿podríamos finalmente conocernos de verdad a nosotros mismos? ¿Podría nuestra información sobre nuestras motivaciones ocultas dar salida a distintas formas de pensar, de sentir y de actuar? ¿Qué podría significar esto en nuestras vidas?”.
En esta reflexión se habla de la consciencia, algo que el Diccionario de la Real Academia Española define como la capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella, el conocimiento que tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones. Ya hace casi cinco siglos atrás, René Descartes (1596-1650) consideraba en su “Discours de la méthode” (Discurso del método) que la consciencia era una propiedad esencial de la mente, pues todo pensamiento, para ser considerado como tal, tenía que ser pensamiento consciente. El filósofo, matemático y físico francés estimaba que el pensamiento es todo lo que tiene lugar en un ser humano cuando éste es consciente de ello. Así, para Descartes, la consciencia era la base de la certeza y de la racionalidad. Algunos años más tarde, el filósofo y médico inglés John Locke (1632-1704), aunque con algunas discrepancias con respecto a las ideas cartesianas, en su “An essay concerning human understanding” (Ensayo sobre el entendimiento humano), consideraba también que la consciencia era indispensable para el funcionamiento de la mente, sobre todo la consciencia que cada ser humano tiene de sí mismo.
En igual sentido se refirió por la misma época el filósofo, matemático y teólogo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien en “Nouveaux essais sur l'entendement humain” (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano) sostenía que “en la razón, en la consciencia -que no es más que el saber que se es consciente de la propia consciencia- reside el poder, porque a partir de ella se construye y se transforma la realidad”. Más adelante, en los años ’80 del siglo XVIII, el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) publicó dos obras fundamentales para la escuela filosófica llamada Ilustración: “Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) y “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica). En ambas propuso a la consciencia como condición fundamental de todo conocimiento, basándola en la experiencia y en la observación de los hechos en la primera obra (consciencia empírica), y en el estudio del comportamiento humano en cuanto al bien y el mal en la segunda (consciencia moral).
Mucho después, ya en el siglo XX, el teórico ruso Vladímir Lenin (1870-1924) decía en su “Materializm i empiriokrititsizm” (Materialismo y empiriocriticismo) que “la consciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que, además, lo crea”. Y el filósofo austríaco Karl Popper (1902-1994), creador del sistema filosófico conocido como Racionalismo crítico, y en las antípodas del pensamiento político del revolucionario soviético, en “Das ich und sein gehirn” (El yo y su cerebro), resaltaba la acción integradora de la consciencia en la lucha de los hombres por la existencia. Max Planck (1858-1947), por su parte -físico y matemático alemán considerado como el fundador de la teoría cuántica- se refirió a ella en una conferencia que dictó en 1941: “Creo que la consciencia es fundamental. Creo que todo asunto deriva de la conciencia. Todo lo que hablamos, todo lo que consideramos como existente, es dictado por la consciencia”.
Baste este puñado de ejemplos para intentar demostrar la relevancia de la cuestión tratada. Son puntos de vista de diferentes personalidades que, en todos los casos, hacen hincapié tanto en la inteligencia, la razón y la consciencia como en el instinto y los impulsos como una cuestión fundamental en la vida de las personas.
Thomas Blatt (1927 -2015), un sobreviviente polaco del Holocausto, escribió en sus memorias basadas en su experiencia en el campo de exterminio de Sobibor: “No hay duda, las personas somos seres biológicos en un entorno natural y social y nuestra mente y comportamiento pueden cambiar drásticamente cuando lo hace ese entorno. Sobre todo, porque en lo más íntimo de nuestro ser hay un poderoso instinto de supervivencia que tiende a prevalecer sobre los intereses generados por la educación y la cultura. En una persona normal, los tres cerebros que tenemos, el de los instintos, el emocional y el racional, se influyen y complementan, regulando y adaptando el comportamiento a las diferentes circunstancias que afrontamos. Trabajan acopladamente y buscan siempre un equilibrio funcional. Pero, ¿qué pasaría si el cerebro racional de una persona quedase desconectado de su cerebro emocional? ¿Qué predominaría entonces en su comportamiento, la emoción o la razón?”.
Parece evidente que, tal como ya lo decía Edgar Allan Poe (1809-1849), “el límite entre instinto y razón es de naturaleza muy poco clara”. En “Instinct vs. reason” (Instinto versus razón), un artículo aparecido en un periódico de Filadelfia en enero de 1840, el escritor norteamericano expresaba que “la línea que demarca el instinto de la creación animal de la alardeada razón del hombre es, más allá de toda duda, del carácter más oscuro e insatisfactorio, un límite muy difícil de establecer.
En medio de esta fluctuante e inestable realidad, parece ser cada día más evidente que cada ciudadano ve el mundo a través del prisma de su propia vida. El lugar que ocupa en la sociedad determina sus intereses y su visión del mundo, y marca la distancia que le aproxima a unos y le separa de otros. Este fenómeno, ¿es consustancial al ser humano?, ¿es una directriz básica de supervivencia con la que nace? Pero, más allá de este interrogante, lo más preocupante parece ser el auge y la difusión de sentimientos de aversión en la sociedad actual. Las demostraciones de odio, discriminación, racismo, xenofobia, patrioterismo, aporofobia y segregacionismo se están convirtiendo en los últimos tiempos en un hecho cada vez más frecuente y casi normalizado. Estas posiciones intolerantes, animosas y hostiles, ¿son naturales, son lógicas, son normales? ¿Qué las sustenta, la racionalidad o el enfado?
Siglo XV, época de la primera etapa del movimiento cultural conocido como Renacimiento. En el año 1486, Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) escribió “Oratio de hominis dignitate” (Discurso sobre la dignidad del hombre), obra en la que elogiaba considerablemente la capacidad intelectual y deductiva del ser humano. Concebía la inteligencia como una manifestación de la libertad, como un medio para formular conceptos que encuadrasen el futuro entre lo bueno y lo malo. Para el humanista y filósofo italiano, esa capacidad era la que distinguía al hombre de los demás seres vivientes y lo hacía superior a ellos. El hombre era el rey de los seres inferiores, el intérprete de la naturaleza por la agudeza de su sentido, por el discernimiento de su razón y por la luz de su inteligencia. “La criatura humana es la única capaz de avistar un destino y perseguirlo”, afirmaba.
Unas tres décadas más tarde, el teórico político italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en su trascendental obra “Il principe” (El príncipe) sostenía que había tres tipos de inteligencia en las personas: las poseedoras de la primera comprendían las cosas por sí mismas; las de la segunda entendían lo que otros discernían, y las de la tercera no comprendían ni por sí mismos ni por medio de los otros. “La primera es excelente, la segunda buena y la tercera inútil”, decía el también diplomático florentino, quien consideraba al hombre como una dualidad que se debatía entre su condición humana y su condición animal. Era capaz de hazañas, luchas y logros, pero para alcanzarlas tomaba el camino del instinto dado que la naturaleza humana era predominantemente instintiva. Muchísimos años antes, el filósofo griego Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) manifestaba en su “Ēthika nikomacheia” (Ética nicomáquea): “El instinto natural, que nos arrastra a la virtud, necesita el apoyo de la razón y no puede existir sin ella. Por otra parte, la razón y el libre albedrío no llegan a formar completamente la virtud por sí solos, sin la tendencia instintiva que da la naturaleza”.
Éstos son sólo tres ejemplos de apreciaciones en cuanto a cuál es la manera en que el ser humano reacciona ante el mundo que lo rodea. Obviamente existen muchos más; hubo juicios contrapuestos de numerosos filósofos que se pronunciaron sobre la cuestión. En ese sentido podría mencionarse al inglés Thomas Hobbes (1588-1679), quien en su “Leviathan” (Leviatán) opinaba que “el hombre es un lobo para el hombre” dada su incapacidad para superar la competitividad instintiva y reconocer la mayor utilidad de cooperar para el bien común. O al suizo Jean Jacques Rousseau (1712-1778), el que pensaba que “sólo cuando el hombre consulta a su razón, antes de escuchar sus inclinaciones, es cuando sus facultades se ejercen y se desarrollan, sus ideas se expanden, sus sentimientos se ennoblecen, toda su alma se eleva”, tal como lo expresó en “Du contrat social” (El contrato social).
El alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900), por su parte, si bien en sus escritos incipientes opinaba que en la vida humana, tarde o temprano, se necesitaba del auxilio de la consciencia, en “Menschliches, allzumenschliches” (Humano, demasiado humano) juzgó categóricamente que “cuando un organismo funciona correctamente, la consciencia es casi algo superfluo. El genio se asienta en el instinto”. Por la misma época, marcada por corrientes filosóficas como el Materialismo Dialéctico, el Nihilismo o el Positivismo, en dirección completamente opuesta se manifestó el estadounidense Ralph W. Emerson (1803-1882), quien en su ensayo “Society and solitude” (Sociedad y soledad) infirió que “la inteligencia anula al destino. Mientras un hombre piensa, es libre”.
Estas diferencias de percepciones constituye, evidentemente, un dilema en las distintas ciencias que estudian el comportamiento de los seres humanos tanto individual como socialmente. Es una materia de indagación que, por lo menos en la cultura occidental, se remonta a la Grecia presocrática y llega hasta nuestros días. Fue tratada tanto por la filosofía, la biología y la antropología, como por la semiología, la psicología y la sociología, para llegar a ser hoy objeto de estudio de las neurociencias, un conjunto de disciplinas científicas que investigan acerca de la función y la estructura del sistema nervioso y del cerebro humano.
Desde la semiología, por ejemplo, puede mencionarse el análisis realizado a principios del siglo XX por Henri Bergson (1859-1941) en “L'évolution créatrice” (La evolución creadora), quien entendía por instinto “una facultad presente en los hombres y los animales que consiste en utilizar instrumentos naturales, es decir, no creados artificialmente. Por esta razón permanece siempre en contacto directo con las cosas; su acción es espontánea, casi inconsciente”. Para el filósofo y escritor francés, “la inteligencia, en cambio, es una facultad desarrollada de modo preferente por el hombre a fin de dotarse de instrumentos artificiales en su lucha contra la naturaleza o contra otros hombres. De ella surge un conocimiento que no es directo, sino conocimiento de relaciones entre las cosas, conocimiento útil que establece, en consecuencia, conceptos abstractos, generalizaciones. Éstos son extraordinariamente útiles para el hombre, pero tiene el inconveniente de que dejan escapar la profunda unidad de lo real”. Y concluía: “Hay cosas que sólo la inteligencia es capaz de buscar, pero que, por sí misma, no encontrará nunca. Sólo el instinto las encontraría, pero jamás las buscará. De ahí se deduce que la verdadera facultad cognoscitiva no reside ni en el instinto ni en la inteligencia, sino en la fusión de ambos, esto es, en la intuición”.
Por su parte, según la psicología, el comportamiento humano se puede clasificar según el uso que tenga de la razón o del instinto, o bien de su equilibrio. Las personas que tienen más desarrollados los instintos que la razón, se dejan llevar por sus impulsos sin pensar en las consecuencias. El hecho de usar más la inteligencia emocional y menos la inteligencia racional las convierte en personas sin empatía, egoístas y autómatas. En cambio, las que desarrollen más la razón son más cautas, calculadoras, resuelven mejor los conflictos que se les presentan y son más cooperativas. Fue el célebre psicoanalista austríaco Sigmund Freud (1856-1939) quien utilizó los nombres de Eros y Thanatos para referirse a los dos instintos básicos que actúan en el hombre: los de la vida y los de la muerte. El médico neurólogo que revolucionó la ciencia al sentar las bases del psicoanálisis como método terapéutico los llamó Eros y Thanatos respectivamente, utilizando el nombre de dos dioses de la mitología griega.
Eros -el instinto de vida- es un instinto cuya característica es la tendencia a la conservación de la vida, a la unión y a la integridad, a mantener unido todo lo animado. Thanatos, por el contrario, es el instinto de la muerte. Designa las pulsiones de muerte que tienden hacia la autodestrucción con el fin de hacer que el organismo vuelva a un estado inanimado, a la desintegración, hacia la muerte. Ambos instintos son parte de todos los seres vivos y entre ellos hay una lucha permanente que crea tensión, tanto en el individuo en particular como en las sociedades humanas. Para el padre del psicoanálisis y de la psicología moderna, en actividades como la caridad, la tolerancia y la solidaridad está presente Eros; en cambio, en la envidia, la crueldad, el odio, lo está Thanatos. Así, Eros construye y une; Thanatos destruye y desune.
La filosofía freudiana de la cultura, de la civilización o de la historia, se basó siempre en la idea de que las actividades del hombre se caracterizan por tender a un fin, actividades que, por otra parte, están determinadas por las condiciones objetivas de su existencia y ante todo, por las condiciones materiales de su vida en sociedad. Por esa razón proponía la restricción de las fuerzas pulsionales, por lo tanto de una crueldad que, de todas formas indestructible, puede conducir, según sus propias palabras, “a la exterminación del adversario”. En ese sentido, el filósofo posestructuralista francés Jacques Derrida (1930-2004) comentaba en su “États d'âme de la psychanalyse” (Estados de ánimo del psicoanálisis) que Freud proponía “tomar en cuenta la desigualdad indesarraigable e innata de los hombres que los divide en dos clases, los jefes, los guías, los líderes y, mucho más numerosas, las masas dependientes de aquellos que siguen a los guías. Haría falta, pues, educar el estrato superior de hombres con mentes independientes, capaces de resistir a la intimidación y deseosos de verdad para que dirijan a las masas dependientes. Desde luego, el Estado y la Iglesia tienden a limitar la producción de tales mentes. El ideal, dice entonces Freud, y habla incluso de utopía, sería una comunidad cuya libertad consistiera en someter la vida pulsional a una ‘dictadura de la razón’”.
Con el correr del tiempo, en mayor o menor grado, los estudiosos del tema coinciden en definir a la inteligencia como la capacidad de razonar, entender, comprender y formarse una idea determinada de la realidad, como así también la habilidad para resolver problemas o manejar situaciones inesperadas. En cuanto al instinto, se lo define como una conducta innata e inconsciente que se transmite genéticamente entre los seres vivos de la misma especie y que les hace responder de una misma forma ante determinados estímulos, un impulso natural e irracional que provoca una acción o un sentimiento sin que se tenga conciencia de la razón a la que obedece. Así, podría decirse que la inteligencia se revela mediante actos voluntarios, reflexivos, premeditados y combinados según las circunstancias, mientras que el instinto lo hace por medio de actos mecánicos, espontáneos, sin que el sujeto tenga una percepción racional de ello.
A la luz de los acontecimientos que signan el comportamiento de los individuos en las sociedades actuales es cuando surge la pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la inteligencia o el instinto?, un interrogante que llevó a científicos del Massachusetts Institute of Technology (MIT) a monitorear las actividades diarias de estudiantes, investigadores y ejecutivos que visitan ese centro de estudios por medio de un dispositivo electrónico del tamaño de un atado de cigarrillos. Mediante esos sensores portátiles estudiaron el comportamiento de cientos de personas durante semanas o meses y llegaron a la conclusión de que los seres humanos sufren un avanzado caso de autoengaño.
El sondeo desarrollado por los investigadores de la universidad localizada en Cambridge, Estados Unidos, fundada en 1861 por el físico y geólogo estadounidense William Barton Rogers (1804-1882), arrojó como resultado que el 90% de lo que la mayoría de la gente hace durante el día es tan rutinario que su conducta podría ser prevista con sólo unas pocas ecuaciones matemáticas. Alex Pentland (1951), científico informático estadounidense a cargo del experimento, afirmó tras conocer los resultados: “Nos agrada vernos como seres libres y conscientes, autosuficientes y alejados de otros animales por nuestra capacidad de razonar, pero, si observamos a la gente de cerca, veremos que somos mucho más instintivos y mucho más parecidos a otras criaturas de lo que creemos. Todos sabemos que los animales no piensan demasiado y generalmente actúan por instinto, entonces puede ser que lo mismo sea cierto también con nosotros. Los datos sugieren que gran parte de la conducta humana es automática y determinada sólo por los instintos”.
A similares resultados llegó el psicólogo estadounidense John Bargh (1955) en su ensayo “Before you know it. The unconscious reasons we do what we do” (¿Por qué hacemos lo que hacemos? El poder del inconsciente) publicado en 2017. “Es difícil aceptarlo -dice allí el profesor de la Yale University-, pero la mayor parte de la vida cotidiana de una persona está determinada no por sus intenciones conscientes y sus elecciones deliberadas, sino por procesos mentales puestos en movimiento por el entorno. En un día cualquiera, ¿cuánto de lo que decimos, sentimos y hacemos está bajo nuestro control consciente? Y lo que es más importante, ¿cuánto de ello no lo está? Y lo más crucial: si comprendiéramos cómo funciona nuestro inconsciente, si supiéramos por qué hacemos lo que hacemos, ¿podríamos finalmente conocernos de verdad a nosotros mismos? ¿Podría nuestra información sobre nuestras motivaciones ocultas dar salida a distintas formas de pensar, de sentir y de actuar? ¿Qué podría significar esto en nuestras vidas?”.
En esta reflexión se habla de la consciencia, algo que el Diccionario de la Real Academia Española define como la capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella, el conocimiento que tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones. Ya hace casi cinco siglos atrás, René Descartes (1596-1650) consideraba en su “Discours de la méthode” (Discurso del método) que la consciencia era una propiedad esencial de la mente, pues todo pensamiento, para ser considerado como tal, tenía que ser pensamiento consciente. El filósofo, matemático y físico francés estimaba que el pensamiento es todo lo que tiene lugar en un ser humano cuando éste es consciente de ello. Así, para Descartes, la consciencia era la base de la certeza y de la racionalidad. Algunos años más tarde, el filósofo y médico inglés John Locke (1632-1704), aunque con algunas discrepancias con respecto a las ideas cartesianas, en su “An essay concerning human understanding” (Ensayo sobre el entendimiento humano), consideraba también que la consciencia era indispensable para el funcionamiento de la mente, sobre todo la consciencia que cada ser humano tiene de sí mismo.
En igual sentido se refirió por la misma época el filósofo, matemático y teólogo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien en “Nouveaux essais sur l'entendement humain” (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano) sostenía que “en la razón, en la consciencia -que no es más que el saber que se es consciente de la propia consciencia- reside el poder, porque a partir de ella se construye y se transforma la realidad”. Más adelante, en los años ’80 del siglo XVIII, el filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804) publicó dos obras fundamentales para la escuela filosófica llamada Ilustración: “Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) y “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica). En ambas propuso a la consciencia como condición fundamental de todo conocimiento, basándola en la experiencia y en la observación de los hechos en la primera obra (consciencia empírica), y en el estudio del comportamiento humano en cuanto al bien y el mal en la segunda (consciencia moral).
Mucho después, ya en el siglo XX, el teórico ruso Vladímir Lenin (1870-1924) decía en su “Materializm i empiriokrititsizm” (Materialismo y empiriocriticismo) que “la consciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que, además, lo crea”. Y el filósofo austríaco Karl Popper (1902-1994), creador del sistema filosófico conocido como Racionalismo crítico, y en las antípodas del pensamiento político del revolucionario soviético, en “Das ich und sein gehirn” (El yo y su cerebro), resaltaba la acción integradora de la consciencia en la lucha de los hombres por la existencia. Max Planck (1858-1947), por su parte -físico y matemático alemán considerado como el fundador de la teoría cuántica- se refirió a ella en una conferencia que dictó en 1941: “Creo que la consciencia es fundamental. Creo que todo asunto deriva de la conciencia. Todo lo que hablamos, todo lo que consideramos como existente, es dictado por la consciencia”.
Baste este puñado de ejemplos para intentar demostrar la relevancia de la cuestión tratada. Son puntos de vista de diferentes personalidades que, en todos los casos, hacen hincapié tanto en la inteligencia, la razón y la consciencia como en el instinto y los impulsos como una cuestión fundamental en la vida de las personas.
Thomas Blatt (1927 -2015), un sobreviviente polaco del Holocausto, escribió en sus memorias basadas en su experiencia en el campo de exterminio de Sobibor: “No hay duda, las personas somos seres biológicos en un entorno natural y social y nuestra mente y comportamiento pueden cambiar drásticamente cuando lo hace ese entorno. Sobre todo, porque en lo más íntimo de nuestro ser hay un poderoso instinto de supervivencia que tiende a prevalecer sobre los intereses generados por la educación y la cultura. En una persona normal, los tres cerebros que tenemos, el de los instintos, el emocional y el racional, se influyen y complementan, regulando y adaptando el comportamiento a las diferentes circunstancias que afrontamos. Trabajan acopladamente y buscan siempre un equilibrio funcional. Pero, ¿qué pasaría si el cerebro racional de una persona quedase desconectado de su cerebro emocional? ¿Qué predominaría entonces en su comportamiento, la emoción o la razón?”.
Parece evidente que, tal como ya lo decía Edgar Allan Poe (1809-1849), “el límite entre instinto y razón es de naturaleza muy poco clara”. En “Instinct vs. reason” (Instinto versus razón), un artículo aparecido en un periódico de Filadelfia en enero de 1840, el escritor norteamericano expresaba que “la línea que demarca el instinto de la creación animal de la alardeada razón del hombre es, más allá de toda duda, del carácter más oscuro e insatisfactorio, un límite muy difícil de establecer.
Divagaciones en torno a la incongruente especie humana (2). Sobre la influencia de los medios de comunicación
La principal distinción entre el instinto y la razón parece ser que, mientras que el instinto es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su esfera de acción, en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance mucho mayor. Por eso la pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la capacidad de razonar o el determinismo genético? Un interrogante que hoy parecería tener más vigencia que nunca en un mundo marcadamente desigual en el cual, tal como lo describiera Immanuel Wallerstein (1930-2019) en “The modern world-system” (El moderno sistema mundial), las relaciones económicas forman un sistema global en el que las naciones más desarrolladas explotan tanto la mano de obra como los recursos naturales de aquellas naciones en vías de desarrollo. Este “sistema-mundo” -así denominado por el sociólogo estadounidense-, está expuesto a la sujeción taxativa de las corporaciones financieras y las empresas multinacionales, los principales agentes impulsores y beneficiarios de la globalización económica, dada su indiscutible capacidad de intervenir en las decisiones gubernamentales. Estos consorcios, que influyen individualmente en las políticas de cada continente y puertas adentro de cada país, proponen el crecimiento ilimitado de la economía de mercado como un determinante incuestionable y privilegiado de la vida social, y la desreglamentación de los dispositivos políticos, institucionales y jurídicos que constituyan un bloqueo al libre funcionamiento del mercado.
Pero, de la mano de estas políticas, mientras el 10% de la población mundial posee el 83% de la riqueza que se genera y el 43% de esa riqueza está concentrada en manos del 1% de la población, lo que crece ilimitadamente es la pobreza de la mayoría de los habitantes tanto de los países ricos como de los pobres. El desempleo, la crisis social, la marginalidad, la ruptura de las solidaridades, el incremento de la criminalidad, la destrucción de culturas nacionales son todos fenómenos que hoy en día pueden observarse a simple vista. En la actualidad, después de África -un continente prácticamente ya devastado- es América Latina la región más inequitativa e injusta del planeta. Un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indica que el 30,2% de la población, alrededor de 184 millones, vive en condiciones de pobreza, y un 10,2%, unos 62 millones, se encuentra en condiciones de indigencia. Mientras tanto, el 10% más rico de la población concentra el 71% de la riqueza de la región. Y es entonces cuando surge otra pregunta: ¿qué ocurre en la mente de las personas que, incluso viviendo en un lugar tan desigual y polarizado, lo respaldan y lo justifican?
Es cierto que no existe una verdad universal, que existen diversas concepciones del mundo y que los hombres hacen una elección entre ellas. Pero, ¿cómo se produce esa elección? ¿Es un hecho puramente intelectual o más complejo? Frecuentemente es posible observar las discordancias existentes entre las ideas afirmadas como un hecho intelectual y las que resultan de la actividad concreta de cada persona, esto es, las que se observan implícitamente en su manera de obrar. Este contraste entre el pensar y el obrar, bien podría adjudicarse a contradicciones más profundas de orden histórico social, entre las que, invariablemente, aparecen los conflictos en una sociedad como consecuencia del antagonismo existente entre las distintas clases sociales, en la medida en que cada una de ellas intenta reorganizarla política y económicamente a su favor. Pero, para advertir estas desavenencias, es preciso tomar consciencia de que ellas existen concentrando las fuerzas racionales y no dejándose arrastrar por los impulsos instintivos. O, si se quiere, recurrir a lo que comúnmente se da en llamar “sentido común”, algo que merece ser desarrollado y convertido en un hábito coherente, en una forma de pensar con independencia y autonomía y no de sumisión y subordinación intelectual.
Allá por 1926, el filósofo y politólogo italiano Antonio Gramsci (1891-1937) fue encarcelado en Roma por el régimen fascista durante su sanguinaria campaña para acabar con la política de la oposición. Entre 1929 y 1935, se tomó el trabajo de escribir alrededor de tres mil páginas que, tras su fallecimiento, salieron a la luz como “I quaderni dal carcere” (Cuadernos de la cárcel). Entre esos escritos figura “Il materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce” (El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce), ensayo en el cual decía: “Todo sujeto es víctima de la hegemonía representada por la relación sociedad política/sociedad civil, por lo que reproduce inconscientemente los patrones valorativos de la clase dominante. Por lo tanto, ningún proyecto de alteración de ese modelo tendrá éxito duradero a menos que se cree un nuevo terreno ideológico que propicie la reforma de las conciencias”.
Hoy por hoy parecería que, efectivamente, se ha creado un “nuevo terreno ideológico”, pero no para beneficiar a las clases subalternas como proponía Gramsci sino, por el contrario, para concentrar cada vez más el poder tanto ideológico como económico en las manos de las clases dominantes. Y en este proceso es evidente el rol determinante que juegan los medios de comunicación y, fundamentalmente, las redes sociales. La aparición y desarrollo de estas técnicas de comunicación colectiva ha contribuido a modificar las relaciones del Estado con los individuos, sobre todo en lo que respecta al derecho de pensar y expresar el pensamiento. El individuo, por obra de estos medios tecnológicos, ha dejado de ser el sujeto activo de tal derecho. Ahora son los grandes grupos de poder, tanto nacionales como internacionales, quienes lo manipulan, no para reivindicar una facultad inalienable de los hombres, sino para ejercer su monopolio y su control.
Tal como lo advertía a comienzos del actual siglo el jurista francés Jean Rivero (1910-2001) en su ensayo “Le statut des techniques de formation de l'opinion publique” (La orientación de las técnicas de formación de la opinión pública), la batalla por la libertad de expresión no se libra ya en las barricadas como en la época de la Revolución Francesa sino en las salas de los consejos de administración, donde tienen asiento los nuevos dueños desconocidos del mundo que son los propietarios de los medios de comunicación colectiva, y dónde, por supuesto, no tiene posibilidad de acceso el individuo aislado, el “ciudadano” de los teóricos del liberalismo clásico. Para el profesor de Derecho Público en la Université Panthéon-Assas de París, los individuos ya no tienen el derecho de hablar, escribir, imprimir libremente como en 1789. “La libertad fundamental se ha convertido en el derecho a elegir y juzgar lo que se ha de leer, lo que se va a escuchar o lo que se va a ver”, dice. “Se ha producido una de las transformaciones profundas que distinguen a nuestro siglo de los siglos anteriores, particularmente de los siglos XVIII y XIX: el derecho del hombre ahora es el derecho pasivo a ser informado, a recibir información o formación. Libertad pasiva, que poco tiene en común con la libertad activa de expresión, y que encierra en sí la cuestión de saber si el hombre va a conservar la posibilidad de formar un pensamiento que le sea propio”.
Si bien puede atribuirse a las redes sociales la ventaja de posibilitar estar en contacto con personas que están en cualquier lugar y zona horaria y de facilitar la relación entre ellas sin barreras culturales y físicas, no puede aislarse esa situación de todo el complejo de transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales que han modificado sustancialmente la vida en la sociedad contemporánea. No se puede negar ni desconocer la influencia enorme de signo positivo que ejercen los medios de información y la comunicación colectiva pero, tras la fachada de promover el derecho individual a pensar y expresar el pensamiento complementado con el derecho social a ser informado, palmariamente se esconde un extraordinario poder sobre la mente y el comportamiento de los seres humanos.
Ante la abundancia de actitudes muchas veces intemperantes, desmesuradas, exorbitantes, parece innegable ya que la ideología dominante fija en ellos sus determinaciones a través de las estructuras de la consciencia cotidiana. De la mano de estos notables progresos técnicos y científicos, ha nacido lo que se conoce como “post-verdad”, esto es el uso de informaciones, muchas veces falsas, que buscan influir en las personas en lo emocional o en sus creencias personales. Es decir, a partir de la recolección de datos sobre los más de dos mil millones de personas en el mundo que usan las redes sociales, es posible saber lo que ellas piensan, lo que les gusta, lo que odian, lo que temen, lo que desprecian, lo que los alegra, lo que los entristece, lo que los deprime, los que los enorgullece o lo que los sorprende y, desde ahí, enviar informaciones que sean adecuadas a sus sentimientos y sensaciones.
Es indudable que los avances acelerados de la tecnología comunicacional han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público en general y aquellos poseídos y utilizados por las elites dominantes. Este sistema de comunicación ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, ejerce un gran control y poder sobre los individuos, mayor que el de ellos sobre sí mismos. El propósito de estos medios masivos no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante. “La simultaneidad del mensaje, esa capacidad de llegar a grandes auditorios en pequeños espacios de tiempo, sugiere un poder de impacto social sumamente potente”, decía el sociólogo estadounidense Charles R. Wright (1927-2017) en su “Mass communication. A sociological perspective” (Comunicación de masas. Una perspectiva sociológica). Y concluía: “A su vez, la transitoriedad de la comunicación masiva ha llevado, en algunos casos, a un énfasis en la oportunidad e impacto del contenido”.
Y es aquí dónde vuelven a surgir preguntas. ¿No es este un mundo falaz, ilusorio, virtual? ¿No constituye esto una distopía, aquel término que el narrador y académico José María Merino (1941) logró que se incorpore hace muy poco al diccionario de la Real Academia Española definiéndola como la “representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son las causantes de alienación moral”? Algo que, de manera casi espontánea, nos remite a “Fahrenheit 451”, la novela que Ray Bradbury (1920-2012) publicara en 1953. Allí el escritor estadounidense mostraba un mundo en el que los libros estaban prohibidos y las personas vivían como hipnotizadas, narcotizadas por los programas idiotas y sin sentido que se transmitían en enormes pantallas de televisión diseminadas tanto en sus casas como en la vía pública, haciéndolas incapaces de discernir entre lo real y lo imaginario. En esa sociedad, los seres humanos no nacían iguales, se hacían iguales gracias a la manipulación y la censura, mientras que el gobierno de turno manejaba las informaciones y creaba una realidad moldeada a sus intereses.
Jacques Kayser (1900-1963), periodista francés, denunciaba a mediados de la década del ’50 del siglo pasado en su artículo “Presse et opinion” (Prensa y opinión) la existencia de un acuerdo implícito, de una colusión permanente entre el interés de los propietarios de los medios de información y los dueños y directores de las grandes empresas industriales y comerciales privadas, en virtud del cual se asocia la libertad de información y la libertad de empresa. Si se toma en cuenta la gradual desaparición de diarios y la concentración monopólica sobre la radio y la televisión a la par del notable predominio de los medios virtuales, se puede tener una visión de las causas reales de la creciente uniformidad que domina el campo de la información. Y, de alguna manera presagiaba Kayser algo mucho más grave: “La libertad de expresión, reconocida como un inalienable derecho individual, no tiene posibilidad casi de llevarse a la práctica; es cada día más difícil expresar la opinión individual; la libertad individual, la libertad de opinión, se ha convertido en el privilegio de unos pocos”. Así, podría decirse que los individuos, en cuanto a su personalidad, se encuentran tácitamente incomunicados.
Por la misma época, desde una óptica academicista se expresó el abogado y politólogo serbio Jovan Djordjevic (1908-1989), cuyo criterio es suficientemente significativo. A su juicio, la opinión pública era una de las nociones fundamentales de la ciencia política y uno de los factores esenciales de la sociedad humana organizada. Sea que ella se cree y desenvuelva libremente, sea que se la fabrique y mistifique, constituye un elemento fundamental para la existencia y legitimidad de la autoridad. Tiene el carácter de una institución vital, irreemplazable e irreductible de la sociedad humana, que si bien pueden sus enemigos desnaturalizarla, en modo alguno pueden prescindir de ella ni de su influencia moral y política. Esto explica su interés por fabricar una opinión pública favorable, crearla artificialmente y camuflarla por medio de hábiles técnicas tales como la propaganda.
En su ensayo “Javno mnjenje” (Opinión pública), observó que “la cuestión se centra en la posibilidad de un conocimiento racional por parte de todos los hombres, o de algunos hombres, ya se trate elites o de clases sociales. Si el ser humano es un ser racional o si lo irracional juega una función determinante de las actitudes, los juicios y, en definitiva, de la esfera racional humana. Los juicios que los seres humanos formulan respecto del universo que los rodea, de los hechos que ocurren, de sí mismos y de la comunidad que los entorna, pueden ser superficiales o profundos. Pueden ser falsos o verdaderos, motivados en prejuicios o en conocimientos, en formas elementales de emotividad o en función racional, pero siempre en relación con el hecho primario de la comunicación o con el proceso más complejo de la información. Se mueven dentro de intenciones y de circunstancias. En el mecanismo de su formación gravitan tanto lo irracional como lo racional precisamente por su carácter de interacción humana”.
Otro tanto hizo el filósofo francés Gastón Berger (1896-1960), quien en “Recherches sur les conditions de la connaissance” (Investigaciones sobre las condiciones del conocimiento), al tratar sobre la opinión pública como un fenómeno humano, entendía que uno de los caracteres de la opinión pública residía en su condición de consciente, como expresión de un juicio, en el que sin duda existían tanto el pensamiento como los sentimientos de quienes los emitían. “Cualquiera que sea el grado de tenacidad con que se defienda una opinión -escribió-, lo cierto es que la opinión pública demanda para si el reconocimiento de la objetividad. Es que en ella gravita siempre una escala de valores. De esto proviene que puedan existir sobre una misma cuestión opiniones diferentes, en correspondencia con las estimaciones individuales o colectivas, con los múltiples grupos sociales existentes y con los intereses y valoraciones que desde las distintas perspectivas puedan formularse”.
Es indudable que las transformaciones producidas en el seno de la sociedad contemporánea y en las estructuras del poder, han provocado cambios fundamentales en lo que respecta a la situación de los medios de comunicación colectiva y a la efectividad del derecho individual de expresar el pensamiento. El surgimiento del derecho social a la información, como consecuencia de la aparición y desarrollo de los nuevos medios técnicos de comunicación colectiva, en correlación con el derecho individual de pensar y expresar el pensamiento, ha determinado la regulación del funcionamiento de las empresas que poseen los medios de información. Así lo entendió el jurista argentino Carlos Fayt (1918-2016) quien, en su obra “Ciencia política y ciencias de la información”, expresó: “Ha tenido lugar un proceso de democratización fundamental, en virtud del cual el hombre es llamado constantemente a decidir sobre su vida política, su destino social y económico. Pero carece del equipo de ideas necesario para decidir racional y conscientemente, de los hábitos mentales propios para que su decisión sea voluntaria y libre. En esto influye, además de los sistemas de instrucción y educación, la disciplina de la empresa. Una disciplina centralizada y jerarquizada. La empresa no tiene una estructura democrática. Así se explica que no obstante encontrarse el poder y la decisión política en manos del pueblo, éste, llamado a decidir, obre irracionalmente. Que tenga miedo a la libertad”. E infirió: “Sin la competencia propia del saber especializado, la opinión pública se desenvuelve con una fuerza particular ahí donde los intereses son potentes y la situación compleja. Ahí donde los hombres son directamente afectados por las consecuencias de diferentes acciones posibles sin tener los medios y las posibilidades de acceder a un estudio objetivo, esto es, científico y profundo de los problemas”.
Casi medio siglo atrás, en su reputado ensayo “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar), el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) ya explicaba los mecanismos y dispositivos que hacían de la sociedad capitalista moderna una sociedad disciplinaria. “La crónica de un hombre -arguyó-, el relato de su vida, su historiografía relatada al hilo de su existencia formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa relación; rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta descripción un medio de control y un método de dominación”. Años después, el filósofo italiano Toni Negri (1933) retomaría esa idea en “Impero” (Imperio), el ensayo que escribiera en colaboración con el teórico literario y filósofo político estadounidense Michael Hardt (1960). Allí sostenía que, junto al paso de la modernidad a la posmodernidad, del imperialismo al imperio, también se producía la transición de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control: “Mientras que el Estado-Nación se sirve de dispositivos disciplinarios para organizar el ejercicio del poder y las dinámicas del consenso, construyendo así, a la vez, cierta integración social productiva y modelos de ciudadanía adecuados, el imperio desarrolla dispositivos de control que invaden todos los aspectos de la vida y los recomponen a través de esquemas de producción y de ciudadanía que corresponden a la manipulación totalitaria de las actividades, del medio ambiente, de las relaciones sociales y culturales, etc.”.
En el ensayo, Negri y Hardt introducen el concepto de “manipulación totalitaria” para describir el creciente avance que las relaciones sociales capitalistas van realizando a lo largo de toda su historia expropiando a su paso, cada vez más, nuevos terrenos y ámbitos sociales. En los comienzos del sistema capitalista de producción, las relaciones abarcaban únicamente el espacio en el que se desarrollaba el trabajo artesanal. A pesar de que cada artesano seguía manejando su tiempo de trabajo, era el capitalista quien poseía -y por lo tanto dirigía- el taller donde laboraban los artesanos. Históricamente, la primera expropiación remite al espacio del taller y a los medios de producción. Más adelante, con la introducción de la manufactura, los empresarios no sólo poseían y dirigían el espacio físico sino que empezaron a penetrar también dentro del propio saber de los obreros: el saber del oficio. Así, la segunda expropiación fue la del saber. Luego, con la generalización de la gran industria moderna y el despliegue de las máquinas, los capitalistas quebraron la capacidad obrera de manejar saberes y tiempos; comenzaron a obligar a los obreros a adaptarse con cada uno de sus gestos corporales y movimientos a los tiempos y ritmos de la máquina, un sistema de producción industrial conocido como “fordismo”. La tercera expropiación, entonces, remite a los gestos y al manejo del cuerpo dentro de la fábrica.
Finalmente, con la emergencia de la moderna tecnología, surgió una nueva lógica organizativa que incluyó la tercerización dispuesta por las grandes corporaciones hacia pequeñas empresas para permitir ordenar la cadena productiva, ya no centrándose en fabricar un único producto en masa sino diferentes productos orientados a distintos tipos de consumidores. De ese modo se produjo una nueva expropiación: el capital avanzó ya no sólo sobre espacios físicos, medios de producción, saberes y gestos corporales sino que su dominación se ejerce sobre el conjunto de la vida social (el “bios social”, como lo llaman los autores). En conclusión, el paso de una subordinación parcial a la subordinación y subsunción total de la sociedad bajo el reino imperial del capital, abarcaría al conjunto de la vida humana.
La principal distinción entre el instinto y la razón parece ser que, mientras que el instinto es infinitamente más exacto, más seguro y más clarividente en su esfera de acción, en el caso de la razón, la esfera de acción es de un alcance mucho mayor. Por eso la pregunta: ¿qué predomina en los seres humanos, la capacidad de razonar o el determinismo genético? Un interrogante que hoy parecería tener más vigencia que nunca en un mundo marcadamente desigual en el cual, tal como lo describiera Immanuel Wallerstein (1930-2019) en “The modern world-system” (El moderno sistema mundial), las relaciones económicas forman un sistema global en el que las naciones más desarrolladas explotan tanto la mano de obra como los recursos naturales de aquellas naciones en vías de desarrollo. Este “sistema-mundo” -así denominado por el sociólogo estadounidense-, está expuesto a la sujeción taxativa de las corporaciones financieras y las empresas multinacionales, los principales agentes impulsores y beneficiarios de la globalización económica, dada su indiscutible capacidad de intervenir en las decisiones gubernamentales. Estos consorcios, que influyen individualmente en las políticas de cada continente y puertas adentro de cada país, proponen el crecimiento ilimitado de la economía de mercado como un determinante incuestionable y privilegiado de la vida social, y la desreglamentación de los dispositivos políticos, institucionales y jurídicos que constituyan un bloqueo al libre funcionamiento del mercado.
Pero, de la mano de estas políticas, mientras el 10% de la población mundial posee el 83% de la riqueza que se genera y el 43% de esa riqueza está concentrada en manos del 1% de la población, lo que crece ilimitadamente es la pobreza de la mayoría de los habitantes tanto de los países ricos como de los pobres. El desempleo, la crisis social, la marginalidad, la ruptura de las solidaridades, el incremento de la criminalidad, la destrucción de culturas nacionales son todos fenómenos que hoy en día pueden observarse a simple vista. En la actualidad, después de África -un continente prácticamente ya devastado- es América Latina la región más inequitativa e injusta del planeta. Un informe reciente de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) indica que el 30,2% de la población, alrededor de 184 millones, vive en condiciones de pobreza, y un 10,2%, unos 62 millones, se encuentra en condiciones de indigencia. Mientras tanto, el 10% más rico de la población concentra el 71% de la riqueza de la región. Y es entonces cuando surge otra pregunta: ¿qué ocurre en la mente de las personas que, incluso viviendo en un lugar tan desigual y polarizado, lo respaldan y lo justifican?
Es cierto que no existe una verdad universal, que existen diversas concepciones del mundo y que los hombres hacen una elección entre ellas. Pero, ¿cómo se produce esa elección? ¿Es un hecho puramente intelectual o más complejo? Frecuentemente es posible observar las discordancias existentes entre las ideas afirmadas como un hecho intelectual y las que resultan de la actividad concreta de cada persona, esto es, las que se observan implícitamente en su manera de obrar. Este contraste entre el pensar y el obrar, bien podría adjudicarse a contradicciones más profundas de orden histórico social, entre las que, invariablemente, aparecen los conflictos en una sociedad como consecuencia del antagonismo existente entre las distintas clases sociales, en la medida en que cada una de ellas intenta reorganizarla política y económicamente a su favor. Pero, para advertir estas desavenencias, es preciso tomar consciencia de que ellas existen concentrando las fuerzas racionales y no dejándose arrastrar por los impulsos instintivos. O, si se quiere, recurrir a lo que comúnmente se da en llamar “sentido común”, algo que merece ser desarrollado y convertido en un hábito coherente, en una forma de pensar con independencia y autonomía y no de sumisión y subordinación intelectual.
Allá por 1926, el filósofo y politólogo italiano Antonio Gramsci (1891-1937) fue encarcelado en Roma por el régimen fascista durante su sanguinaria campaña para acabar con la política de la oposición. Entre 1929 y 1935, se tomó el trabajo de escribir alrededor de tres mil páginas que, tras su fallecimiento, salieron a la luz como “I quaderni dal carcere” (Cuadernos de la cárcel). Entre esos escritos figura “Il materialismo storico e la filosofia di Benedetto Croce” (El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce), ensayo en el cual decía: “Todo sujeto es víctima de la hegemonía representada por la relación sociedad política/sociedad civil, por lo que reproduce inconscientemente los patrones valorativos de la clase dominante. Por lo tanto, ningún proyecto de alteración de ese modelo tendrá éxito duradero a menos que se cree un nuevo terreno ideológico que propicie la reforma de las conciencias”.
Hoy por hoy parecería que, efectivamente, se ha creado un “nuevo terreno ideológico”, pero no para beneficiar a las clases subalternas como proponía Gramsci sino, por el contrario, para concentrar cada vez más el poder tanto ideológico como económico en las manos de las clases dominantes. Y en este proceso es evidente el rol determinante que juegan los medios de comunicación y, fundamentalmente, las redes sociales. La aparición y desarrollo de estas técnicas de comunicación colectiva ha contribuido a modificar las relaciones del Estado con los individuos, sobre todo en lo que respecta al derecho de pensar y expresar el pensamiento. El individuo, por obra de estos medios tecnológicos, ha dejado de ser el sujeto activo de tal derecho. Ahora son los grandes grupos de poder, tanto nacionales como internacionales, quienes lo manipulan, no para reivindicar una facultad inalienable de los hombres, sino para ejercer su monopolio y su control.
Tal como lo advertía a comienzos del actual siglo el jurista francés Jean Rivero (1910-2001) en su ensayo “Le statut des techniques de formation de l'opinion publique” (La orientación de las técnicas de formación de la opinión pública), la batalla por la libertad de expresión no se libra ya en las barricadas como en la época de la Revolución Francesa sino en las salas de los consejos de administración, donde tienen asiento los nuevos dueños desconocidos del mundo que son los propietarios de los medios de comunicación colectiva, y dónde, por supuesto, no tiene posibilidad de acceso el individuo aislado, el “ciudadano” de los teóricos del liberalismo clásico. Para el profesor de Derecho Público en la Université Panthéon-Assas de París, los individuos ya no tienen el derecho de hablar, escribir, imprimir libremente como en 1789. “La libertad fundamental se ha convertido en el derecho a elegir y juzgar lo que se ha de leer, lo que se va a escuchar o lo que se va a ver”, dice. “Se ha producido una de las transformaciones profundas que distinguen a nuestro siglo de los siglos anteriores, particularmente de los siglos XVIII y XIX: el derecho del hombre ahora es el derecho pasivo a ser informado, a recibir información o formación. Libertad pasiva, que poco tiene en común con la libertad activa de expresión, y que encierra en sí la cuestión de saber si el hombre va a conservar la posibilidad de formar un pensamiento que le sea propio”.
Si bien puede atribuirse a las redes sociales la ventaja de posibilitar estar en contacto con personas que están en cualquier lugar y zona horaria y de facilitar la relación entre ellas sin barreras culturales y físicas, no puede aislarse esa situación de todo el complejo de transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales que han modificado sustancialmente la vida en la sociedad contemporánea. No se puede negar ni desconocer la influencia enorme de signo positivo que ejercen los medios de información y la comunicación colectiva pero, tras la fachada de promover el derecho individual a pensar y expresar el pensamiento complementado con el derecho social a ser informado, palmariamente se esconde un extraordinario poder sobre la mente y el comportamiento de los seres humanos.
Ante la abundancia de actitudes muchas veces intemperantes, desmesuradas, exorbitantes, parece innegable ya que la ideología dominante fija en ellos sus determinaciones a través de las estructuras de la consciencia cotidiana. De la mano de estos notables progresos técnicos y científicos, ha nacido lo que se conoce como “post-verdad”, esto es el uso de informaciones, muchas veces falsas, que buscan influir en las personas en lo emocional o en sus creencias personales. Es decir, a partir de la recolección de datos sobre los más de dos mil millones de personas en el mundo que usan las redes sociales, es posible saber lo que ellas piensan, lo que les gusta, lo que odian, lo que temen, lo que desprecian, lo que los alegra, lo que los entristece, lo que los deprime, los que los enorgullece o lo que los sorprende y, desde ahí, enviar informaciones que sean adecuadas a sus sentimientos y sensaciones.
Es indudable que los avances acelerados de la tecnología comunicacional han generado una creciente brecha entre los conocimientos del público en general y aquellos poseídos y utilizados por las elites dominantes. Este sistema de comunicación ha conseguido conocer mejor al individuo común de lo que él se conoce a sí mismo. Esto significa que, en la mayoría de los casos, ejerce un gran control y poder sobre los individuos, mayor que el de ellos sobre sí mismos. El propósito de estos medios masivos no es tanto informar y reportar lo que sucede, sino más bien dar forma a la opinión pública de acuerdo a las agendas del poder corporativo dominante. “La simultaneidad del mensaje, esa capacidad de llegar a grandes auditorios en pequeños espacios de tiempo, sugiere un poder de impacto social sumamente potente”, decía el sociólogo estadounidense Charles R. Wright (1927-2017) en su “Mass communication. A sociological perspective” (Comunicación de masas. Una perspectiva sociológica). Y concluía: “A su vez, la transitoriedad de la comunicación masiva ha llevado, en algunos casos, a un énfasis en la oportunidad e impacto del contenido”.
Y es aquí dónde vuelven a surgir preguntas. ¿No es este un mundo falaz, ilusorio, virtual? ¿No constituye esto una distopía, aquel término que el narrador y académico José María Merino (1941) logró que se incorpore hace muy poco al diccionario de la Real Academia Española definiéndola como la “representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son las causantes de alienación moral”? Algo que, de manera casi espontánea, nos remite a “Fahrenheit 451”, la novela que Ray Bradbury (1920-2012) publicara en 1953. Allí el escritor estadounidense mostraba un mundo en el que los libros estaban prohibidos y las personas vivían como hipnotizadas, narcotizadas por los programas idiotas y sin sentido que se transmitían en enormes pantallas de televisión diseminadas tanto en sus casas como en la vía pública, haciéndolas incapaces de discernir entre lo real y lo imaginario. En esa sociedad, los seres humanos no nacían iguales, se hacían iguales gracias a la manipulación y la censura, mientras que el gobierno de turno manejaba las informaciones y creaba una realidad moldeada a sus intereses.
Jacques Kayser (1900-1963), periodista francés, denunciaba a mediados de la década del ’50 del siglo pasado en su artículo “Presse et opinion” (Prensa y opinión) la existencia de un acuerdo implícito, de una colusión permanente entre el interés de los propietarios de los medios de información y los dueños y directores de las grandes empresas industriales y comerciales privadas, en virtud del cual se asocia la libertad de información y la libertad de empresa. Si se toma en cuenta la gradual desaparición de diarios y la concentración monopólica sobre la radio y la televisión a la par del notable predominio de los medios virtuales, se puede tener una visión de las causas reales de la creciente uniformidad que domina el campo de la información. Y, de alguna manera presagiaba Kayser algo mucho más grave: “La libertad de expresión, reconocida como un inalienable derecho individual, no tiene posibilidad casi de llevarse a la práctica; es cada día más difícil expresar la opinión individual; la libertad individual, la libertad de opinión, se ha convertido en el privilegio de unos pocos”. Así, podría decirse que los individuos, en cuanto a su personalidad, se encuentran tácitamente incomunicados.
Por la misma época, desde una óptica academicista se expresó el abogado y politólogo serbio Jovan Djordjevic (1908-1989), cuyo criterio es suficientemente significativo. A su juicio, la opinión pública era una de las nociones fundamentales de la ciencia política y uno de los factores esenciales de la sociedad humana organizada. Sea que ella se cree y desenvuelva libremente, sea que se la fabrique y mistifique, constituye un elemento fundamental para la existencia y legitimidad de la autoridad. Tiene el carácter de una institución vital, irreemplazable e irreductible de la sociedad humana, que si bien pueden sus enemigos desnaturalizarla, en modo alguno pueden prescindir de ella ni de su influencia moral y política. Esto explica su interés por fabricar una opinión pública favorable, crearla artificialmente y camuflarla por medio de hábiles técnicas tales como la propaganda.
En su ensayo “Javno mnjenje” (Opinión pública), observó que “la cuestión se centra en la posibilidad de un conocimiento racional por parte de todos los hombres, o de algunos hombres, ya se trate elites o de clases sociales. Si el ser humano es un ser racional o si lo irracional juega una función determinante de las actitudes, los juicios y, en definitiva, de la esfera racional humana. Los juicios que los seres humanos formulan respecto del universo que los rodea, de los hechos que ocurren, de sí mismos y de la comunidad que los entorna, pueden ser superficiales o profundos. Pueden ser falsos o verdaderos, motivados en prejuicios o en conocimientos, en formas elementales de emotividad o en función racional, pero siempre en relación con el hecho primario de la comunicación o con el proceso más complejo de la información. Se mueven dentro de intenciones y de circunstancias. En el mecanismo de su formación gravitan tanto lo irracional como lo racional precisamente por su carácter de interacción humana”.
Otro tanto hizo el filósofo francés Gastón Berger (1896-1960), quien en “Recherches sur les conditions de la connaissance” (Investigaciones sobre las condiciones del conocimiento), al tratar sobre la opinión pública como un fenómeno humano, entendía que uno de los caracteres de la opinión pública residía en su condición de consciente, como expresión de un juicio, en el que sin duda existían tanto el pensamiento como los sentimientos de quienes los emitían. “Cualquiera que sea el grado de tenacidad con que se defienda una opinión -escribió-, lo cierto es que la opinión pública demanda para si el reconocimiento de la objetividad. Es que en ella gravita siempre una escala de valores. De esto proviene que puedan existir sobre una misma cuestión opiniones diferentes, en correspondencia con las estimaciones individuales o colectivas, con los múltiples grupos sociales existentes y con los intereses y valoraciones que desde las distintas perspectivas puedan formularse”.
Es indudable que las transformaciones producidas en el seno de la sociedad contemporánea y en las estructuras del poder, han provocado cambios fundamentales en lo que respecta a la situación de los medios de comunicación colectiva y a la efectividad del derecho individual de expresar el pensamiento. El surgimiento del derecho social a la información, como consecuencia de la aparición y desarrollo de los nuevos medios técnicos de comunicación colectiva, en correlación con el derecho individual de pensar y expresar el pensamiento, ha determinado la regulación del funcionamiento de las empresas que poseen los medios de información. Así lo entendió el jurista argentino Carlos Fayt (1918-2016) quien, en su obra “Ciencia política y ciencias de la información”, expresó: “Ha tenido lugar un proceso de democratización fundamental, en virtud del cual el hombre es llamado constantemente a decidir sobre su vida política, su destino social y económico. Pero carece del equipo de ideas necesario para decidir racional y conscientemente, de los hábitos mentales propios para que su decisión sea voluntaria y libre. En esto influye, además de los sistemas de instrucción y educación, la disciplina de la empresa. Una disciplina centralizada y jerarquizada. La empresa no tiene una estructura democrática. Así se explica que no obstante encontrarse el poder y la decisión política en manos del pueblo, éste, llamado a decidir, obre irracionalmente. Que tenga miedo a la libertad”. E infirió: “Sin la competencia propia del saber especializado, la opinión pública se desenvuelve con una fuerza particular ahí donde los intereses son potentes y la situación compleja. Ahí donde los hombres son directamente afectados por las consecuencias de diferentes acciones posibles sin tener los medios y las posibilidades de acceder a un estudio objetivo, esto es, científico y profundo de los problemas”.
Casi medio siglo atrás, en su reputado ensayo “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar), el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) ya explicaba los mecanismos y dispositivos que hacían de la sociedad capitalista moderna una sociedad disciplinaria. “La crónica de un hombre -arguyó-, el relato de su vida, su historiografía relatada al hilo de su existencia formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa relación; rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta descripción un medio de control y un método de dominación”. Años después, el filósofo italiano Toni Negri (1933) retomaría esa idea en “Impero” (Imperio), el ensayo que escribiera en colaboración con el teórico literario y filósofo político estadounidense Michael Hardt (1960). Allí sostenía que, junto al paso de la modernidad a la posmodernidad, del imperialismo al imperio, también se producía la transición de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control: “Mientras que el Estado-Nación se sirve de dispositivos disciplinarios para organizar el ejercicio del poder y las dinámicas del consenso, construyendo así, a la vez, cierta integración social productiva y modelos de ciudadanía adecuados, el imperio desarrolla dispositivos de control que invaden todos los aspectos de la vida y los recomponen a través de esquemas de producción y de ciudadanía que corresponden a la manipulación totalitaria de las actividades, del medio ambiente, de las relaciones sociales y culturales, etc.”.
En el ensayo, Negri y Hardt introducen el concepto de “manipulación totalitaria” para describir el creciente avance que las relaciones sociales capitalistas van realizando a lo largo de toda su historia expropiando a su paso, cada vez más, nuevos terrenos y ámbitos sociales. En los comienzos del sistema capitalista de producción, las relaciones abarcaban únicamente el espacio en el que se desarrollaba el trabajo artesanal. A pesar de que cada artesano seguía manejando su tiempo de trabajo, era el capitalista quien poseía -y por lo tanto dirigía- el taller donde laboraban los artesanos. Históricamente, la primera expropiación remite al espacio del taller y a los medios de producción. Más adelante, con la introducción de la manufactura, los empresarios no sólo poseían y dirigían el espacio físico sino que empezaron a penetrar también dentro del propio saber de los obreros: el saber del oficio. Así, la segunda expropiación fue la del saber. Luego, con la generalización de la gran industria moderna y el despliegue de las máquinas, los capitalistas quebraron la capacidad obrera de manejar saberes y tiempos; comenzaron a obligar a los obreros a adaptarse con cada uno de sus gestos corporales y movimientos a los tiempos y ritmos de la máquina, un sistema de producción industrial conocido como “fordismo”. La tercera expropiación, entonces, remite a los gestos y al manejo del cuerpo dentro de la fábrica.
Finalmente, con la emergencia de la moderna tecnología, surgió una nueva lógica organizativa que incluyó la tercerización dispuesta por las grandes corporaciones hacia pequeñas empresas para permitir ordenar la cadena productiva, ya no centrándose en fabricar un único producto en masa sino diferentes productos orientados a distintos tipos de consumidores. De ese modo se produjo una nueva expropiación: el capital avanzó ya no sólo sobre espacios físicos, medios de producción, saberes y gestos corporales sino que su dominación se ejerce sobre el conjunto de la vida social (el “bios social”, como lo llaman los autores). En conclusión, el paso de una subordinación parcial a la subordinación y subsunción total de la sociedad bajo el reino imperial del capital, abarcaría al conjunto de la vida humana.
Divagaciones en torno a la incongruente especie humana (3). Sobre la grieta social y la toma de consciencia
Nunca se ha hablado tanto de los derechos individuales como en nuestro tiempo, pero nunca como en nuestro tiempo, el hombre se ha visto sometido a la presión de las técnicas tipificadoras de su comportamiento. Los medios de comunicación colectiva lo convierten en un átomo social. Junto al proceso de exaltación del egocentrismo no se ha dado un correlativo proceso de desarrollo de la personalidad humana. El neoliberalismo es un modelo que aspira a imponerse como regulador de la vida política, económica, social, cultural y también de los entornos naturales. Su implementación se hace a través de una receta universal que no requiere de adaptación a las realidades y particularidades de cada país o región. Esto no se debe a la implacabilidad de su diseño teórico ni a la idoneidad de su teoría, sino al objetivo primordial que se pretende alcanzar con este modelo: crear las mejores condiciones posibles para la acumulación capitalista.
Al respecto, el psicoanalista y ensayista argentino Jorge Alemán (1951) acota en “Capitalismo. Crimen perfecto o emancipación” que el neoliberalismo tiene pretensiones totalizantes, quiere cerrar cualquier brecha en lo social, anular la heterogeneidad subjetiva en un proceso de homogeneización donde todo el que no la acepte es excluido. “Aparte de la utilización de los medios masivos, el capitalismo al inscribir su lógica en los sujetos y lograr su aceptación parece estar logrando construir un fascismo anónimo que reclama seguridad y protección a costa de la destrucción del otro no asimilado o descartado”. Y concluye: “El intento neoliberal de transformar al sujeto despojado de su singularidad en ‘capital humano’, ‘empresario de sí mismo’, ‘ganador’, ‘líquido y volátil’ como la mercancía, apunta justamente a destruirlo desposeyéndolo, convirtiéndolo en consumidor consumido. Puesto el sujeto en esta suerte de individualidad, va a ver sus logros como fruto de sus méritos, lo que produce euforia y compulsión a incrementar la ganancia; y a sus fracasos como resultado de sus incapacidades, lo cual puede sumirlo en estados depresivos. Por ambas cosas, la proliferación de psicofármacos y el auge de las neurociencias”.
Y no es casual que Alemán utilice el término “fascismo” cuando es notorio que muchas de las políticas impuestas desde el poder, corresponden a acciones que coinciden con las que históricamente implementaron gobiernos fascistas dictatoriales o acciones de grupos políticos religiosos de la derecha oligárquica tradicional, algo que, Latinoamérica sufrió desgarradoramente sobre todo en los años ’60 y ’70 del siglo pasado. En aquel entonces, una gran parte de los países de la región experimentaron un proceso de fascistización con impresionantes cuotas de terror y barbarie, que aunque carecían de las características fundamentales del nazismo alemán, el fascismo italiano o el falangismo español, se orientaron regresivamente al servicio de los sectores adinerados y los intereses extranjeros.
A comienzos de 1976, el Fondo de Cultura Económica publicó el primer número de la revista “Nueva Política” bajo el título “El fascismo en América”. En ella reunió textos de, entre otros, Julio Cortázar (1914-1984), Susan Sontag (1933-2004), Agustín Cueva (1937-1992) y Eduardo Galeano (1940-2015). El escritor argentino especificó en su artículo titulado “Los lobos de los hombres”: “Ser fascista: si nadie lo ha definido exactamente, basta observarlo como conducta para sentir que su raíz es negativa, que nace del miedo (del miedo a la muerte propia como trasfondo y motivación de todo el resto). Debajo de la máscara de pueblos pacíficos hay cantidad de rostros esperando su hora. Apenas una corriente fascista se abra paso en la estructura política, contará de inmediato con múltiples adherentes, tenga o no clara conciencia de las motivaciones profundas de su adhesión a los slogans de esa política”. A lo que la escritora estadounidense agregó en su breve ensayo “Fascinating fascism” (La fascinación del fascismo): “Lo que distingue al fascismo es su desprecio por todo lo reflexivo, crítico y pluralista”.
El sociólogo y crítico literario ecuatoriano, por su parte, en su tesis “La fascistización de América Latina”, apuntó: “Idéntico aquí y allá por su contenido de clase, así como por las formas extremas de represión a que recurre, el fascismo es sin embargo un fenómeno histórico concreto que cada vez presenta modalidades específicas, reflejo de la articulación compleja de contradicciones que el capitalismo genera en los distintos momentos y lugares de su desarrollo. El fascismo en América Latina posee por lo mismo sus perfiles peculiares, forjados en el molde de una configuración subdesarrollada y dependiente, y al calor de los conflictos sociales propios de ella”. Y el escritor y periodista uruguayo, en una misiva dirigida a un amigo, concluyó: “La ideología de la histeria pequeño-burguesa se adapta, como el guante a la mano, a las necesidades del fascismo. Usa las grandes palabras características -Patria, Familia, Tradición, Propiedad- para enmascarar la opresión y aniquilar la inteligencia. Pensar está prohibido, el régimen sospecha, y no le falta razón, que quien piensa conspira”.
Cincuenta años más tarde de estos planteamientos, parecería que poco y nada ha cambiado. Basta escuchar las declaraciones tanto de gobernantes -ya sean constitucionales o de facto- como de sus votantes y seguidores, para advertir que las prácticas fascistas siguen vigentes. Esto es lo que el historiador italiano Enzo Traverso (1957) denomina “posfascismo”, un neologismo que utiliza para reconocer las diferencias existentes entre estos nuevos movimientos y sus ancestros del periodo de entreguerras en Europa. En “I nuovi volti del fascismo” (Las nuevas caras de la derecha), Traverso precisa: “Claramente, las derechas radicales comprendieron que no podían aparecer como una alternativa legítima siguiendo el discurso de los fascismos clásicos, y se emanciparon de eso. Pero, al mismo tiempo, es imposible intentar comprenderlas sin tomar como referencia el fascismo clásico. Lo que es evidente es que la nueva derecha radical es la búsqueda de una solución autoritaria, neoconservadora o reaccionaria a las crisis del siglo XXI. Este es un contexto en el cual todos los escenarios son posibles. Con una ideología porosa y un discurso anti político, que puede tomar elementos de corrientes diversas a veces contrapuestas, las recetas posfascistas son políticamente reaccionarias y socialmente regresivas”.
En pleno siglo XXI, los estrategas tanto políticos como financieros, en concordancia, encuentran espacios para de algún modo actualizar la ideología y los métodos de dominación. Las prácticas posfascistas intentan modificar el comportamiento individual y ciudadano provocando miedo, incertidumbre, humillación y división en la sociedad, para lo cual recurren a técnicas avanzadas de represión y de control. La masificación y centralización de los medios de comunicación y la sofisticación de la propaganda gubernamental, crecen en eficiencia y dramatismo. Es manifiesto que el desenvolvimiento de los poderosos medios de información influye sobre el pensamiento y los sentimientos de los seres humanos y que esos medios, así como abren extraordinarias posibilidades para expresar la opinión pública, también la limitan. Tal como ocurre en los otros dominios de las relaciones sociales, la gigantesca técnica de la expresión y de la transmisión del pensamiento humano, los conocimientos y la información creada por las redes sociales es un instrumento anestesiante y deformador de la opinión pública.
Para decirlo sin retaceos, estas técnicas no son más que mecanismos de manipulación, de engaño, de mentira. Y así es como las grandes corporaciones multinacionales y los partidos políticos neoliberales se consolidan en la mente de las personas. Es la manera moderna de diseminar lo falso, el fraude. Antes se hacía de boca a boca o por medio de la prensa amarillista; hoy, esos embustes acaban asumiendo contornos de verdad y pueden alcanzar a millones de personas en pocas horas. Narcotizados por las visualizaciones incesantes de las redes sociales, inoculadas con la mentira sistemática, los seres humanos van desvinculándose de la realidad y asumen la existencia de un mundo imaginario, en el cual cualquier persona que piense o se exprese diferente pasa a ser considerada un enemigo susceptible de ser destruido. Y seguramente por esta razón es que se han vuelto moneda corriente las manifestaciones de odio, de intolerancia, de desprecio que proliferan en las sociedades actuales.
El odio es uno de los sentimientos humanos más regresivos pues captura las energías vitales de tal manera que los impulsa hacia la destrucción del objeto odiado. Por eso es una táctica a la que recurre el pensamiento autoritario, pues al construir el objeto de odio o la demonización del opositor, se le despeja el camino para los propósitos propios del poder, es decir, mantener y expandir a cualquier precio los beneficios que le son vitales, y eliminar la pluralidad ante la aparición de un intento manifiesto de homogenizar la sociedad. O, si se quiere, para utilizar una terminología sociológica, esta táctica no es más que una profundización de la lucha de clases. Se habla de “grieta”, de “fractura social”, cuando lo que en realidad existe son estructuras económicas en extremo injustas y regímenes políticos que las promueven y las amparan. Las clases sociales expresan las diferencias existentes a lo largo de la historia entre los hombres libres y los esclavos, los patricios y la plebe, los señores feudales y los siervos, los propietarios de los medios de producción y los trabajadores, una realidad insoslayable como manifestación de intereses en pugna, de intereses contrapuestos, lo que constituye nada más ni nada menos que una lucha de clases.
En “Wirtschaft und gesellschaft” (Economía y sociedad), el filósofo y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) puntualizaba que las clases sociales “se definen por la relación económicamente determinable entre sus miembros y el mercado”. Y el filósofo y matemático británico Bertrand Russell (1872-1970), en “Proposed roads to freedom” (Los caminos de la libertad), precisaba que “la historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de las luchas de clases”. No hace falta recurrir al economista y sociólogo alemán Karl Marx (1818-1883) para comprender esta tesitura. El propio economista escocés Adam Smith (1723-1790), considerado el padre fundador del liberalismo económico, admitía en su trascendental ensayo “The wealth of nations” (La riqueza de las naciones): “Todo el producto anual de la tierra y del trabajo de una nación se distribuye naturalmente entre las diferentes clases del pueblo”. Y, aproximándonos en el tiempo hasta fines del siglo pasado, en “Capitalism and freedom” (Capitalismo y libertad), el connotado economista liberal estadounidense y ganador del Premio Nobel de Economía en 1976 Milton Friedman (1912-2006) atribuía los altos niveles de desigualdad a la separación de las sociedades en “clases sociales con una limitada movilidad vertical”. En ambas estimaciones queda implícita la existencia del mencionado conflicto.
Ahora bien, ante este cúmulo de realidades -la corrupción inescrupulosa de los dirigentes políticos, los privilegios incalculables de las clases dominantes, la preponderancia especulativa de los mercados financieros, la ambición descontrolada de los grandes monopolios, la devastación del planeta por intereses económicos ilimitados, la desproporcionada e infausta desigualdad social, las mentiras propaladas por las invasivas redes sociales y una larga lista más de estropicios-, volviendo al principio la pregunta que emerge es: ¿cómo reaccionan los seres humanos? ¿Lo hacen mediante el instinto o la razón? ¿A través de impulsos o de la consciencia? ¿Qué predomina en los seres humanos?
La cultura es la que conforma la personalidad humana permitiendo al hombre sobrevivir y evolucionar. La educación dentro de una sociedad conlleva la consolidación de desarrollos creativos, los cambios de valores, actitudes y comportamientos, el respeto a los derechos humanos y la dignidad de las personas que conforman esa sociedad. La actividad creadora de la mente se inicia con el despertar de la consciencia, lo que significa que su funcionamiento se acelera en virtud del estímulo creciente que la consciencia, ilustrada en el conocimiento, ejerce sobre ella. Pero el ser humano, ¿es consciente de todos estos beneficios?
Habitualmente cuando se habla de los seres humanos se los define como una especie animal que se caracteriza por su capacidad de raciocinio, su aptitud para leer y escribir, su desarrollo de diferentes niveles de intelecto, su ingenio para evaluar probabilidades, su habilidad para adaptarse a los cambios, su dote para desplegar la imaginación, etc. Mucho menos se habla de que, a pesar de ser la especie que más domina la naturaleza en la extracción de recursos y producción de alimentos, se eliminan entre sí mediante unos artefactos que han creado para destrucción masiva. Y si no lo hacen por ese medio, lo hacen por la exclusión selectiva en su organización social que logra que muchos mueran de hambre, desnutrición o enfermedades. Poco también se habla de su pertinaz degradación de los recursos naturales y de su inescrupulosa contaminación del medioambiente, lo que genera múltiples desequilibrios que ponen en peligro su propia existencia. A pesar de que representan sólo al 0,01% del total de las especies que viven en la Tierra, desde el comienzo de la civilización hasta hoy, ya aniquilaron al 83% de los mamíferos salvajes, al 80% de los mamíferos marinos, al 50% de las plantas y al 15% de los peces. Mientras la población mundial se ha duplicado desde 1970, hoy se calcula que cerca de un millón de especies animales y vegetales están ahora en peligro de extinción.
De acuerdo a las estadísticas del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), los humanos producen aproximadamente unos 300 millones de toneladas de residuos plásticos cada año (40 kilos por persona) y actualmente solo el 14% se recolecta para el reciclaje. Un informe reciente de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) indica que cada segundo se arrojan más de 200 kilos de plástico a mares y océanos. El 70% se va al fondo marino y el 15% queda flotando. A esto hay que sumarle la contaminación del aire por las emisiones de gases contaminantes y de los suelos por el almacenamiento de sustancias sólidas radiactivas, metales pesados y plásticos no biodegradables, un problema ambiental que los seres humanos provocan desde los inicios de la Revolución Industrial y, muy en particular, durante el último medio siglo. Se calcula que más de 1.200 millones de hectáreas de tierras (equivalente a la suma de las superficies de China e India) han sufrido una seria degradación en los últimos cuarenta y cinco años debido a la utilización de fertilizantes químicos y pesticidas que, por un lado incrementaron notablemente la producción agrícola, mientras que, por otro lado, amenazan la salud humana y la vida de las demás especies. Actualmente, según el mismo informe, resultan gravemente envenenadas cada año entre 3.5 y 5 millones de personas por una serie de más de 75.000 productos sintéticos que se utilizan a diario.
Entonces es inevitable recaer en la pregunta inicial: ¿actúan los seres humanos con sensatez o con necedad? ¿Lo hacen con raciocinio o con imprudencia? Es cierto que la personalidad de un individuo está determinada en buena parte por la herencia genética, pero también es verdad que, en gran medida, es el resultado de las miles de interacciones con el ambiente y contexto que lo rodea, entendiendo por ello las personas, los lugares, el trabajo, las situaciones, las vivencias, los sucesos, la cultura, las experiencias, etc. Ahora bien, ¿es el ser humano consciente de ello? Así como el sistema solar surgió de una nebulosa, la antropología de la teoría evolucionista o la psicología de la fisiología, la consciencia surge del inconsciente.
En su vida cotidiana, el hombre se maneja usando tanto pensamientos propios, o sea creados y elaborados por su propia mente merced al saber adquirido por el estudio y la experiencia, como ajenos o provenientes de otras mentes, los cuales, impresos en libros o periódicos o trasmitidos por medio de la expresión oral o los medios de comunicación virtuales, son aceptados y usados a menudo como propios. La intervención de la consciencia en el esclarecimiento de las funciones que cada pensamiento desempeña en la mente es esencial, por cuanto permite distinguir con toda exactitud cuáles son los pensamientos producidos por la propia mente, cuáles los adoptados o de procedencia ajena incorporados al acervo individual y cuáles los que tienen vida propia, o sea los que actúan con autonomía o con prescindencia de la mente que los cobija. De más está decir que la consciencia facilita grandemente la identificación de los pensamientos malos, inútiles o estériles, que tienen casi siempre parte activa en cada uno de los tres órdenes citados.
La toma de consciencia es un proceso delicado y complejo por el cual las personas pasan de un conocimiento instrumental de la realidad a una conceptualización más íntima y significativa de las cosas. Y es, por encima de todo, un despertar. Es abrir los ojos desde el interior para hacer consciente lo inconsciente y así poder dar el paso e iniciar toda una necesaria revolución personal. La toma de consciencia es la distancia que media entre la inteligencia y el instinto. Es la que separa al instinto de los impulsos y también el fundamento de la inteligencia y el razonamiento. Por eso es necesario identificar cuáles son las pedagogías políticas de que se valen los proyectos dominantes en Latinoamérica. Proyectos de sociedad que se instalan con un conjunto de estrategias pedagógicas que opera desde los principales medios de comunicación y las redes digitales. Así, se monopoliza la palabra y se avasallan los derechos sociales, imponiendo a la vez la cosificación de las personas, la profesionalización de la política, la mercantilización de los derechos y la atomización del espacio público. Con ello se naturaliza la desigualdad a la vez que se ponen en crisis las ciudadanías, los derechos humanos y las democracias.
Tal vez si muchos de los gobernantes y funcionarios, más sus allegados, partidarios y prosélitos que actualmente pululan en América Latina pusieran en práctica el uso de la razón, uno podría dejar de escuchar declaraciones como en Brasil “el pobre sólo tiene una utilidad: votar. La cédula de elector en la mano es diploma de burro en el bolsillo. Sólo sirve para eso y nada más”, o en Colombia “la ley es como las mujeres, se hizo para violarlas”, o en Chile “es como una invasión extranjera, alienígena. Vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”, o en Argentina “todos sabemos que nadie que nace en la pobreza llega a la universidad”, por citar sólo algunos de los miles de disparates que se oyen en la actualidad. Frases todas ellas que nos remiten a la “banalidad del mal” un concepto que la filósofa y teórica política alemana Hannah Arendt (1906-1975) propuso para referirse a los sujetos que respaldan u obedecen a un sistema basado en actos absurdos, falaces, y que, sin embargo, no parecen reflexionar sobre ello, lo que los convierte en actores irreflexivos, en sujetos obedientes de las lógicas de un sistema. Evidentemente el escritor francés Albert Camus (1913-1960) tenía razón cuando decía en su novela “La peste” que “la estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si no pensara siempre en sí mismo”.
Un viejo refrán dice que “un día de tormenta nunca es adecuado para arreglar el techo de una casa”. Sin embargo, cuando la intensidad de esa tormenta es tal que la casa se inunda y se corre el riesgo de perder todo, no queda otra alternativa que salir y arreglarlo a como dé lugar. Las sociedades están padeciendo una tempestad mayúscula. Tal vez ya es hora de que los seres humanos las transformemos cueste lo que cueste. Y para lograrlo es necesario tomar consciencia. Ser esperanzado no implica necesariamente creer en la bondad de la gente, basta con creer que no es imposible que así sea.
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