Me pasaba a mí y a mucha gente alrededor; tal vez te pasó a ti también. Veinte años atrás, cuando se instaló la polarización, empecé a sentir que no había manera de entenderme con un amigo o familiar o compañero de trabajo que respaldaba al chavismo.
Todo lo que decía me lo volteaba, aunque su respuesta -a veces, no siempre- terminara siendo absurda. Si convocaba datos, fechas o hechos para sostener mi argumento, los ignoraba o los cuestionaba, aunque fueran incuestionables. Si yo accedía a darle la razón en algo, no podía esperar a recibir el mismo trato con mis posiciones. Constantemente usaba contra mí el ataque ad hominem: en vez de rebatir mi idea, disminuía el valor de quien la proponía. Yo decía lo que decía porque no entendía el proceso (la versión condescendiente del insulto), o porque era un burgués, un derechista, un ignorante, un intolerante, un fascista, etc.
Era como señalar el cielo y decir “mira, evidentemente el cielo es azul”, para que te dijeran “no, el cielo es rojo, a ti te pagan para que digas que es azul, traidor, pero el pueblo sabe que es rojo”.
La conversación se hizo imposible y por tanto inútil: nadie iba a convencer al otro. Las relaciones en las que se producía este cortocircuito se fueron rompiendo o conformando con un nivel superficial, lleno de tensión, en la que había que evitar toda cercanía con el tema inevitable, omnipresente, asfixiante de la situación de nuestro país.
Y así se fue rompiendo el tejido que nos unía, se fue disolviendo en la confusión y la ira. Se hizo imposible ponernos de acuerdo, hablar sobre los hechos y se volvió facilísimo imponer la mentira como política de Estado, hasta que ya nadie confió en nada y hasta que ya no quedó Estado.
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Esto no solo no dejó de pasar en los veinte años que han transcurrido, sino que se convirtió en un problema mucho más amplio y del que casi no puedo escapar.
Primero, lo que me pasaba con los chavistas me ocurre con los antichavistas también. He tenido que acostumbrarme a que me acusen de socialista como me acostumbré a que me acusaran de fascista, y a que de ambos extremos me digan que no tengo derecho a opinar porque me fui, vivo en un “exilio dorado”, etc.
Pero también me pasa con quienes piensan que Roma es una gran película y quienes la consideran pésima. Y con quienes comen carne y quienes son veganos. Con muchísimas cosas, de las más trascendentales a las más banales. Hay que amar u odiar a Greta Thunberg, al trap, a Trump, a Guaidó, a los perros, a Rosalía, a gobiernos y partidos de oposición de países que uno nunca ha pisado, hay que defender a Caracas de quienes la llaman privilegiada o condenar a sus habitantes porque tienen electricidad, hay que opinar con absoluta certeza sobre la pureza o impureza nacional de los rasgos de una modelo…
¿Con quién estás, conmigo o contra mí?
Ando entre mis relaciones y en las redes sociales como en un campo minado, pisando con cuidadito, temiendo que en cada momento hará clic la ofensa involuntaria que me ganará un enemigo.
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Se ha dicho muchas veces, se tendrá que seguir diciendo: no somos una nación de gente que sepa ponerse de acuerdo. Los consensos no se nos dan, como se nos da bailar salsa y amasar arepas. Estar de acuerdo con otro tiende a confundirse con subordinarse a la voluntad de alguien más y tiende a verse desde afuera como una conspiración, un cogollo, una rosca. Así que el desacuerdo se confunde con la defensa de la propia individualidad y la vida se nos convierte en una interminable reunión de condominio en la que todos los presentes gritan a la vez y el resto del edificio se encierra bajo llave.
Pero ya esto es la incapacidad de comunicarnos casi respecto a cualquier cosa.
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Nunca hemos tenido un opinión pública sana, productiva, sensata. La mala costumbre de confundir crítica con ataque es idiosincrática. Pero en lo que teníamos por plaza pública, por el espacio común en el que discutíamos sobre los problemas de todos, ahora hay trincheras y fuego cruzado. Muros que no se pueden franquear, a través de los cuales las palabras, cuando pasan, pasan asordinadas y no se entienden.
Antes teníamos un ágora, gritona y desordenada, pero algo era; ahora, eso se llenó de paredes y de sombras. Entre todos la convertimos en un laberinto y andamos en solitario por algunos pasillos, o acompañados tan solo por los más íntimos, sin ver a los demás y sin saber cómo son sus ideas, sus vidas, sus necesidades.
No nos queremos entender: el reflejo es desconfiar, ponerse en guardia, responder con un ataque. Por supuesto, diciendo que el atacante es el otro. Porque no nos importa entender(nos).
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Esto no pasa solo en Venezuela desde 1998. Pero fue en Venezuela donde al menos yo lo vi manifestarse primero. Y también he visto que en las naciones más polarizadas, con más disenso, es donde van prosperando los caudillos de izquierda y derecha que quieren desmontar la democracia para quedarse en el poder.
Estos populismos xenófobos, nativistas, hipercapitalistas o anticapitalistas (de Bolsonaro a Orban y Erdogan, de Putin a Ortega, Trump y AMLO) no inventaron la polarización, ni la polarización es la única razón de su ascenso, pero sin duda la utilizan a su favor.
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Luego me enteré de que tiene que ver mucho con los algoritmos de los motores de búsqueda en Internet y las redes sociales. Primero porque te llevan a encontrar determinadas cosas cuando buscas en Google, te hacen ver contenidos similares a los que Google sabe que has visto antes, así que si crees que es mentira que la Tierra es redonda, Google seguirá mostrándote contenidos que refuerzan esa idea y terminarás convencido de que todos los demás están equivocados. Y lo mismo pasa con Facebook y Twitter: te muestran contenidos y cuentas que refuerzan lo que ya crees, así que si decidiste pensar que el calentamiento global es una conspiración del socialismo internacional terminarás encontrando más cuentas que dicen eso mismo, y creyendo que es una mayoría la que lo piensa. Es lo que llaman la “cámara de ecos”: crees que la cueva donde rebota una y otra vez el mismo mensaje es el mundo entero. Ajá, igualito como la caverna platónica.
Los hackers rusos y cubanos lo saben, y por eso usan bots para hacer likes en un tweet que propale las teorías conspiratorias que a ellos les interesa que creamos.
¿Es un consuelo saber que no solo los venezolanos hemos caído en la trampa? Para nada: es un indicio por lo menos sombrío del estado del mundo y de lo conflictivo que seguirá siendo este agobiante siglo XXI.
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Claro que también hay los que no quieren ser así. Entre los dos posiciones extremas, hay un largo espectro de posibilidades para entender una situación y de decisiones a tomar sobre si pronunciarse o no, y cómo hacerlo. La realidad no es un código binario en un algoritmo: es complejidad cambiante, matices, un juego de espejos. La realidad no es un test en el que cada pregunta tiene solo dos casillas de respuesta: totalmente a favor y totalmente en contra.
Pero como todos los demás, terminamos siendo otra tribu, la de los moderados. El resultado es el mismo, que solo hablamos con quienes están de acuerdo. Y por más que pensamos en cómo llamar a los demás a la razón, no nos escuchan. De hecho, la misma palabra moderado es un insulto para unos cuantos, como sinónimo de tibio, como prueba de que uno carga una agenda secreta.
Cada fanatismo se defiende de inmediato acusando todo lo diferente de traición, de conspiración, de trampa. Es lo primero que te enseña el pensamiento cerrado: el dispositivo para defenderse de cualquier otro discurso que lo cuestione.
Y los moderados también podemos ser necios. En la pandemia de la estupidez, nadie está inmune.
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Esta normalización del extremismo, esta moda del insulto, esta cotidianidad marcada por la ceguera y la cólera, es un desastre. Como un terremoto o un colapso económico.
Como en todo desastre, salen perdiendo las mayorías.
Como en todo desastre, también hay ganadores: lo que nos ponen a pelearnos entre nosotros, por tonterías o por asuntos importantes, para enriquecerse y apoderarse de nuestro derecho a decidir y a vivir en paz.
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