El caso Wilma Montesi – Vivir después de morir Hans Magnus Enzensberger

Hans Magnus Enzensberger –
 Crónicas del Crimen


Esta es la vieja y conocida historia de la doncella ahogada.
Con algas y con limo vestido va su cuerpo;
desciende mansamente al fondo del abismo.
Enjambres de curiosos pequeños pececillos
se acercan lentamente nadando en torno suyo
y plantas y animales le escoltan silenciosos
rindiendo a la doncella un último tributo.

Con estos versos la ha descrito Bertold Brecht en su balada «La doncella ahogada». Es la historia de Ofelia; de María Woyzacks; de las heroínas de Reinhold Lenz y Charles Baudelaire. Una historia triste cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. La doncella va a descansar en las profundidades acuáticas.
Las ratas han buscado cobijo en sus cabellos.
Sus manos se deslizan cual balsas diminutas
que rompen mansamente la calma y el silencio
de aquella selva acuática, estática y profunda.
Pero la Justicia no entiende de romances. Para la Justicia sólo hay hechos, precedentes, casos concretos. Las alternativas posibles son: crimen, suicidio o accidente. En lugar de citas poéticas, la Justicia toma datos personales como por ejemplo en el siguiente caso:
Nombre y apellido: Wilma Montesi
Domicilio: Roma, Vía Tagliamento, n.º 76
Estado civil: soltera
Color del cabello: castaño
Color de los ojos: castaño
Cara: ovalada
Estatura: mediana.
Señas particulares: ninguna.
En el momento mismo en que un guarda rural se dispone a escribir estos datos en su libreta, la balada de la doncella ahogada se ha transformado en el caso Montesi.
Pero este caso ha ocurrido en un país, cuya verdadera conciencia conocemos bastante peor de lo que imaginamos. La legislación en Italia. es semejante a la de nuestro país. Pero la administración de la justicia no depende exclusivamente de ella, sino, también, del pueblo mismo.
Cuando se comete un crimen en Alemania, la prensa acostumbra a dar detallada información del mismo y hay procesos que arrastran la opinión pública y son seguidos con ávido interés. Pero las investigaciones para descubrir la verdad, la formulación de la acusación, el juicio, la sentencia y todo lo que el proceso lleva aparejado se deja en manos de aquellas personas a las que se han encomendado tales funciones, o sea policías, fiscales, abogados, tribunales, etc.
Nuestra sociedad se ha mostrado conforme con esta distribución de las distintas funciones a desempeñar a la que tiene que agradecer buena parte de su forma de vida actual. La administración de la Justicia ha quedado reservada a los especialistas.
Entre nosotros el acusado es simplemente «el otro», y lo único que nos relaciona con él es nuestra curiosidad. Pero entre él y nosotros se interponen las férreas vallas de la Justicia. Nada tenemos de común con él. Ni nos reconocemos a nosotros mismos en él ni tampoco reconocemos en él a nuestro enemigo. Hemos instituido fiscales, abogados defensores, jueces y magistrados, tribunales y demás instituciones que hemos creído convenientes o necesarias para decidir sobre la culpabilidad y, en consecuencia, sobre el castigo para el culpable.
Pero en Italia las cosas son completamente distintas. Allí, la Justicia y su administración son algo particular de cada italiano, desde el presidente de la República hasta el último mendigo. Una cuestión de Justicia es siempre una cuestión personal y el decidir en cada caso – a favor o en contra – constituye de facto un derecho elemental al que nadie renuncia y posiblemente tampoco podría renunciar.
El italiano se siente unido al delito que se ofrece ante sus ojos, por profundas raíces de interés humano. Cada uno de ellos tiene su opinión personal respecto al delincuente y a su delito, y a través de ella descubre lo que el mismo podría ser o de llevar a cabo, lo que acepta o lo que rechaza. Por ello podríamos decir que cada italiano es un juez nato y que nunca dejará de hacer uso de tal prerrogativa, por sentirse estrechamente vinculado a la persona que se sienta en el banquillo.
El pueblo italiano está convencido de que la Justicia no es más que la ciega y simple ejecutora de las sentencias que él mismo – el pueblo italiano – ha acordado. Por eso desconfía de ella como de su propia sirvienta. Al pueblo se le ocultarán continuamente casos y cosas que se consideren «no aptos» para sus oídos. La Justicia es a la vez servidora y rival de la cual hay que guardarse. ¿Acaso entiende ella de derecho más que un burgués cualquiera? ¿No actúa tal vez a ciegas? ¿No tiende a considerar el Derecho como algo suyo propia y exclusivamente? ¿A quién sirve en realidad la Justicia’? ¿Quién puede dictar sentencia sobre las sentencias de la Justicia misma?
Este concepto y modo de administrar Justicia nos resultan un tanto extraños y sus defectos son ciertamente numerosos y palpables, como podrá comprobarse en el presente relato. No obstante, antes de rechazarlos categóricamente, consideremos también sus virtudes. En Italia hubiera sido poco menos que imposible que ocurriera lo que entre nosotros ocurrió y estuvo durante decenios enteros a la orden el día. Concretamente, la sumisión de la Justicia a un régimen político, la privación de los derechos humanos como piedra angular de una Justicia servidora y encubridora de los atropellos perpetrados por los jerifaltes de ese mismo régimen político.
Recordemos el ocaso de los regímenes fascistas en Italia y en Alemania. Entre nosotros transcurrieron años hasta que se puso en marcha el quisquilloso y ridículo plan de desnacificación, ordenado por los vencedores, y los procesos seguidos contra algunos culpables languidecen hasta hoy en día ante la mirada escéptica del hombre de la calle. En Italia, por el contrario, el pueblo liberado formó un tribunal espontáneo que sometió a juicio y sentenció a los tiranos de ayer en un corto y único proceso de Justicia histórica, horrenda y sangrienta.
Quienes no fueron sentenciados entonces, fueron perdonados, porque la Justicia de ese pueblo entiende también que la generosidad tiene, asimismo, un sitio dentro del Derecho.
De este modo, el caso de la joven ahogada, aquí tratado, escapa a sí mismo, adquiriendo gigantescas dimensiones. Como todo caso criminal del Pitaval italiano, no será considerado como uno más en el vulgar acontecer cotidiano, sino que todo el mundo emitirá su juicio sobre el delito, porque a todos atañe y concierne y, por lo tanto, no podría ser ignorado o, tal vez, considerado como obra exclusiva de alguien con quien nada se tiene que ver.
El caso Montesi es como una clave secreta que nos descubre un mundo misterioso: la sociedad en que tuvo lugar. Una sociedad que aparecerá al desnudo en el transcurso de las investigaciones. De ahí, el interés que este gran «acontecimiento» ha despertado en todos, ricos y pobres, trabajadores e intelectuales, en las ciudades y en el campo. Todos y cada uno de ellos tratarán de ver en él algo escondido y misterioso, de acuerdo con la información y fantasía propias. Por lo demás, el caso Montesi tuvo la virtud de conmocionar a todo el país, convirtiéndose en el «proceso del siglo», y de colocar en el banquillo a amplios sectores de esa misma sociedad italiana.

Día 9 de abril de 1953

Son las 5 de la tarde. Suena la sirena de una fábrica, situada en la Vía Tagliamento, al nordeste de Roma. Riadas de obreros empiezan a salir de los pequeños talleres y edificios en construcción. También los fontaneros que trabajan en el sótano de la casa n.º 76 de esta calle cesan en sus faenas y se marchan.
Minutos más tarde, una joven sale de esta misma casa, donde vive con toda su familia. El portero la ve salir, ella no saludará a nadie al pasar. Toda la tarde ha estado sola en casa. El padre, ebanista de profesión, ha estado trabajando en su taller. Su madre y su hermana habían ido al cine. Después de las nueve, la familia empieza a preocuparse seriamente por su paradero. Llaman por teléfono a los parientes, preguntan, indagan. La madre baja a la portería y exclama entre sollozos: «¡Han matado a mi hija».
Alrededor de las once de la noche, Giuseppe, tío de la joven toma su coche y recorre las casas de Socorro y los Hospitales e, incluso, las orillas del Tíber. Dan parte a la policía, pero durante dos largos días aquella familia permanecerá sin recibir la menor noticia sobre el paradero de su hija.

Día 11 de abril de 1953

Hacia las seis de la mañana, un muchacho de 15 años tropieza con el cuerpo de una joven sobre la arena de la playa de Vainaca, situada a unos 25 kilómetros de Roma, en un lugar apartado y poco menos que deshabitado. El cuerpo está casi desnudo. No lleva falda y le faltan los zapatos, las medias y las ligas. Inmediatamente el cadáver es trasladado al Depósito Judicial y allí es identificado por la familia del ebanista. Los periódicos publican una fotografía de la joven muerta. Posteriormente, una tal señorita Pasarelli notifica a la policía haber visto a la joven en el tren de las cinco y media, entre Roma y Ostia. Dice reconocerla perfectamente porque iba frente a ella.
Hasta aquí el caso resulta vulgar y casi corriente. La policía realiza una serie de pesquisas rutinarias y el instituto forense practica la autopsia a petición de la Fiscalía. Se pone en marcha el consabido procedimiento y las investigaciones llevadas a cabo establecen la conclusión de que la muerte ha sido producida por un accidente. De acuerdo con las declaraciones de la familia, la Fiscalía cree que la joven, a quien se habían recomendado baños de mar para curarse de una herida en el talón, sufrió un desvanecimiento mientras se bañaba. De acuerdo con esta teoría, la joven debió tomar el tren para Ostia la tarde que la vio salir el portero de su casa y durante el trayecto fue vista por la testigo, señorita Passarelli. Si bien entre Ostia y el lugar donde fue encontrada la joven ahogada hay diecisiete kilómetros de distancia, se pensó que el viento y las corrientes marinas habían arrastrado el cadáver hasta allí.

Abril de 1953

El fiscal Sigurani da por terminadas las indagaciones dictaminando que se trata de un accidente, seguido de muerte por ahogo. En consecuencia no se abre sumario. La historia de la ahogada no ocupará más de media columna en los periódicos locales. Es cierto que aparece su nombre, pero nadie le presta la menor atención. Se trata sencillamente de una muchacha, como tantas otras, de clase modesta, novia de un policía de Calabria, vestida lo mejor que le permitían sus escasos recursos; en definitiva, una vida al parecer insignificante. Una muchacha que uno olvida, después de mirarla al pasar, y que jamás podría haber soñado en vida que, una vez muerta, su nombre daría la vuelta al mundo en alas de la prensa: WILMA MONTESI.
¿Cómo es posible que un accidente vulgar y corriente se transformara después en el mayor proceso de la historia italiana? Hoy, diez años después de la muerte de Wilma Montesi, se puede examinar con más objetividad aquel primero y leve chasquido que había de soltar el gran alud.

Mayo de 1953

El Merlo Giallo, insignificante semanario de tendencia fascista, publica una sorprendente caricatura. En ella aparece una paloma mensajera, sosteniendo una liga de media en el pico. No lleva firma ni comentario alguno. Difícilmente se encontraría a alguien que hubiera entendido la intención oculta en la caricatura. La liga, único detalle que ha causado impresión al gran público, se refiere a Wilma Montesi. Pero, ¿y la paloma? Paloma, en italiano piccione, tiene que referirse en ese caso a algún personaje importante con ese apellido. En seguida se piensa en Attilio Piccioni, Ministro de Asuntos Exteriores de la República Italiana, columna de la sociedad romana, ferviente cristianodemócrata y buen católico. Pero, ¿qué relación podía haber entre él y la hija del ebanista de la Vía Tagliamento? La caricatura no decía ni descubría nada sobre el particular. ¿No llegaría a ser comprendida? ¿Sería ignorada y olvidada? ¿Qué hecho o hechos motivaron su publicación y cuál era su intención?
Con aquella caricatura casi indescifrable había entrado en escena, por la puerta de un insignificante semanario, el nuevo protagonista: el rumor. El rumor se convertirá pronto en el personaje insustituible en el drama Montesi, del mismo modo que tampoco falta en ningún proceso italiano. El rumor es, como la sombra del delito que unas veces parece proteger al delincuente y, otras, puede descubrirle y delatarle. La policía italiana lo sabe perfectamente y por eso actúa de acuerdo con esta directriz.
La investigación, llevada a cabo sobre una base sólida y lógica, carece de importancia en Italia. Allí no impone su ley Sherlock Holmes sino el rumor. La premisa, que sirve de base para todas las indagaciones por parte de la policía italiana, es sencilla y concluyente: Siempre que se comete un crimen se terminará hablando de él tarde o temprano.
La convicción absoluta en la veracidad de este principio es compartida por el pueblo y por la policía, que le sirve y que de él surgió. Alguien terminará por hablar. Un vecino, la portera, tal vez un transeúnte o un testigo ocasional. Probablemente no se presentará ninguna denuncia, pues ello traería consigo molestias y complicaciones, e, incluso, podría resultar peligroso. Todo el mundo tiene miedo a verse complicado en asuntos desagradables.
Pero, por otra parte, ¿es posible callar para siempre las conjeturas y sospechas que uno tiene? Por eso se habla sigilosamente o haciendo vagas alusiones. Y un buen día una de esas alusiones es captada por la policía o por sus confidentes y entonces se va consolidando paulatinamente, toma cuerpo y termina por convertirse en un expediente. En él se van acumulando cuantos datos han proporcionado los rumores captados al azar.
El material recogido en el expediente es mucho más rico y abundante de lo que el ciudadano podría soñar. Allí figuran no solo las fichas con las condenas anteriores, notas oficiales y documentos sino también confidencias, observaciones, conjeturas e informaciones de segunda, tercera y cuarta mano. El esquema es, en líneas generales, idéntico al establecido hace ya más de 100 años por Fouché y Metternich.
Pero también en Italia pasaron ya los tiempos de la tiranía absoluta por parte del Estado. Rumor y expediente fueron en otro tiempo las armas poderosas en manos de los gobernantes, contra las cuales, no había defensa o protesta posible. Sólo la autoridad podía decidir acerca de cómo y cuándo se debía utilizar la información caída en manos de la policía. Pero, la democracia italiana se ha procurado un instrumento, superior en eficacia a los rumores y al expediente policial en cuanto a la obtención de informaciones se refiere. Este instrumento es la prensa. Mérito y, al mismo tiempo, desmérito suyo ha sido haber convertido el triste destino de una joven en un escándalo de tales proporciones que llevó a Italia al borde de una revolución.

6 de octubre de 1953

Han transcurrido cinco meses desde la muerte de Wilma Montesi. Se han dado por concluidas las investigaciones. No hay nada nuevo en las actas. La caricatura de la paloma con la liga en el pico parece olvidada. Han cesado los rumores. Pero de pronto, inesperadamente, estalla la gran sensación, que encuentra a la opinión pública totalmente desprevenida y origina un alud incontenible. Un hombre, llamado Silvano Mutto, propietario, editor y director del semanario informativo Attualità, dedicado especialmente a sucesos y escándalos, publica una narración en la que aparecen, descritos con todo detalle, los pormenores del caso Montesi.
Sin citar nombres, Mutto da claramente a entender que la joven Wilma Montesi fue asesinada y acusa de ello a relevantes personalidades de la sociedad romana, complicadas además en turbios negocios de estupefacientes y trata de blancas. A partir de este momento, la prensa se apodera del caso o, si se prefiere, el caso de la prensa y ocupará durante años lugar destacado en la «cronaca» de todos los periódicos italianos.
No se podría concebir una prensa italiana sin «cronaca» o, más exactamente sin «cronaca nera». Todos los periódicos incluso los más serios, le dedican diariamente por lo menos una página y con mucha frecuencia la primera y con grandes titulares.
La «cronaca nera» es lo primero que lee el lector de Turín y de Roma, de Nápoles y FIorencia, por delante, incluso, de las noticias deportivas. El hombre que viaja en el tren, o en el autobús la lee con la misma atención que el intelectual y el público selecto. El lugar más destacado de la «cronaca nera» corresponde, siempre al crimen. También aparecen en ella suicidios y accidentes graves, sobre todo, si se han producido en circunstancias misteriosas y tienen, bajo algún concepto un valor sintomático o representativo. A través de la «cronaca nera» se pueden apreciar los rasgos característicos de la psique italiana y de su orden social.

Octubre y noviembre de 1953

La prensa italiana zumba como un avispero. Silvano Mutto hasta entonces desconocido e insignificante periodista de tendencias neofascistas es asaltado con preguntas, acusaciones, alabanzas e insultos. Todo el mundo se pregunta a un tiempo de dónde ha obtenido Mutto su información. Al momento aparecen dos caras nuevas en escena: Adriana Bisaccia y Anna María Caglio.
En las revistas ilustradas ha aparecido la foto de Adriana Bisaccia. Muestra una cara pálida con ojos negros y miedosos, cabello negro y despeinado; procede de un pueblo situado no lejos de Nápoles y pretende hacer carrera en el cine. Dice ser existencialista a la Saint Germain-des-Prés, vive con un amante, morfinómano, en una zahurda debajo de la escalera de una casa en ruinas y entretiene el hambre deambulando por los cafés de la plaza de España. Ni ella misma sabría decirnos de qué vive. Tiene aspecto de neurótica.
La otra testigo, Ana María Caglio, impresiona por la expresión de calma y sangre fría de su cara. Tiene veintitrés años y pertenece a una familia acomodada de Milán. Es atractiva, cuenta con muchas relaciones en la mejor sociedad romana y posee una memoria excepcional.
Estas dos muchachas se convertirán en auténticas celebridades en el transcurso de dos meses. La prensa ha iniciado su «proceso del siglo» mucho antes de que se lleve a cabo gestión oficial alguna y mucho antes también de que la Justicia se decida a ocuparse de nuevo del caso Montesi.
En los periódicos se suceden los informes, artículos, mentís, y protestas por calumnias. Los informadores no regatean esfuerzo alguno por conseguir informaciones. Se publican cartas abiertas y se dan a conocer documentos falsos y auténticos. Adriana Bisaccia vende su diario íntimo a dos semanarios por una fabulosa cantidad. Este diario aparecerá después en una serie de artículos, titulados «Mi verdad». La patrona de la señorita Caglio vende por mil quinientos marcos unas cartas de ésta, que encontró casualmente en un cajón.
En este proceso desencadenado por la prensa se emplean sin ninguna clase de miramientos las armas clásicas del rumor y el expediente por parte de los dos bandos que pronto empezarán a perfilarse. Se van conociendo los nombres de los principales actores, que irán apareciendo insistentemente en los periódicos. De un lado, los «colpevolisti» (de «colpevole», culpable) en el papel de testigos de cargo; del otro, les «innocentisti» (de «innocente» inocente) en el de defensores. Pronto se verá la auténtica dimensión política del caso Montesi y, en consecuencia, el agrupamiento de fuerzas dentro de cada bando. De un lado está la extrema derecha con los semanarios del tipo de la «Attualitá» a la que, pronto se une la poderosa prensa de la izquierda y del lado de los defensores quedan los demócrata-cristianos, que en estos momentos ocupan el poder.
En estas circunstancias pudo escribir el periódico «Il Messagero» oficioso y devoto: Sólo Dios sabe cómo murió realmente Wilma Montesi.
Pero en el proceso puesto en escena por la prensa faltaba todavía el acusado. Es cierto que las alusiones e indicaciones eran cada día más directas y concretas, pero no iban siempre dirigidas a una misma persona. Por una parte, se citaba insistentemente el nombre del ministro de Asuntos Extranjeros, junto con altos funcionarios de la policía y del Gobierno. También el nombre de un marqués aparecía con frecuencia en la «cronaca nera». Pero ya a partir de las primeras escaramuzas los «colpevolisti» fueron orientando sus ataques no contra una persona determinada sino contra una colectividad contra una amplia y corrompida camarilla, a la que acusaban de la muerte de una joven.

Día 28 de enero de 1954

El caso Montesi ha llegado ante los tribunales. Pero la acusación no es por asesinato sino por «la publicación de noticias falsas, exageradas y tendenciosas, tendentes a perturbar el orden público». En el banquillo no se sienta la opulenta sociedad romana, sino un oscuro periodista, llamado Silvano Mutto. Las actas del proceso reproducen el primer interrogatorio:
Presidente del tribunal: -¿Qué tiene usted que alegar acerca del artículo, escrito por usted mismo, en el que afirma que posee información directa acerca de la muerte de Wilma Montesi?
Mutto: -El artículo se basa en informaciones recogidas de otros periódicos y semanarios y en mis propias indagaciones.
Presidente: -¿Qué resultado le han dado esas indagaciones?
Mutto: -En primer lugar, que en aquella época el contrabando de tabaco y de drogas era muy intenso en la zona de costa comprendida entre Ostia y Anzio. En el curso de mis indagaciones trabé amistad con la señorita Adriana Bisaccia. Ella me dijo que conocía muchos detalles acerca de la muerte de la Montesi y que no había sido un accidente. Me dijo, asimismo, que la Montesi solía acudir a fiestas nocturnas y que en ellas tuvo ocasión de conocer y relacionarse con miembros de la alta sociedad romana. Afirmó que aquellas personas eran responsables de la muerte de la muchacha. Cuando pregunté a la Bisaccia los nombres de aquellas personas, me contestó que no quería proporcionármelos por miedo a las represalias. Posteriormente tuve ocasión de conocer a la señorita Anna María Caglio, quien me confirmó la información sobre el contrabando de estupefacientes y sobre las fiestas nocturnas. Nombró a un tal Ugo Montagna, marqués de San Bartolomé, Caballero del Santo Sepulcro, que administraba un club privado en el coto de caza de Capocotta. La Caglio me dijo que Ugo Montagna sabía perfectamente cómo y de qué murió Wilma Montesi. Parece ser que en Capocotta las orgías con abundante consumo de drogas estaban al orden del día. La señorita Caglio también tenía miedo de posibles represalias.
Fiscal: -El acusado describe en el artículo en cuestión la muerte de la señorita Montesi con gran lujo de detalles. ¿Cómo conoció usted esos detalles?
Mutto: -La señorita Bisaccia me dijo que la Montesi empezó a sentirse mal después de haber ingerido una fuerte dosis de drogas y que murió durante una de aquellas fiestas nocturnas. Parece ser que luego la llevaron en un coche a la playa y la abandonaron allí.
Se comprende que el proceso contra Mutto no es sino el fulminante que hará explotar la bomba, y a través de sus declaraciones se entrevé que sólo hay dos personas capaces de provocar la explosión; las testigos, Adriana Bisaccia y Anna María Caglío. La vista de la causa tiene que ser aplazada ante la imposibilidad de localizarlas, pese a la búsqueda febril llevada a cabo. Finalmente es localizada la Bisaccia en un hotel, donde guarda cama, víctima de una dosis excesiva de somníferos. Cuando se presenta a declarar, se entabla un largo forcejeo entre ella, el fiscal y el abogado defensor de Mutto.
Abogado defensor: -¿Dónde se encontraba la testigo el día 9 de abril de 1953 en el momento de la muerte de Wilma?
Bisaccia: -No lo recuerdo en estos momentos. Ha transcurrido ya tanto tiempo…
Fiscal: -¿Qué contó usted a Mutto sobre este particular?
Bisaccia: -No puedo recordar. En aquel momento me encontraba completamente bajo su influjo.
Defensor: -¿Quiere usted significar con ello que se le había preparado una trampa? Si, como usted pretende, Mutto la atosigó con sus preguntas ¿por qué no trató de defenderse y por qué no habló de ello con nadie?
Bisaccia: -No lo sé.
Presidente: -¿Y cómo se siente usted ahora, en estos momentos? ¿está usted todavía bajo el influjo de Mutto o se encuentra más calmada?
Bisaccia: -Ahora puedo hablar con completa libertad. Es posible que yo haya dicho a Mutto que había visto cómo había muerto Wilma Montesi y que Piero Piccioni, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, estaba presente. Pero cuando lo dije, me encontraba cansada y abatida, después del asedio a que me sometió Mutto con sus preguntas; ¿dónde murió la Montesi? ¿Qué sabes acerca de Piero Piccioni? Es muy posible que en aquellos momentos contestara lo primero que me vino a la cabeza. Él me producía verdadero pánico; me llevaba a sitios oscuros, a la orilla del mar y me preguntaban continuamente acerca de la Montesi.
Defensor: -¡Ah, ya! A la orilla del mar.
Presidente: -Está bien, pero deseamos oír algo concreto.
Bisaccia: -Un día recibí un telegrama de un amigo de Mutto. Me decía que fuera a encontrarle en Caserta. Una vez allí, me dijo que le había enviado Mutto para prevenirme, pues Piero Piccioni, acompañado de dos amigos, había ido a mi pueblo para matarme. Al oír esto rompí a llorar… La primera idea que se me ocurrió fue huir rápidamente a algún sitio…
Defensor: -¡Pero esto parece una novela de aventuras!
Presidente: -¿Tenía usted miedo de Mutto?
Bisaccia: -No. Él era siempre muy cordial conmigo. Pero cuando empezaba con su idea fija, me decía: Tú te crees muy lista, pero yo lo soy más que tú.
Fiscal: -Pero finalmente está usted ante el tribunal. De manera que diga lo que realmente sepa sobre el asunto.
Bisaccia: -Yo no sé nada. ¿Por qué no trae usted aquí a los culpables? Usted sabe perfectamente quiénes son y dónde están. Esto no es más que un juego político en el que yo llevo la peor parte.
Ciertamente Adriana Bisaccia había dicho la verdad. Ella habría de llevar la peor parte, al verse complicada en un asunto para el que no estaba preparada. La prensa destrozó su vida privada, haciendo públicos sus más recónditos y pequeños secretos desde sus camisas de dormir hasta sus vicios y amoríos. En pocas semanas había quedado madura para ingresar en el manicomio. No era posible tomar en consideración sus declaraciones como tampoco rechazarlas categóricamente. En el transcurso posterior del proceso raramente se la volverá a citar para declarar.
Pero la otra testigo estaba hecha de otra madera. Anna María Caglio no perdió los nervios ni un solo momento. La búsqueda hasta dar con su paradero duró varias semanas, y, finalmente, fue encontrada en un convento, a donde le llegó la citación para que se presentara a declarar.

Día 4 de marzo de 1954

Anna María Caglio comparece ante el tribunal. En primer lugar declara haber sido, durante años, la amante de Ugo Montagna. Luego, que en cierta ocasión vio a Wilma Montesi, poco antes de su muerte, en el coche de Ugo Montagna. Pero su declaración no termina aquí. En su segunda comparecencia ante el tribunal hace explotar la bomba cuyo mecanismo de relojería se venía oyendo runrunear desde hacía más de un año.
Caglio: -Una noche de abril del año pasado y cuando Ugo y yo nos disponíamos a sentarnos para cenar, sonó el teléfono. Piero Piccioni estaba al aparato. Pidió a Ugo que fuera urgentemente a ver al jefe de policía para arreglar el asunto. Ya era tarde, aproximadamente las nueve y media, y yo confiaba que Ugo no saldría aquella noche. Pero me instó a que terminara de cenar rápidamente y, luego, marchamos en coche al Viminal, sede del Ministerio del Interior, dejando el coche aparcado en el lado derecho de la entrada. Al momento apareció Piero Piccioni, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, y estuvo hablando con Montagna durante largo tiempo, mientras paseaban juntos, yendo arriba y abajo. Yo permanecí sentada en el interior del coche. Luego entraron en el edificio del Ministerio y, aproximadamente, al cabo de media hora volvieron a salir. Piccioni estaba visiblemente nervioso, mientras que Ugo daba la impresión de estar más seguro de sí mismo. Píccioni se despidió y Ugo subió al coche, al tiempo que me decía: Bien, la cosa ya está arreglada. Entonces le pregunté cómo lo había conseguido y, más tarde, comenté: No lo encuentro bien. Si Piero ha resbalado, que pague por ello, por muy hijito de ministro que sea. Al oír esto Montagna, colérico, me gritó: Él nada tiene que ver con lo ocurrido. Cuando murió Montesi, él estaba en Amalfi. En seguida me di cuenta que no era cierto lo que me estaba diciendo y le repliqué: Él no podía estar en Amalfí porque te ha llamado desde Roma. Entonces me dijo con voz pausada: Oye, pequeña, me parece que sabes demasiado. Un cambio de aires te sentará bien. Lo mejor sería que marcharas a Milán por una temporadita. Luego añadió que si no me iba por las buenas, él se encargaría de que la policía me desterrara. Por eso comprendí que lo mejor era mantener la boca bien cerrada. (Grandes murmullos en la sala).
Lo que estoy declarando ahora, lo he declarado ya ante el juez de instrucción, quien, me aconsejó que me apartara todo lo posible de este asunto y no interviniera en el proceso, consejo que me repitió en varias ocasiones.
(Estas palabras provocan un tumulto y un ruido indescriptible en la sala. Durante largo rato los gritos de protesta y los insultos hacen imposible la prosecución de la vista.)
Presidente: -¿Cuándo rompió usted sus relaciones con Ugo Montagna?
Caglio: -En noviembre de 1953.
Presidente: -¿Quién provocó la ruptura y cuál fue el motivo?
Caglio: -Yo puse fin a las relaciones. No quería saber nada más de él. Mis sospechas contra él eran cada día más graves. Su primera reacción al conocer mi decisión fue: Los traidores tienen que pagar. Antes de que me detengan a mí, haré que salten más de veinte personas. Y luego añadió: Quienquiera que declare contra mí amanecerá con plomo entre las costillas.
Fiscal: -¿Cómo llegó la testigo al convencimiento de que Montagna se dedicaba al contrabando de estupefacientes?
Caglio: -Sabía positivamente que sus enormes ingresos no podían proceder de ningún negocio honrado. Una vez que le eché en cara que sus ganancias procedían del contrabando de estupefacientes no tuvo fuerza para negarlo. En su casa tenía una caja fuerte que nadie podía abrir.
Defensor: -Desea confirmar la testigo su declaración ante el juez de instrucción, de acuerdo con la cual Montagna había hecho regalos a altos funcionarios por un importe de cinco o seis millones de liras?
Fiscal: -Protesto contra esa pregunta.
Presidente: -Se deniega la pregunta.
Caglio: -Una cosa es cierta, en mayo de 1953 Montagna compró un piso que, según me confesó, quería poner a disposición del jefe de policía, Tommaso Pavone. No me dijo los motivos que tenía para hacer un regalo así, pero me dio a entender que se trataba de una recompensa por los servicios que Pavone le había prestado. Una vez, en noviembre del año pasado, cuando me ofreció 10.000 liras se las rechacé, gritándole a la cara: ¡No quiero tu dinero! Proviene de negocios sucios y está manchado con la sangre de una muchacha.
Presidente: -Ahora díganos cómo se produjo su ruptura definitiva con Montagna.
Caglio: -En cierta ocasión a finales de noviembre, fuimos al restaurante «Alla Matriciana» a cenar. Montagna no comió absolutamente nada de lo que a mi me sirvieron y me trajo inmediatamente a casa. Aquella noche vomité varias veces. Estaba segura que habían intentado envenenarme y telefoneé pidiendo ayuda.
Presidente: -¿A quién telefoneó usted?
Caglio: -A una monja, quien me aconsejó que fuera inmediatamente a un médico. Ella misma me acompañó hasta el doctor Busnelli y éste me aconsejó que saliera lo antes posible para Milán donde estaría a salvo. Aquel mismo día marché a Milán.
Bajo el peso de las acusaciones de esta joven de veintitrés años tiembla la República italiana. Ha quedado olvidado el periodista Silvano Mutto. Nadie se preocupa ya del hombre de tez pálida y gafas de sol que había estado sentado en el banquillo. La misma desgraciada Wilma Montesi no fue sino un motivo para saldar cuentas con una sociedad cuyo juego oculto parece haber quedado al descubierto.
Caglio: -Solamente un negocio proporcionó a Montagna un beneficio de noventa millones de liras y luego me confesó que los gastos habían importado unos cinco millones, a repartir entre Piccioni, ministro de Asuntos Extranjeros, y Spataro, ministro de Obras Públicas.
Resulta obvio que donde tales negocios estaban a la orden del día, en la práctica todo era posible. Nadie tenía ya la menor duda de que las autoridades habían estado tratando de ocultar las circunstancias reales de la muerte de la Montesi. La opinión pública pronunció su sentencia condenatoria, sin vacilar un solo instante, contra todos y cada uno del los culpables: ministros y fiscales, jueces de instrucción y jefes de policía, magnates de las finanzas. Todo aquel que hubiera tomado parte en negocios sucios o que hubiera mantenido algún contacto con Ugo Montagna quedaba automáticamente condenado. Capocotta, el coto de caza regentado por Montagna, se había convertido en sinónimo de corrupción y su nombre era asociado instintivamente en la mente de todos con droga, contrabando, promiscuidad, especulaciones, soborno, estafa y hasta con crímenes. Los que frecuentaban Capocotta eran siempre amigos del Gobierno, protegidos de la policía, delincuentes de guante blanco, especuladores que no retrocedían ante ninguna canallada; en resumen, la clase poderosa y dominante del país, y, al mismo tiempo, auténtica lepra de la sociedad italiana. Cualquier chica joven era una posible víctima. Toda la nación – y no sólo Wilma Montesi – parecía haber llevado una doble vida. Amok se apoderó de la prensa del país. Nunca proceso alguno atrajo la atención de las masas en forma parecida. El pánico y la angustia se había apoderado de los pudientes y poderosos, de los grandes hombres de negocios y de los políticos. La prensa enarbolaba la bandera de guerra bajo los siguientes titulares:
Montagna, instrumento de la Mafia.
Relaciones de Montagna con el bandido Giugliano.
La policía de Scelba, Pavone y Montagna dispara sobre obreros sin trabajo en Calabria.
¡Exigimos la inmediata dimisión del Gobierno!
La prensa comunista aventajó a todas las demás en la propagación de rumores, conjeturas y medidas a adoptar. Había surgido una nueva constelación de extraños mitos. Ugo Montagna era siciliano; ¿no tendría – por lo tanto – relaciones con el bandidismo siciliano?
Ni aún los periódicos más serios pudieron evadirse a la tempestad desencadenada por las declaraciones de la Caglio. La prensa, adicta al Gobierno, se batía en retirada, publicando dementis sobre dementis; su táctica defensiva estaba marcada por el signo del miedo. Incluso periódicos genuinamente burgueses como el «Corriere della Sera» y el turinés «Stampa» – que aunque financiados por la gran industria, disfrutaban de una cierta autonomía – terminan por abandonar su postura de indiferencia y escepticismo, ante el caso. Y en realidad en aquellos días de marzo de 1954 no había lugar en toda Italia para la indiferencia y el escepticismo; quien no tomaba partido en pro o en contra, firmaba su propia sentencia de ejecución. La Stampa de Turín, escribía:
«No es Mutto quien ocupa en estos momentos el banquillo de los acusados, es la República Italiana con todas sus viejas instituciones y la burguesía católica que continúa dominando el país. El cáncer del fascismo sigue corroyendo nuestra sociedad, porque su dictadura educó a la que hoy es nuestra clase dirigente en los inhumanos principios de que los ricos no tienen obligación alguna con los pobres y de que los cultos y letrados nada tienen que ver con los problemas del pueblo.»
¿No era cierto que Parlamento y Gobierno se habían convertido en organismos que trabajaban no para el pueblo que los había elegido sino para una camarilla, oculta en la penumbra, en cuyas manos estaba realmente el poder y el dinero del país? Finalmente se había llegado a conocer a algunos miembros de aquella camarilla. Se supieron sus nombres. Invitados y clientes de Montagna en Capocotta – los Capocottarier – ocupaban ahora el banquillo ente el tribunal. ¿Quién los había delatado?
La prensa había convertido a Anna María Caglio en heroína nacional, a quien aclamaba como «La Juana de Arco Italiana», «El cisne negro», «La doncella del siglo» y «La testigo sin tacha y sin miedo». Ser famoso o célebre en Italia significa estar a merced del juicio de la nación entera. Ningún personaje famoso logrará mantener una actitud de discreción y neutralidad. El pueblo discute sobre estrellas de la pantalla, cantantes de moda, campeones de fútbol o del ciclismo con el mismo apasionamiento que sobre políticos o delincuentes famosos. ¿Es él – o ella – simpático? ¿Qué se puede decir a favor o en contra? La objetividad no tiene lugar. Es corriente observar cómo a una cantante se le vitupera por su inmoralidad o a un político por su desagradable voz. Virtudes y defectos de las celebridades son discutidos públicamente, y sin él mínimo miramiento, como si ello fuera el precio de la fama. Curioso es observar a este respecto cómo rápidamente se formarán dos bandos rivales: uno, a favor; el otro, en contra. Siempre en esta disyuntiva se discutirá sobre Sofía Loren, Soraya, Fausto Coppi o María Callas. Este extraño tribunal no conoce piedad ni discreción pero se deja influenciar fácilmente por buenas acciones y su criterio no está siempre totalmente desprovisto de equidad.
Anna María Caglio deja resbalar sobre sí con la misma indiferencia elogios o improperios. Continúa imperturbable en sus declaraciones como si se tratara de bagatelas. En los cafés, en las columnas de los periódicos, por los altavoces en los corredores del Palacio de Justicia se habla y se discute de ella, unas veces a favor, otras en contra, pero siempre con el mismo apasionamiento. De ella se dijo que «estaba loca», «que tenia mucho coraje», «que era una pecadora empedernida», «que no tenía compasión de nadie, y ni aún de sí misma» y «que hablaba exclusivamente por deseo de venganza por que había sido despreciada». En estas circunstancias la publicación del célebre informe secreto de Pompei constituyó una nueva y sensacional revelación en el proceso contra Mutto y, al mismo tiempo, un espectacular y decisivo golpe a favor de Anna María Caglio.

Día 10 de mayo de 1954

La vista de la causa seguida contra Mutto toca a su fin. A petición del abogado defensor, y pese a la protesta fiscal, el presidente del tribunal ordena la lectura del informe redactado por el coronel de «carabinieri», Pompei, basándose en informaciones recogidas por él mismo.
Para comprender toda la importancia de este documento conviene saber de antemano qué son los «carabinieri» y cuál es su misión. En Italia hay dos cuerpos de policía, completamente independientes entre sí e incluso con jefes distintos. La llamada «Publica Sicurezza» cuida de los servicios de la policía secreta y de la policía criminal. Los «carabinieri» constituyen una especie de gendarmería. Entre estos dos cuerpos existe una vieja rivalidad, que, en, algunas ocasiones, ha alcanzado ribetes de sorda aunque implacable guerra civil. Cada uno de ellos tiene sus propias fuentes de información y archivos. Como no podía ser por menos también aquí la opinión pública italiana ha encontrado campo abonado para su apasionamiento. El pueblo italiano siente simpatía por los «carabinieri» y mira con recelo y mal oculta antipatía a los miembros de la Publica Sicurezza. De una manera especial, las clases humildes reciben a la P. S. (Publica Sicurezza) con evidentes muestras de burla y desprecio, en tanto que los «carabinieri» son cordialmente aclamados, como, por ejemplo, con ocasión de la liberación de Roma.
El caso Montesi había sido investigado y tramitado por la P. S.; el informe de Pompei constituía la réplica de los «carabinieri». En él se podía leer entre otras cosas:
«Montagna había sido amonestado en repetidas ocasiones en el año 1941 por producir escándalos en su domicilio de la Vía Rabirio n.º 1, con motivo de las frecuentes fiestas que allí daba y que duraban hasta las primeras horas de la mañana, siendo por ello objeto de numerosas quejas y denuncias por parte de los vecinos. Parece ser que Montagna invitaba a su casa a mujeres de dudosa moralidad y que luego las presentaba a los funcionarios y políticos de aquella época e, incluso, a oficiales alemanes, con los que mantenía estrechas relaciones. Después de la liberación de Roma, Montagna continuó invitando a su casa a los altos oficiales del Estado Mayor Aliado. Según informe del distrito, Montagna trabajó como espía al servicio de los alemanes y como confidente de la policía secreta fascista de la cual percibía un sueldo fijo. Parece ser que Montagna hizo grandes negocios en el mercado negro durante la guerra y en el tiempo de la ocupación. En 1944 la Fiscalía General requirió sus servicios, evitando así que fuera internado.
»Los negocios de Montagna son muy complicados y oscuros, por lo que no resulta fácil determinarlos con claridad. Montagna se dedica, entre otras cosas, a la compraventa de casas. Mantenía varios domicilios secretos, evidentemente para escapar a la vigilancia de la policía. Una investigación secreta llevada a cabo no ha podido conseguir pruebas fehacientes que demuestren que Montagna se dedique al contrabando de drogas. No obstante, informes fidedignos dan cuenta de que durante las fiestas, organizadas en el coto de Capocotta y a las cuales solían acudir altas personalidades, se proporcionaban y consumían estupefacientes. Esta sospecha es compartida, asimismo, por la opinión pública, como lo demuestran las informaciones confidenciales que continuamente se reciben.»
El informe provocó tal excitación en todo el país que nadie trató de averiguar dónde se escondían el origen y la causa de aquel estado de cosas. El sistema policíaco del rumor y del expediente había conducido a un fortalecimiento mutuo y recíproco de estas dos fuentes de información, con lo que, a la postre, meras suposiciones aparecían como hechos reales. La opinión pública estaba convencida de que todo aquello que la policía criminal no quisiera revelar, sería sacado a luz por los carabinieri. En este sentido, las declaraciones de la Caglio reciben rotunda confirmación en el informe de Pompei.

Día 12 de mayo de 1954

Roma amanece empavesada con docenas de miles de copias del informe Pompei, que manos desconocidas habían pegado a los muros de la ciudad durante la noche pasada. En las paredes de las casas se puede leer improperios como «Montagna es un espía, un delincuente; Montagna vive de las mujeres.»

Día 13 de marzo de 1954

El prefecto de la ciudad de Roma ordena la incautación de las copias del informe Pompei. Aquel mismo día el jefe de la policía italiana, Tommaso Pavone, se ve obligado a presentar la dimisión. La prensa proclama su victoria:
Pavone ha caído. – La indignación popular ha triunfado. El mejor amigo de los especuladores se marcha.
El Gobierno está en peligro. El Parlamento, en sesión permanente. El ministro del Interior dispone le sea retirado el pasaporte a Montagna, a lo que éste comentará con gesto amenazador: «Un paso más y tendremos el fin del mundo.»
La amenaza parece grotesca, pero ciertamente no adolecía de falta de expresividad. Parece ser que Montagna está dispuesto a descubrir hechos y nombres que dejarán asombrados a todos y que harán olvidar rápidamente las declaraciones de la Caglio y el informe Pompei. Una crisis inminente amenaza al Gobierno. El gabinete carece de autoridad para tomar decisiones acerca de los debates de la EVG que tienen lugar en París. Los comunistas esperan su gran oportunidad.

Día 16 de marzo de 1954

El ministro de Asuntos Exteriores presenta su dimisión, que no es aceptada por el presidente del Gobierno. La excitación de las masas adquiere caracteres inquietantes. El Palacio de Justicia está sitiado desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la noche por una inmensa muchedumbre que se extiende hasta la Piazza Cavour y ha conseguido paralizar toda la circulación en aquel sector de la ciudad.
En la sala del tribunal, en los pasillos y vestíbulos reina una indescriptible actividad. En la calle el pueblo se apretuja alrededor del enorme edificio diciochesco con fachada de teatro. Las primeras filas del auditorio semejan un desfile de modelos. Es la Roma elegante, la de Vía Veneto, constituida por estrellas y magnates del cine; junto a ellos pueden verse diariamente monjes, obreros, corresponsales de prensa, golfillos, políticos, intelectuales y gentes de todas las procedencias. Un asunto que incumbe a toda Italia es dilucidado en presencia del pueblo italiano. El Gobierno tiene fundados temores de que la muchedumbre llegue a adoptar una actitud amenazadora y levantisco. Los puentes sobre el Tiber han sido bloqueados. Miles de policías han cortado todos los caminos de acceso al Palacio de Justicia. Apostadas a su entrada aparecen patrullas especiales de asalto con sus jeeps, mientras la muchedumbre vocifera frente a los cañones de las ametralladoras, prontas a disparar.
El juicio sigue su penoso curso. Pronto se pone de manifiesto que este caso ha caído también bajo la conocida ley de proliferación de testigos, característica de todos los procesos italianos. A través de las declaraciones de la Bisaccia y de la Caglio surgen continuamente nuevos nombres de personas cuyas declaraciones también pueden resultar de interés para el esclarecimiento del caso. Estos testigos fundamentan sus informaciones citando a otras personas. De este modo el número de testigos irá creciendo en progresión aritmética durante el tiempo que dure el proceso, que a cada momento amenazará hundirse bajo su propio peso sin haber llegado a conclusión alguna. Cada vez se aleja más del punto de partida y ya ni se menciona al acusado. Incluso la muerte de Wilma Montesi ha pasado a segundo plano.
En todas partes se oían y se podían leer contradicciones inconcebibles, amenazas y contraamenazas. El escándalo se había adueñado de la situación y, como una fuerza ciega girando sobre sí misma, derribaba y deshacía cuanto caía bajo su alcance. Parecía imposible que se pudiera volver a la cuestión primera, quién había matado a Wilma Montesi, y se tratara de descubrir la verdad sobre este punto. Y precisamente este es el momento elegido por la Caglio para descargar su segundo y sorprendente golpe, magistralmente concebido. La patrona de la casa donde vivía la Caglio, informa a la prensa que ésta le ha entregado su testamento en el cual figura el nombre del asesino de la Montesi. Los jueces de este país tienen que leer el periódico si quieren estar al día en los incidentes de sus propias causas.

Día 20 de marzo de 1954

La señora Marri, patrona de la Caglio, comparece ante el tribunal. Declara que ya no tiene el testamento de la Caglio, pues se lo ha devuelto por correo a petición de ésta. La carta, que todavía no ha llegado a su destino y pudo ser encontrada en una saca en la oficina de correos, queda incautada por orden del tribunal. Va dirigida a la Hermana Donata, Hogar del Salvador, Vía de la Pineta Sachetti, Roma.
El nombre de la destinataria no había sonado hasta el momento presente a lo largo del proceso. El presidente muestra la carta, al tiempo que va diciendo:
-«Aquí tengo la carta incautada. La abro. Contiene un trozo de papel corriente, de color blanco. Desdoblo el papel y leo el texto de la carta que dice:
Roma, 30 de octubre de 1953
«Entrego esta carta en las fieles manos de mi patrona la señora Lora Marri. Deseo que todo el mundo sepa que yo no estaba enterada de los ilegales manejos y negocios de Ugo Montagna. Tampoco tenía conocimiento de su doble vida. Es cierto que tenía sospechas, pero siempre creí que serían cuestiones de mujeres y deudas. Si me ocurriera algo, este es el único documento al cual se deberá dar fe. Toda declaración contraria me habrá sido arrancada a la fuerza. Por mis convicciones cristianas me está prohibido el suicidio. Pero no quiero desaparecer sin dejar rastro alguno, aunque sólo sea para advertir a otras chicas a quienes podría ocurrir lo mismo que a mí, y para dar testimonio de todo cuanto sé acerca de Ugo Montagna y de Piero Piccioni. Desgraciadamente he podido constatar por mi misma que Ugo Montagna es el jefe de una banda dedicada al contrabando de drogas, y por esta causa han desaparecido misteriosamente muchas mujeres.»
En este momento se elevaron en la sala grandes murmullos, acompañados de algunas carcajadas. En un país como Italia, dónde se concede tanta importancia al idioma, la carta de la Caglio producía el efecto de un escándalo por partida doble. El uno, por su desafortunada redacción, y el otro, por su contenido. La sentencia final de la carta disipa risas y carcajadas:
«Montagna era el cerebro de la banda y Piero Piccioni fue el asesino. Confío que la Justicia les dará su merecido.
MARIANNA CAGLIO.»
Este último golpe en el proceso de Mutto parecía tener algo de diabólico. ¿De dónde pudo haber sacado aquella muchacha de veintitrés años aquel agudo sentido para dar el golpe en el instante preciso? Ella cuidó muy bien de que fuera el presidente del tribunal quien ordenara la incautación de la carta para evitar de ese modo que fuera acusada por calumnia. Pero, ¿es presumible que una estratagema semejante hubiera nacido en su cabeza? Y en este caso, ¿quién estaba detrás de ella para aconsejarla? Estos interrogantes continúan aún hoy en día sin respuesta satisfactoria.

Día 22 de marzo de 1954

El Palacio de Justicia aparece rodeado de un denso cordón de fuerzas de la policía de seguridad fuertemente armadas, en tanto que la muchedumbre allí congregada adopta una actitud cada vez más hostil frente a ellas. En estas circunstancias los miembros del tribunal y las autoridades judiciales optan por la retirada, por ser, a su entender, la única solución viable. De acuerdo con este plan, el fiscal hace la siguiente propuesta:
«Teniendo presente las nuevas circunstancias surgidas en el curso de la vista y de una manera especial la grave acusación de asesinato cometido en la persona de Wilma Montesi, hecha por la testigo Anna Maria Caglio, esta Fiscalía propone le sean entregadas todas las actas del presente sumario y se proceda a la apertura de nuevo expediente. Propongo, asimismo, la suspensión del proceso seguido contra Silvano Mutto por un período indefinido de tiempo.»
Y de este modo acabó la teoría del «lavado de pies», así llamada popularmente recordando que, según versión oficial, Wilma Montesi había ido a la playa para curarse de una dolencia que tenía en el talón. La defensa se ha mostrado conforme con la propuesta del fiscal y el tribunal se retira a deliberar. A las 15.45 el presidente da lectura a la decisión tomada por el tribunal. Se accede a la petición del fiscal; se suspende el proceso seguido contra Mutto y se abre nuevo sumario en torno a la muerte de Wilma Montesi.
Para establecer el nuevo sumario es designado el juez de instrucción Sepe. La elección parece haber sido un éxito. La opinión pública italiana se pronunciará inmediatamente a su favor. Por su aspecto simpático es saludado entusiásticamente por el público, convirtiéndose en poco tiempo en el magistrado más fotografiado de todo el país. Los periódicos informan ahora sobre sus preferencias culinarias, su peso, su familia y sus distracciones favoritas; las revistas ilustradas, publican su biografía, acompañada de abundantes fotografías, en las que aparecen las distintas fases de la vida, del magistrado desde que era un bebé, pasando por el día en que recibió la primera comunión, hasta el momento actual, sentado en su despacho. Por su aspecto parece persona muy corpulenta, flemática, segura de sí misma e incorruptible. Desde un principio da a entender que no respetará nada ni a nadie y que, aunque las investigaciones duren meses y meses, trabajará con ahínco día y noche hasta el total esclarecimiento de los hechos. Ciertamente la labor es enorme.
La nación parece presa de un estado de histerismo colectivo que cada día adquiere caracteres más alarmantes. La proliferación de testigos ha adquirido proporciones inconcebibles. Cada día surgen nombres nuevos en las declaraciones como, por ejemplo, el jesuita Dall’Olio, el jefe de la sección italiana de la Interpol; el príncipe Moritz von Hessen, miembro de la familia real; otro hijo del ministro Fanfani, que es asimismo subsecretario; el secretario del partido gobernante, el director de la poderosa Acción Católica, los criados y guardas del coto de Capocotta, extras del cine, secretarias, oscuras figuras de los bajos fondos de Roma y otras muchas personas. Tres cuartas partes de todos los testigos traen exclusivamente historias de su propia invención. Desde las columnas del semanario Attualitá una desconocida pretende haber sido testigo ocular de la muerte de la Montesi, pues asegura que se encontraba en las dunas de Vainaca el día de autos. Se la cita para tomarle declaración y, después de un laborioso interrogatorio, termina por confesar que todo no había sido más que una invención suya para cobrar unos miles de liras.
El magistrado Sepe se abre paso penosamente a través de esta selva impracticable de mentiras, veladas alusiones, excusas, evasivas, contradicciones y cartas anónimas, hablando y escuchando a locos y a paranoicos, a perjuros y a prominentes.
El cadáver de la Montesi es exhumado y también aquí se produce el curioso fenómeno de la proliferación de informes periciales.
Mientras tanto, el proceso Montesi se ha convertido en un negocio floreciente para muchos y ha ayudado a enriquecerse a no pocos. Gran número de periodistas italianos vivió durante cuatro años exclusivamente de él. Casi todos los testigos, cuyo número giraba alrededor de los trescientos, publicaron en diarios y revistas ilustradas sus opiniones, informes de los hechos, fotografías, memorias y cartas abiertas, todo ello aún antes de haber comparecido a declarar. Normalmente una declaración cualquiera era seguida de una réplica que a su vez daba origen a una interminable cadena de dementís, confirmaciones, refutaciones, reclamaciones, denuncias y reconciliaciones. La necesidad de hablar, la pasión por figurar en aquel torbellino de palabras, se apoderó también de los familiares de la joven ahogada. La madre empezó por publicar una larga serie de artículos y llegó incluso a intervenir en una película, basada en la muerte de su hija, en la que ella representaba su propio papel. Como era de esperar, la película no llegó a concluirse. Un redactor que escribió unos quinientos o seiscientos artículos sobre el caso Montesi sostuvo con la madre el siguiente dialogo telefónico, que fue interceptado y más tarde presentado ante el tribunal como prueba:
Periodista: –Oiga, me parece que ya va siendo hora que le pague lo convenidos. ¿Cómo lo prefiere? ¿Por semanas o por meses?
María Montesi: -Me es igual. Hágalo como usted prefiera.
Periodista: -Le daré 25.000 liras por semanas, o sea 100.000 liras al mes.
María Montesi: -Está bien. En cualquier caso mañana nos veremos.
Periodista: -¿No dispone usted de algo más picante? ¿Quizás alguna carta del amante de Wilma?
María Montesi: -No. Le juro que no tengo nada más.
Periodista: -Está bien, pero, ¿qué hago yo cuando el periódico me pida noticias frescas?
María Montesi: -Lo comprendo, pero lo he dado todo al Europeo y todavía no he recibido el dinero, que me habían prometido.
Periodista: -¿Y cuánto importa todo?
María Montesi: -170.000 liras. Además, la señorita Bergagna, del Incom, me ha prometido 150.000 por un pequeño articulo.
Periodista: -Está bien, señora Montesi, pero necesito que me proporcione material para un artículo de fondo.
María Montesi: -Usted puede escribir el artículo, incluso un poco picante si quiere, y luego me lo enseña, seguro que nos pondremos de acuerdo.
Otro periodista declaró durante el proceso:
«En aquella época, en Roma se podía conseguir todo con dinero. A nuestra redacción – yo trabajaba entonces para Epoca – venía gente de toda laya e incluso nos llegaron a ofrecer por veinte millones de liras fotos en las que aparecían Wilma Montesi y Piero Piccioni. Se trataba de un truco corriente en aquel tiempo. Los periodistas íbamos siempre provistos del talonario de cheques para comprar todo lo que se nos ofreciera. Finalmente decidimos terminar con aquellos abusos y lo rechazábamos todo. Pero, antes de que tomáramos esta decisión, casi todas las personas que habían declarado ante el tribunal habían percibido de nosotros cantidades de dinero. La madre de Wilma Montesi me propuso escribir un sabroso artículo a cambio de que el periódico costeara la boda de su hija Wanda, hermana de Wilma. Incluso nos enviaron una factura por el importe de la propina para el sacristán. Aquello me pareció ya un abuso inconcebible y le dije a la señora Montesi: «Me parece que ya está bien, señora. Tenga presente que yo no soy el novio de su hija».»
En este ambiente se debatía la Justicia italiana en su búsqueda de la verdad, en torno a la muerte de Wilma Montesi. Si bien es verdad que la opinión pública reaccionaba con el mismo apasionamiento ante cualquier nueva incidencia del caso, era presumible que aquella sicosis de histerismo colectivo que reinaba a primeros del año 1954 no se mantendría indefinidamente. Y así se pudo observar cómo el interés de las masas descendía sensiblemente en el momento mismo en que se iniciaban las investigaciones del sumario, para luego, en el transcurso del proceso, aparecer periódicamente en forma de grandes oleadas. Sería difícil en estos momentos hacer un diseño exacto de las alzas y bajas experimentadas por la fiebre popular en el curso de los acontecimientos. Con harta frecuencia incidentes, nimios al parecer, provocaban violentas reacciones en la opinión pública que luego se iban calmando paulatinamente. En septiembre de 1954 se registró el punto más álgido de aquella neurosis nacional que se había apoderado de toda Italia.

Día 15 de septiembre de 1954

El juez de instrucción Sepe da por concluido el sumario. El informe secreto comprende noventa y dos volúmenes. Toda la labor de seis meses es entregada a la Fiscalía del Estado, la cual deberá redactar la acusación.

Día 19 de septiembre de 1954

El ministro de Asuntos Exteriores, Attilio Piccioni, padre de Piero Piccioni, seriamente comprometido, presenta por segunda vez su dimisión, que ahora es aceptada por el jefe del Gobierno.

Día 21 de septiembre de 1954

Roma es un hervidero de rumores. Parece ser que el caso Montesi dará un cambio sensacional en las próximas horas. A las dos de la tarde el juez de instrucción, Sepe, firma dos órdenes de detención y una citación. La primera orden de detención va dirigida contra Piero Piccioni, hijo del ministro dimitido, a quien se acusa de haber causado la muerte a Wilma Montesi el día 11 de abril de 1953, al lanzar al mar en Vainica el cuerpo de la muchacha, a quien creyó muerta, y provocando de este modo su muerte por ahogo.
La segunda orden de detención va dirigida contra Ugo Montagna, a quien se acusa de complicidad en el homicidio por negligencia llevado a cabo por Piero Piccioni, así como de ocultación de hechos.
La citación judicial es para Saverio Polito, jefe de la policía de Roma, a quien se acusa de complicidad al haber conducido las investigaciones policiales con manifiesta e intencionada negligencia para hacer ver que la muerte de Wilma Montesi se había producido por accidente; por esta misma razón se le acusa, asimismo, de abuso en el desempeña de sus funciones.
La noticia de las últimas decisiones de Sepe llega hacia las seis de la tarde a los círculos de prensa. A las ocho de la noche la agencia de noticias ANSA comunica una breve nota oficial del juez de instrucción, Sepe, e inmediatamente salen a la calle las ediciones especiales de los periódicos, que la multitud arrebata de las manos a los vendedores. Es inútil que la policía prohiba a los vendedores que voceen los titulares, cuando éstos, escritos con letras de a palmo, hablan por si mismos. Nunca se habían vendido, tantos diarios en Roma. La ciudad entera no habla de otra cosa. En los restaurantes los clientes cesan de comer para comentar la noticia. Los cafés aparecen, atiborrados de gente que discute acaloradamente. En la Galería Colonna reina inusitada actividad, como si se tratara al mismo tiempo de una revolución y de una fiesta popular. Los periódicos siguen lanzando sin interrupción nuevas ediciones hasta bien entrada la noche. Sin embargo, esta excitación de la opinión pública no resulta inquietante, pues en realidad la ciudad de Roma no hace sino celebrar el triunfo de la Justicia, o por lo menos, de lo que ella entiende bajo esta palabra.
Ugo Montagna parece ser el único habitante de Roma que sigue sin enterarse de las decisiones del juez de instrucción Sepe. Mientras que la orden de prisión contra Piero Piccioni ha sido cumplimentada hace horas, Ugo Montagna se sienta tranquilamente en un bar de la Vía Veneto. La policía le busca afanosamente por toda la ciudad. Cuando se dispone a echar una ojeada al periódico que tiene sobre la mesa ve su retrato con la noticia al pie. Inmediatamente Montagna se pone en contacto con sus abogados y, acompañado por uno de ellos, se dirige en coche a la cárcel «Regina Coeli» para entregarse a la policía. Descienden del coche y llaman a la enorme puerta de hierro. El vigilante de guardia abre la mirilla y los contempla distraídamente.
-Aquí está Ugo Montagna, que viene a entregarse a la policía – dice el abogado.
-Un momento, por favor – contesta el vigilante -. ¿Quién dice usted que es? ¿Ugo Montagna? Pues no le conozco.
-Mire usted. Este señor es el marqués Ugo Montagna, buscado por la policía. El juez de instrucción, Sepe, ha dictado orden de prisión contra él, así que déjele pasar, pues viene a entregarse – explica el abogado.
-No me interesa nada de lo que usted dice – replica el vigilante -. Ni sé de qué me está hablando ni ello es de mi competencia. Lo siento, pero no puedo dejar pasar a ese caballero. ¡Pues no faltaba más que tuviéramos que creer a todo el que llegara con un cuento! ¡Déjeme ver por lo menos la orden de detención!
El abogado muestra el periódico al vigilante, quien lee parsimoniosamente, sin dar la más ligera muestra de interés o de sorpresa. Al final se decide y dice al abogado:
-Está bien. Que pase.
El vigilante de «Regina Coeli» se convirtió aquella noche en objeto de burla y mofa de toda la nación. Cualquier habitante de Roma hubiera detenido con gusto a Ugo Montagna. El pueblo recibió la noticia de las órdenes de detención, dictadas por el juez de instrucción, Sepe, con delirante alegría, pues veía en ellas una victoria sobre sus enemigos y explotadores. Pero, ¿cómo había pedido Sepe adoptar tales decisiones? ¿En qué se había basado para dictar aquellas órdenes de detención?
En realidad, la decisión del juez de instrucción Sepe estaba basada en las siguientes conclusiones:
Primera: El dictamen de los llamados «superexpertos» sobre el cadáver de Wilma Montesi descartaba toda posibilidad de que la muerte hubiera sobrevenido por accidente. La muchacha había muerto ahogada, y no precisamente en Ostia, sino en el lugar donde fue encontrado su cadáver. Se le extrajo arena de los pulmones y se comprobó que era igual a la de la playa donde fue encontrada. Sobre este punto no cabía la menor duda.
Segunda: En consecuencia, la muchacha no se dirigió a Ostia, sino a Vainica. Ensayos y comprobaciones llevados a cabo demostraron que si la chica salió de casa después de las cinco de la tarde no había podido en ningún caso coger el tren de las cinco y media para Ostia, en el que, al parecer, fue vista. Por lo tanto, alguien debió recogerla en coche.
Tercera: Un testigo, llamado Zingarini, declaró haber visto a Wilma Montesi, acompañada de Piero Piccioni, en Vainica, durante la primavera del año 1953. De ello se desprendía que entre ambos había cierta relación.
Cuarta: A juicio del juez de instrucción, Piccioni no pudo justificar de manera convincente qué hizo y dónde estuvo el día que se cometió el asesinato. Piccioni había explicado a su familia que durante aquel día estuvo en Milán. Luego se pudo demostrar fácilmente que esta declaración era falsa. La segunda versión de Piccioni era que había estado en Amalfi con la estrella de cine Alida Valli, con quien le unía estrecha amistad, invitados ambos por el productor de cine Ponti. Insistió en que había querido ocultar este viaje a su familia para que no supiera de sus relaciones con la actriz. Finalmente Piccioni declaró que había estado en Amalfi, pero que había regresado a Roma antes de lo previsto por haberse sentido indispuesto con un ataque de gripe. Estos tres intentos de coartada eran ya suficientes para hacerle sospechoso.
Quinta: Había varios testigos de una conversación telefónica entre el inculpado y Alida Valli, que entonces se encontraba en Venecia, y en el curso de la cual parece ser que la actriz pronunció estas palabras:
-Pero, ¿qué es lo que pasa?…
-¿Así tú habías conocido a esa chica?
-¿Y qué te dice Ugo de todo ello?…
-Me parece, querido, que te has metido en un buen lío.
Sexta: Que conforme a las declaraciones de la Caglio, Ugo Montagna tuvo conocimiento de lo sucedido y prestó su ayuda para ocultarlo.
Séptima: No cabía la menor duda de que Montagna y Piccioni habían intervenido en las indagaciones de la policía. Este extremo quedaba confirmado por las declaraciones de la Caglio y la sorprendentemente rápida y superficial indagatoria llevada a cabo. En este punto el juez hace responsable al jefe de la policía de Roma, dado que las indagaciones a realizar eran de su total incumbencia.
El juez de instrucción, Sepe había elaborado esta cadena de pruebas recurriendo más bien a un procedimiento de eliminación que a la búsqueda de nuevas informaciones. La tarea principal consistía en limpiar el proceso de aquella inmensa carga inútil que arrastraba consigo, en detener el alud de rumores y especulaciones, así como la continua proliferación de testigos, y en hacer frente a complicaciones y contradicciones. Y ciertamente que lo consiguió. Después que hubo entregado el sumario al fiscal los periódicos comenzaron paulatinamente a ocuparse de otros asuntos, dejando de lado el caso Montesi. Hubo semanas enteras durante las cuales ni siquiera fue mencionado en los periódicos.
Después de un año, los inculpados fueron puestos en libertad provisional bajo fianza. En el verano de 1955 el fiscal presentó su escrito de acusación, que comprendía quinientos folios. El pueblo italiano que un año antes pareció estar dispuesto a desencadenar una revolución, demostraba ahora estar en posesión de una de las virtudes más necesarias cuando se trata de asuntos de la Justicia italiana: la virtud de la paciencia. Primeramente corrieron rumores de que el juicio tendría lugar en Roma en otoño de 1955; más tarde se dijo que había sido aplazado a la primavera de 1956. Luego se aseguró que se vería en Verona en el otoño de 1956. De este modo habían transcurrido dos años.

Diciembre de 1956

Finalmente se designan oficialmente la ciudad y fecha en que tendrá lugar el proceso contra Piccioni, Montagna y Polito. La ciudad elegida es Venecia; según se dice por razones de seguridad y de orden público. Venecia tiene fama de ser la más apolítica y apática ciudad del país.

20 de enero de 1957

Tres años y nueve meses después de la muerte de Wilma Montesi, la hija del ebanista, se abre el proceso.
El «proceso del siglo» tiene lugar en la gran sala de Fabbriche Nuove, un enorme y vetusto palacio a orillas del Rialto. Más de media sala queda ocupada por los sitiales de los jueces, del fiscal del Estado y de los abogados defensores, junto con el banquillos de los acusados y el estrado para los testigos. Los bancos para la prensa estaban previstos para 50 personas; sin embargo, en más de una ocasión tuvieron que acomodarse en ellos doble número de redactores. El público tenía que conformarse con la mitad restante de la sala y permanecer de pie, a falta de asientos. En los días de más interés durante el proceso llegaron a apiñarse allí hasta 300 personas.
Piccioni es el primero en ser interrogado, rechazando sistemáticamente todas las imputaciones:
Presidente del tribunal: -¿Es cierto que, según las declaraciones de la Caglio, visitó usted, acompañado de Ugo Montagna, al jefe de la policía en el Ministerio del Interior, el día 29 de abril, a las 9 de la noche?
Piccioni: -De ninguna manera. Aquella noche estuve cenando con Alida Valli, con el escritor francés Felicien Marceau y con otros amigos.
Presidente: -¿Desde cuándo conoce usted al acusado Saverio Polito, antiguo jefe de la policía de Roma?
Piccioni: -Desde esta mañana, en que por primera vez en mi vida me he encontrado frente a él.
Presidente: -¿Y a Wilma Montesi?
Piccioni: -Nunca conocí a esa muchacha ni había oído jamás hablar de ella hasta que leí su nombre en los periódicos.
En el curso de los interrogatorios, Piccioni va fortaleciendo su coartada para la tarde del crimen. Entre interrogatorios y declaraciones, que se suceden a lo largo de varias semanas, sus abogados han logrado forjar una cadena de coartadas prácticamente irrefutables. El último eslabón de esta cadena está constituido por el testimonio del médico que le visitó aquel día en Roma, que termina por excluir toda humana posibilidad de que Piccioni hubiera estado aquella tarde en Capocotta. En vano intentará el fiscal demostrar la falta de veracidad de las declaraciones del testigo, tratando de envolverle en contradicciones. La verdad sobre este punto sólo se sabrá después de penosos y prolijos interrogatorios a lo largo de diversas sesiones.
Después de Piccioni declara el acusado Saverio Polito, ex jefe de la policía de Roma:
Polito: -¡Señor presidente! ¡Me han envenenado los últimos años de mi vida! ¡Se me quiere destruir! ¿Comprende usted, señor presidente, lo que significa bajar de la Jefatura de la policía romana al banquillo de los acusados? Además, no existe absolutamente ninguna prueba contra mí. ¡Absolutamente ninguna! ¿Me comprende usted, señor presidente?
Presidente: -¿Qué aduce en su defensa?
Polito: -Escuche, por favor, excelencia. A Piccioni le he visto por primera vez en mi vida en la sala de este tribunal y a Montagna creo que le habré visto unas tres veces en toda mi vida. Nunca me interesé por las pesquisas en torno al caso Montesi, hasta que el jefe del departamento me informó de los rumores que corrían, concretamente en tomo a Piero Piccioni.
Presidente: -¿Cuándo ocurrió eso?
Polito: -No lo recuerdo, ahora. Yo no inventé la historia de que la Montesi fue a lavarse los pies al mar, aunque el juez de instrucción sea de otra opinión y me trate como a un delincuente o a un criminal. El jefe de la policía de Roma tiene algo más que hacer que correr tras jovencitas descarriadas. (Grandes murmullos en la sala.) Mis agentes preguntaron a los familiares de la Montesi y ellos fueron los que adujeron que Wilma había ido a bañarse al mar para curarse de una dolencia en el talón. Con esta declaración el asunto estaba liquidado para nosotros.
Presidente: -Dice el acusado que sus declaraciones ante el juez de instrucción no fueron debidamente registradas en acta.
Polito: -Eso fue durante el segundo interrogatorio, en el cual el juez de instrucción me dijo:
»-Los expertos han comprobado que Wilma Montesi fue asesinada. Ahora quiero que me diga el nombre del asesino.
»-¿De qué asesino? – pregunté yo.
»-Del asesino de Wilma Montesi y si no me lo dice – continuó el juez de instrucción -, aquí tengo dispuesta una orden de detención contra usted.
»Al oír esto, perdí el dominio de mí mismo, pues creí que se había vuelto loco. A toda costa quería relacionarme con el asesinato. ¡Aquello era insoportable!
Presidente: -¿Pero, al ser informado, no le pareció sospechoso que el cuerpo apareciera sin las ligas de las medias? ¿O tal vez no fue informado de ello?
Polito: -Quizá me lo dijeron, pero yo no lo recuerdo. Como soy diabético, tengo mala memoria,. Probablemente me lo dijo alguien, pero no consideré que fuera cosa mía ocuparme de ello.
Presidente: -¡Pero usted era el jefe de la policía! ¡Éste era uno de los detalles más sorprendentes de todo el caso y usted debió advertirlo! ¡Sus respuestas son insatisfactorias y absurdas!
Polito: -Pero se debe tener en cuenta que en aquel tiempo nadie se preocupaba del caso Montesi. Nadie hablaba de él. ¡Soy inocente! ¡Soy inocente! ¡Créame!
Una hora más tarde le toca el turno, a Ugo Montagna. También él declara: «¡Soy inocente! ¡Soy completamente inocente!»

Día 30 de enero de 1957

Comparece la familia de la muerta en el estrado de los testigos, en calidad de querellante. Su principal interés radica en presentar a su hija Wilma como una joven inocente e ingenua y en idealizar su recuerdo. El padre en su declaración viene a confirmar el dictamen médico acerca de la integridad física de la muchacha:
«Wilma era una niña buena, piadosa, sencilla y respetuosa. No tenía relaciones de ninguna clase con hombres y apenas con amigas. Nunca estuvo ausente durante toda la noche. ¡No es cierto que llevara una doble vida! ¡Tampoco es cierto que hubiera estado en Capocotta y que hubiera tomado parte en fiestas y orgías!», y así continuó durante largo rato.
Resultaba curioso ver cómo todos los testigos se comportaban como si estuvieran declamando o representando una comedia en el escenario de un teatro. Todos y cada uno de ellos se aferraban tercamente a sus declaraciones, terminando por forjarse una visión personal del caso y de las personas que en él intervenían. Cada uno se esforzaba por representar el papel que sentía en su interior: el inocente acusado, la valerosa acusadora, el buen padre de familia, el caballero perseguido injustamente y de igual forma todos los demás. Cada uno de ellos creía representar a un partido. De la misma manera que los «colpevolisti» y los «innocentisti» discutían diariamente en la calle, cada testigo había adoptado de antemano una actitud determinada como si hubiera sido instruido por un invisible director de escena. Cada uno representaba su propio papel sin preocuparse de los demás, aunque a veces se atacaban entre sí, en el firme convencimiento de que el mejor actor sería bien librado.
Hasta cierto punto se puede comprender esta actitud por parte de los testigos, si se tienen en cuenta las particularidades del procedimiento de la Justicia italiana. La mayoría de las declaraciones podían leerse con varios días de antelación en los periódicos de la ciudad. Luego eran repetidas en presencia del juez de instrucción y finalmente incluidas en el escrito de la acusación. Se comprende que, al tener lugar el juicio, casa uno se había estudiado el papel hasta en los más mínimos detalles y estaba dispuesto a repetirlo hasta la saciedad. Por eso, en sus declaraciones no parecían personas reales sino actores que declamaban sus propias teorías. La Caglio, por ejemplo, no parecía ella misma sino alguien que representaba el papel de la Caglio.
De ahí se deriva otro detalle característico del llamado «Proceso del siglo». Concretamente, que durante largos períodos de tiempo, se convirtiera en algo insoportablemente tedioso. Transcurrían sesiones y más sesiones repitiendo hasta la saciedad extremos sobradamente conocidos desde hacía años. Monótonos y tercos allí estaban presentes en cada sesión: las ligas, el tren para Ostia, la hora, la coartada, el vestido, el lugar del crimen, y siempre las mismas preguntas seguidas de las mismas respuestas. También esto parece pertenecer al procedimiento judicial italiano. Lo que importa no es precisamente probar un hecho o sacar a la luz una verdad escondida, sino contrastar unas con otras las diversas declaraciones, haciéndolas chocar entre sí, en el convencimiento de que en la colisión siempre se hundirá la declaración falsa. Este procedimiento encaja espléndidamente con el carácter italiano pero, como se demostró en el caso Montesi, fracasará en testigos cuya terquedad resulte inquebrantable.

Día 28 de enero de 1957

Hoy es el día de la Caglio, el de su primera comparecencia ante el tribunal de Venecia. Ha perdido en atractivo físico pero no en decisión y sangre fría.
Presidente: -Usted, ha hecho muchas declaraciones, incluso demasiadas que nada tienen que ver con este juicio. ¡Aténgase a los hechos! ¿Qué le dijo a usted Montagna acerca del caso Montesi?
Caglio: -Inmediatamente después de la muerte de la muchacha, el 14 de abril de 1953, me dijo que Piccioni era un mal sujeto y que le había ocurrido algo muy desagradable, pero que él – Montagna – nada tenía que ver con ella, y que si alguien intentaba complicarle diría la verdad y facilitaría a la policía una veintena de nombres. Entonces le dije: tú vives del comercio de estupefacientes y has participado en el asesinato, pues Piccioni ha matado a la Montesi y tú eres su cómplice. Estábamos en el coche. Montagna no lo negó, limitándose a decir: Esto nadie lo puede probar.
Fiscal: -Usted ha manifestado que Montagna era el jefe de la banda. ¿Qué quiere significar con ello?
Caglio: -Ugo me decía con frecuencia que Piccioni vivía de las mujeres. Cuando se lo dije a Piccioni, éste me replicó: «Muy al contrario, Ugo es el jefe de la banda y no yo.»
Fiscal: -También ha afirmado usted que cierto número de mujeres habían desaparecido. ¿Quiénes eran esas mujeres?
Caglio: -Una fue la Montesi y yo hubiera sido la siguiente, si me hubieran asesinado. Además Silvano Mutto me ha hablado de otras mujeres que fueron eliminadas por la banda.
La Caglio ha hablado continuamente en subjuntivo y en condicional y siempre con interrogaciones y exclamaciones. Sus declaraciones serán oídas cada vez con mayor escepticismo. Resulta sintomático que ella nunca haya visto nada personalmente sino solamente oído, sobre todo cuando se trata de acusaciones graves. Por lo visto todo lo que ella sabía provenía de haber oído hablar o comentar. En definitiva, todo lo que había declarado era sencillamente un chismorreo. Sabido es que declaraciones de esta índole son corrientes en los juicios italianos y ya hemos visto la importancia que los rumores tienen allí para el descubrimiento de los delitos. Ningún tribunal puede prescindir de su colaboración aunque, por otra parte, este es uno de los motivos que provocan la proliferación de testigos y de declarantes.
El interrogatorio continúa:
Fiscal: -En ese caso, la información esa provenía de Silvano Mutto, ¿no es así?
Caglio: -En parte, sí.
Fiscal: -Usted dijo asimismo al juez de instrucción: «Yo podría traer un montón de pruebas, pero esto es, al fin y al cabo, misión suya.» ¿Puede decir ahora a qué clase de pruebas se refería?
Caglio: -Si me hubieran eliminado, esa hubiera sido una prueba.
Fiscal: -Pero usted vive todavía. ¿Quiénes eran los miembros de la banda?
Caglio: -Montagna y Pavone; además, el prefecto Mastrobuono. Todos estaban en el negocio.
Fiscal: -¿En qué clase de negocio?
Caglio: -En el de estupefacientes.
Fiscal: -¡Pero si acaba usted de hablar de mujeres que habían desaparecido!
Caglio: -Me refería al negocio de estupefacientes en relación con el cual habían desaparecido diversas mujeres.
Fiscal: -¿A quién ha hablado usted de sus sospechas?
La Caglio había hablado de ello con gran cantidad de personas, entre ellas, con el jesuita Dall’Olio, con el padre Filipetti de Milán, con el padre Rotondi de Roma y con el coronel Pompei. Entretanto van aumentando las opiniones de que la Caglío no es sino una mitómana y una embustera de gran estilo, que, sin ninguna clase de escrúpulos y solamente por deseos de venganza, ha sabido colocarse en el primer plano de la actualidad sin saber absolutamente nada de la muerte de la Montesi. Otros veían en su comportamiento un deseo de venganza al haber sido despreciada por su antiguo amante, Ugo Montagna. A ella nada le importaba que personas inocentes fueran condenadas, que el Gobierno se tambaleara y que ministros se vieran obligados a presentar su dimisión. Para ella lo único que importaba era satisfacer su deseo de venganza. Casi al final del proceso, el abogado defensor de Piccioni esgrimió contra ella estos argumentos en el siguiente agresivo y elocuente discurso:
«El proceso contra Mutto fue la gran oportunidad para esta mujer. Entonces podía permitirse saltar por encima de los magistrados y sabotear sesiones enteras del tribunal. Pero aquel momento ya pasó. ¿Quién hubiera osado afirmar entonces que Anna Maria Caglio no era más que una perjura? ¡Pero hoy ya no puede jugar con la Justicia! ¡Ha pasado la época de los rumores! ¡El país está hastiado de mentiras! ¡La suerte que durante tanto tiempo se le mostró propicia le ha vuelto ahora la espalda! ¡Que declare ahora a sueldo de quién está y para quién ha hecho este sucio trabajo! ¡Ha sonado la hora de la verdad!»
Incluso el fiscal adoptó una actitud severa hacia la principal testigo de cargo, diciéndole:
«¡Tenga usted mucho cuidado, Maria Caglio! No voy a decir la opinión que usted me merece, pero sí recomendarle que tenga muy presente dónde se encuentra en estos momentos antes que sea demasiado tarde. Usted puede mover la cabeza, pero puede estar segura de que nosotros no concederemos ningún crédito a sus palabras. ¡Todavía está usted a tiempo! ¡Retráctese de sus mentiras!»
Pese a tales ataques, la Caglio permanece imperturbable persistiendo en su actitud hasta el último momento:
«Nunca tuve la más mínima intención de decir algo que no fuera cierto. Lo que he declarado es la pura verdad.»

Día 2 de marzo de 1957

Esta es una fecha importante en la historia del proceso. Y no precisamente por las declaraciones hechas en este día cuanto por el cambio radical experimentado en el ambiente del proceso. Sin saber cómo el caso Montesi había dejado de ser un drama de vida o muerte para convertirse en una mascarada, objeto de la burla popular. La tragedia se había convertido en una comedia divertida por obra y gracia de un caballero de corta estatura y aspecto digno que en este día comparece ante el estrado de los testigos.
Presidente: -¿Cómo se llama usted?
Testigo: -Me llamo Orión, el mago. En la vida civil mi nombre es Ezio de Sanctis.
Presidente: -Usted ha dirigido una carta al fiscal, afirmando que los acusados Piccioni y Montagna, acompañados de Wilma Montesi y de Anna Maria Caglio, le visitaron en su consultorio de Milán en marzo de 1953. ¿Insiste usted en esta afirmación?
Testigo: -Sí, señor, pero debo corregir un pequeño detalle. Las personas que usted ha mencionado me visitaron el día 9 de abril de 1953 exactamente. (Risas y carcajadas en la sala.)
Presidente: -¿Cómo fue esa visita?
Testigo: -Tres personas, dos caballeros y una dama entraron en mi consultorio.
Presidente: -¿Dijeron sus nombres?
Testigo: -Sí, señor. Uno dijo: «Soy el marqués de San Bartolomeo»; el otro era Piero Piccioni, pero se presentó bajo el nombre de Píero Morgan; la dama era Wilma Montesi.
Fiscal: -¿Y quién era la cuarta persona?
Testigo: -Anna Maria Caglio. Ella vino más tarde, pues tuvo miedo de ser reconocida por una muchacha que había visto a la entrada.
Presidente: -¿Y quién era esa muchacha?
Testigo: -Adrianna Bisaccia.
Presidente: Está bien. Entonces estaba allí toda la sociedad.
Las mal contenidas risas del auditorio se convierten en estruendosas carcajadas. Los acusados quedan atónitos. Los mismos abogados no aciertan a pronunciar palabra alguna. Él intenta conservar la compostura fingiendo hojear un libro de leyes. Al presidente del tribunal se le caen los lentes.
Fiscal: -¿Qué le dijo a usted la Montesi?
Testigo: -Decía que tenía graves preocupaciones.
Defensor: -No es de extrañar, pues ya estaba muerta.
Fiscal: -¿Y qué otra cosa le dijo?
Testigo: -Dijo que había salido de su casa a las cinco de la tarde.
Fiscal: -Pero, ¿no está su consultorio en Milán?
Testigo: -Ciertamente. Pero la Montesi me dijo que habían venido en avión. Supongo que en un avión a reacción.
Fiscal: -¿Reconocería usted a Piccioni y a Montagna?
Testigo: -Desde luego. Están ahí sentados. (Grandes carcajadas.)
Fiscal: -¿Y cómo iba vestida la Montesi?
Testigo: -Llevaba unos zapatos negros y verdes y un abrigo de color penicilina. (Risas en la sala.)
Presidente: -¿Comprende usted que corre un gran riesgo con sus declaraciones? ¡Usted puede ser castigado por perjurio!
Testigo: -Tengo perfecto conocimiento de mi situación. Este testigo se ha presentado ante el Tribunal por amor a la verdad y a la Justicia.
El mago Orión se niega a retractarse de sus afirmaciones. A petición del fiscal se suspende la sesión y se acusa al mago de perjurio. Éste pasa ahora al banquillo de los acusados y en una breve sesión se le condena a dieciocho meses de cárcel por perjurio. El mago recibe la sentencia con una sonrisa, como si estuviera satisfecho de sí mismo.
El caso del mago Orión no fue el único a lo largo del proceso. En realidad, él no fue sino la señal que anunciaba una nueva fase en el juicio. La fase del vaudeville, del melodrama, de la comedia divertida y de la pantomima. En las semanas que siguieron parecía como si el país, cansado del drama Montesi, hubiera dado rienda suelta a su sentidos del humor provocando intencionadamente toda suerte de situaciones cómicas, aderezadas con graciosas mentiras y divertidas fábulas. La excitación de las masas busca ahora un tubo de escape, adoptando una actitud desenfadada y jocosa, bien que no totalmente desprovista de un cierto histerismo, e incluso, de una cierta locura.
Durante varias sesiones el tribunal tuvo que ocuparse de un personaje imaginario, conocido por «Juana la Roja». Al fin se puso de manifiesto que esta curiosa figura había sido producto de la febril imaginación de un cura de una aldea del Po, que se había servido para ello de unas cartas hábilmente falsificadas, en las que alternaban confesiones con aventuras propias de novelas baratas. A este respecto y contemplando el proceso en mirada retrospectiva cabe decir que las declaraciones de la Caglio con sus reiteradas alusiones a estupefacientes y orgías descubren una fuerte influencia de este género literario.
El interrogatorio del cura de aldea terminó en ruidosas carcajadas, lo cual no fue óbice para que acudieran nuevos y voluntariosos testigos. Por delante del tribunal desfilaron un segundo vidente, un superior de los jesuitas, un redactor del Osservatore Romano, órgano oficioso del Vaticano, un recluso, una prostituta, camareros, coroneles de la gendarmería, profesores, empleados de banca y peluqueros. Examinado el proceso Montesi a posteriori se diría que fueron elegidos para figurar en él una serie de tipos humanos representativos de todas y cada una de las esferas del país, bien que en esta malhadado elección, predominaron los locos y los farsantes. La proliferación de testigos alcanzó tales proporciones que los abogados se vieron obligados a llevar ficheros con los nombres de los testigos para saber, al menos, quién estaba en el estrado. En cierta ocasión compareció un tal Ceppi, de Turín. Cuando ya se encontraba en el estrado de los testigos, nadie supo decir por qué había sido citado y, ni aún, qué tenía que ver con el proceso. Entonces se preguntó a Ceppi si tenía idea de porqué se le había citado, a lo que contestó encogiéndose de hombros.
En el registro de testigos relacionadas con el proceso, que ya se había convertido en un libro de direcciones de respetable grosor, figuraba desde el primer momento un nombre que ahora alcanzará extraordinaria importancia y actualidad, convirtiéndose en el principal actor de la última escena dramática del proceso. Se trata de Giuseppe Montesi, tío de Wilma, de profesión contable y novio de una tal Mariella Spissu.

Día 28 de marzo de 1957

En el interrogatorio de rigor, el tío Giuseppe, como pronto será designado en la prensa, declara que en la tarde en que desapareció su sobrina había estado, como de costumbre, en las oficinas de la imprenta, donde prestaba sus servicios, hasta las ocho y media. Al contestar a la pregunta de cómo se había enterado de la desaparición de Wilma, incurre en algunas contradicciones. El fiscal le demuestra que sus afirmaciones no son correctas. A continuación comparece a declarar el cajista Leonelli, que trabaja en la casa donde está empleado Giuseppe, y hace una declaración sensacional:
Leonelli: -El nueve de abril, usted, señor Montesi, se marchó poco después de las cinco de la tarde. Dijo que iba a Ostia dónde tenía reservado alojamiento.
Montesi: -¡Señor presidente, pregunte, por favor, a ese hombre si tiene antecedentes penales!
Presidente: -Eso no interesa ahora. Díganos sencillamente si es cierto que el día nueve de abril usted salió de la oficina antes de la hora acostumbrada.
Fiscal: -Tenga usted presente, Montesi, que usted no es un acusado. Todo lo que queremos saber es dónde estuvo usted aquella tarde entre las seis y las nueve horas. Comprendo perfectamente que hay cosas en la vida de las que uno prefiere no hablar.
Montesi: -Seguro que yo no soy un acusado, pero insisto en mi afirmación de que me encontraba en la imprenta.
Presidente: -¿Fue usted a Ostia o no?
Montesi: -No fui a Ostia.
Fiscal: -¿A dónde fue usted entonces?
Montesi: -No lo recuerdo.
Fiscal: -En su propio interés le recomiendo que diga la verdad.
Montesi: -¡No puedo, no puedo decirla!
Al decir esto, Montesi es presa de gran excitación. Se interrumpe la vista de la causa y el presidente del tribunal ordena se desaloje la sala. No obstante, la declaración que ahora hace Montesi a puerta cerrada, será conocida cinco minutos más tarde por toda la prensa de la ciudad que, aquella misma tarde, la hará pública en ediciones especiales, dando a conocer sus más nimios detalles. Con ella ha salido a la luz una oscura y sucia historia de las más ínfimas esferas de la pequeña burguesía romana. Giuseppe Montesi sostiene desde hace años relaciones íntimas con la hermana de su novia y de ellas ha nacido un hijo. Giuseppe Montesi jura ahora que aquella tarde estuvo con su amante, Rosanna Spissu, y que no había querido decir nada de ello para mantener en secreto sus relaciones. Rosanna, su amante y futura esposa confirmará después esta declaración, dando de este modo la coartada de Giuseppe Montesi.
Pero al cabo de pocos días el semanario L’Espresso publica la siguiente carta abierta:
«Distinguido señor Montesi:
»Es ahora su deber presentarse ante el Tribunal y decir la verdad, toda la verdad, que hasta hoy ha callado, pero que yo conozco desde hace tres años. Cuando, hace ya un mes, a resultas de la declaración de Leonelli usted me preguntó si yo había cambiado de opinión. o sea, si continuaba considerándole, culpable, le conteste: no. Y para que usted comprenda lo que significa «no», debo decirle que si ayer tenía sólidos motivos para fundamentar mi opinión, hoy estoy completamente seguro.
»Ha llegado el momento, señor Montesi, de confesarlo todo. Desde hace años su sobrina Wanda tiene una grave sospecha que hoy comparte toda la familia. No confíe en su coartada en la confianza de que el caso será liquidado como suicidio o accidente. Usted sabe, mejor que yo, que no hubo suicidio y ni accidente. Usted no teme a la Justicia sino a su hermano, el padre de Wilma. Teme su cólera y su venganza. Pero ahora debe mostrar su valor y confesar que en la tarde del 9 de abril no llamó por teléfono a su amante Rosanna. Todo el mundo conocía sus relaciones con la hermana de su prometida. No eran ningún secreto. Aquella tardé no llamó usted a Rosanna sino a su sobrina Wanda, se encontró con ella y luego marcharon juntos a Ostia. Lo que después pasó sólo usted lo sabe. ¡Vaya usted a ver a los jueces y confiésese todo!
Firmado: FABRIZIO MENGHINI.»

Día 10 de abrir de 1957

En la sesión que sigue a esta carta el tío Giuseppe se enreda más y más en contradicciones. Las horas indicadas por él no coinciden con las que indica su amante. Se llega a demostrar que había invitado en varias ocasiones a su sobrina para dar paseos en coche. La pregunta es ahora, ¿por qué Giuseppe Montesi había defendido durante años una coartada falsa, cuando todo la familia Montesi y otras muchas personas sabían perfectamente de sus relaciones con Rosanna? ¿A quién quería encubrir si no era a sí mismo?
Fiscal: -Debe usted admitir que entre sus declaraciones y las de la testigo Rosanna Spissu existen evidentes contradicciones. Tampoco ahora dice usted la verdad. Tal vez exista una tercera verdad que posiblemente tampoco tenga que ver con la desaparición de su sobrina, pero lo que sí podemos afirmar con toda seguridad es que usted sigue sin decirnos la verdad,
Montesi: -¡Pero si estoy diciendo la verdad! ¿Qué quieren ustedes de mí? ¡Nunca se me había interrogado de esta forma! ¡Durante cuatro años he estado guardando mi secreto y – gritando de repente – ahora de un golpe he destruido y sacrificado todo lo que más quería: mi novia, mi hijo y la madre de mi hijo! ¡He dicho toda la verdad!
Fiscal: -No es cierto. Usted continúa mintiendo. Tiene usted miedo, Giuseppe Montesi. Usted invitó a su sobrina a dar un paseo en coche.
Montesi: -Eso no es cierto.
Fiscal: -Usted la invitó.
Montesi: -¡No es verdad! ¡Yo no la invité! Fue su madre quien me dijo: «Giuseppe, las chicas son jóvenes, ¿por qué no las llevas alguna vez de paseo en el coche?» ¡Fue su madre quien lo sugirió! ¡Yo no invité a Wilma!
Fiscal: -Por última vez, ¿qué hizo usted en la tarde del 9 de abril de 1953?
Montesi, gritando con todas sus fuerzas: -¡No puedo más! ¡Le repito que yo no sé nada! ¡No sé nada de la muerte de Wilma! ¡Quizá lo sepa su padre o su madre, pero yo no!
La endeble coartada de Giuseppe recibe un rudo golpe en el transcurso de los próximos días. El matrimonio Piastra se presenta a declarar. Dicen haber encontrado a Rosanna Spissu el día 9 de abril de 1953, entre las seis y las siete de la tarde, en la estación Termini de Roma. Un billete de ferrocarril demuestra que efectivamente el matrimonio Piastra estuvo aquella tarde en la estación. Si su declaración es correcta, Giuseppe no pudo haber estado con Rosanna a aquella hora y su falsa coartada quedará al descubierto al mismo tiempo que el perjurio de su amante.
Presidente: -Rosanna niega haber estado aquella tarde en la estación. ¿Están ustedes completamente seguros de haberla encontrado allí?
Piastra: -Segurísimos.
Fiscal: -¿Están ustedes dispuestos a ser confrontados con la testigo Rosanna Spissu?
Piastra: -Sí es necesario, sí.
Fiscal: -Rosanna Spissu, usted ha mantenido siempre cordiales relaciones con la familia Piastra ¿no es cierto? Ustedes han salido juntos en repetidas ocasiones y no existe motivo para pensar que la familia Piastra le tenga animosidad o mala disposición, ¿no es verdad?
Rosanna: -Siempre nos hemos llevado muy bien.
Fiscal: -Entonces, ¿por qué habrían de mentirlos Piastra?
Rosanna: -Eso no lo sé. Pero yo no estuve en la estación, sino con Giuseppe. Señora Piastra, por favor, trate de recordarlo. Yo no la encontré aquel día en la estación. ¿Por qué me hace usted este daño? ¿Por qué quiere usted destruir mi vida? ¿Qué le he hecho yo a usted?
Piastra: -Lo siento muchísimo, pero yo no puedo decir otra cosa. Nosotros la encontramos a usted en la estación.
Rosanna: -Por favor, piénselo bien. No puede ser como usted dice.
Piastra: -Yo no puedo hacer absolutamente nada, pero es tal como he dicho. Estoy completamente segura de que era aquel día. El billete es una prueba de ello.
Rosanna: -¡Yo no estaba allí! ¡No es verdad! ¡Piénselo de nuevo, por favor! ¡Usted está arruinando mi vida!
Piastra: -¡Haga el favor de no hablarme así! ¡No es culpa mía! ¡Quiero irme a casa! ¡Mi niño me está esperando!
Rosanna: -¡Yo también tengo un niño! ¡Dios mío! ¿Por qué me hace usted una cosa así?
Finalmente se concede nuevamente la palabra a Giuseppe Montesi quien dice:
-Señor presidente, dígame, por favor, qué es lo que debo hacer. O sacrifico a la madre de mi hijo o tengo que inventarme alguna historia. Ella se ve ahora en dificultades y aún perseguida por haber dicho la verdad. ¡Esto es monstruoso! ¡Este dilema me atormenta desde ayer!
Fiscal: -¡Le atormenta desde hace años, Montesi! ¡Confiéselo de una vez!
En estos momentos es interrogado el periodista que escribió la carta abierta a Giuseppe. Después de ser confrontado con éste declara:
Menghini: -El día del entierro, cuando abrieron el féretro, se negó usted a mirar el cadáver. Usted fumaba un cigarrillo tras otro y los lamentos de la madre le desgarraban el alma. Después del entierro vino usted conmigo en el coche. ¿Recuerda usted lo que le dijimos mi colega y yo? Nosotros le dijimos a la cara que usted había asesinado a su sobrina. ¡Giuseppe Montesi, míreme bien a la cara! ¡Usted dijo que mantenía relaciones con su sobrina!
Montesi: -¿Qué quiero usted decir con esto?
Menghini: -En la vida de Wilma había un hombre. Y en aquella ocasión le dije a usted: «¡Usted es ese hombre!»
Montesi: -¡Miente! ¡Eso es una mentira monstruosa!
Fiscal: -Señor presidente. Soy de la opinión que este proceso ha llegado a un punto crucial. Se ha demostrado que las dos coartadas presentadas por Giuseppe Montesi eran totalmente falsas. Propongo, por tanto, que las actas de este proceso sean puestas a disposición de esta Fiscalía para examinar si hay materia suficiente para formular una acusación contra Giuseppe Montesi.
Con ello el proceso había alcanzado su última fase. Nadie había vuelto a hablar de las acusaciones contra Piccioni, Montagna y Polito. Tampoco las pruebas recogidas contra Giuseppe Montesi sirvieron de ayuda. En cualquier caso, no se llegó a abrir expediente contra él.
Las últimas sesiones del proceso se vieron animadas con la presencia de una nueva figura cómica. Esta vez se trataba de un recluso, llamado Simola, posiblemente la figura más simpática de cuantas intervinieron en el proceso. Había sido condenado a una pequeña pena de cárcel poco antes de que se iniciara la vista de la causa. Bien fuera para combatir el aburrimiento, bien fuera por el deseo de disfrutar, aun brevemente, de un poco de aire fresco, lo cierto es que se ofreció voluntariamente para prestar declaración.
Su divertida historia se refería principalmente a paquetitos de cocaína que le eran entregados por Montagna y luego él repartía por los burdeles de la ciudad. Simola había preparado cuidadosamente su historieta, adornándola con gran lujo de divertidos detalles, que él declamaba con aire de buen comediante. Para acudir ante el Tribunal, Simola había encargado un elegante uniforme de presidiario, que le hizo, si no famoso, sí muy popular en toda Italia. Él sabía perfectamente que no le podía pasar nada, pues en Italia si un testigo se retracta de sus declaraciones – aún de aquellas que haya hecho bajo juramento – antes de que se dicte sentencia, no puede ser perseguido judicialmente. Y esto es lo que hizo Simola en la última sesión, poco antes de que se dictara sentencia, no sin antes dejarse amonestar severamente por el fiscal.
Fiscal: -Me parece que ya está bien, Simola. Esto es ya demasiado.
Simola: -Perdone el señor fiscal. No me he dado cuenta.
Fiscal: -Bien, termine usted de una vez.
Simola: -¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Que me da un ataque! ¡Que me desmayo!
Presidente: -¡Déjese de comedias!
Simola: -Digo la pura verdad. Siempre he creído en la inocencia del doctor, señor Piccioni. ¿Qué ha descubierto el Tribunal? ¡Pues que el doctor Piccioni es inocente!
Presidente: -¿Qué entiende usted de todo esto?
Fiscal: -¿Por qué no deja de contamos mentiras y más mentiras?
Simola: -Está bien. Si el Alto Tribunal dice que son mentiras, pues entonces son mentiras. No hay nada más que decir. Basta. No tengo nada más que declarar. Me rindo.
Y los dos ángeles custodios del pobre pero simpático Simola le colocaron de nuevo las esposas y le condujeron amorosamente a su celda.

Día 21 de mayo de 1957

El fiscal propone en su último discurso la absolución para Piero Piccioni, por cuanto no ha podido encontrarse ni la más mínima prueba contra él. Pide asimismo se declare oficialmente que Wilma Montesi no murió por accidente sino que fue asesinada por mano desconocida. Propone la absolución para Montagna y Polito toda vez, que absuelto Piccioni, no pueden ser considerados como cómplices.

Día 28 de mayo de 1957

Los abogados defensores han concluido sus discursos. El Tribunal se retira a deliberar. El consejo dura siete horas y media. A las doce y media de la noche es leída la sentencia en una sala abarrotada de público: Absolución para Piccioni, Montagna y Polito, por falta de pruebas. La lectura de la sentencia ha durado escasamente dos minutos y medio. El «proceso del siglo» ha tocado a su fin.
En el instante mismo en que fue leída la sentencia, el «proceso del siglo» se pierde en mil cauces sinuosos, que, a su vez, se diluyen en montañas de polvorientas actas. En los años que le siguieron los calendarios de los juzgados aparecerán acaparados por los nombres de aquellas personas que intervinieron en él. Querellas y reconvenciones por calumnia o injuria, sumarios por perjurio, por negativa a prestar a testimonio o declaración, peticiones de indemnización por daños y perjuicios, decretos, conciliaciones, contradecretos, objeciones, reclamaciones, informes, revisiones y disposiciones, en resumen, todo lo que corresponde a una pequeña pero encarnizada guerra, que durará años y de la que solo los abogados estarán informados. Todavía hoy día los nombres de la Caglio y de la familia Montesi aparecen esporádicamente en las columnas de algún periódico y posiblemente aun deberán transcurrir unos cuantos decenios antes que las actas sean archivadas definitivamente.
No fue posible formular reclamación, o protesta alguna contra la sentencia. Habían enmudecido las voces condenatorias de los «colpevolisti», convencidas de la culpabilidad de los acusados y cuyo criterio se impuso rotundamente allá por el tiempo del proceso contra Mutto. Los hechos hablaban un lenguaje claro y elocuente. El principal encartado, Piccioni, disponía de una coartada a toda prueba.
Por otra parte, no compareció ni un testigo que demostrara que Piccioni hubiera conocido a Wilma Montesi. Como tampoco testigo alguno pudo demostrar que Wilma Montesi hubiera estado en Capocotta. La acusación de que el marqués había intentado amañar las investigaciones llevadas a cabo por la Policía era la pobre venganza de una mujer herida en su amor propio, sicópata y mentirosa. No pudo encontrarse ni un gramo de cocaína ni de otra droga en que fundamentar la acusación formulada en este sentido.
Una vez conocida la sentencia, es posible que algún observador se haya preguntado – o se pregunte – cómo y por qué tuvo lugar un proceso semejante. ¿Cómo fue posible aquel inmenso alud de rumores, de mentiras, de perjurios? ¿Quién lo había puesto en movimiento? ¿Quién estaba detrás de la Caglio? Estas interrogantes continúan aún hoy en día sin haber encontrado respuesta contundente. Se dijo, entre otras cosas, que políticos sin conciencia habían intentado aprovecharse del escándalo para sus propios fines, utilizando el proceso como palanca para decidir a su favor la lucha dentro del partido gubernamental.
No faltan tampoco quienes aseguren que fueron los fascistas quienes atizaron el conflicto. También se habló de Fanfani y de los comunistas. Pero nadie dispone de pruebas con que defender y argumentar esta o aquella teoría. Y posiblemente este gran proceso pasará a la historia sin que la humanidad llegue a conocer la causa última que lo provocó. Una cosa ha quedado patente, rumores no son pruebas. De ello debió tener pleno conocimiento la autoridad fiscal. ¿Cómo fue posible, entonces, que un fiscal del Estado, a la vista de tan pobres argumentos, levantara acta de acusación contra personas como el hijo de un ministro y el jefe de policía de Roma? Esta pregunta es fácil de responder. Cuando Piero Piccioni fue detenido, Italia se encontraba al borde de una guerra civil. La presión de la opinión pública era arrolladora. ¿Pero cómo puede explicarse que aquella presión popular alcanzara tales proporciones?
Precisamente esta pregunta nos conduce a la verdadera clave de este proceso, preñado de mentiras. El pueblo italiano creyó ciegamente cada palabra de Anna Maria Caglio, precisamente porque la mitómana «Juana de Arco», «la heroína del siglo», acusaba de asesinato al hijo de un ministro. En aquellos momentos Italia estaba dispuesta a escuchar y a creer cualquier palabra dirigida contra su clase dirigente.
La vieja balada de la doncella ahogada rimaba perfectamente con la imagen popular de orgías, drogas y negocios de millones en el marco de aquella mascarada del despotismo que pesaba sobre el pueblo italiano. Y este despotismo no era trivial invención sino patética realidad. El llamado «sottogoverno» era una especie de Gobierno dentro del Gobierno mismo. Un Gobierno contra los intereses del pueblo, una fuerza invisible, una especie de Mafia legalizada, una macabra parodia del Estado, que no era sino órgano nominal y ejecutivo de quienes lo controlaban desde la penumbra. De ahí la constante enemiga entre pueblo y Estado, la profunda división existente, la desconfianza, el odio incluso, que esperaba el más nimio incidente para manifestarse en toda su violencia.
Especialmente en Ugo Montagna creyó ver el pueblo la personificación del «sottogoverno». Y en verdad que el turbio Caballero del Santo Sepulcro, el siciliano de la sonrisa a lo De Sica, el personaje que supo mantenerse siempre a salvo, invulnerable, siempre a flote – mandasen los fascistas o los alemanes de la ocupación, los americanos de la liberación o los clericales – era un representante genuino de aquella sonriente pero criminal clase explotadora a la cual estaba sometida Italia desde tiempo inmemorial. Sus instrumentos no son el opio ni el revólver. Son la especulación de terrenos, la defraudación en los impuestos, el soborno y el nepotismo.
La doncella ahogada no fue sino el incidente largo tiempo esperado para un ajuste de cuentas con aquella clase dirigente cuyos representantes eran ahora los acusados en el proceso.
¿Eran culpable o inocentes? Desde el punto de vista jurídico, sin duda alguna inocentes. Culpables eran sólo por hecho de pertenecer a aquella clase contra la que todo el pueblo italiano rugía. Y contra esta acusación no es posible absolución alguna. A pesar de sus errores, de sus mentiras, del aspecto de farsa y melodrama que adquirió en muchas de sus fases, a pesar de sus oscuridades y rarezas, al caso Montesi le corresponde por derecho propio el título de «proceso del siglo». En él el pueblo italiano pudo contemplar la cara de sus verdugos a los que sentenció sin piedad. A ninguno de los inculpados se le tocó un solo cabello; todos salieron sonrientes de la sala del juicio para reanudar sus vidas. Algunos se han retirado a sus fincas en el campo, otros han vuelto a sus negocios. Wilma Montesi, la hija del ebanista de Roma, había sucumbido en las turbias aguas de la playa de Ostia.
Cómo murió realmente es pregunta que sólo su asesino podría contestar.

CASO WILMA MONTESI

  • Clasificación: Crimen sin resolver
  • Características: El periodista italiano Silvano Mutto reveló en 1953 que algunas personalidades relevantes de la sociedad romana estaban implicadas en el suceso
  • Número de víctimas: 1
  • Fecha del crimen: 9 de abril de 1953
  • Perfil de la víctima: Wilma Montesi, mujer italiana de 21 años
  • Método del crimen: Desconocido
  • Lugar: Vainaca, Italia
  • Estado: Piero Piccioni, hijo del Ministro de Asuntos Exteriores Attilio Piccioni; Ugo Montagna, marqués de San Bartolomé y Caballero del Santo Sepulcro; y Saverio Polito, jefe de la policía de Roma, fueron absueltos por falta de pruebas el 28 de mayo de 1957

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