INTRODUCCIÓN
Se ha dicho a menudo que una de las características del mundo moderno es la desaparición de cualquier rito de iniciación significativo. Las iniciaciones significativas, de capital importancia en las sociedades tradicionales, son prácticamente inexistentes en el mundo moderno occidental. Sin duda, las diversas comuniones cristianas conservan, en varios grados, vestigios de un misterio que es iniciático en su estructura. El bautismo es, en esencia, un rito iniciático; la ordenación en el sacerdocio incluye una iniciación. Pero no debemos olvidar que el cristianismo triunfó en el mundo y se convirtió en una religión universal sólo porque se desapegó del clima de los misterios grecoorientales y se autoproclamó una religión de salvación accesible para todos.
También debemos preguntarnos si el mundo moderno como tal todavía puede ser llamado cristiano. Si el “hombre moderno” existe en realidad, es en tanto en cuanto rechaza reconocerse a sí mismo utilizando términos familiares a la perspectiva cristiana acerca del hombre o, como lo expresan los académicos europeos, en términos de “antropología” cristiana. La originalidad del hombre moderno, su novedad en comparación con las sociedades tradicionales, radica precisamente en su determinación a considerarse a sí mismo como un ser puramente histórico, en su deseo de vivir en un cosmos básicamente desacralizado. Hasta qué extremo puede el hombre moderno triunfar al llevar a cabo su ideal es otro problema. Pero el hecho es que este ideal ya no tiene nada en común con el mensaje cristiano, y que es totalmente ajeno a la imagen que de sí mismo tiene el hombre de las sociedades tradicionales.
El hombre de las sociedades tradicionales llega a conocer y a asumir esta imagen a través del rito iniciático o de paso. Obviamente, existen numerosos tipos e incontables variantes iniciáticas, que corresponden a las diferentes estructuras sociales y horizontes culturales. Pero el hecho importante es que todas las sociedades premodernas (es decir, aquellas que perduraron en Europa occidental hasta el fin de la Edad Media, y en el resto del mundo hasta la Primera Guerra Mundial) otorgan una importancia fundamental a la ideología y las técnicas de la iniciación.
El término iniciación, en el sentido más amplio, denota un cuerpo de ritos y enseñanzas orales cuyo propósito es producir una alteración decisiva en la situación religiosa y social de la persona iniciada. En términos filosóficos, la iniciación es el equivalente a un cambio básico en la condición existencial; el novicio emerge de su dura experiencia dotado con un ser totalmente diferente del que poseía antes de su iniciación; se ha convertido en otro . Entre las diversas categorías de iniciación, la de la pubertad es particularmente importante para poder comprender al hombre premoderno. Esos “ritos de paso” [1] son obligatorios para todos los jóvenes de la tribu. Para ganarse el derecho a ser admitido entre los adultos, el adolescente deberá pasar a través de una serie de ordalías iniciáticas. Gracias a esos ritos, y a las revelaciones que comportan, será reconocido como un miembro responsable de la sociedad. La iniciación introduce al candidato en la comunidad humana y en un mundo de valores espirituales y culturales. No sólo aprende las pautas de conducta, las técnicas y las instituciones de los adultos, sino que también tiene acceso a los mitos y tradiciones sagradas de la tribu, a los nombres y la historia de sus obras. Por encima de todo, aprende las relaciones místicas entre la tribu y los seres sobrenaturales, tal y como fueron establecidas al principio de los tiempos.
Toda sociedad primitiva posee un cuerpo consistente de tradiciones míticas, una “concepción del mundo”. Y esta concepción es la que le es gradualmente revelada al novicio en el transcurso de su iniciación. Lo que comporta no es una simple instrucción en el sentido moderno de la palabra. A fin de ser digno de las sagradas enseñanzas, el novicio debe ser primero preparado espiritualmente. Porque lo que aprende concerniente al mundo y a la vida humana no constituye un conocimiento en el sentido moderno del término, una información objetiva y dividida en secciones, sujeta a correcciones y añadidos indefinidos. El mundo es la obra de los seres sobrenaturales, una obra divina y por tanto sagrada en su misma estructura. El hombre vive en un universo que no sólo es de origen sobrenatural, sino que también lo es en sus formas, a veces incluso en su sustancia. El mundo tiene una “historia”: primero, su creación por los seres sobrenaturales; luego, todo lo que sucedió después de eso, la llegada del héroe civilizador o del antepasado mítico, de sus actividades culturales, de sus aventuras demiúrgicas, y finalmente, su desaparición.
Esta “historia sagrada” —mitología— es ejemplar, paradigmática: no sólo relata cómo sucedieron las cosas; también sienta las bases para todos los comportamientos humanos y todas las instituciones sociales y culturales. A partir del hecho de que el hombre fue creado y civilizado por seres sobrenaturales, se desprende que la suma de su comportamiento y actividades pertenece a la historia sagrada; y esta historia debe ser cuidadosamente preservada y transmitida intacta a las generaciones venideras. Básicamente, el hombre es lo que es porque, en los albores del tiempo, le sucedieron ciertas cosas, los hechos narrados por los mitos. Al igual que el hombre moderno se autoproclama un ser histórico, constituido por toda la historia de la humanidad, el hombre de las sociedades arcaicas se considera el producto final de una historia mítica, es decir, de una serie de acontecimientos que tuvieron lugar in illo tempore , al principio de los tiempos. Pero mientras el hombre moderno considera la historia que le precede como una obra puramente humana y, de forma más específica, cree que cuenta con el poder para continuar y perfeccionarla de forma indefinida, para el hombre de las sociedades tradicionales todo lo significativo —es decir, todo lo creativo y poderoso— que siempre ha sucedido ha tenido lugar al principio , en la época de los mitos.
En cierto sentido casi podría decirse que el hombre de las sociedades arcaicas está “cerrado”; que se ha agotado a sí mismo en los escasos y asombrosos sucesos del principio. Al revelar los diversos sistemas de pesca submarina a los polinesios al principio de los tiempos, el héroe mítico agotó de un plumazo todas las formas posibles de realizar esa actividad. Desde entonces, siempre que salen a pescar, los polinesios repiten el gesto ejemplar del héroe mítico, es decir: imitan un modelo más allá del puramente humano.
Pero, considerada como es debido, esta historia preservada en los mitos está agotada sólo en apariencia. Si el hombre de las sociedades primitivas se ha contentado con imitar para siempre los escasos gestos ejemplares revelados por los mitos, no existiría explicación para las incontables innovaciones que ha aceptado a lo largo del transcurso del tiempo. Las sociedades primitivas absolutamente cerradas no existen. No sabemos de ninguna que no haya tomado prestados algunos elementos culturales del exterior; ninguna que, como resultado de esos préstamos, no haya cambiado al menos algunos aspectos de sus instituciones; ninguna que, en pocas palabras, no haya tenido historia. Pero, en contraste con la sociedad moderna, la sociedades primitivas han aceptado todas las innovaciones como “revelaciones”, y por ello como de origen sobrenatural. Los objetos o armas que fueron tomados prestados, las pautas de comportamiento e instituciones que fueron imitadas, los mitos o creencias que se asimilaron, se consideraban cargados de poder mágico-religioso; fue precisamente por esta razón por la que fueron identificados y por la que se realizó el esfuerzo de adquirirlos. Pero eso no es todo. Esos elementos fueron adoptados porque se creyó que los antepasados recibieron las primeras revelaciones culturales de seres sobrenaturales. Y como las sociedades tradicionales carecen de memoria histórica en el sentido estricto, sólo fueron necesarias unas pocas generaciones, en ocasiones incluso menos, para que la reciente innovación fuera investida con todo el prestigio de las revelaciones primordiales.
En un análisis final podríamos decir que, aunque están “abiertas” a la historia, las sociedades tradicionales tienden a proyectar toda nueva adquisición en el tiempo primordial, a resumir todos los acontecimientos en el mismo horizonte intemporal de los míticos inicios. Las sociedades primitivas también son cambiadas por su historia, aunque en ocasiones sólo en un grado muy pequeño; pero lo que las diferencia de manera radical respecto a la sociedad moderna es la ausencia en ellas de conciencia histórica. En realidad, esa ausencia es inevitable, a la vista de la concepción del tiempo y de la antropología características de toda la humanidad prejudaica.
A ese conocimiento tradicional es al que tienen acceso los novicios. Reciben instrucción prolongada de sus maestros, presencian ceremonias secretas, pasan por una serie de terribles pruebas u ordalías. Y son precisamente esas ordalías las que constituyen la experiencia religiosa de la iniciación, el encuentro con lo sagrado. La mayoría de los calvarios iniciáticos implican, de forma más o menos clara, una muerte ritual seguida de la resurrección de un renacimiento. El momento central de toda iniciación está representado en la ceremonia que simboliza la muerte del novicio y su retorno a la compañía de los vivos. Pero regresa a la vida como un hombre nuevo, asumiendo otro modo de ser. La muerte iniciática significa el fin inmediato de la infancia, de la ignorancia y de la condición profana.
Para el pensamiento arcaico, nada expresa mejor la idea de un final, de la consumación de todo, que la muerte, como nada expresa mejor la idea de creación, de hacer, construir, erigir, que la cosmogonía. El mito cosmogónico sirve como paradigma, como modelo ejemplar, para todo tipo de elaboración. Nada asegura más el éxito de cualquier creación (una aldea, una casa, un hijo) que el hecho de copiarlo siguiendo el modelo de la mayor de todas las creaciones, la cosmogonía. Y eso no es todo. Como a los ojos de los primitivos, la cosmogonía representaba sobre todo la manifestación del poder creativo de los dioses, y por tanto una prodigiosa irrupción de lo sagrado, se reitera de forma periódica a fin de regenerar el mundo y la sociedad humana. Porque la repetición simbólica de la creación implica una reactualización del suceso primigenio, y por consiguiente, de la presencia de los dioses y sus energías creativas. El regreso al comienzo encuentra su expresión en una reactivación de las fuerzas sagradas que se manifestaron en la primera ocasión. Si se restaura el mundo al estado en que se encontraba en el momento en que nació, y si son reproducidos los gestos realizados por primera vez por los dioses al principio, la sociedad y todo el cosmos se convierten en lo que fueron: puros, poderosos, eficaces, y con todas las posibilidades intactas.
Cada repetición ritual de la cosmogonía viene precedida por una regresión simbólica al caos. A fin de ser creado de nuevo, el viejo mundo debe ser primero aniquilado. Los diversos ritos llevados a cabo en relación con el Año Nuevo pueden clasificarse en dos categorías principales: 1) los que significan un regreso al caos (por ejemplo, apagar hogueras, expulsar el “mal” y los pecados, la inversión del comportamiento habitual, las orgías, el retorno de los muertos); y 2) los que simbolizan la cosmogonía (por ejemplo, alumbrar nuevas hogueras, la marcha de los muertos, la repetición de los actos utilizados por los dioses para crear el mundo, la predicción solemne del tiempo para el año
venidero). En el escenario de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde al regreso temporal al caos. Es la expresión paradigmática del final de un modo de ser : el modo de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil. La muerte iniciática proporciona una página en blanco sobre la que escribir las sucesivas revelaciones cuyo fin es la formación de un hombre nuevo. Más tarde describiremos las diferentes modalidades de nacimiento a una vida nueva y espiritual. Pero ahora debemos señalar que esta nueva vida es concebida como la auténtica existencia humana, porque está abierta a los valores del espíritu. Lo que se entiende bajo el término genérico de “cultura”, comprendiendo todos los valores del espíritu, sólo es accesible para aquellos que han sido iniciados. Por ello, la participación en la vida espiritual se hace posible a través de las experiencias religiosas que son liberadas durante la iniciación.
Todos los ritos de renacimiento o resurrección, y los símbolos que implican, indican que el novicio ha alcanzado otro modo de existencia, inaccesible para quienes no han pasado por los calvarios inciáticos, para los que no han probado la muerte. Debemos señalar esta característica de la mentalidad arcaica: la creencia de que un estado no puede cambiar sin necesidad de ser aniquilado primero, y en el ejemplo presente eso significa que el niño muere en la niñez. Es imposible exagerar la importancia de esta obsesión con los comienzos, que, en resumen, es la obsesión con el principio absoluto, la cosmogonía. Para poder hacer bien una cosa, debe ser hecha como la primera vez . Pero la primera vez, esa cosa —esta clase de objetos, este animal, este comportamiento en particular— no existía; cuando, al principio, este objeto, animal, o institución, vieron la luz, fue como si apareciese de la nada mediante el poder de los dioses.
La muerte iniciática es indispensable para el inicio de la vida espiritual. Su función debe entenderse en relación a lo que prepara: el nacimiento a un modo de ser más elevado. Como veremos más adelante, la muerte iniciática suele aparecer simbolizada, por ejemplo, por la oscuridad, por la noche cósmica, por la matriz telúrica, la cabaña, el vientre de un monstruo. Todas esas imágenes expresan regresión a un estado preformal, a un modo de ser latente (complementario respecto al caso precosmogónico), en lugar de una total aniquilización (en el sentido en que, por ejemplo, un miembro de las sociedades modernas concibe la muerte). Estas imágenes y símbolos de la muerte ritual están relacionadas de forma inseparable con la germinación, con la embriología; ya señalan una nueva vida en preparación. Obviamente, como veremos más adelante, también existen otras valoraciones de la muerte iniciática, por ejemplo: unirse a la compañía de los muertos y de los antepasados. Pero aquí también podemos distinguir el mismo simbolismo del principio: el principio de la vida espiritual hecho posible, en este caso, por el encuentro con los espíritus.
Así pues, para el pensamiento arcaico, el hombre es hecho ; no se hace a sí mismo por sí mismo. Los que le hacen son los viejos iniciados, los maestros espirituales. Pero estos maestros aplican lo que les fue revelado al principio de los tiempos por los seres sobrenaturales. Sólo son los representantes de esos seres; en realidad, en muchos casos los encarnan. Eso es tanto como decir que a fin de convertirse en un hombre, es necesario parecerse a un modelo mítico. El hombre se reconoce a sí mismo como tal (es decir, como hombre) hasta el punto en el que deja de ser un “hombre natural”, en el que es convertido por segunda vez, obedeciendo a un canon paradigmático y transhumano. El nuevo nacimiento iniciático no es natural, aunque a veces viene expresado en símbolos ostétricos. Este nacimiento requiere de ritos instituidos por los seres sobrenaturales; por ello se trata de una obra divina, creada por el poder y la voluntad de dichos seres; pertenece no a la naturaleza (en el sentido moderno o secularizado del término), sino a la historia sagrada. El segundo nacimiento iniciático no es una repetición del primer nacimiento biológico. Para poder alcanzar el modo de vida iniciático hay que conocer realidades que no forman parte de la naturaleza sino de la biografía de los seres sobrenaturales, y de ahí arranca la historia sagrada preservada en los mitos.
Incluso cuando éstos parecen estar tratando únicamente acerca de fenómenos naturales —como el curso del sol, por ejemplo—, los mitos hacen referencia a una realidad que ya no es la realidad de la naturaleza tal y como el hombre moderno la concibe hoy en día. Porque para el primitivo, la naturaleza no es simplemente natural; es también, y al mismo tiempo, sobrenatural, es decir, la manifestación de fuerzas sagradas y encarnación de realidades trascendentes. Conocer los mitos no es (como se creía en el siglo pasado) hacerse consciente de la regularidad de ciertos fenómenos cósmicos (el curso solar, el ciclo lunar, el ritmo de la vegetación, y otros semejantes); es, en primer lugar, conocer lo que ha sucedido en el mundo, lo que realmente ha sucedido, lo que los dioses y los héroes civilizadores hicieron , sus obras o trabajos, aventuras y dramas. Es conocer una historia divina, que no obstante sigue siendo una “historia”, es decir, una serie de acontecimientos imprevisibles, aunque consistentes y significativos.
En términos modernos podríamos decir que la iniciación pone punto y final al hombre natural e introduce al novicio en la cultura. Pero para las sociedades arcaicas, la cultura no es un producto humano, pues su origen es sobrenatural. Y eso no es todo. Es a través de la cultura como el hombre restablece contacto con el mundo de los dioses y otros seres sobrenaturales y participa en sus energías creativas. El mundo de los seres sobrenaturales es el mundo en el que las cosassuceden por primera vez: el mundo en el que empezaron a existir el primer árbol y el primer animal; en el que un acto —que a partir de entonces ha sido religiosamente repetido— fue realizado por vez primera (caminar adoptando una postura determinada, desenterrar un tubérculo específico, ir de caza durante una fase lunar determinada); en el que los dioses o los héroes, por ejemplo, tienen tal y cual encuentro, sufren tal y cual contratiempo, pronuncian una palabras en particular, proclaman unas normas específicas. Los mitos nos llevan a un mundo que no podemos describir únicamente como “narrado”, porque consiste en la historia de actos realizados libremente, de decisiones imprevistas, de transformaciones fabulosas, y de otras cosas por el estilo. Es, en pocas palabras, la historia de todo lo significativo que ha sucedido desde la creación del mundo, de todos los acontecimientos que han contribuido a hacer del hombre lo que es en la actualidad. El novicio, al que la iniciación introduce a las tradiciones mitológicas de la tribu, es introducido a la historia sagrada del mundo y de la humanidad. Esa es la razón por la que la iniciación resulta tan importante para un conocimiento del hombre premoderno. Revela la seriedad casi pasmosa con la que el hombre de las sociedades arcaicas asumía la responsabilidad de recibir y transmitir valores espirituales.
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