Potemkin
Se cuenta que Potemkin sufría de depresiones que se repetían de forma más o menos regular, y durante las cuales nadie podía acercársele; el acceso a su habitación estaba rigurosamente vedado. En la Corte esta afección jamás se mencionaba, sabido como era, que toda alusión al tema acarreaba la pérdida del favor de la emperatriz Catalina. Una de estas depresiones del canciller tuvo una duración particularmente prolongada y causó graves inconvenientes. Las actas se apilaban en los registros y la resolución de estos asuntos, imposible sin la firma de Potemkin, exigieron la atención de la Zarina misma. Los altos funcionarios no veían remedio a la situación. Fue entonces que Shuwalkin, un pequeño e insignificante asistente, coincidió en la antesala del palacio de la cancillería con los consejeros de estado que, como ya era habitual, intercambiaban gemidos y quejas. «¿Qué acontece? ¿Qué puedo hacer para asistiros, Excelencias?» preguntó el servicial Shuwalkin. Se le explicó lo sucedido y se lamentaron por no estar en condiciones de requerir sus servicios. «Si es así, Señorías», respondió Shuwalkin, «confiadme las actas, os lo ruego». Los consejeros de estado, que no tenían nada que perder, se dejaron convencer y Shuwalkin, el paquete de actas bajo el brazo, se lanzó a lo largo de corredores y galerías hasta llegar ante los aposentos de Potemkin. Sin golpear y sin dudarlo siquiera, accionó el pestillo y descubrió que la puerta no estaba cerrada con llave. Al penetrar vio a Potemkin sentado sobre la cama entre tinieblas, envuelto en una raída bata de cama y comiéndose las uñas. Shuwalkin se dirigió al escritorio, cargó una pluma y sin perder tiempo la puso en la mano de Potemkin mientras colocaba una primera acta sobre su regazo. Potemkin, como dormido y después de echar un vistazo ausente sobre el intruso, estampó la firma, y luego otra sobre el próximo documento, y otra... Cuando todas las actas fueron así atendidas, Shuwalkin cerró el portafolio, lo echó bajo el brazo y salió sin más, tal como había venido. Con las actas en bandolera hizo su entrada triunfal en la antesala. Los consejeros de estado se abalanzaron sobre él, le arrancaron los papeles de las manos y se inclinaron sobre ellos con la respiración en vilo. Nadie habló; el grupo se quedó de una pieza. Shuwalkin se les acercó nuevamente para interesarse servicialmente por el motivo de la consternación de los señores. Fue entonces que su mirada cayó sobre la firma. Todas las actas estaban firmadas Shuwalkin, Shuwalkin, Shuwalkin...
Franz Kafka
Esta historia es como un heraldo que irrumpe con doscientos años de antelación en la obra de Kafka. El acertijo que alberga es el de Kafka. El mundo de las cancillerías y registros, de las gastadas y enmohecidas cámaras, ése es el mundo de Kafka. El servicial Shuwalkin que se toma todo a la ligera para quedarse luego con las manos vacías, es el K. de Kafka. Pero Potemkin, que vegeta en su habitación apartada y de acceso prohibido, adormilado y desamparado, es un antepasado de esos depositarios de poder que en Kafka habitan, en buhardillas si son jueces, o en castillos si son secretarios. Y aunque sus posiciones sean las más altas, están hundidos o hundiéndose, aunque todavía pueden, así, de pronto, emerger espontáneamente en todo su poderío precisamente en los más bajos y degenerados personajes, en los porteros y ancianos y endebles funcionarios. ¿Por qué están aletargados? ¿Serán acaso descendientes de los Atlantes que cargaban con la esfera del mundo sobre los hombros? Quizá sea esa la razón por la que tienen «la cabeza tan hundida sobre el pecho que apenas si se les ve los ojos», como el castellano en su retrato o Klamm cuando está ensimismado, a solas. Pero no es la esfera del mundo lo que cargan; ya lo cotidiano tiene su peso: «su desfallecimiento es el del gladiador después del combate, su trabajo, el blanqueo de una esquina de pieza de funcionario». Georg Lukács dijo en una ocasión que para construir hoy en día una mesa como es debido, hace falta el genio arquitectónico de un Miguel Angel. Lukács piensa en edades de tiempo y Kafka en edades de mundo. El hombre que blanquea debe desplazar edades de mundo, y con los gestos menos vistosos. Los personajes de Kafka baten palma contra palma a menudo por razones singulares. En una ocasión se dice, casualmente, que esas manos son «en realidad martillos de vapor».
A paso continuo y lento aprendemos a conocer a estos depositarios de poder en proceso de hundimiento o de ascenso. Pero nunca serán más terribles que cuando surgen de la más profunda degeneración, la de los padres. El hijo calma al padre embotado y decrépito al que acaba de llevar dulcemente a la cama: «"No te inquietes, estás bien cubierto." "¡No!" exclama el padre, de tal manera que la respuesta se estrella contra la pregunta, al tiempo que echa de sí la manta con tanta fuerza que por un segundo se despliega enteramente en su vuelo, mientras él se incorpora erguido en la cama, una mano apuntando ligeramente al cielo raso. "Querías cubrirme, ya lo sé joyita mía, pero cubierto aún no estoy. Y aunque sea con mi última fuerza, sería suficiente, ¡incluso demasiado para ti ... ! Afortunadamente nadie tiene que enseñarle al padre a adivinar las intenciones del hijo. ..."—Y ahí estaba, completamente libre, sacudiendo las piernas. Resplandecía de entendimiento. —..."¡Ahora sabrás que hay más fuera de ti, antes sabías sólo de ti! ¡Propiamente no eras más que un niño inocente aunque más propiamente eras un hombre diabólico!"» El padre que echa de sí el peso de la manta, al hacerlo arroja el peso del mundo de sí. Debe poner en movimiento a toda una edad del mundo para mantener viva y rica en consecuencias a la arcaica relación padre-hijo. ¡Pero rica en qué consecuencias! Sentencia al hijo a una muerte por ahogamiento, y el padre mismo es el sancionador. La culpa lo atrae tanto como a un funcionario de juzgado. Según muchos indicios, para Kafka el mundo de los funcionarios y el de los padres son idénticos. Y la semejanza no los honra ya que están hechos de embotamiento, degeneración y suciedad. Manchas abundan en el uniforme del padre y su ropa interior no está limpia. La mugre es el elemento vital del funcionario. Hasta tal punto es la suciedad atributo de los funcionarios, que casi podría considerárselos inmensos parásitos. Por supuesto que esto no se refiere al contexto económico sino a las fuerzas de la razón y de la humanidad de las cuales esta estirpe extrae su sustento. Así, a expensas del hijo, se gana también la vida el padre de la tan especial familia de Kafka, y se sustenta sobre aquél cual enorme parásito. No sólo le roe las fuerzas sino también sus derechos. El padre sancionador es asimismo el acusador, y el pecado del que acusa al hijo vendría a ser una especie de pecado hereditario. Porque a nadie atañe la precisión que de ese pecado hiciera Kafka tanto como al hijo: «El pecado hereditario, la antigua injusticia que el hombre cometiera, radica en el reproche que el hombre hace y al que no renuncia, y según el cual es víctima de una injusticia por haberse cometido el pecado hereditario en su persona.» ¿Pero a quién se le adscribe este pecado hereditario —el pecado de haber creado un heredero— si no al padre a través del hijo? Por lo que el pecador sería en realidad el hijo. No obstante, sería erróneo concluir a partir de la cita de Kafka que la acusación es pecaminosa. De ningún lugar del texto se desprende que se haya cometido por ello una injusticia. El proceso pendiente aquí es perpetuo, y nada parecerá más reprobable que aquello por lo cual el padre reclama la solidaridad de los mencionados funcionarios y cancillerías de tribunal. Pero lo peor de éstos no es su corruptibilidad ilimitada. Es más, la venalidad que les caracteriza es la única esperanza que los hombres pueden alimentar a su respecto. Los tribunales disponen de códigos, pero no deben ser vistos. «... es propio de esta manera de ser de los tribunales el que se juzgue a inocentes en plena ignorancia», sospecha K. Las leyes y normas circunscritas quedan en la antesala del mundo de las leyes no escritas. El hombre puede transgredirlas inadvertidamente y caer por ello en la expiación. Pero la aplicación de estas leyes, por más desgraciado que sea su efecto sobre los inadvertidos, no indica, desde el punto de vista del derecho, un azar, sino el destino que se manifiesta en su ambigüedad. Hermann Cohen ya lo había llamado, en una acotación al margen sobre la antigua noción de destino, «una noción que se hace inevitable», y cuyos «propios ordenamientos son los que parecen provocar y dar lugar a esa extralimitación, a esa caída.» Lo mismo puede decirse del enjuiciamiento cuyos procedimientos se dirigen contra K. Nos devuelve a un tiempo muy anterior a la entrega de las doce Tablas de la Ley; a un mundo primitivo sobre el cual una de las primeras victorias fue el derecho escrito. Aunque aquí el derecho escrito aparece en libros de código, son secretos, por lo que, basándose en ellos, el mundo primitivo practica su dominio de forma aún más incontrolada.
Las circunstancias de cargo y familia coinciden en Kafka de múltiples maneras. En el pueblo adyacente al monte del castillo se conoce un giro del lenguaje que ilustra bien este punto. «"Aquí solemos decir, quizá lo sepas, que las decisiones oficiales son tímidas como jóvenes muchachas." "Esa es una buena observación", dijo K., ..."una buena observación, y puede que las decisiones tengan aún otras características comunes con las muchachas".» Y la más notable de estas es, sin duda, de prestarse a todo, como las tímidas mozuelas que K. encuentra en «El Castillo» y en «El Proceso», y que se abandonan a la lascivia en el seno familiar como si éste fuera una cama. Las encuentra en su camino a cada paso, y las conquista sin inconvenientes como a la camarera de la taberna. "Se abrazaron y el pequeño cuerpo ardía entre las manos de K. Rodaron sumidos en una insensibilidad de la que K. intentaba sustraerse continua e inútilmente. Desplazándose unos pasos, chocaron sordamente contra la puerta de Klamm y acabaron rendidos sobre el pequeño charco de cerveza y otras inmundicias que cubrían el suelo. Así transcurrieron horas, ...durante las cuales le era imposible desembarazarse de la sensación de extravío, como si estuviera muy lejos en tierras ajenas y jamás holladas por el hombre; una lejanía tal que ni siquiera el aire, asfixiante de enajenación, parecía tener la composición del aire nativo, y que, por su insensata seducción, no deja más alternativa que internarse aún más lejos en el extravío.» Ya volveremos a oír hablar de esta lejanía, de esta extrañeza. Pero es curioso que estas mujeres impúdicas no parezcan jamás bonitas. En el mundo de Kafka, la belleza sólo surge de los rincones más recónditos, por ejemplo, en el acusado. «"Este es un fenómeno notable, y en cierta medida, de carácter científico natural ... No puede ser la culpa lo que los embellece ... ni tampoco el justo castigo ... puede, por lo tanto, radicar exclusivamente en los procedimientos contra ellos esgrimidos y a ellos inherente."»
De «El Proceso» puede inferirse que los procedimientos legales no le permiten al acusado abrigar esperanza alguna, aun en esos casos en que existe la esperanza de absolución. Puede que sea precisamente esa desesperanza la que concede belleza únicamente a esas criaturas kafkianas. Eso por lo menos coincide perfectamente con ese fragmento de conversación que nos transmitiera Max Brod. «Recuerdo una conversación con Kafka a propósito de la Europa contemporánea y de la decadencia de la humanidad», escribió. «"Somos", dijo, "pensamientos nihilísticos, pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios." Ante todo, eso me recordó la imagen del mundo de la Gnosis: Dios como demiurgo malvado con el mundo como su pecado original. "Oh no", replicó, "Nuestro mundo no es más que un mal humor de Dios, uno de esos malos días." ¿Existe entonces esperanza fuera de esta manifestación del mundo que conocemos?" El sonrió. "Oh, bastante esperanza, infinita esperanza, sólo que no para nosotros."» Estas palabras conectan con esas excepcionales figuras kafkianas que se evaden del seno familiar y para las cuales haya tal vez esperanza. No para los animales, ni siquiera esos híbridos o seres encapullados como el cordero felino o el Odradek. Todos ellos viven más bien en el anatema de la familia. No en balde Gregor Samsa se despierta convertido en bicho precisamente en la habitación familiar; no en balde el extraño animal, medio gatito y medio cordero, es un legado de la propiedad paternal; no en balde es Odradek la preocupación del jefe de familia. En cambio, los «asistentes» caen de hecho fuera de este círculo.
Los asistentes pertenecen a un círculo de personajes que atraviesa toda la obra de Kafka. De la misma estirpe son tanto el timador salido de la «Descripción de una lucha», el estudiante que de noche aparece en el balcón como vecino de Karl Rossmann, así como también los bufones o tontos que moran en esa ciudad del sur y que no se cansan. La ambigüedad sobre su forma de ser recuerda la iluminación intermitente con que hacen su aparición las figuras de la pequeña pieza de Robert Walser, autor de la novela El Asistente. Las sagas hindúes incluyen Gandarwas, criaturas incompletas, en estado nebulosos. De este tipo son los asistentes kafkianos; no son ajenos a los demás círculos de personajes aunque no pertenecen a ninguno; de un círculo a otro ajetrean en calidad, de enviados u ordenanzas. El mismo Kafka dice que se parecen a Bernabé, y éste es un mensajero. No han sido aún excluidos completamente del seno de la naturaleza y por ello «se establecieron en un rincón del suelo, sobre dos viejos vestidos de mujer. Su orgullo era... ocupar el menor espacio posible. Y para lograrlo, entre cuchicheos y risitas contenidas, hacían variados intentos de entrecruzar brazos y piernas, de acurrucarse apretujadamente unos contra otros. En la penumbra crepuscular sólo podía verse un ovillo en su rincón.» Para ellos y sus semejantes, los incompletos e incapaces, existe la esperanza.
Lo que más finamente y sin compromiso se reconoce en el actuar de estos mensajeros, es en última instancia la perdurable y tétrica ley que rige todo este mundo de criaturas. Ninguna ocupa una posición fija, o tiene un perfil que no sea intercambiable. Todas ellas son percibidas elevándose o cayendo; todas se intercambian con sus enemigos o vecinos; todas completan su tiempo y son, no obstante, inmaduras; todas están agotadas y a la vez apenas en el inicio de un largo trayecto. No se puede hablar aquí de ordenamientos o jerarquías. El mundo del mito que los supone es incomparablemente más reciente que el mundo kafkiano, al que promete ya la redención. Pero lo que sabemos es que Kafka no responde a su llamada. Como un segundo Odiseo, lo dejó escurrirse «de su mirada dirigida hacia la lejanía.... la forma de las sirenas se fue desvaneciendo, y justo cuando estuvo más cerca no supo ya nada de ellas.» Entre los ascendientes de la antigüedad, judíos y chinos que Kafka tiene y que encontraremos más adelante, no hay que olvidar a los griegos. Ulises está en ese umbral que separa al mito de la leyenda. La razón y la astucia introdujeron artimañas en el mito, por lo que sus imposiciones dejan de ser ineludibles. Es más, la leyenda es la memoria tradicional de las victorias sobre el mito. Cuando se proponía crear sus historias, Kafka las describía como leyendas para dialécticos. Introducía en ellas pequeños trucos, para luego poder leer de ellas la demostración de que «también medios deficientes e incluso infantiles pueden ser tablas de salvación». Con estas palabras inicia su cuento sobre «El callar de las sirenas». Allí las sirenas callan; disponen de «un arma más terrible que su canto.... su silencio». Y éste es el que emplean contra Odiseo. Pero, según Kafka, él «era tan astuto, tan zorro, que ni la diosa del destino podía penetrar su íntima interioridad. Aunque sea ya inconcebible para el entendimiento humano, tal vez notó realmente que las sirenas callaban y les opuso, sólo en cierta medida, a ellas y a los dioses el procedimiento simulador» que nos fuera transmitido, «como escudo».
Con Kafka callan las sirenas. Quizá también porque allí la música y el canto son expresiones, o por lo menos fianzas, de evasión. Una garantía de esperanza que rescatamos de ese entremundo inconcluso y cotidiano, tanto consolador como absurdo, en el que los asistentes se mueven como por su casa. Kafka es como ese muchacho que salió a aprender el miedo. Llegó al palacio de Potemkin hasta toparse en los agujeros de la bodega con Josefina, una ratoncita cantarina, asi descrita: «Un algo de la pobre y corta infancia perdura en ella, algo de la felicidad perdida, pero también algo de la vida activa actual y de su pequeña e inconcebible alegría imperecedera.»
En Franz Kafka
Traducción de Roberto Blatt
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