«El amor? Una invención del siglo xii !



         «El amor? Una invención del siglo xii ! » La frase -promulgada, si no estoy equivocado, por un erudito bien respectable- podrá parecer un despropósito. No lo es: nada. Incluso habría que admitirla en su precisión más taxativa, que nos sitúa ante el fenómeno social y cultural de la poesía de los trovadores. Está claro que siempre ha habido «amor», una forma u otra de «amor», ligando las parejas humanas: siempre, o casi siempre -d'ençà que el hombre merece el nombre de hombre. Sin salirnos de la tradición occidental, el Symposium de Platón y el Ars amandi de Ovidio suficiente que dan fe con una espesa magnificencia literaria. Pero no todos los «amores» han sido idénticos, y deberíamos distinguir escrupulosamente entre las diversas especies o las diversas cualidades de «amor» que los hombres han vivido a lo largo de la historia. Y no hay duda, al menos, que eso que nosotros todavía llamamos «amor» -esto que inspiraban Beatrice y Laura, y Julieta y Desdémona, y Margarita Gautier y Mimí- fue desconocido por la Antigüedad pagana. Como fue desconocido, también, por la bárbara Alta Edad Media -y por Oriente intrincado. Este «amor» es una creación de los trovadores provenzales, completada y pulida por los poetas italianos del dolce stil nuovo.Desde entonces hasta hoy, por añadidura, el «amor» se ha extendido y ha arraigado también gracias a la literatura. No recuerdo ahora quién -un francés, de seguro- afirmaba que mucha gente no se enamoraría si no hubiera oído hablar del amor. Así ocurre, de hecho, en una medida mayor de lo que pensamos. El hombre occidental, el «europeo», y la mujer, durante siglos, han estado haciendo el amor, se han enamorado, al dictado de los poetas: sin darse cuenta, naturalmente, y sin haberlos leído . Que conste que no exagero movido por un partido tomado a favor de la literatura. Hablamos del «amor», y no de la simple y libre fornicación, ni del matrimonio institucionalizado, ni siquiera de los nexos cariñosos que estas relaciones pueden producir y normalmente producen. Los vínculos sexuales, la convivencia familiar, el afecto mutuo, no son el «amor». El «amor», en tanto quesentimiento específico, como lo vemos en la Vita Nuova o en La Dame aux Camélias,como lo experimentan los protagonistas actuales de las novelas rosa o de los filmes acaramelados, como la expresó el Petrarca y el dramatizado Shakespeare, es otra cosa. En realidad, el «amor» no se da sino raramente en una dimensión absoluta: los grandes enamorados son excepcionales. Casi podría decirse que los «grandes enamorados» sólo han existido en el mundo de la ficción libresca: los Werther, los Romeo, las Karenina, las Manon, son seres de papel. Y cuando encontramos algún de carne y hueso, da la impresión de ser una víctima del virus literario. Pero si los «grandes enamorados» no abundan, hay que reconocer que el «enamorado» -el hombre y la mujer que participan moderadamente del «amor» - es un tipo habitual. Hoy es un tipo habitual: no lo era tanto hace cien años, y menos aún hace doscientos años. El «amor» se ha propagado desde unas clases sociales a las otras, en una transfusión lenta y gradual. No olvidemos que el «amor», en sus orígenes, era «amor cortés»: asunto de aristócratas y de parásitos de aristócratas. La poesía provenzal, y el concepto -y el sentimiento- del amor que elabora, fueron, en un principio, patrimonio de damas y caballeros y de los poetas que tenían a sueldo. Después, el «amor» salta esta primera barrera clasista, pero sigue incardinado en las minorías cultas: escritores y lectores, que, por mucho tiempo todavía, se reclutan entre los sectores acomodados. De todo ello, evidentemente, llegan refracciones al pueblo. Pero la multitud descalificada no está a la altura de aquellas delicias -ni de aquellos tormentos - sentimentales: fornica o se casa, y en paz. «Años he seguido deleites comunes de pueblo», escribía Ausiàs March (C, 15), para manifestar que se apartaba de la práctica del «amor» selecto y refinado. El pueblo vegeta en unos «deleites comunes», o se ajusta a la vulgaridad conyugal, regida por los intereses o por la necesidad. Los «grandes enamorados», los «enamorados», se criaban en las altas esferas de la sociedad. Poco a poco, el teatro primero, y la generalización de la lectura más tarde,enseñarán el «amor» a las masas. Los espectadores de Shakespeare podían aprender a amar en el ejemplo de Romeo y Julieta, en el de Otelo a Desdémona. Los lectores de novelas, cada vez más numerosos a partir del XVIII , tendrán más oportunidades. El Romanticismo fue la época en que el «amor» consigue una fabulosa promoción colectiva: no es una casualidad que, hoy, del «amor», se diga «amor romántico», en el vocabulario de las personas ingenuas. El adjetivo es doblemente justificado: por un lado, porque los escritores románticos especializarse en el tema «amoroso» y lo trataron hasta trivializarlo en fórmulas estereotipadas; por otra parte, que, en el xix, El libro penetra en capas sociales antes impermeables a la lectura, y los folletos y los versículos efusivos contaminan la burguesía y una apreciable lámina del proletariado. El cine, la prensa «du coeur", los reportajes de romance, los seriales radiofónicos, las publicaciones baratas, acabarán de cumplir el proceso, en nuestros días. En la actualidad, los prometidos más rupestres, cuando hacen su oficio, lo hacen a imitación de las dulces escenas absorbidas en la pantalla del cine: se besan, se magregen, intercambian ternuras, según los cánones propalats por los filmes. Las películas y las narraciones «amorosas» constituyen la «educación sentimental» de la mayoría de los jóvenes actuales. Y todo esto tiene su raíz en el siglo xii: En los poemas trabajados y conceptuosos los trovadores. La innovación erótica de los trovadores descansa, ante todo, en un reajuste del lugar de la mujer en la sociedad. Hasta entonces, la mujer había tenido una condición social caracterizada por marginalisme más definido. La Antigüedad, Oriente, la Alta Edad Media, fueron civilizaciones exclusivamente masculinas. En ellas, la mujer era madre o prostituta, guarda o vestal, mujer o monja, objeto de codicia o de desdén, «vaso de iniquidad» o «gozo de los hombres»: en cualquier caso, pues, ajena al plan en el que la hombre -el baró- se colocaba a sí mismo. Es hacia el siglo xii, En efecto, que apunta una posibilidad inédita para la mujer. Sería muy largo de exponer, con detalle las causas profundas de la nueva situación. El hecho es que se produce, y que tiene su versión literaria en la poesía trovadoresca. Engels lo ha visto bien visto, eso. El «amor cortés» se perfila con unas notas distintivas, sin precedentes en la historia de las relaciones entre hombre y mujer. Por un lado, es un amor recíproco, y eso quiere decir que el hombre necesita la correspondencia de la mujer, la cual, por consiguiente, entrará en el terreno erótico en un plano caside igualdad con el hombre; por añadidura, este sentimiento aspira a ser tan intenso y tan duradero, que hace que los dos amantes -la mujer también, por tanto- consideren la separación o la no posesión como una gran desgracia o quizás como la mayor de las desgracias . Huelga decir que este «amor» debía ser una especie de reto a la institución del matrimonio, institución convencional y sujeta -en las clases altas sobre todo- a las exigencias de una estrategia económica familiar clarísima. Todo matrimonio era un matrimonio de interés -y esta tendencia pasa de la sociedad feudal a la sociedad burguesa, y por ello el «amor», «cortés» en un caso y «romántico» en el otro, choca siempre contra los obstáculos sociales. La importancia del adulterio en la literatura -y en la realidad- europea a partir de ese tiempo tiene esta causa. El «amor», el «amor» auténtico, se pone a prueba en el desafío a las convenciones y los intereses: o los supera, o se aplasta trágicamente. Sea como sea, no hay duda de que la mujer, desde este nivel, y para bien o para mal, gana la posibilidad nueva a la que aludíamos: la posibilidad de seramante, de jugar un papel activo -feliz o infeliz, eso es otra cuestión- en su relación con el hombre. La literatura -baròmetre bastante honesto de la sociedad- nos proporciona ilustraciones significativas. Las heroínas literarias de la Antigüedad no son «heroínas» por razón de un tipo cualquiera de amor: Fedra, Antígona, Medea, son figuras que alcanzan la grandeza por una u otra energía moral, y no por ninguna decisión sentimental.Por el contrario, Laura y Beatrice, Desdémona y Julieta, Mimí y la Gautier, y Emma Bovary, y Anna Karenina, y tantas más, son ya «heroínas» del «amor». El hombre-antagonista tiene, en una etapa y en la otra, consideración simétrica: Edipo, Ulises, Orestes, no tienen nada que ver con el amor, mientras que Des Grieux, Werther, Tenorio, Sorel, Adolf, Paul - el de Virginia-, Otelo, Romeo, y etcétera, son, básicamente, unos «enamorados». Hasta la raya del xx, Esto es cierto. Sin embargo, la sociedad -la sociedad de Occidente- ha seguido siendo una sociedad masculina. La «dama» feudal en principio, la burguesa después, cualquier mujer finalmente, adquieren el derecho de amar, contra vientos y mareas, sí. Pero, mujeres al final en una sociedad masculina, no dejan de ser personajes de segunda fila. El hombre, «enamorado», las necesita «enamoradas»: sólo en la medida de esta necesidad las mujeres se equiparan a los hombres. En el resto de sus actividades, la mujer sigue relegada en su postergación multisecular. La condición jurídica de la mujer, tanto como su evaluación pragmática, son de sumisión. El hombre mandabasiempre: en el «amor» y todo, a pesar de las apariencias. El Novecientos presencia la emancipación de la mujer. Emancipación es la palabra que suele emplearse en este contexto: no es demasiado seguro, de todos modos, que proceda. Simone de Beauvoir ha denunciado el confusionismo que rodea el problema femenino aún en nuestros días, y no acepta que la «emancipación» sea realmente una emancipación. El feminismo militante, desde el tiempo de miss Pankhurst, ha avanzado mucho, y la incorporación de la mujer al mundo laboral ha contribuido fuerza a rectificar los viejos prejuicios varoniles. Sin embargo, la presión femenina en el mundo de hoy va más allá de lo que podían esperar hace sesenta años Emilia Pankhurst y sus seguidoras. Lo importante no es que las mujeres voten -lo que para las «sufragistas» era el ideal de la plenitud social de su sexo-: lo importante es que, hoy, las mujeres se han desprendido de muchas sujeciones, legales o no, y se cotejan con el hombre en un tuteo perfectamente equilibrado. La igualdad es, a estas alturas, relativamente tangible, entre hombres y mujeres. Y, en este punto, el «amor» empieza a ser imposible. Porque el «amor» - «cortés», «romántico» - presuponía el marginalisme de la mujer. El «enamorada» estima, puede estimar o no, su amor -su decisión amatòria- es decisivo: pero siempre y sólo en la medida en que es solicitada por el «amor» del hombre, del macho. El hombre adora y reverencia la mujer, en el «amor»: una mujer-ídolo -adorada, reverenciada- no es ya una mujer, no es todavía la mujer, sino una mistificación de la mujer. Y eso es lo que hace crisis. Lo podemos ver en las costumbres deseixits y francos de un sector de la juventud urbana, que escapa a la mefíticos influencia del cine y de la subliteratura sentimentaloide. Lo vemos, igualmente, en la literatura. La literatura vuelve a servirnos de referencia indiciaria. Los escritores -particularmente los escritores de envergadura- suelen ser muy sensibles a las variaciones sociales, incluso a las más tenues. En la producción literaria de lo que llevamos pasado del sigloxxpodemos certificar las apreciaciones que acabo de hacer. Observamos, por ejemplo, una ligera desgana, por parte de los poetas, respecto al tema del «amor», que contrasta con su deliberada preferencia por los temas metafísicos o de reivindicación social. Basta leer Valéry, Rilke, Eliot, Claudel, o Prévert, Aragón, Nicolás Guillén, Brecht, y tantos otros, para cerciorarse de ello. Y cuando en los versos de los poetas perdura el amor -Eluard, ratos de Neruda- es ya bajo especie de mera exaltación sensual. Así mismo sucede con la novela. Si el novelista se ocupa todavía del amor -Proust, Joyce, Lawrence, Miller- es para reducirlo, en definitiva, el mecanismo opaco de la carne. Resulta sintomático el poco espacio que las relaciones sentimentales -en el más noble y acreditado sentido de esta última palabra- de hombre y mujer conservan en los libros de Malraux, de Hemingway, de Camus, de Silone. Si bien lo miramos, el amor, el viejo «amor», el amor que llaman «romántico», no tiene hoy más trincheras defensivas que lo que hemos destacado como instrumentos de penetración: novelitas rosa, filmes, seriales. Y loschansonniers, Franceses o no: Jacques Brel o Domenico Modugno, Paul Anka o Nat King Cole, Aznavour o Josep Guardiola, que esparcen por las ondas los residuos difuminados convertidos en calderilla, de la poesía «amorosa» de los románticos. Novelas, filmes, seriales, cantantes -pero- tienen un público: un gran público, aunque. Es el final. Bien lo sabemos: la máxima difusión de una idea o de una moda coincide con el momento de su extinción. El «amor» está en este estadio: el último y más bajo escalón. Nuestra época jubila el «amor». Ha llegado la hora de inventar otro amor. Un amor -el de mañana- que, probablemente, no tolerará un don Juan ni una Julieta, una Bovary ni un Otelo, un Werther ni una Beatrice ...

Joan Fuster, Diccionario para ociosos . Ed. 62.


Andreu Alfaro,   Joan Fuster (dibujos y escultura).


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