"Fue gracias a Avraham Sonne que Canetti revivió su interés por lo español pues debido a las conversaciones que sostuvo con él en Austria acerca de la Guerra Civil (1931-1939) se despertó su conciencia respecto a la cultura y la lengua españolas y además Canetti atribuyó a Sonne que no hubiera olvidado la legua cervantina."
Sonne
¿Qué era lo que me había cautivado en Sonne hasta el punto de querer verlo a
diario, desear su compañía a diario, de convertirlo en la adicción más intensa que
hombre espiritual alguno haya representado nunca para mí?
En primer término, la ausencia de toda referencia personal. De sí mismo no
hablaba jamás. Nunca decía nada en primera persona. Desde luego, al hablar, se
dirigía a uno, pero casi nunca lo hacía directamente. Todo era dicho en tercera
persona y, con ello, quedaba distanciado. Es preciso tener presente lo que era aquella
ciudad, Viena, y la vida de café que en ella se hacía, es preciso tener presente aquel
abrevadero lleno de gentes que siempre estaban diciendo «yo», hacían afirmaciones
rotundas y hablaban de sí mismas tratando de afirmarse. Hasta los bordes mismos
estaban repletas, todas aquellas gentes, de sentimientos de autocompasión y de la
importancia que tenían. Cada cual formulaba quejas, todos bramaban y trompeteaban.
Pero todos vivían juntos, también públicamente, en grupos pequeños, pues se
necesitaban los unos a los otros para sus peroratas, y las soportaban. Se discutía
acerca de todo; la materia general de conversación la proporcionaban los periódicos.
Era una época en la que ya estaban ocurriendo muchas cosas, pero, mucho más aún,
en la que se presentía que ocurrirían muchas más. La gente se sentía desgraciada por
lo que sucedía en la Austria de entonces, pero también era consciente de que las cosas
que ocurrían en el país vecino que hablaba el mismo idioma eran mucho más graves.
Se sentía en el aire una catástrofe. Contra lo esperado, su explosión se iba retrasando
de año en año. En el país mismo las cosas iban mal; lo mal que marchaban podía
verse en el número de quienes carecían de puesto de trabajo. Cuando nevaba, se
decía: «Ahora los parados estarán contentos». El ayuntamiento de Viena daba empleo
a los parados para que retirasen con palas la nieve de las calles y pudieran por breve
tiempo ganar algo. La gente veía a los parados trabajando con las palas y sólo por
ellos deseaba que siguiera nevando.
Para mí aquella época era soportable tan sólo cuando veía al doctor Sonne. Era
una instancia a la que yo tenía acceso diario. Mientras estaba con él salían a relucir
innumerables cosas que ocurrían en todas partes y, más aún, aquellas que
amenazaban con ocurrir. Uno se habría avergonzado de dar a aquellas charlas un giro
personal. Habida cuenta de las cosas que se auguraban, nadie tenía derecho a sentirse
privilegiado; no era el peligro de uno, sino el de todos. Percatarse de aquellas cosas y
hablar sobre ellas no era ningún mérito; lo que importaba era verlas con lucidez, sólo eso, pero era precisamente lo más difícil de lograr. Yo nunca preparaba nada sobre lo
que interrogar luego al doctor Sonne. No me proponía nada de antemano. Los temas
que se planteaban brotaban con la misma espontaneidad con que él daba sus
explicaciones. Lo que el doctor Sonne decía estaba siempre próximo a la fuente del
pensar y no parecía hallarse tergiversado por los sentimientos. Y, sin embargo, no era
frío ni carecía de emoción. Tampoco era parcial. El doctor Sonne no daba nunca, en
ningún momento, la impresión de hablar a favor de estos o aquéllos. Es preciso
añadir que aquella época se hallaba ya por entonces infestada de consignas y
resultaba difícil encontrar un sitio libre de ellas y en el cual uno no se sintiera
acosado. La virtud suprema de lo que el doctor Sonne decía era siempre la precisión,
aunque él jamás era sucinto. Decía lo que había que decir, con claridad, con palabras
muy ajustadas, pero sin saltarse nada. No omitía nada, era detallado; si lo que decía
no hubiera sido tan fascinante, se habría podido afirmar que el doctor Sonne emitía
un dictamen sobre todo. Era mucho más que un dictamen, sin embargo, pues contenía
—sin que él jamás las mencionase por su nombre— las semillas de todo
mejoramiento posible.
Apenas si había algún tema del que no hablásemos. Yo mencionaba algo que me
hubiese llamado la atención; tal vez entonces él deseara saber algo más; nunca me
parecía, sin embargo, que al pedirme más información estuviera preguntando. De este
modo se iba aproximando a una materia, aunque el interlocutor mismo quedaba
completamente al margen. Podría parecer que no le importase nada la persona que
había sentada junto a él y sólo las cosas que espiritualmente lo ocupaban importaran.
Pero sería un error pensarlo, pues cuando se hallaba presente un tercero, su manera de
hablar a éste era, una vez más, distinta. Así, pues, hacía diferencias; para el
interlocutor, sin embargo, éstas no resultaban nunca perceptibles; era inimaginable
que nadie, en presencia del doctor Sonne, se sintiera postergado. La estupidez le
hacía sufrir mucho, y evitaba a la gente tonta. Pero si alguna vez estaba en compañía
de tontos —por circunstancias enteramente ajenas a su voluntad—, éstos no notaban
lo mucho que lo eran.
Después de aquellos estimativos cálculos preliminares llegaba siempre el instante en que el doctor Sonne abordaba algún tema y comenzaba a hablar sobre él de un modo exhaustivo y pertinente. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza interrumpirlo, ni siquiera con preguntas, cosa que me gustaba mucho hacer con otras personas. Yo renunciaba a cualquier reacción externa, cual si fuera una máscara que no me sentase bien, y escuchaba con una atención muy tensa. Olvidaba que quien estaba hablando era un ser humano; yo no estaba al acecho de las peculiaridades de su forma de hablar, él no se convirtió jamás para mí en un personaje, era lo contrario de un personaje. Si alguien me hubiera invitado a hacer una imitación de él, me habría negado a aceptar, y no sólo por respeto; de hecho, no habría sido capaz de mimarlo, de representar su papel, más aún: la mera idea de hacerlo me sigue pareciendo, todavía hoy, no sólo una infame blasfemia, sino también algo condenado a un fracaso completo. Lo que él tenía que decir sobre un asunto era sin duda detallado y exhaustivo, pero uno sabía también que no lo había dicho nunca antes. Era algo siempre nuevo, acababa de brotar allí mismo. No era un juicio sobre las cosas, era la ley misma de las cosas. Lo sorprendente, sin embargo, es que no había ninguna materia determinada en que él fuera muy versado. El doctor Sonne no era un especialista; tal vez sería mejor decir: no era especialista en un campo determinado, sino que era el especialista de todas las cosas sobre las cuales le oí hablar. El me hizo darme cuenta de que es posible interesarse por las materias más diversas sin convertirse en un inepto o un charlatán. Esto que digo parecerá muy exagerado y no lo volverá más creíble agregar que, precisamente por ello, soy incapaz de reproducir de qué hablaba, ya que cada una de sus charlas sería un tratado serio, y sobremanera vivaz, y tan completo que no me acuerdo enteramente de ninguna de ellas. Dar algunos fragmentos de lo que decía constituiría, sin embargo, una grave tergiversación. El doctor Sonne no era partidario de los aforismos; referida a él, esta palabra, por la que siento respeto, encierra un matiz casi frívolo. Era demasiado completo para ser un hombre de aforismos; le faltaba la unilateralidad y le faltaba también el deseo de sorprender a los demás. Cuando él acababa de decir lo que tenía que decir, uno se sentía iluminado y colmado; aquello era entonces cosa terminada, de la que jamás volvía a hablarse, pues ¿qué más se hubiera podido decir sobre aquel tema? No puedo arrogarme el derecho de reproducir aquello sobre lo que el doctor Sonne hablaba; sin embargo, hay un fenómeno literario con el que sí cabe compararlo. En aquellos años yo leía a Musil y jamás me cansaba de El hombre sin atributos, obra de la que entonces se habían publicado los dos primeros volúmenes, unas mil páginas. Me parecía que no podía haber en toda la literatura nada comparable a aquel libro. Pero también me asombraba que, fuese cual fuese la página por la que abriera alguno de aquellos dos volúmenes, tuviera siempre un sentimiento de familiaridad. Era un lenguaje que yo conocía, un ritmo del pensar que yo había experimentado, y, sin embargo, no había —esto lo sabía con toda seguridad— libros como aquéllos. Pasó algún tiempo antes de que yo llegase a captar la conexión que allí se daba: el doctor Sonne hablaba tal como Musil escribía. No es que escribiese, en su casa, cosas para sí mismo, cosas que por alguna razón no quería publicar, y que luego, en sus conversaciones, echase mano de aquello que ya estaba allí configurado y pensado. El doctor Sonne no escribía para sí en su casa; lo que decía brotaba mientras lo iba diciendo. Pero brotaba con aquella misma transparencia perfecta que Musil sólo conseguía al escribir. Lo que yo, un verdadero privilegiado, oía día tras día eran capítulos de otro El hombre sin atributos, capítulos que no llegaron a oídos de nadie más. Pues aunque él hablaba también con otras personas —no a diario, pero sí de vez en cuando—, lo que entonces decía eran otros capítulos. El único remedio que existe contra la amorfa manía de saber muchas cosas, de divagar en esta o aquella dirección, de abandonar un tema cuando apenas se lo ha rozado, cuando apenas se lo ha captado, el único remedio contra esta curiosidad que, ciertamente, es algo más que mera curiosidad, pues no tiene ningún propósito ni lleva a ninguna parte, el único remedio contra este andar dando saltos y respingos hacia todos lados, consiste en esto: en tratar con alguien que posea el don de moverse dentro de todo lo que es posible saber sin abandonarlo hasta no haberlo medido en todas sus dimensiones, de moverse dentro pero sin diluirlo. Nada de lo que Sonne dijera quedaba suprimido o liquidado por él. Siempre era más interesante que antes, estaba articulado e iluminado. Allí donde antes sólo había interrogantes, puntos oscuros, Sonne concentraba en un solo campo otros muchos campos. Con la misma precisión con que podía describir una rama del saber podía describir también a un hombre destacado de la vida pública. Evitaba hablar de gente a la que ambos conociésemos personalmente, y de este modo quedaba excluido de su exposición todo aquello que convierte una conversación en un mero chismorreo. Por lo demás, utilizaba los mismos métodos para hablar de las personas que para hablar de las cosas. Tal vez lo que más me recordaba a Musil era esto: su concepción de los seres humanos como campos del saber dotados de una peculiaridad propia. La insipidez de una teoría única, aplicable a todos los seres humanos, le resultaba tan ajena que ni siquiera mencionaba una teoría así. Cada persona era algo especial, no sólo algo aislado. Sonne odiaba lo que unos hombres hacían contra otros hombres, jamás ha habido un espíritu menos bárbaro que él. Aunque tuviera que poner de manifiesto las cosas que odiaba, sus palabras nunca sonaban a odio; lo que él ponía al descubierto era una carencia de sentido, y nada más. Resulta sobremanera difícil hacer comprensible hasta qué punto evitaba Sonne cualquier referencia personal. Uno podía haber pasado con él dos horas, durante las cuales había aprendido innumerables cosas, y de tal modo, además, que a uno le sorprendía siempre aquello que escuchaba. ¿Cómo, en presencia de una superioridad intocable como aquélla, hubiera uno podido colocarse a sí mismo por encima de los demás? Ciertamente la palabra humildad no es la que él hubiera empleado; pero cuando uno lo dejaba, lo hacía en una disposición de ánimo que no puede ser calificada más que con esa palabra: era, sin embargo, una humildad vigilante, no la humildad de los borregos. Yo estaba habituado a prestar atención con mis oídos a lo que decía la gente, una gente enteramente desconocida para mí y con la que jamás había cruzado una sola palabra. Con verdadero fervor había escuchado lo que decían personas que nada me importaban; y lo que mejor retenía era su acento, tan pronto como estaba seguro de que jamás volvería a verla. Me lanzaba incluso a incitar a aquella persona a que hablase, bien haciéndole preguntas, bien representando yo mismo un determinado papel. Jamás me había preguntado si tenía derecho a actuar así, es decir, a escuchar de la persona misma todo aquello que sobre ella cupiera averiguar. Hoy me parece inconcebible la ingenuidad con que me arrogaba aquel derecho. Sin duda existen atributos últimos que es imposible analizar, y todo intento de explicarlos debe resultar ocioso. Uno de esos atributos últimos era precisamente esa pasión mía por los seres humanos. Podemos describir esa pasión, mostrarla, pero su origen permanecerá siempre, necesariamente, en la oscuridad. Puedo decir que, gracias a aquellos cuatro años de aprendizaje con el doctor Sonne, tuve la suerte al menos de darme cuenta del carácter cuestionable de aquella pasión mía. Era manifiesto que él dejaba de lado —aunque no se le escapase— todo cuanto le era próximo. El hecho de que no perdiese jamás una sola palabra hablando de la gente que día tras día teníamos a nuestro alrededor era una prueba de tacto: el doctor Sonne no atacaba a nadie, ni siquiera a quienes nunca hubieran llegado a enterarse de sus ataques. Su respeto de los límites de cada ser humano era inflexible. Yo llamaba a esto su Ahimsa, palabra india que designa el respeto por cualquier forma de vida. Pero aquello —hoy me doy cuenta— tenía en sí, más bien, algo inglés. El doctor Sonne había pasado en Inglaterra un año importante de su vida; éste era uno de los dos o tres detalles de los que había podido enterarme por él mismo. Pues, en realidad, sobre el doctor Sonne yo no sabía nada, y aunque hablaba acerca de él con otros que también lo conocían, casi nadie tenía nada concreto que decir. Tal vez era la resistencia a hablar sobre él como se hablaba sobre cualquier otro, pues sus auténticos componentes eran muy difíciles de definir; y dado que incluso personas carentes de toda moderación admiraban la moderación del doctor Sonne, la gente, al hablar de él, se abstenía con gran empeño de cualquier tergiversación de sus dimensiones. Uno no le hacía preguntas al doctor Sonne, y tampoco él se las hacía a uno. Yo exponía mi propuesta, es decir, mencionaba un tema determinado, como si hiciera ya mucho tiempo que me rondara por la cabeza, lo mencionaba con titubeos más que con apremios. Con titubeos lo recogía también él. Mientras seguía hablando de otro asunto distinto andaba ya sopesando un poco mi propuesta. Luego, de golpe, cortante como un cuchillo, seccionaba el tema, y lo que sobre él había que decir lo desarrollaba con una claridad cristalina y una integridad subyugadora. Decir que era una claridad glacial no es una expresión que deba inducir a error. Era la misma claridad de quien pule vidrio transparente, de quien no trata con lo turbio antes de que esté aclarado. Para investigar un tema desmontaba sus partes; el tema era conservado, sin embargo, como una totalidad. No hacía disecciones, sino que iluminaba desde dentro. Para realizar esa iluminación escogía, no obstante, partes sueltas, que separaba con todo cuidado y que con igual cuidado volvía luego a integrar en la totalidad, una vez realizada la operación. Lo nuevo, lo inaudito para mí, era que un espíritu como aquél, dotado de tal fuerza de penetración, no desdeñase los detalles. Cada detalle resultaba importante por la simple razón de que era preciso respetarlo. El doctor Sonne no era un coleccionista; conocía todo, pero no retenía nada en propiedad para sí. A él, que lo había leído todo, jamás lo vi con un libro. Él mismo era la biblioteca que no tenía. Daba la impresión de haber leído mucho tiempo antes todo aquello sobre lo cual se hablaba. Jamás intentaba encubrir que aquel asunto él lo había advertido ya. Sin embargo, tampoco presumía de aquello, jamás lo sacaba a relucir en un momento inoportuno. Pero infaliblemente estaba allí cuando llegaba su ocasión. Había gente a la que el doctor Sonne crispaba por esta precisión suya. Tampoco en presencia de las mujeres modificaba su forma de hablar, jamás era frívolo, su espiritualidad era tan innegable como su seriedad, nunca chanceaba. Sentía una no fingida veneración por la belleza —que ciertamente no pasaba por alto—, pero ésta en ningún caso le hubiera hecho cambiar. También en presencia de la belleza continuaba siendo el mismo, sin modificación ninguna. Ocurría que, ante la belleza que a otros volvía elocuentes, él enmudecía y sólo volvía a hablar cuando aquélla había desaparecido. Éste era el homenaje más alto que el doctor Sonne era capaz de rendir, y raras veces hubo una mujer que lo comprendiese. La forma como uno preparaba respecto de él a las mujeres era tal vez equivocada. Lo primero que se hacía era colocar al doctor Sonne a una altura enorme por encima de uno mismo; esto desorientaba a la mujer, cuyo amor por uno contenía una dosis de veneración y que vivía dentro de esa veneración como dentro de una atmósfera. Aquella mujer ¿cómo iba a aceptar que se le hablase de una veneración distinta, de una veneración que sería la auténtica y la única correcta, cómo iba a permitir que se desorientase de ese modo la economía de su fe? Esto fue lo que ocurrió con Veza, que se negó resueltamente a aceptar a Sonne. Ella, que sentía una cordial simpatía por Broch, no quería saber nada de Sonne. La primera vez que lo vio, en una reunión en casa del pintor Merkel, me dijo: «No se parece a Karl Kraus, ¿cómo puedes decir eso? La momia de Karl Kraus, ¡eso es lo que parece!». Se refería, al hablar así, al aspecto ascético y enflaquecido de su rostro, y se refería, también, a su silencio. Pues en las reuniones sociales, cuando se hallaba en medio de mucha gente, Sonne no decía una sola palabra. Me di cuenta de que la belleza de Veza lo había impresionado mucho, pero ella ¿cómo iba a advertirlo, dada la rigidez de los rasgos de él? Veza no modificó su opinión cuando se enteró por otros —y por mí, naturalmente— de las cosas tan inesperadas que Sonne había dicho acerca de su belleza. En una ocasión, tras una charla maravillosa que había mantenido con Sonne, me fui directamente a casa desde el café Museum. Veza me recibió con hostilidad. «Has estado con ese sietemesino, te lo noto, no me cuentes nada. ¡Me hace desgraciada, me hace desgraciada que andes dilapidándote con una momia!». Al decir «sietemesino» quería decir que Sonne no estaba entera y totalmente desarrollado, que le faltaba algo para ser un hombre completo, un hombre normal. Yo estaba habituado a las reacciones extremas de Veza, nos acalorábamos cuando hablábamos acerca de ciertas personas. Ella veía siempre algo correctamente y luego, a su manera apasionada e inflexible, lo exageraba. Dado que mis reacciones eran similares y actuaba como ella, entre nosotros se daban colisiones violentísimas, pero que nos gustaban a ambos, pues eran la prueba constante de que nos decíamos uno a otro toda la verdad; aquellos choques violentos eran el tuétano de nuestra relación. Sólo cuando se trataba del doctor Sonne barruntaba yo en ella un encono profundo, un encono contra mí, que jamás me había sometido a nadie. Incluso frente a Karl Kraus yo había defendido —y ella lo reconocía— territorios enteros de mi propio modo de ser. Aquí, en cambio, me sometía sin titubeos, me sometía siempre, de manera incondicional. Veza no había escuchado jamás de mis labios duda alguna acerca de algo dicho por Sonne. Yo no sabía nada sobre él. Sonne consistía en las frases que decía, y hasta tal punto estaba contenido en ellas que uno hubiera retrocedido asustado si hubiera encontrado algo suyo además de las palabras. De él no se comentaba nada, como ocurría con las demás personas, ni una enfermedad ni una queja. Sonne era pensamiento, y lo era a un grado tal que era lo único que se advertía en él. Uno no quedaba citado con él, y si alguna vez faltaba no se sentía obligado a dar una explicación de su ausencia. Yo pensaba entonces, naturalmente, en una enfermedad, el color de su cara era macilento, no parecía gozar de buena salud. Pero durante más de un año ni siquiera supe en qué lugar vivía. Podía haber preguntado su dirección a Broch o a Merkel. No lo hice. Me parecía más adecuado que no tuviese ninguna. No me causó sorpresa que un charlatán al que yo siempre había evitado se sentase en una ocasión a mi mesa y me preguntase, sin ningún preámbulo, si yo conocía al doctor Sonne. Rápidamente contesté que no; no fue posible, sin embargo, lograr que se callase, pues estaba conturbado por algo que no le daba sosiego y que no comprendía: una fortuna donada. Este doctor Sonne, dijo, era el nieto de una persona muy rica de Przemysl y había donado, para fines benéficos, toda su fortuna, que había heredado de su abuelo. Él no era el único que no estaba en sus cabales, añadió. Tampoco lo estaba Ludwig Wittgenstein, un filósofo, hermano del pianista Paul Wittgenstein, el que no tenía más que un brazo; el tal Ludwig había hecho lo mismo que el doctor Sonne, aunque en su caso el dinero lo había heredado del padre, no del abuelo. Conocía otros casos, dijo aquel charlatán. Los enumeró, dando los nombres, así como detalles exactos acerca del difunto que había legado la herencia; era un coleccionista de herencias no aceptadas o donadas. He olvidado los nombres que dijo, que no significaban nada para mí; tal vez no quise saber nada de otros, tan conmocionado me hallaba por esta información acerca de Sonne. Sin hacer más averiguaciones la di por buena, me complacía tanto que le concedí crédito, tanto más cuanto que la historia acerca de Wittgenstein era cierta. De muchas conversaciones había concluido yo que Sonne conocía la guerra y que la conocía de cerca, sin haber sido soldado él mismo. Sonne sabía bien lo que era un refugiado, lo sabía tan bien como si él mismo lo hubiera sido, o mejor, como si hubiera sido responsable de refugiados, como si hubiera reunido transportes enteros de refugiados y los hubiera guiado allí donde su vida no corriera ya ningún peligro. Deduje, pues, de lo dicho por aquel charlatán, que Sonne había empleado la fortuna que heredó en ayudar a los refugiados. Sonne era judío. Éste era el único detalle externo que me resultaba conocido desde el principio, aunque en realidad difícilmente cabe calificarlo de detalle externo. En nuestros encuentros se hablaba a menudo de religiones, de religiones hindúes, de las de China, de aquellas que se basan en la Biblia. A su manera concisa Sonne demostraba tener conocimientos extensísimos acerca de cada una de las creencias de las que hablábamos, pero lo que más me impresionaba era su absoluto dominio de la Biblia hebrea. Tenía siempre a disposición el texto original de cualquier pasaje, fuera cual fuera el Libro al que perteneciese, y lo traducía, sin dudas ni titubeos, a un alemán de máxima belleza, que a mí me parecía el alemán propio de un poeta. Tales conversaciones acerca de la Biblia tuvieron su punto de arranque en un examen de la traducción alemana de la Biblia realizada por Buber, que entonces se estaba publicando y a la que él tenía ciertas objeciones que hacer. Me gustaba llevar la charla hacia aquel tema, pues esto me ofrecía la ocasión de conocer el texto en su idioma original. Hasta entonces lo había evitado; conocer detalles exactos de aquellas cosas que, por mi origen, me quedaban tan cerca, me hubiera coartado; en cambio, me había dedicado a estudiar, con un celo que nunca decayó, todas y cada una de las otras religiones. La claridad y el tono resuelto del modo de hablar de Sonne era lo que me traía a la memoria el modo de escribir de Musil. Una vez tomado un camino no había ninguna desviación hasta llegar a aquel punto en que el camino desembocaba, de manera natural, en otros caminos distintos. Los saltos arbitrarios eran evitados. A lo largo de las dos horas, más o menos, que a diario pasábamos juntos se hablaba de diferentes cosas, y una lista de los asuntos que, por turno, habían pasado por allí ofrecería —en contraste con lo que acabo de decir— un aspecto abigarrado y extravagante. Sin embargo, ese aspecto sería una ilusión óptica; pues si tuviéramos ante nosotros el texto original completo de aquellas conversaciones, o hubiera siquiera una sola acta resumida de ellas, se podría ver que cada una de las cuestiones que abordábamos quedaba agotada y era tratada de manera exhaustiva antes de que pasásemos a otra. No es posible, sin embargo, reproducir el modo como aquello ocurría, a no ser que uno tuviese la osadía —¡empresa absurda!— de escribir El hombre sin atributos de Sonne. Lo que allí apareciera tendría que ser tan preciso y transparente como Musil mismo; absorbería completamente el ser de uno desde la primera hasta la última palabra; estaría tan alejado del sueño como de la oscuridad, y se podría abrir por cualquier sitio sin que su atractivo fuese menor. Musil jamás habría podido llegar a un final; quien una vez se ha entregado al refinamiento de este proceso de precisión queda prisionero de él para siempre; si se le otorgara el don de vivir eternamente, tendría que seguir escribiendo aquello por toda la eternidad. Ésta es la eternidad verdadera, la auténtica eternidad de una obra como ésa; en su propia naturaleza está que esa eternidad se transfiera al lector, éste no se resigna a ningún punto final y continúa leyendo una y otra vez aquello que, de lo contrario, tocaría a su fin. De esto tuve, pues, una doble experiencia viva entonces: la una, en las mil páginas de Musil; la otra, en los cientos de charlas con Sonne. Fue una suerte que ambas coincidiesen; es posible que nadie más haya tenido tal suerte. Pues aunque su contenido espiritual y su talla lingüística no eran incomparables, su intención más íntima era contraria. Musil estaba preso de su empresa; cierto es que disponía de toda libertad de pensamiento, pero también se sentía subordinado a una meta. Fuera lo que fuera aquello que le aconteciese, Musil jamás renunciaba a ello, se sentía cómodo en su propio cuerpo, y a través de él permanecía apegado al mundo. Observaba el juego de quienes se arrogaban el derecho de escribir —aunque él mismo escribía— y calaba su nulidad, que condenaba. Reconocía la disciplina, en especial la de la ciencia, pero tampoco renunciaba a otras formas de disciplina. La obra que Musil emprendió era también una conquista, recuperó un imperio que se había desmoronado, pero no recobró su gloria, su protección, su antigüedad; lo que él recobró fueron, en el plano espiritual, todas las ramificaciones de los caminos mayores y menores de aquel imperio, haciendo de los seres humanos un mapa. La fascinación de su obra puede ser comparada, sin duda, a la que produce un mapa. Sonne, en cambio, no tenía ningún deseo. Sólo en apariencia se mantenía muy alto y erguido. Había pasado ya la época en que había pensado en reconquistar un país. Y yo estaba muy lejos de saber que, además, había emprendido la reconquista de un idioma. No parecía tener apego a creencia alguna, aunque todas ellas se hallaban abiertas ante él. No abrigaba propósitos personales, no hacia la competencia a nadie. Pero sí participaba en los propósitos de los demás, sí meditaba sobre ellos y los criticaba. Y si bien es cierto que el metro utilizado por él para medir las cosas era un metro de máximas dimensiones, y que no podía dar por buenas muchas cosas, y que acaso no aprobara casi ninguna, los juicios que pronunciaba no se referían nunca a las empresas, sino a los resultados. Daba la impresión de ser el más objetivo de los hombres, pero no porque para él fuesen importantes los objetos, sino porque no deseaba nada para sí mismo. Muchos saben qué es la falta de egoísmo; el interés personal que ven a su alrededor los asquea tanto que intentan librarse de él. Mas, en aquellos años vieneses, a uno sólo encontré —a Sonne precisamente— que estuviese completamente libre de interés personal. Tampoco más tarde he tropezado con nadie como él. Por la época en que las sabidurías orientales encontraban innumerables adeptos, por la época en que la renuncia a las metas mundanales se había convertido en un fenómeno de masas, todo esto significaba también una hostilidad contra el espíritu tal como éste se había desplegado en la cultura europea. Los hombres rechazaban todo; la agudeza de espíritu era objeto de especial ludibrio; mediante la renuncia a participar en los asuntos del mundo circunstante, la gente se sustraía también a la responsabilidad frente a ese mundo. A esta gente no le gustaba sentirse culpable de algo con lo que nada quería tener que ver. «Os lo tenéis bien merecido»: ésta fue la actitud que se difundió de un modo extraordinario. Sonne había abandonado —yo desconocía la razón— su actividad dentro del mundo, había renunciado a hacer esfuerzos en favor de él. Pero permanecía dentro del mundo, mediante sus pensamientos estaba ligado íntimamente a cada uno de los fenómenos del mundo. Las manos de Sonne estaban caídas, pero él no le volvía la espalda al mundo; su pasión por éste era perceptible incluso en la bien ponderada justicia de lo que decía. Mi impresión era que, si no hacía nada, era porque no quería ser injusto con nadie. Gracias a Sonne llegué a saber —a saber de modo consciente— en qué consiste la integridad de una persona: consiste en permanecer uno mismo intocado, intocado incluso por las preguntas, consiste en decidir sobre sí mismo sin exponer ni los motivos ni la historia propios. Ni una sola vez me hice yo preguntas sobre la persona de Sonne, él permaneció intangible para mí también en mi pensamiento. Sonne hablaba sobre muchas cosas y no escatimaba juicios cuando algo le desagradaba. Pero nunca busqué los motivos de sus palabras, éstas se apoyaban en sí mismas y estaban netamente deslindadas de su origen. Aun dejando de lado la calidad de las palabras que Sonne decía, esta actitud se había vuelto entonces muy rara. La infección psicoanalítica había hecho progresos; hasta qué punto esto era cierto, yo mismo podía verlo por entonces en Broch. En éste, sin embargo, esto me conturbaba menos que en otras personas más vulgares, pues, como ya he dicho, los sentidos de Broch estaban estructurados de una manera tan peculiar que ni siquiera las explicaciones más banales —que precisamente entonces estaban en boga— habrían perjudicado su especial modo de ser. En aquella época ocurría, en general, lo siguiente: uno no podía decir nada en una conversación sin que lo dicho no quedase invalidado por los motivos, invalidado por unos motivos que la gente tenía siempre a su disposición para utilizarlos como explicación de lo dicho. El hecho de que siempre se encontrasen los mismos motivos para explicarlo todo, el indecible tedio que de ellos se desprendía, la esterilidad que de allí resultaba: nada de esto parecía preocupar a la gente. En el mundo estaban ocurriendo las cosas más asombrosas, pero siempre se las proyectaba sobre el mismo trasfondo insípido; se hablaba de ese trasfondo y se consideraba que, con ello, las cosas quedaban ya explicadas, habían dejado de ser sorprendentes. Un ruidoso coro de ranas estaban croando precisamente allí donde debía intervenir el pensamiento. Completamente libre de esta infección estaba Musil en su obra, y completamente libre estaba también el doctor Sonne en sus conversaciones. Él no me preguntaba nada que rozase la esfera privada. Yo no le contaba nada por propio impulso y me guardaba muy bien de hacer confesiones. Tenía ante mi vista el ejemplo de su dignidad y me comportaba como él. Por muy apasionada que fuese la explicación que se hiciera de las cosas, todo cuanto concernía meramente al doctor Sonne mismo quedaba excluido de aquellas explicaciones. Tampoco faltaban acusaciones, pero a él no le producían ningún placer. Preveía las peores cosas, las expresaba con todo detalle, pero cuando lo pronosticado ocurría, no se alegraba. Para él lo malo continuaba siendo malo, aunque hubiera tenido razón al pronosticarlo. Conocía con más claridad que nadie la marcha de las cosas. Me daría miedo exponer aquí en detalle todas las cosas horribles que ya entonces él sabía. Ponía gran esfuerzo en que no se le notase cuánto lo atormentaba lo que preveía. Se guardaba muy bien de amenazar o de castigar a uno con tales cosas. Su consideración con el oyente estaba adaptada a la susceptibilidad de éste, que él no desconocía. No ofrecía recetas, aunque conocía muchas. Era tan decidido como si tuviera que dictar una sentencia; pero con un simple movimiento de la mano sabía excluir del juicio a la persona sentada frente a él. Y así, habría que hablar de algo más que de consideración, habría que hablar de su delicadeza. Hasta el día de hoy me sigue causando asombro la unión de ésta con un rigor inexorable. Sólo hoy sé que jamás hubiera logrado emanciparme de Karl Kraus sin mi cotidiana reunión con Sonne. El rostro era el mismo: ¡cuánto me gustaría poder ofrecer mediante fotografías (que no existen) una representación visual del parecido de aquellos rostros! Pero al mismo tiempo había —no sé cómo lograr que esto parezca creíble—, al mismo tiempo había allí también otro rostro, un rostro que había aparecido ante mis ojos —tres años después de que apareciera el de Karl Kraus— en forma de mascarilla funeraria: el rostro de Pascal. En este rostro la cólera había devenido dolor; y uno está signado por el dolor que a sí mismo se ocasiona. La combinación de estos dos rostros: el rostro del fanático profético y el del hombre paciente, capaz de cernerse por encima de todo lo que a un espíritu le es posible sin volverse por ello altanero, esa combinación me libró de la dominación del fanático sin quitarme, empero, lo que de él había recibido, y me llenó de respeto por lo que para mí era inalcanzable. En Pascal había presentido yo esto, en Sonne lo tenía delante de mí. Sonne se sabía de memoria muchas cosas, como ya he dicho. Completa tenía la Biblia, era capaz de citar en hebreo cualquier pasaje bíblico, citarlo sin titubeos y sin tener que recapacitar. Era reacio a estas hazañas mnemotécnicas, y nunca las convertía en ocasión para lucirse. Hacía ya más de un año que lo conocía cuando expuse una objeción al alemán de la traducción de la Biblia realizada por Buber; él no sólo se mostró de acuerdo con esta objeción mía, sino que, mencionando un gran número de ejemplos, entró en pormenores relativos al texto original hebreo. Su manera de decir y de interpretar numerosos párrafos breves hizo que de repente la venda se me cayese de los ojos: me di cuenta de que Sonne tenía que ser un poeta, y serlo precisamente en esta lengua hebrea que hacía comparecer ante mí. No me atreví a hacerle ninguna pregunta acerca de este asunto, pues si él eludía hacer aclaraciones sobre algo, yo evitaba hurgar más en ello. Esta vez, sin embargo, mi tacto no consiguió impedirme interrogar sobre aquella cuestión a otras personas que habían conocido a Sonne muchos años atrás. Me enteré —y daba la impresión de que aquello se había convertido desde hacía algún tiempo en un secreto—, me enteré de que Sonne era uno de los fundadores de la nueva poesía en hebreo. Muy joven, a los quince años, Sonne había escrito, bajo el nombre de Abraham Ben–Yitzhak, unas cuantas poesías en hebreo que los conocedores de ambas lenguas, el hebreo y el alemán, comparaban con Hölderlin. Había sido un número muy escaso de poemas, tal vez ni siquiera doce, parecidos a himnos, y de tal perfección que ya se contaba a su autor entre los maestros del idioma revitalizado. Pero, añadieron, había abandonado enseguida aquella labor; desde entonces ningún poema suyo había vuelto a llegar al público. Se tenía la opinión de que Sonne se había vedado a sí mismo, a partir de aquel momento, escribir poesías. Él nunca hablaba de aquello, de igual modo que guardaba un silencio inviolable sobre muchas otras cosas. Me sentí culpable de haberme enterado de aquello contra su voluntad y durante una semana dejé de ir al café Museum. Sonne se había convertido para mí en un sabio como jamás lo había visto en vivo, y lo que había oído decir sobre las poesías de su juventud, por muy honroso que fuese, era como una disminución de aquella sabiduría. Sonne disminuía porque había hecho algo. Pero había hecho muchas más cosas, y también de ellas me fui enterando por azar y poco a poco. De todas ellas se había apartado; y aunque no encontré nada que él no hubiera hecho magistralmente, nada había resistido, sin embargo, a sus objeciones, y él, por rigurosos motivos de conciencia, lo había abandonado. Sin embargo, y para hablar sólo de lo primero, había continuado siendo, sin el menor género de duda, un poeta. ¿En qué consistía la magia de su hablar, la exactitud y encanto con que sabía encontrar su camino en los temas más difíciles, sin excluir (a excepción de su persona) nada que mereciera ser considerado y sabiendo orientar su mirada del modo más preciso hacia lo que era menester ver, sin identificarse con ello? ¿En qué se basaba ese dominio del espanto que él también sentía, su escondida comprensión de cada emoción de la persona a quien hablaba, la delicadeza de su deferencia? Pero ahora yo sabía que Sonne había tenido prestigio también como escritor, como poeta, y que había arrojado lejos de sí aquel prestigio, mientras que yo trataba de obtener para mí un prestigio del que aún carecía. Me avergonzaba de que no me gustase renunciar al prestigio, y me avergonzaba de haberme enterado de esto: que Sonne había sido en una ocasión algo grande que ya no consideraba tal. ¿Cómo enfrentarme ahora a él sin preguntarme por el motivo de ese desdén? ¿Acaso él me desaprobaba porque el escribir tenía tanta importancia para mí? Él no había leído nada de mí, no existía impreso ningún libro mío, únicamente podía conocerme por nuestras conversaciones, y en ellas casi todo el peso lo llevaba él, y yo muy poco. No ver a Sonne era casi insoportable, yo sabía que a aquella hora él estaría allí sentado, tal vez mirando la puerta giratoria para ver si yo llegaba. De día en día iba notando que no iba a poder soportar pasarme sin él. Tenía que recobrar el coraje para presentarme ante sus ojos sin mencionar lo que ahora sabía y reanudar nuestra conversación allí donde la habíamos dejado interrumpida la última vez. Y, por lo demás, renunciar a conocer su opinión sobre el contenido de mi vida hasta que estuviera impreso el libro, un libro que yo quería someter a su juicio, nada más que al suyo. Me era conocida la intensidad que poseen las obsesiones, la incisividad que tienen las cosas que se repiten una y otra vez, sabía lo que eran las cosas ejercitadas y practicadas mil veces y que, sin embargo, nunca pierden su fuerza: con esto www.lectulandia.com - Página 124 precisamente era con lo que Karl Kraus producía su efecto. Y allí estaba yo ahora sentado al lado de un hombre que llevaba el rostro de Karl Kraus, que no era menos riguroso que él, pero que era un hombre sosegado, pues en él no había fanatismo ninguno y no deseaba subyugar a nadie. Era un espíritu que no menospreciaba nada, que atendía con igual energía concentrada a cualquier clase de experiencia. También él afirmaba que el mundo estaba escindido entre el bien y el mal, jamás quedaba ninguna duda sobre lo que era bueno y lo que era malo. Pero tomar una decisión sobre eso, y, en especial, decidir sobre la propia manera de reaccionar ante el bien y el mal, eso era algo que quedaba reservado a uno mismo. Nada era atenuado, ni embellecido, todo era expuesto con una claridad que uno, sobresaltado, pero también un poco avergonzado, sentía como un regalo, y que lo único que reclamaba era oídos abiertos. A uno se le hacía gracia de la acusación. Hay que tener en cuenta la violencia con que incidían en uno las inacabables acusaciones de Karl Kraus, tener presente cómo aquellas acusaciones penetraban en uno y lo dominaban, sin volver a abandonarlo nunca más (todavía hoy descubro las heridas que tales acusaciones produjeron en mí, no todas se han curado y convertido en cicatrices). Eran acusaciones que poseían toda la fuerza propia de las órdenes; y como de antemano las daba uno por buenas y nunca intentaba esquivarlas, tal vez hubiera sido mejor que hubiesen poseído la perentoriedad propia de las órdenes; entonces habrían sido ejecutables y de ellas no habrían quedado dentro de uno más que los aguijones, aunque tampoco esto habría sido fácil. Pero los apelmazados principios de fortificación de Karl Kraus estaban como tapiados, y por ello reposaban sobre uno, pesados e inmanejables, cual totalidades; eran una carga paralizante, que uno arrastraba consigo por todas partes. Y aunque, gracias a mi brega durante el año en que había estado trabajando en la novela, y gracias a la erupción, más tarde, de la obra teatral, me había ido emancipando de muchas de aquellas cosas, subsistía siempre el peligro de que mis guerras de liberación fracasaran y yo acabase siendo víctima de una seria servidumbre psíquica. La liberación llegó gracias a aquel rostro que guardaba un parecido tan grande con el del opresor, pero que decía todo de un modo distinto, con más complejidad, con más riqueza y más ramificaciones. En lugar de Nestroy y de Shakespeare, recibí la Biblia, pero ésta no era algo coercitivo, sino que era uno entre innumerables objetos. También ella estaba intacta, se hallaba presente en su exacto texto original. Cuando a propósito de algo pasábamos a hablar de la Biblia, a mis oídos llegaba un largo pasaje que no comprendía, y acto seguido llegaba también, frase tras frase, una traducción iluminadora, pero razonada en cada uno de sus pormenores, una traducción realizada por un poeta, una traducción por la que el mundo entero me habría envidiado. Yo era el único que recibía aquella traducción, y sobre ella no hacía ninguna pregunta; la recibía tal como allí aparecía. Como es natural, recibía también otras cosas, en forma de citas; muchas de éstas me eran conocidas, y tampoco www.lectulandia.com - Página 125 respecto de ellas tenía yo el sentimiento de que constituyesen la esencia auténtica, la esencia de la niñez y de la sabiduría de quien hablaba. Sólo entonces se me hicieron próximos los profetas de la Biblia en su texto original, aquellos profetas de los que había tenido una experiencia viva quince años atrás, en los frescos de Miguel Ángel. Tan intensa había sido la impresión que me dejaron aquellas figuras que me mantuvieron alejado de las palabras de los propios profetas. Fue entonces, en el café Museum, cuando conocí a aquellos personajes, los conocí de boca de un solo hombre, como si él fuese todos ellos juntos. Sonne se parecía a aquellos personajes, aunque se parecía no pareciéndose: no se parecía a ellos en cuanto fanático, sino en cuanto alguien lleno del tormento de lo venidero. Sobre esto hablaba conmigo, aparentemente sin ninguna emoción; le faltaba en todo caso la emoción única, la emoción más espantosa de los profetas, que quieren tener razón aunque anuncien las peores cosas. Sonne habría dado hasta el último aliento de su vida por no tener razón. Veía la guerra, a la que odiaba, veía su decurso. Conocía el modo de impedirla. Y qué no hubiera dado él por invalidar su terrible predicción. Después de que nos separásemos, tras cuatro años de amistad —él se fue a Jerusalén, yo a Inglaterra, nunca cruzamos una carta—, ocurrió paso tras paso, en cada uno de sus pormenores, lo que él me había predicho. Los acontecimientos me afectaban doblemente, pues me fue dado experimentar en vivo lo que ya conocía por boca de Sonne. Todo aquello lo llevaba yo dentro de mí desde mucho tiempo atrás, y ahora se hacía verdad de forma despiadada. Mucho después de que Sonne muriera supe el motivo por el que, al caminar, adoptaba una postura más que erguida, casi tiesa. Cuando era joven se había caído del caballo mientras cabalgaba, creo que en Jerusalén, y se había lesionado la columna vertebral. Desconozco el modo mediante el que logró sanar y tampoco sé si, más tarde, se veía obligado a llevar incorporado siempre algo que sostuviera su espalda. Pero tal era la causa de aquella postura que muchos, con exageración poética, llamaban lo «regio» en él. Cuando me traducía salmos o sentencias del Libro de la Sabiduría me parecía un poeta rey. Lo más asombroso de aquel hombre era que, siendo a la vez profeta y poeta, pudiera desaparecer tan completamente como para, oculto tras los periódicos, no hacerse notar, pero en cambio él mismo notase todo lo que ocurría a su alrededor —esta falta de color, podríamos decir—, y que viviese sin exigir nada. De aquellas conversaciones mantenidas en el café Museum he puesto aquí de manifiesto un solo tema, el bíblico. Como no voy a enumerar los demás, podría parecer que Sonne era uno de esos que hacen ostentación de su judaísmo. Ocurría exactamente lo contrario. No usaba la palabra judío ni para referirse a sí mismo ni para referirse a mí. Era una palabra que él dejaba tranquila. Era indigna de Sonne, y eso tanto si la entendemos como una reivindicación como si la concebimos como el blanco de jaurías llenas de odio. No hacía ningún alarde de la tradición, pero estaba henchido de ella. No se atribuía a sí mismo, como mérito, las maravillas de la Tradición, que él conocía como nadie. A mí me parecía que no era creyente. El respeto que sentía por todos los seres humanos le impedía excluir de su pleno derecho a la humanidad a ninguno de ellos, ni siquiera a los más bajos. Era en muchos aspectos un modelo; desde que lo conocí, nadie ha podido ya ser para mí un modelo. Lo era a la manera como tienen que serlo los modelos si es que han de producir su efecto. Entonces, hace cincuenta años, me parecía inalcanzable, e inalcanzable ha seguido siéndolo para mí. La Operngasse A Anna la visitaba mucha gente en su taller, situado en la planta baja del número 4 de la Operngasse. Aquel taller se hallaba en el centro de Viena. El verdadero centro de aquella ciudad era, en efecto, la Ópera, y parecía justo que la hija de Mahler, tras haberse librado definitivamente de las cadenas de su matrimonio, viviese justo allí donde su padre —el verdadero emperador de Viena, el emperador de la música— había ejercido su dominio. Quien conocía a la madre de Anna y era recibido en la villa de la Hohe Warte sin desear nada para sí mismo, quien era suficientemente famoso como para necesitar un descanso en medio de sus éxitos, iba gustoso, en las pausas de su actividad, a ver a Anna. Había también, con todo, otra cosa que atraía a los visitantes, y eran las cabezas— retratos que de ellos hacía Anna. Las gentes ilustres que a Alma le gustaba atar a su propia persona —su colección—, de entre las cuales elegía de vez en cuando a una, bien para el matrimonio, bien para el disfrute, eran rebajadas en el taller de Anna, o tal vez sería mejor decir enaltecidas, a un museo de retratos. A quien era suficientemente conocido se le pedía su cabeza, pocos eran los que no la cedían de buena gana. Y así uno encontraba con frecuencia a gentes que estaban allí sentadas, entregadas a animadas charlas, mientras Anna modelaba su cabeza. Mi visita no era, tampoco en esas ocasiones, indeseada, pues yo entablaba con la gente conversaciones que beneficiaban el trabajo de Anna; sin duda le gustaba oír cosas mientras modelaba. Muchos opinaban que su verdadero talento estaba precisamente en ese campo, en el modelado. Voy a mencionar a algunas de las personas que acudían al estudio de Anna y a hacer con ellas algo así como mi propia galería. A muchas de ellas las había visto antes, bien en la Maxingstrasse, bien en la Hohe Warte. Entre éstas se hallaba Zuckmayer, del que también hizo Anna una cabeza. Zuckmayer acababa de regresar de Francia y contaba sus impresiones de aquel país. Sabía narrar de un modo vivaz, chispeante y dramático. En aquella ocasión se trataba de lo siguiente: en Francia, llegase uno a donde llegase, veía a monsieur Laval en todas partes. Era la persona más conspicua, era el rostro universal. Se disponía uno a entrar en un restaurante y todavía estaba en la puerta cuando ¿quién venía hacia nosotros? ¡Monsieur Laval! En el café, que estaba repleto de gente, andaba uno buscando un sitio, ¿y quién se levantaba para irse, de modo que uno podía ocupar su puesto? ¡Monsieur Laval! Uno acompañaba a su esposa a hacer compras en la Rué de la Paix: ¿y quién estaba detrás del mostrador? ¡Monsieur Laval! Y así había otras muchas historietas sobre los encuentros con monsieur Laval. Era el personaje público, era el fiel trasunto de los franceses. Tal como se desarrollaron luego los acontecimientos, hoy esto parece mucho más ominoso que entonces. Entonces tenía algo de bufonada y su teatralidad se basaba más bien en la cordial tosquedad del narrador. El clou del asunto estaba en la repetición: uno tropezaba siempre, de cien formas distintas, con la misma persona, todos eran ella, y ella era todos. Pero en ninguno de aquellos encuentros se tenía la sensación de tropezar con un monsieur Laval real, sino con Zuckmayer, cual si éste, en el escenario, se hubiera disfrazado de Laval. Zuckmayer era el único que hablaba y no se preocupaba de quién le estaba escuchando. Además de Anna, yo era el único que estaba presente y tenía la sensación de ser muchos oyentes. Así como un solo Zuckmayer representaba el papel de muchos Laval, así yo solo representaba el papel de muchos oyentes. Yo era, también, ellos, y todos ellos, que eran yo, se asombraban de la increíble banalidad que el narrador desparramaba a su alrededor. Era una atmósfera como la de una noche de carnaval, allí no acontecía nada realmente malo, allí todo lo malo se transformaba en otra cosa mediante la comicidad. Y cuando hoy vuelvo a representarme aquella vivaz historieta de Laval, lo que más me llama la atención en ella es hasta qué punto el carácter siniestro de aquel personaje se transmutaba, para Zuckmayer, en una comicidad provocada por las situaciones. En el taller de Anna me encontré asimismo con personajes que subyugaban por su belleza, por una belleza que era también de un tipo muy puro, tal como se había encarnado para mí en las mascarillas funerarias. El rostro de Víctor de Sabata, el director de orquesta, me conmovió. Dirigía en la Ópera del Estado, y entre ensayo y ensayo se daba una vuelta por el taller de Anna. La Ópera estaba a dos pasos de distancia, sólo se necesitaba cruzar la Operngasse para llegar al taller, que era como una dependencia más del teatro. Esto es lo que De Sabata tenía que sentir, pues venía del atril de Mahler. Le bastaba dar unos pocos pasos para encontrarse al lado de la hija de Mahler. Y el hecho de que ésta fuera la que daba base a las pretensiones de eternidad de su rostro era algo que no sólo tenía sentido, sino que además constituía, a mi parecer, la coronación de la vida de Victor de Sabata. A veces yo estaba en el taller cuando aparecía él, una figura alta que, pese a su prisa, tenía algo como de sonámbulo, un rostro muy demacrado, con la belleza propia de un muerto, pero de un muerto que no se parecía a nadie, aunque sus rasgos eran muy normales. Parecía que De Sabata caminase con los ojos cerrados; sin embargo, aquellos ojos miraban, y cuando se posaban en Anna había en ellos una especie de serena alegría. No considero un mero azar el hecho de que De Sabata fuera una de las mejores cabezas modeladas por Anna. También en la Operngasse fue modelada entonces la cabeza de Werfel. A éste sin duda le agradaba mucho que hicieran su retrato en un sitio tan próximo al lugar donde se cantaban las grandes arias. Le gustaba estar sentado en aquel sitio: era un taller muy sencillo, lejos de la lujosa villa de la Hohe Warte y lejos también del palais de su www.lectulandia.com - Página 129 editor en la Maxingstrasse. Yo evitaba el taller cuando sabía que Werfel iba a ir. Pero también me presentaba a veces sin anunciarme, me gustaba mucho hacerlo, y entonces me tropezaba con Werfel, sentado en el pequeño patio protegido por un techo de cristal. Werfel me devolvía el saludo, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, y yo tampoco manifestaba ningún rencor por lo que me había hecho. Él era incluso tan altruista que me preguntaba qué tal me iba, y enseguida llevaba la conversación al tema de Veza, cuya belleza admiraba. En una de las reuniones celebradas en la Hohe Warte se había arrodillado ante ella y había cantado —cantado realmente— hasta el final, apoyado siempre en una rodilla, un aria de amor. No se puso de pie hasta convencerse de que su número le había salido tan bien como a un tenor profesional. Tenía buena voz. Werfel comparaba a Veza con Rovina, la famosa actriz de la Habimah, que había representado también en Viena el papel de la protagonista, el papel de la poseída, en Dybbuk. Todos habían quedado embelesados por su representación. Veza no habría podido oír nada mejor acerca de sí misma, pues poco a poco se había ido cansando de que la comparasen siempre con una andaluza. Cuando decía aquello, Werfel parecía creerlo de veras, aquellas palabras no eran un mero cumplido. Probablemente creía de veras lo que decía, y acaso fuera esta una de las razones por las que producía un efecto equívoco sobre gentes de natural crítico. Quien intentaba defender a Werfel, a pesar de la repulsión que inspiraba, lo llamaba «una garganta maravillosa». Era extraño verlo allí sentado, sencillamente sentado, sin que estuviese haciendo nada especial. Uno estaba habituado a oírlo predicar o cantar; una cosa se transformaba fácilmente en la otra. Al conversar, llevando siempre la voz cantante, Werfel permanecía de pie. A menudo era ocurrente, pero enseguida estropeaba sus ocurrencias usando demasiadas palabras. Uno hubiera deseado reflexionar sobre algo y hubiera necesitado una pausa, un instante, uno solo, nada más que un instante de silencio. Pero ya llegaba el diluvio de palabras, arrastrando todo consigo. Werfel consideraba importante todo lo que salía de su boca, decía lo más estúpido con igual énfasis que lo insólito y sorprendente. Si no sentía una cosa, era incapaz de decir nada. Esto era algo que se correspondía con su naturaleza, pero también brotaba de su convicción más honda. Lo que diferenciaba a Werfel de un predicador era su proximidad al canto; sin embargo, igual que un predicador, era más él mismo cuando hablaba de pie. Escribía sus libros de pie ante un atril. Consideraba sus elogios manifestaciones de altruismo. Detestaba el saber, lo mismo que detestaba la reflexión. Para no tener que reflexionar se lanzaba enseguida a hablar. Había tomado de otros muchas cosas que eran realmente importantes, y por esto a menudo parecía como si él mismo fuera la fuente de grandes cosas. Por culpa del sentimiento decía montones de disparates; había en él, que era muy gordo, un cloqueo de amor y de sentimiento. Uno esperaba que hubiera pequeños charcos alrededor de Werfel, y era casi decepcionante ver que en torno a él todo permanecía tan seco como alrededor de los demás. No le gustaba estar sentado, salvo cuando escuchaba música: entonces era muy voraz, pues en aquel importante momento se estaba atiborrando de sentimiento. A menudo me he preguntado qué le habría sucedido a Werfel si no hubiera sido posible oír en ningún lugar del mundo, durante tres años seguidos, una sola ópera. Creo que habría adelgazado y decaído, que habría sufrido hambre, y que, antes de que llegase lo peor, habría prorrumpido en lamentaciones. Otros se alimentan de saber, una vez que han conseguido ese saber con mucho esfuerzo; él se alimentaba de sonidos, que adquiría mediante el sentimiento. De la fea cabeza de Werfel logró Anna sacar una obra excelente. Las cosas grotescas, si no venían disfrazadas con un vestido de fábula, la asustaban; por ello exageró la rechonchez de la cabeza de Werfel, una cabeza que se componía principalmente de grasa, y le otorgó —la había hecho de tamaño superior al natural— un ímpetu que no poseía. La cabeza de Werfel no hacía mal papel entre las otras cabezas de grandes hombres dispersas por todas partes en el taller de Anna y que se multiplicaban con rapidez. Su cabeza no podía ser como la de Victor de Sabata —ésta era hermosa como la mascarilla funeraria de Baudelaire—, pero se la podía colocar muy bien junto a la de Zuckmayer. Entre los visitantes de Anna hubo también —para mí— grandes sorpresas: de igual modo que mucha gente que tenía cosas que hacer en la Ópera se sentía atraída hacia el taller de Anna —una atracción, desde luego, muy comprensible y legítima—, así también aparecían por allí gentes que venían de la Kartnerstrasse, en donde hacían sus compras. Un día me encontraba allí y había comenzado a contar algo a Anna cuando entraron como un vendaval Frank Thiess y su esposa; llevaban unos abriguitos claros de lana ligera, y de los dedos de sus manos, de cada uno de ellos, les colgaban paquetitos, cositas livianas, diminutas, como ligeras muestras de productos caros, todas ellas de formas diferentes. Cuando daban la mano era como si diesen a elegir regalos. Pero pidieron excusas, tenían que marcharse enseguida, y no se desprendieron de los regalos. Thiess hablaba muy deprisa, en un alemán pronunciado con un deje del norte, con una voz bastante aguda. Realmente no tenían tiempo, dijo, pero no habían podido pasar por allí cerca sin entrar un momento a saludar a la artista. En otra ocasión verían con calma las cosas que allí había, añadió. Y luego, a pesar de la prisa, siguió un diluvio de palabras, todo lo que les había ocurrido en los establecimientos de la Kartnerstrasse. Yo jamás había estado en aquellas tiendas, la narración me sonaba como el relato de una expedición exótica, era más un apresurado flujo de palabras que un relato, todo ello de pie, pues, claro está, no tenían tiempo para desembarazarse ni de los paquetitos ni de los abrigos. Sin embargo, Thiess daba un ligero impulso a los paquetitos, que atestiguaban así que se estaba hablando de la tienda de la cual procedían. Pronto los paquetitos se balanceaban como marionetas colgadas de los dedos de Thiess. Todo se hallaba muy perfumado. En pocos minutos la pequeña habitación junto al patio del taller a la que Anna solía llevar a los visitantes se llenó de olores exquisitos, aromas que no provenían de los paquetitos, www.lectulandia.com - Página 131 sino de las vicisitudes de la compra. No se habló de otra cosa, sólo se mencionó a la madre de Anna —con un homenaje lanzado a la ligera. Y cuando se marcharon — para despedirse ya no alargaron, por precaución, los paquetitos—, cabía preguntarse si por allí había pasado alguien. Anna, que no gustaba de emplear palabras desdeñosas, se acercó a su escultura y le dio un golpe. A ella no le era tan ajeno como a mí el mundo de las compras que acababa de entrar y salir de su taller como una tromba, conocía aquel mundo a través de su madre, a la que con frecuencia había acompañado a la Kártnerstrasse y también al Graben. Era un mundo que Anna odiaba, y al abandonar a su marido —que su madre le había endosado por razones de política familiar—, había abandonado también ese mundo. Anna se había librado de toda obligación de recibir gente, cosa que sí tenía que hacer en la Maxingstrasse. Ahora ya no se veía forzada a tener miramientos con ningún grupo. No perdía el tiempo, no estaba sometida a ningún control. Si algo la molestaba, echaba mano de los cinceles. Quería que su trabajo fuese lo más difícil posible. Lo que ella había aprendido de Wotruba —a quien en el fondo nada la unía— era esto: un ansia de monumentalidad, porque esta exigía el trabajo más arduo. Una tensión voluntariosa, en la parte inferior de su rostro, le daba un gran parecido con su padre. El hecho de que Thiess la visitase era como una muestra de urbanidad. Tal vez ignorase que nada tenía que decirle. Él mismo era capaz de ejecutar ante cualquiera sus rápidas escalas, siempre en la zona alta. Pero su editor era Paul Zsolnay, al que Anna había abandonado por última vez. El hecho de que, en medio de los muchos alicientes de la Kártnerstrasse, Thiess hiciese una fugaz visita de cumplido a Anna era una muestra de afecto y una especie de declaración de neutralidad. Estaba contento de su aspecto y acaso sabía que de sus dedos colgaba todo lo que Anna había perdido al huir de Zsolnay. Sólo gentes realmente «libres», que fueran lo suficientemente famosas y cuyas obras se leyesen mucho —es decir, sólo gentes que no dependiesen de la editorial de Zsolnay, pues cualquier otra las hubiese acogido con mucho gusto— podían permitirse el lujo de rendir homenaje a Anna mediante una visita. La gente entraba y salía, y luego se comentaba en todas partes quién había estado en el taller. Los sujetos que eran tenidos por lacayos de la editorial preferían no aparecer. Muchos que antes habían adulado a Anna y que habrían dado cualquier cosa por ser invitados a sus reuniones, ahora la evitaban y se guardaban bien de aparecer por la Operngasse. Hubo otros que de repente comenzaron a hablar mal de ella. A la madre —que ejercía una gran influencia sobre todo lo que atañese a la música en aquella ciudad— se la dejaba en paz, pese a que de cada uno de sus poros rezumaba cálculo interesado y política de poder familiar. Anna se enfrentó a las habladurías del mundo, era valerosa y continuó siéndolo siempre. En el pequeño taller de la Operngasse se construyó su propio museo de cabezas famosas. Esto era legítimo cuando una cabeza le salía bien, lo que ocurría no raras veces. No sospechaba hasta qué punto eso era, además, un reflejo de la vida de su madre. Lo que a ésta le interesaba era el poder, el poder en cualquiera de sus formas, en especial la fama y el dinero, y el poder que otorga placer. Anna tenía, por el contrario, como centro de su ser algo más importante, a saber: la enorme ambición de su padre. Quería trabajar y quería que su trabajo fuese lo más difícil posible. En Wotruba, su profesor, encontró precisamente ese trabajo duro, largo y pesado que necesitaba. Frente a sí misma no alegaba la excusa de ser mujer, estaba resuelta a trabajar tan duramente como aquel hombre fuerte y joven que le daba clases. Nunca se le habría ocurrido pensar que el modo de trabajar de Wotruba estaba determinado por un destino diferente. Anna no establecía diferencias de origen. Y mientras que su madre pronunciaba la voz proleta con el mismo desprecio que sentía por los esclavos —cual si el «proleta» constituyese algo situado fuera de las categorías humanas, algo necesario y que se podía comprar y, a lo sumo, también utilizar para el amor, en el caso de una persona excepcionalmente bella—, mientras que su madre se complacía en ensalzar a quienes ya estaban en lo alto, Anna no hacía ninguna, absolutamente ninguna diferencia entre los seres humanos; ni el origen ni la posición social significaban nada para ella, lo único que le importaba eran los seres humanos en sí mismos. Pero quedó de manifiesto que esta mentalidad noble y hermosa no basta; para conocer el valor de los seres humanos es preciso no sólo hacer experiencias con ellos, es preciso también tenerlos en cuenta. El sentimiento de libertad era muy importante para Anna, y la razón principal por la que ésta se deshacía con rapidez de cualquier relación. Era tan fuerte aquel sentimiento que uno habría podido pensar que ninguna relación nueva entablada por ella era seria y que, desde el comienzo, estaba concebida para durar poco. A esto se contraponía el que Anna escribiera cartas «absolutas» y, en especial, aguardara declaraciones «absolutas». Tal vez daba más importancia a las cartas que uno le escribía que al amor mismo, tal vez lo que más la fascinaba fueran las historias que uno le contaba. Yo la visitaba a menudo, sobre todo desde que tenía su taller en la Operngasse, y le informaba de todo aquello de que me ocupaba. Iba desplegando ante ella las cosas que ocurrían en el mundo y las cosas que yo mismo inventaba. Cuando yo estaba colmado de Sonne podía ocurrir que le comunicase cosas muy serias, y ella siempre me escuchaba y parecía embelesada. Cuando realicé lo que en otros casos me pensaba durante mucho tiempo y llevé a Sonne a su estudio para que la conociese — la hija de Gustav Mahler suscitaba su interés—, cuando presenté a Anna lo mejor que para mí había en el mundo, aquel hombre, el más dulce de todos, y lo hice con el respeto que le debía y que no ocultaba ni ante ella, Anna reaccionó con grandeza de alma, la más bella de sus cualidades: tomó a Sonne como lo que era, lo admiró —a pesar de su ascética apariencia—, lo escuchó tal como solía escucharme a mí, pero con el grado de solemnidad que yo esperaba de ella, y le rogó que volviese. Cuando volví a verla a solas, Anna elogió a Sonne, le parecía más interesante que la mayoría de las personas, y más tarde me preguntó varias veces cuándo volvería. Acerca de las cabezas modeladas por ella me había dicho Sonne cosas muy inteligentes, que yo le comuniqué; hasta en sus grandes esculturas descubría un fresco anhelo romántico. Lo trágico todavía le estaba vedado a Anna, dijo; no tenía nada en común con Wotruba, pues estaba afectada por la música, de la que aquél se hallaba enteramente libre. Eran las suyas, propiamente, añadió, esculturas que pertenecían a la música de su padre, a muchas partes de esa música, esculturas esculpidas más a golpes de voluntad que de inspiración. No podía aún decirse qué saldría de aquello, fue su comentario; tal vez mucho, si hubiera una ruptura en su vida. Sonne habló con benevolencia, era consciente de que Anna significaba mucho para mí y por nada del mundo me hubiera lastimado. Pero por su forma de situar en el futuro la esperanza en el trabajo de Anna supe que todavía encontraba muy poca originalidad en aquellas esculturas. En cambio sí tenía cosas positivas que decir sobre las cabezas. Le gustaba especialmente la de Alban Berg. La de Werfel, por el contrario, la encontraba inflada, inflada como sus novelas sentimentales, que aborrecía, y dijo: aquí Anna ha quedado contagiada por Werfel y en su cabeza ha exagerado hasta lo que hay en él de vacuo y patético, y lo ha exagerado hasta tal punto que muchos que conocen su cabeza real, sumamente fea al natural, lo tendrían, en el retrato, por una persona importante. Anna escuchaba a Sonne tal como yo lo escuchaba. Jamás lo interrumpía, nunca le hacía preguntas, siempre le parecía corta la charla. Cuando iba a visitarla, Sonne no permanecía en el taller mucho más de una hora. Era cortés, y, rodeado como se hallaba de piedra, polvo y cinceles, suponía que ella deseaba trabajar. En las herramientas veía la resolución de trabajar de Anna, no hubiera necesitado de ninguna de sus esculturas para adivinarlo. Quedó muy conmovido por la semejanza que la parte inferior de la cabeza de Anna —la parte representativa de la voluntad— tenía con la cabeza de su padre. Únicamente en esto se veía que era hija suya, pues en lo demás —los ojos, la frente, la nariz— no tenía ningún parecido con él. Cuando más bella estaba era cuando escuchaba a Sonne sin moverse, con los ojos muy abiertos, emocionada y colmada exclusivamente por lo que oía, una niña a la que las disquisiciones serias, secas a veces, y en todo caso detalladas, se le convertían en cuentos. Y ahora estaba allí él, cuyas palabras tenían para mí la misma importancia que tenía la Biblia cuando la explicaba delante de mí, y yo escuchaba aquellas cosas enteramente distintas que Sonne decía para Anna, y podía contemplar sin turbación cómo ella le escuchaba con toda atención. Entonces —esto era lo que yo sentía— Anna no se hallaba ya en el mundo de su madre, entonces estaba más allá del éxito y de la utilidad. Yo sabía que, en su esencia, ella era más delicada y más noble que su madre, sabía que no era ni posesiva ni mojigata. Pero el juego de poder de la vieja gorda la había forzado una y otra vez a enredarse en situaciones que nada tenían que ver con ella, que no iban con ella, en situaciones en las que se veía constreñida a actuar según las normas que le dictaban, una muñeca colgada de pérfidos hilos. Sólo en su taller se veía liberada de todo aquello, tal vez por esto se aferrase con tanta fuerza a su trabajo. Era lo último que su madre la habría incitado a hacer, pues comparado con el esfuerzo que exigía, eran pocos los réditos que procuraba. Me parecía, sin embargo, que en mi presencia Anna no era enteramente libre —pues aunque ella deseaba que la visitase, todo dependía de un esfuerzo inacabable, de mi capacidad inventiva. Y yo era tan consciente de esto que no me habría permitido quedarme junto a ella si no se me hubiera ocurrido nada que contarle. Cuando me parecía más libre era cuando yo llevaba a Sonne a su taller. Entonces Anna se entregaba, sin titubeos ni afectación, a una enseñanza cuya profundidad y pureza captaba, a una enseñanza que no le era de ningún provecho, que no podía utilizar, y que tampoco a nadie de la corte de su madre le habría impresionado, pues nada significaba para ellos el nombre de Sonne. Y como Sonne no quería tener ningún nombre, y precisamente por ello no lo tenía, ni siquiera lo habrían invitado. Cuando, tras haber pasado una hora en el taller de Anna, Sonne se levantaba y se marchaba, yo me quedaba un rato más. Seguramente él pensaba que yo deseaba quedarme. Pero lo único que me retenía era el pudor. Me parecía impertinente acompañarlo. Yo lo había llevado allí en su condición de ser especial, era una especie de alabardero que le señalaba el camino. Pero ahora él conocía el camino y deseaba retirarse. Nadie tenía derecho a importunarlo en esto. Aun cuando se marchara, continuaba entregado al pensamiento y proseguía a solas consigo mismo la conversación iniciada. Yo lo habría acompañado si él hubiera manifestado ese deseo. Sonne era demasiado deferente para hacerlo. Me consideraba un ser privilegiado por frecuentar a menudo aquel taller. Pero esto era todo lo que él sabía. No se me hubiera ocurrido decirle nada más acerca de una cosa tan privada. Acaso barruntara que yo estaba completamente abatido. No lo creo; jamás intentó consolarme a su manera inimitable, describiendo una situación en apariencia enteramente diferente, pero que habría sido la mía propia, sólo que traspuesta. Me quedaba, pues, y cuando al día siguiente volvíamos a reunimos en el café Museum, él no pronunciaba sobre la visita ni una sola palabra. Tras su marcha yo no me demoraba mucho. Tan sólo aguardaba a que estuviera fuera del alcance de la vista, y luego inventaba cualquier excusa para despedirme. Anna y yo jamás comentamos nada sobre Sonne. Éste siguió siendo intocable.
Avraham Sonne |
Después de aquellos estimativos cálculos preliminares llegaba siempre el instante en que el doctor Sonne abordaba algún tema y comenzaba a hablar sobre él de un modo exhaustivo y pertinente. Jamás se me hubiera pasado por la cabeza interrumpirlo, ni siquiera con preguntas, cosa que me gustaba mucho hacer con otras personas. Yo renunciaba a cualquier reacción externa, cual si fuera una máscara que no me sentase bien, y escuchaba con una atención muy tensa. Olvidaba que quien estaba hablando era un ser humano; yo no estaba al acecho de las peculiaridades de su forma de hablar, él no se convirtió jamás para mí en un personaje, era lo contrario de un personaje. Si alguien me hubiera invitado a hacer una imitación de él, me habría negado a aceptar, y no sólo por respeto; de hecho, no habría sido capaz de mimarlo, de representar su papel, más aún: la mera idea de hacerlo me sigue pareciendo, todavía hoy, no sólo una infame blasfemia, sino también algo condenado a un fracaso completo. Lo que él tenía que decir sobre un asunto era sin duda detallado y exhaustivo, pero uno sabía también que no lo había dicho nunca antes. Era algo siempre nuevo, acababa de brotar allí mismo. No era un juicio sobre las cosas, era la ley misma de las cosas. Lo sorprendente, sin embargo, es que no había ninguna materia determinada en que él fuera muy versado. El doctor Sonne no era un especialista; tal vez sería mejor decir: no era especialista en un campo determinado, sino que era el especialista de todas las cosas sobre las cuales le oí hablar. El me hizo darme cuenta de que es posible interesarse por las materias más diversas sin convertirse en un inepto o un charlatán. Esto que digo parecerá muy exagerado y no lo volverá más creíble agregar que, precisamente por ello, soy incapaz de reproducir de qué hablaba, ya que cada una de sus charlas sería un tratado serio, y sobremanera vivaz, y tan completo que no me acuerdo enteramente de ninguna de ellas. Dar algunos fragmentos de lo que decía constituiría, sin embargo, una grave tergiversación. El doctor Sonne no era partidario de los aforismos; referida a él, esta palabra, por la que siento respeto, encierra un matiz casi frívolo. Era demasiado completo para ser un hombre de aforismos; le faltaba la unilateralidad y le faltaba también el deseo de sorprender a los demás. Cuando él acababa de decir lo que tenía que decir, uno se sentía iluminado y colmado; aquello era entonces cosa terminada, de la que jamás volvía a hablarse, pues ¿qué más se hubiera podido decir sobre aquel tema? No puedo arrogarme el derecho de reproducir aquello sobre lo que el doctor Sonne hablaba; sin embargo, hay un fenómeno literario con el que sí cabe compararlo. En aquellos años yo leía a Musil y jamás me cansaba de El hombre sin atributos, obra de la que entonces se habían publicado los dos primeros volúmenes, unas mil páginas. Me parecía que no podía haber en toda la literatura nada comparable a aquel libro. Pero también me asombraba que, fuese cual fuese la página por la que abriera alguno de aquellos dos volúmenes, tuviera siempre un sentimiento de familiaridad. Era un lenguaje que yo conocía, un ritmo del pensar que yo había experimentado, y, sin embargo, no había —esto lo sabía con toda seguridad— libros como aquéllos. Pasó algún tiempo antes de que yo llegase a captar la conexión que allí se daba: el doctor Sonne hablaba tal como Musil escribía. No es que escribiese, en su casa, cosas para sí mismo, cosas que por alguna razón no quería publicar, y que luego, en sus conversaciones, echase mano de aquello que ya estaba allí configurado y pensado. El doctor Sonne no escribía para sí en su casa; lo que decía brotaba mientras lo iba diciendo. Pero brotaba con aquella misma transparencia perfecta que Musil sólo conseguía al escribir. Lo que yo, un verdadero privilegiado, oía día tras día eran capítulos de otro El hombre sin atributos, capítulos que no llegaron a oídos de nadie más. Pues aunque él hablaba también con otras personas —no a diario, pero sí de vez en cuando—, lo que entonces decía eran otros capítulos. El único remedio que existe contra la amorfa manía de saber muchas cosas, de divagar en esta o aquella dirección, de abandonar un tema cuando apenas se lo ha rozado, cuando apenas se lo ha captado, el único remedio contra esta curiosidad que, ciertamente, es algo más que mera curiosidad, pues no tiene ningún propósito ni lleva a ninguna parte, el único remedio contra este andar dando saltos y respingos hacia todos lados, consiste en esto: en tratar con alguien que posea el don de moverse dentro de todo lo que es posible saber sin abandonarlo hasta no haberlo medido en todas sus dimensiones, de moverse dentro pero sin diluirlo. Nada de lo que Sonne dijera quedaba suprimido o liquidado por él. Siempre era más interesante que antes, estaba articulado e iluminado. Allí donde antes sólo había interrogantes, puntos oscuros, Sonne concentraba en un solo campo otros muchos campos. Con la misma precisión con que podía describir una rama del saber podía describir también a un hombre destacado de la vida pública. Evitaba hablar de gente a la que ambos conociésemos personalmente, y de este modo quedaba excluido de su exposición todo aquello que convierte una conversación en un mero chismorreo. Por lo demás, utilizaba los mismos métodos para hablar de las personas que para hablar de las cosas. Tal vez lo que más me recordaba a Musil era esto: su concepción de los seres humanos como campos del saber dotados de una peculiaridad propia. La insipidez de una teoría única, aplicable a todos los seres humanos, le resultaba tan ajena que ni siquiera mencionaba una teoría así. Cada persona era algo especial, no sólo algo aislado. Sonne odiaba lo que unos hombres hacían contra otros hombres, jamás ha habido un espíritu menos bárbaro que él. Aunque tuviera que poner de manifiesto las cosas que odiaba, sus palabras nunca sonaban a odio; lo que él ponía al descubierto era una carencia de sentido, y nada más. Resulta sobremanera difícil hacer comprensible hasta qué punto evitaba Sonne cualquier referencia personal. Uno podía haber pasado con él dos horas, durante las cuales había aprendido innumerables cosas, y de tal modo, además, que a uno le sorprendía siempre aquello que escuchaba. ¿Cómo, en presencia de una superioridad intocable como aquélla, hubiera uno podido colocarse a sí mismo por encima de los demás? Ciertamente la palabra humildad no es la que él hubiera empleado; pero cuando uno lo dejaba, lo hacía en una disposición de ánimo que no puede ser calificada más que con esa palabra: era, sin embargo, una humildad vigilante, no la humildad de los borregos. Yo estaba habituado a prestar atención con mis oídos a lo que decía la gente, una gente enteramente desconocida para mí y con la que jamás había cruzado una sola palabra. Con verdadero fervor había escuchado lo que decían personas que nada me importaban; y lo que mejor retenía era su acento, tan pronto como estaba seguro de que jamás volvería a verla. Me lanzaba incluso a incitar a aquella persona a que hablase, bien haciéndole preguntas, bien representando yo mismo un determinado papel. Jamás me había preguntado si tenía derecho a actuar así, es decir, a escuchar de la persona misma todo aquello que sobre ella cupiera averiguar. Hoy me parece inconcebible la ingenuidad con que me arrogaba aquel derecho. Sin duda existen atributos últimos que es imposible analizar, y todo intento de explicarlos debe resultar ocioso. Uno de esos atributos últimos era precisamente esa pasión mía por los seres humanos. Podemos describir esa pasión, mostrarla, pero su origen permanecerá siempre, necesariamente, en la oscuridad. Puedo decir que, gracias a aquellos cuatro años de aprendizaje con el doctor Sonne, tuve la suerte al menos de darme cuenta del carácter cuestionable de aquella pasión mía. Era manifiesto que él dejaba de lado —aunque no se le escapase— todo cuanto le era próximo. El hecho de que no perdiese jamás una sola palabra hablando de la gente que día tras día teníamos a nuestro alrededor era una prueba de tacto: el doctor Sonne no atacaba a nadie, ni siquiera a quienes nunca hubieran llegado a enterarse de sus ataques. Su respeto de los límites de cada ser humano era inflexible. Yo llamaba a esto su Ahimsa, palabra india que designa el respeto por cualquier forma de vida. Pero aquello —hoy me doy cuenta— tenía en sí, más bien, algo inglés. El doctor Sonne había pasado en Inglaterra un año importante de su vida; éste era uno de los dos o tres detalles de los que había podido enterarme por él mismo. Pues, en realidad, sobre el doctor Sonne yo no sabía nada, y aunque hablaba acerca de él con otros que también lo conocían, casi nadie tenía nada concreto que decir. Tal vez era la resistencia a hablar sobre él como se hablaba sobre cualquier otro, pues sus auténticos componentes eran muy difíciles de definir; y dado que incluso personas carentes de toda moderación admiraban la moderación del doctor Sonne, la gente, al hablar de él, se abstenía con gran empeño de cualquier tergiversación de sus dimensiones. Uno no le hacía preguntas al doctor Sonne, y tampoco él se las hacía a uno. Yo exponía mi propuesta, es decir, mencionaba un tema determinado, como si hiciera ya mucho tiempo que me rondara por la cabeza, lo mencionaba con titubeos más que con apremios. Con titubeos lo recogía también él. Mientras seguía hablando de otro asunto distinto andaba ya sopesando un poco mi propuesta. Luego, de golpe, cortante como un cuchillo, seccionaba el tema, y lo que sobre él había que decir lo desarrollaba con una claridad cristalina y una integridad subyugadora. Decir que era una claridad glacial no es una expresión que deba inducir a error. Era la misma claridad de quien pule vidrio transparente, de quien no trata con lo turbio antes de que esté aclarado. Para investigar un tema desmontaba sus partes; el tema era conservado, sin embargo, como una totalidad. No hacía disecciones, sino que iluminaba desde dentro. Para realizar esa iluminación escogía, no obstante, partes sueltas, que separaba con todo cuidado y que con igual cuidado volvía luego a integrar en la totalidad, una vez realizada la operación. Lo nuevo, lo inaudito para mí, era que un espíritu como aquél, dotado de tal fuerza de penetración, no desdeñase los detalles. Cada detalle resultaba importante por la simple razón de que era preciso respetarlo. El doctor Sonne no era un coleccionista; conocía todo, pero no retenía nada en propiedad para sí. A él, que lo había leído todo, jamás lo vi con un libro. Él mismo era la biblioteca que no tenía. Daba la impresión de haber leído mucho tiempo antes todo aquello sobre lo cual se hablaba. Jamás intentaba encubrir que aquel asunto él lo había advertido ya. Sin embargo, tampoco presumía de aquello, jamás lo sacaba a relucir en un momento inoportuno. Pero infaliblemente estaba allí cuando llegaba su ocasión. Había gente a la que el doctor Sonne crispaba por esta precisión suya. Tampoco en presencia de las mujeres modificaba su forma de hablar, jamás era frívolo, su espiritualidad era tan innegable como su seriedad, nunca chanceaba. Sentía una no fingida veneración por la belleza —que ciertamente no pasaba por alto—, pero ésta en ningún caso le hubiera hecho cambiar. También en presencia de la belleza continuaba siendo el mismo, sin modificación ninguna. Ocurría que, ante la belleza que a otros volvía elocuentes, él enmudecía y sólo volvía a hablar cuando aquélla había desaparecido. Éste era el homenaje más alto que el doctor Sonne era capaz de rendir, y raras veces hubo una mujer que lo comprendiese. La forma como uno preparaba respecto de él a las mujeres era tal vez equivocada. Lo primero que se hacía era colocar al doctor Sonne a una altura enorme por encima de uno mismo; esto desorientaba a la mujer, cuyo amor por uno contenía una dosis de veneración y que vivía dentro de esa veneración como dentro de una atmósfera. Aquella mujer ¿cómo iba a aceptar que se le hablase de una veneración distinta, de una veneración que sería la auténtica y la única correcta, cómo iba a permitir que se desorientase de ese modo la economía de su fe? Esto fue lo que ocurrió con Veza, que se negó resueltamente a aceptar a Sonne. Ella, que sentía una cordial simpatía por Broch, no quería saber nada de Sonne. La primera vez que lo vio, en una reunión en casa del pintor Merkel, me dijo: «No se parece a Karl Kraus, ¿cómo puedes decir eso? La momia de Karl Kraus, ¡eso es lo que parece!». Se refería, al hablar así, al aspecto ascético y enflaquecido de su rostro, y se refería, también, a su silencio. Pues en las reuniones sociales, cuando se hallaba en medio de mucha gente, Sonne no decía una sola palabra. Me di cuenta de que la belleza de Veza lo había impresionado mucho, pero ella ¿cómo iba a advertirlo, dada la rigidez de los rasgos de él? Veza no modificó su opinión cuando se enteró por otros —y por mí, naturalmente— de las cosas tan inesperadas que Sonne había dicho acerca de su belleza. En una ocasión, tras una charla maravillosa que había mantenido con Sonne, me fui directamente a casa desde el café Museum. Veza me recibió con hostilidad. «Has estado con ese sietemesino, te lo noto, no me cuentes nada. ¡Me hace desgraciada, me hace desgraciada que andes dilapidándote con una momia!». Al decir «sietemesino» quería decir que Sonne no estaba entera y totalmente desarrollado, que le faltaba algo para ser un hombre completo, un hombre normal. Yo estaba habituado a las reacciones extremas de Veza, nos acalorábamos cuando hablábamos acerca de ciertas personas. Ella veía siempre algo correctamente y luego, a su manera apasionada e inflexible, lo exageraba. Dado que mis reacciones eran similares y actuaba como ella, entre nosotros se daban colisiones violentísimas, pero que nos gustaban a ambos, pues eran la prueba constante de que nos decíamos uno a otro toda la verdad; aquellos choques violentos eran el tuétano de nuestra relación. Sólo cuando se trataba del doctor Sonne barruntaba yo en ella un encono profundo, un encono contra mí, que jamás me había sometido a nadie. Incluso frente a Karl Kraus yo había defendido —y ella lo reconocía— territorios enteros de mi propio modo de ser. Aquí, en cambio, me sometía sin titubeos, me sometía siempre, de manera incondicional. Veza no había escuchado jamás de mis labios duda alguna acerca de algo dicho por Sonne. Yo no sabía nada sobre él. Sonne consistía en las frases que decía, y hasta tal punto estaba contenido en ellas que uno hubiera retrocedido asustado si hubiera encontrado algo suyo además de las palabras. De él no se comentaba nada, como ocurría con las demás personas, ni una enfermedad ni una queja. Sonne era pensamiento, y lo era a un grado tal que era lo único que se advertía en él. Uno no quedaba citado con él, y si alguna vez faltaba no se sentía obligado a dar una explicación de su ausencia. Yo pensaba entonces, naturalmente, en una enfermedad, el color de su cara era macilento, no parecía gozar de buena salud. Pero durante más de un año ni siquiera supe en qué lugar vivía. Podía haber preguntado su dirección a Broch o a Merkel. No lo hice. Me parecía más adecuado que no tuviese ninguna. No me causó sorpresa que un charlatán al que yo siempre había evitado se sentase en una ocasión a mi mesa y me preguntase, sin ningún preámbulo, si yo conocía al doctor Sonne. Rápidamente contesté que no; no fue posible, sin embargo, lograr que se callase, pues estaba conturbado por algo que no le daba sosiego y que no comprendía: una fortuna donada. Este doctor Sonne, dijo, era el nieto de una persona muy rica de Przemysl y había donado, para fines benéficos, toda su fortuna, que había heredado de su abuelo. Él no era el único que no estaba en sus cabales, añadió. Tampoco lo estaba Ludwig Wittgenstein, un filósofo, hermano del pianista Paul Wittgenstein, el que no tenía más que un brazo; el tal Ludwig había hecho lo mismo que el doctor Sonne, aunque en su caso el dinero lo había heredado del padre, no del abuelo. Conocía otros casos, dijo aquel charlatán. Los enumeró, dando los nombres, así como detalles exactos acerca del difunto que había legado la herencia; era un coleccionista de herencias no aceptadas o donadas. He olvidado los nombres que dijo, que no significaban nada para mí; tal vez no quise saber nada de otros, tan conmocionado me hallaba por esta información acerca de Sonne. Sin hacer más averiguaciones la di por buena, me complacía tanto que le concedí crédito, tanto más cuanto que la historia acerca de Wittgenstein era cierta. De muchas conversaciones había concluido yo que Sonne conocía la guerra y que la conocía de cerca, sin haber sido soldado él mismo. Sonne sabía bien lo que era un refugiado, lo sabía tan bien como si él mismo lo hubiera sido, o mejor, como si hubiera sido responsable de refugiados, como si hubiera reunido transportes enteros de refugiados y los hubiera guiado allí donde su vida no corriera ya ningún peligro. Deduje, pues, de lo dicho por aquel charlatán, que Sonne había empleado la fortuna que heredó en ayudar a los refugiados. Sonne era judío. Éste era el único detalle externo que me resultaba conocido desde el principio, aunque en realidad difícilmente cabe calificarlo de detalle externo. En nuestros encuentros se hablaba a menudo de religiones, de religiones hindúes, de las de China, de aquellas que se basan en la Biblia. A su manera concisa Sonne demostraba tener conocimientos extensísimos acerca de cada una de las creencias de las que hablábamos, pero lo que más me impresionaba era su absoluto dominio de la Biblia hebrea. Tenía siempre a disposición el texto original de cualquier pasaje, fuera cual fuera el Libro al que perteneciese, y lo traducía, sin dudas ni titubeos, a un alemán de máxima belleza, que a mí me parecía el alemán propio de un poeta. Tales conversaciones acerca de la Biblia tuvieron su punto de arranque en un examen de la traducción alemana de la Biblia realizada por Buber, que entonces se estaba publicando y a la que él tenía ciertas objeciones que hacer. Me gustaba llevar la charla hacia aquel tema, pues esto me ofrecía la ocasión de conocer el texto en su idioma original. Hasta entonces lo había evitado; conocer detalles exactos de aquellas cosas que, por mi origen, me quedaban tan cerca, me hubiera coartado; en cambio, me había dedicado a estudiar, con un celo que nunca decayó, todas y cada una de las otras religiones. La claridad y el tono resuelto del modo de hablar de Sonne era lo que me traía a la memoria el modo de escribir de Musil. Una vez tomado un camino no había ninguna desviación hasta llegar a aquel punto en que el camino desembocaba, de manera natural, en otros caminos distintos. Los saltos arbitrarios eran evitados. A lo largo de las dos horas, más o menos, que a diario pasábamos juntos se hablaba de diferentes cosas, y una lista de los asuntos que, por turno, habían pasado por allí ofrecería —en contraste con lo que acabo de decir— un aspecto abigarrado y extravagante. Sin embargo, ese aspecto sería una ilusión óptica; pues si tuviéramos ante nosotros el texto original completo de aquellas conversaciones, o hubiera siquiera una sola acta resumida de ellas, se podría ver que cada una de las cuestiones que abordábamos quedaba agotada y era tratada de manera exhaustiva antes de que pasásemos a otra. No es posible, sin embargo, reproducir el modo como aquello ocurría, a no ser que uno tuviese la osadía —¡empresa absurda!— de escribir El hombre sin atributos de Sonne. Lo que allí apareciera tendría que ser tan preciso y transparente como Musil mismo; absorbería completamente el ser de uno desde la primera hasta la última palabra; estaría tan alejado del sueño como de la oscuridad, y se podría abrir por cualquier sitio sin que su atractivo fuese menor. Musil jamás habría podido llegar a un final; quien una vez se ha entregado al refinamiento de este proceso de precisión queda prisionero de él para siempre; si se le otorgara el don de vivir eternamente, tendría que seguir escribiendo aquello por toda la eternidad. Ésta es la eternidad verdadera, la auténtica eternidad de una obra como ésa; en su propia naturaleza está que esa eternidad se transfiera al lector, éste no se resigna a ningún punto final y continúa leyendo una y otra vez aquello que, de lo contrario, tocaría a su fin. De esto tuve, pues, una doble experiencia viva entonces: la una, en las mil páginas de Musil; la otra, en los cientos de charlas con Sonne. Fue una suerte que ambas coincidiesen; es posible que nadie más haya tenido tal suerte. Pues aunque su contenido espiritual y su talla lingüística no eran incomparables, su intención más íntima era contraria. Musil estaba preso de su empresa; cierto es que disponía de toda libertad de pensamiento, pero también se sentía subordinado a una meta. Fuera lo que fuera aquello que le aconteciese, Musil jamás renunciaba a ello, se sentía cómodo en su propio cuerpo, y a través de él permanecía apegado al mundo. Observaba el juego de quienes se arrogaban el derecho de escribir —aunque él mismo escribía— y calaba su nulidad, que condenaba. Reconocía la disciplina, en especial la de la ciencia, pero tampoco renunciaba a otras formas de disciplina. La obra que Musil emprendió era también una conquista, recuperó un imperio que se había desmoronado, pero no recobró su gloria, su protección, su antigüedad; lo que él recobró fueron, en el plano espiritual, todas las ramificaciones de los caminos mayores y menores de aquel imperio, haciendo de los seres humanos un mapa. La fascinación de su obra puede ser comparada, sin duda, a la que produce un mapa. Sonne, en cambio, no tenía ningún deseo. Sólo en apariencia se mantenía muy alto y erguido. Había pasado ya la época en que había pensado en reconquistar un país. Y yo estaba muy lejos de saber que, además, había emprendido la reconquista de un idioma. No parecía tener apego a creencia alguna, aunque todas ellas se hallaban abiertas ante él. No abrigaba propósitos personales, no hacia la competencia a nadie. Pero sí participaba en los propósitos de los demás, sí meditaba sobre ellos y los criticaba. Y si bien es cierto que el metro utilizado por él para medir las cosas era un metro de máximas dimensiones, y que no podía dar por buenas muchas cosas, y que acaso no aprobara casi ninguna, los juicios que pronunciaba no se referían nunca a las empresas, sino a los resultados. Daba la impresión de ser el más objetivo de los hombres, pero no porque para él fuesen importantes los objetos, sino porque no deseaba nada para sí mismo. Muchos saben qué es la falta de egoísmo; el interés personal que ven a su alrededor los asquea tanto que intentan librarse de él. Mas, en aquellos años vieneses, a uno sólo encontré —a Sonne precisamente— que estuviese completamente libre de interés personal. Tampoco más tarde he tropezado con nadie como él. Por la época en que las sabidurías orientales encontraban innumerables adeptos, por la época en que la renuncia a las metas mundanales se había convertido en un fenómeno de masas, todo esto significaba también una hostilidad contra el espíritu tal como éste se había desplegado en la cultura europea. Los hombres rechazaban todo; la agudeza de espíritu era objeto de especial ludibrio; mediante la renuncia a participar en los asuntos del mundo circunstante, la gente se sustraía también a la responsabilidad frente a ese mundo. A esta gente no le gustaba sentirse culpable de algo con lo que nada quería tener que ver. «Os lo tenéis bien merecido»: ésta fue la actitud que se difundió de un modo extraordinario. Sonne había abandonado —yo desconocía la razón— su actividad dentro del mundo, había renunciado a hacer esfuerzos en favor de él. Pero permanecía dentro del mundo, mediante sus pensamientos estaba ligado íntimamente a cada uno de los fenómenos del mundo. Las manos de Sonne estaban caídas, pero él no le volvía la espalda al mundo; su pasión por éste era perceptible incluso en la bien ponderada justicia de lo que decía. Mi impresión era que, si no hacía nada, era porque no quería ser injusto con nadie. Gracias a Sonne llegué a saber —a saber de modo consciente— en qué consiste la integridad de una persona: consiste en permanecer uno mismo intocado, intocado incluso por las preguntas, consiste en decidir sobre sí mismo sin exponer ni los motivos ni la historia propios. Ni una sola vez me hice yo preguntas sobre la persona de Sonne, él permaneció intangible para mí también en mi pensamiento. Sonne hablaba sobre muchas cosas y no escatimaba juicios cuando algo le desagradaba. Pero nunca busqué los motivos de sus palabras, éstas se apoyaban en sí mismas y estaban netamente deslindadas de su origen. Aun dejando de lado la calidad de las palabras que Sonne decía, esta actitud se había vuelto entonces muy rara. La infección psicoanalítica había hecho progresos; hasta qué punto esto era cierto, yo mismo podía verlo por entonces en Broch. En éste, sin embargo, esto me conturbaba menos que en otras personas más vulgares, pues, como ya he dicho, los sentidos de Broch estaban estructurados de una manera tan peculiar que ni siquiera las explicaciones más banales —que precisamente entonces estaban en boga— habrían perjudicado su especial modo de ser. En aquella época ocurría, en general, lo siguiente: uno no podía decir nada en una conversación sin que lo dicho no quedase invalidado por los motivos, invalidado por unos motivos que la gente tenía siempre a su disposición para utilizarlos como explicación de lo dicho. El hecho de que siempre se encontrasen los mismos motivos para explicarlo todo, el indecible tedio que de ellos se desprendía, la esterilidad que de allí resultaba: nada de esto parecía preocupar a la gente. En el mundo estaban ocurriendo las cosas más asombrosas, pero siempre se las proyectaba sobre el mismo trasfondo insípido; se hablaba de ese trasfondo y se consideraba que, con ello, las cosas quedaban ya explicadas, habían dejado de ser sorprendentes. Un ruidoso coro de ranas estaban croando precisamente allí donde debía intervenir el pensamiento. Completamente libre de esta infección estaba Musil en su obra, y completamente libre estaba también el doctor Sonne en sus conversaciones. Él no me preguntaba nada que rozase la esfera privada. Yo no le contaba nada por propio impulso y me guardaba muy bien de hacer confesiones. Tenía ante mi vista el ejemplo de su dignidad y me comportaba como él. Por muy apasionada que fuese la explicación que se hiciera de las cosas, todo cuanto concernía meramente al doctor Sonne mismo quedaba excluido de aquellas explicaciones. Tampoco faltaban acusaciones, pero a él no le producían ningún placer. Preveía las peores cosas, las expresaba con todo detalle, pero cuando lo pronosticado ocurría, no se alegraba. Para él lo malo continuaba siendo malo, aunque hubiera tenido razón al pronosticarlo. Conocía con más claridad que nadie la marcha de las cosas. Me daría miedo exponer aquí en detalle todas las cosas horribles que ya entonces él sabía. Ponía gran esfuerzo en que no se le notase cuánto lo atormentaba lo que preveía. Se guardaba muy bien de amenazar o de castigar a uno con tales cosas. Su consideración con el oyente estaba adaptada a la susceptibilidad de éste, que él no desconocía. No ofrecía recetas, aunque conocía muchas. Era tan decidido como si tuviera que dictar una sentencia; pero con un simple movimiento de la mano sabía excluir del juicio a la persona sentada frente a él. Y así, habría que hablar de algo más que de consideración, habría que hablar de su delicadeza. Hasta el día de hoy me sigue causando asombro la unión de ésta con un rigor inexorable. Sólo hoy sé que jamás hubiera logrado emanciparme de Karl Kraus sin mi cotidiana reunión con Sonne. El rostro era el mismo: ¡cuánto me gustaría poder ofrecer mediante fotografías (que no existen) una representación visual del parecido de aquellos rostros! Pero al mismo tiempo había —no sé cómo lograr que esto parezca creíble—, al mismo tiempo había allí también otro rostro, un rostro que había aparecido ante mis ojos —tres años después de que apareciera el de Karl Kraus— en forma de mascarilla funeraria: el rostro de Pascal. En este rostro la cólera había devenido dolor; y uno está signado por el dolor que a sí mismo se ocasiona. La combinación de estos dos rostros: el rostro del fanático profético y el del hombre paciente, capaz de cernerse por encima de todo lo que a un espíritu le es posible sin volverse por ello altanero, esa combinación me libró de la dominación del fanático sin quitarme, empero, lo que de él había recibido, y me llenó de respeto por lo que para mí era inalcanzable. En Pascal había presentido yo esto, en Sonne lo tenía delante de mí. Sonne se sabía de memoria muchas cosas, como ya he dicho. Completa tenía la Biblia, era capaz de citar en hebreo cualquier pasaje bíblico, citarlo sin titubeos y sin tener que recapacitar. Era reacio a estas hazañas mnemotécnicas, y nunca las convertía en ocasión para lucirse. Hacía ya más de un año que lo conocía cuando expuse una objeción al alemán de la traducción de la Biblia realizada por Buber; él no sólo se mostró de acuerdo con esta objeción mía, sino que, mencionando un gran número de ejemplos, entró en pormenores relativos al texto original hebreo. Su manera de decir y de interpretar numerosos párrafos breves hizo que de repente la venda se me cayese de los ojos: me di cuenta de que Sonne tenía que ser un poeta, y serlo precisamente en esta lengua hebrea que hacía comparecer ante mí. No me atreví a hacerle ninguna pregunta acerca de este asunto, pues si él eludía hacer aclaraciones sobre algo, yo evitaba hurgar más en ello. Esta vez, sin embargo, mi tacto no consiguió impedirme interrogar sobre aquella cuestión a otras personas que habían conocido a Sonne muchos años atrás. Me enteré —y daba la impresión de que aquello se había convertido desde hacía algún tiempo en un secreto—, me enteré de que Sonne era uno de los fundadores de la nueva poesía en hebreo. Muy joven, a los quince años, Sonne había escrito, bajo el nombre de Abraham Ben–Yitzhak, unas cuantas poesías en hebreo que los conocedores de ambas lenguas, el hebreo y el alemán, comparaban con Hölderlin. Había sido un número muy escaso de poemas, tal vez ni siquiera doce, parecidos a himnos, y de tal perfección que ya se contaba a su autor entre los maestros del idioma revitalizado. Pero, añadieron, había abandonado enseguida aquella labor; desde entonces ningún poema suyo había vuelto a llegar al público. Se tenía la opinión de que Sonne se había vedado a sí mismo, a partir de aquel momento, escribir poesías. Él nunca hablaba de aquello, de igual modo que guardaba un silencio inviolable sobre muchas otras cosas. Me sentí culpable de haberme enterado de aquello contra su voluntad y durante una semana dejé de ir al café Museum. Sonne se había convertido para mí en un sabio como jamás lo había visto en vivo, y lo que había oído decir sobre las poesías de su juventud, por muy honroso que fuese, era como una disminución de aquella sabiduría. Sonne disminuía porque había hecho algo. Pero había hecho muchas más cosas, y también de ellas me fui enterando por azar y poco a poco. De todas ellas se había apartado; y aunque no encontré nada que él no hubiera hecho magistralmente, nada había resistido, sin embargo, a sus objeciones, y él, por rigurosos motivos de conciencia, lo había abandonado. Sin embargo, y para hablar sólo de lo primero, había continuado siendo, sin el menor género de duda, un poeta. ¿En qué consistía la magia de su hablar, la exactitud y encanto con que sabía encontrar su camino en los temas más difíciles, sin excluir (a excepción de su persona) nada que mereciera ser considerado y sabiendo orientar su mirada del modo más preciso hacia lo que era menester ver, sin identificarse con ello? ¿En qué se basaba ese dominio del espanto que él también sentía, su escondida comprensión de cada emoción de la persona a quien hablaba, la delicadeza de su deferencia? Pero ahora yo sabía que Sonne había tenido prestigio también como escritor, como poeta, y que había arrojado lejos de sí aquel prestigio, mientras que yo trataba de obtener para mí un prestigio del que aún carecía. Me avergonzaba de que no me gustase renunciar al prestigio, y me avergonzaba de haberme enterado de esto: que Sonne había sido en una ocasión algo grande que ya no consideraba tal. ¿Cómo enfrentarme ahora a él sin preguntarme por el motivo de ese desdén? ¿Acaso él me desaprobaba porque el escribir tenía tanta importancia para mí? Él no había leído nada de mí, no existía impreso ningún libro mío, únicamente podía conocerme por nuestras conversaciones, y en ellas casi todo el peso lo llevaba él, y yo muy poco. No ver a Sonne era casi insoportable, yo sabía que a aquella hora él estaría allí sentado, tal vez mirando la puerta giratoria para ver si yo llegaba. De día en día iba notando que no iba a poder soportar pasarme sin él. Tenía que recobrar el coraje para presentarme ante sus ojos sin mencionar lo que ahora sabía y reanudar nuestra conversación allí donde la habíamos dejado interrumpida la última vez. Y, por lo demás, renunciar a conocer su opinión sobre el contenido de mi vida hasta que estuviera impreso el libro, un libro que yo quería someter a su juicio, nada más que al suyo. Me era conocida la intensidad que poseen las obsesiones, la incisividad que tienen las cosas que se repiten una y otra vez, sabía lo que eran las cosas ejercitadas y practicadas mil veces y que, sin embargo, nunca pierden su fuerza: con esto www.lectulandia.com - Página 124 precisamente era con lo que Karl Kraus producía su efecto. Y allí estaba yo ahora sentado al lado de un hombre que llevaba el rostro de Karl Kraus, que no era menos riguroso que él, pero que era un hombre sosegado, pues en él no había fanatismo ninguno y no deseaba subyugar a nadie. Era un espíritu que no menospreciaba nada, que atendía con igual energía concentrada a cualquier clase de experiencia. También él afirmaba que el mundo estaba escindido entre el bien y el mal, jamás quedaba ninguna duda sobre lo que era bueno y lo que era malo. Pero tomar una decisión sobre eso, y, en especial, decidir sobre la propia manera de reaccionar ante el bien y el mal, eso era algo que quedaba reservado a uno mismo. Nada era atenuado, ni embellecido, todo era expuesto con una claridad que uno, sobresaltado, pero también un poco avergonzado, sentía como un regalo, y que lo único que reclamaba era oídos abiertos. A uno se le hacía gracia de la acusación. Hay que tener en cuenta la violencia con que incidían en uno las inacabables acusaciones de Karl Kraus, tener presente cómo aquellas acusaciones penetraban en uno y lo dominaban, sin volver a abandonarlo nunca más (todavía hoy descubro las heridas que tales acusaciones produjeron en mí, no todas se han curado y convertido en cicatrices). Eran acusaciones que poseían toda la fuerza propia de las órdenes; y como de antemano las daba uno por buenas y nunca intentaba esquivarlas, tal vez hubiera sido mejor que hubiesen poseído la perentoriedad propia de las órdenes; entonces habrían sido ejecutables y de ellas no habrían quedado dentro de uno más que los aguijones, aunque tampoco esto habría sido fácil. Pero los apelmazados principios de fortificación de Karl Kraus estaban como tapiados, y por ello reposaban sobre uno, pesados e inmanejables, cual totalidades; eran una carga paralizante, que uno arrastraba consigo por todas partes. Y aunque, gracias a mi brega durante el año en que había estado trabajando en la novela, y gracias a la erupción, más tarde, de la obra teatral, me había ido emancipando de muchas de aquellas cosas, subsistía siempre el peligro de que mis guerras de liberación fracasaran y yo acabase siendo víctima de una seria servidumbre psíquica. La liberación llegó gracias a aquel rostro que guardaba un parecido tan grande con el del opresor, pero que decía todo de un modo distinto, con más complejidad, con más riqueza y más ramificaciones. En lugar de Nestroy y de Shakespeare, recibí la Biblia, pero ésta no era algo coercitivo, sino que era uno entre innumerables objetos. También ella estaba intacta, se hallaba presente en su exacto texto original. Cuando a propósito de algo pasábamos a hablar de la Biblia, a mis oídos llegaba un largo pasaje que no comprendía, y acto seguido llegaba también, frase tras frase, una traducción iluminadora, pero razonada en cada uno de sus pormenores, una traducción realizada por un poeta, una traducción por la que el mundo entero me habría envidiado. Yo era el único que recibía aquella traducción, y sobre ella no hacía ninguna pregunta; la recibía tal como allí aparecía. Como es natural, recibía también otras cosas, en forma de citas; muchas de éstas me eran conocidas, y tampoco www.lectulandia.com - Página 125 respecto de ellas tenía yo el sentimiento de que constituyesen la esencia auténtica, la esencia de la niñez y de la sabiduría de quien hablaba. Sólo entonces se me hicieron próximos los profetas de la Biblia en su texto original, aquellos profetas de los que había tenido una experiencia viva quince años atrás, en los frescos de Miguel Ángel. Tan intensa había sido la impresión que me dejaron aquellas figuras que me mantuvieron alejado de las palabras de los propios profetas. Fue entonces, en el café Museum, cuando conocí a aquellos personajes, los conocí de boca de un solo hombre, como si él fuese todos ellos juntos. Sonne se parecía a aquellos personajes, aunque se parecía no pareciéndose: no se parecía a ellos en cuanto fanático, sino en cuanto alguien lleno del tormento de lo venidero. Sobre esto hablaba conmigo, aparentemente sin ninguna emoción; le faltaba en todo caso la emoción única, la emoción más espantosa de los profetas, que quieren tener razón aunque anuncien las peores cosas. Sonne habría dado hasta el último aliento de su vida por no tener razón. Veía la guerra, a la que odiaba, veía su decurso. Conocía el modo de impedirla. Y qué no hubiera dado él por invalidar su terrible predicción. Después de que nos separásemos, tras cuatro años de amistad —él se fue a Jerusalén, yo a Inglaterra, nunca cruzamos una carta—, ocurrió paso tras paso, en cada uno de sus pormenores, lo que él me había predicho. Los acontecimientos me afectaban doblemente, pues me fue dado experimentar en vivo lo que ya conocía por boca de Sonne. Todo aquello lo llevaba yo dentro de mí desde mucho tiempo atrás, y ahora se hacía verdad de forma despiadada. Mucho después de que Sonne muriera supe el motivo por el que, al caminar, adoptaba una postura más que erguida, casi tiesa. Cuando era joven se había caído del caballo mientras cabalgaba, creo que en Jerusalén, y se había lesionado la columna vertebral. Desconozco el modo mediante el que logró sanar y tampoco sé si, más tarde, se veía obligado a llevar incorporado siempre algo que sostuviera su espalda. Pero tal era la causa de aquella postura que muchos, con exageración poética, llamaban lo «regio» en él. Cuando me traducía salmos o sentencias del Libro de la Sabiduría me parecía un poeta rey. Lo más asombroso de aquel hombre era que, siendo a la vez profeta y poeta, pudiera desaparecer tan completamente como para, oculto tras los periódicos, no hacerse notar, pero en cambio él mismo notase todo lo que ocurría a su alrededor —esta falta de color, podríamos decir—, y que viviese sin exigir nada. De aquellas conversaciones mantenidas en el café Museum he puesto aquí de manifiesto un solo tema, el bíblico. Como no voy a enumerar los demás, podría parecer que Sonne era uno de esos que hacen ostentación de su judaísmo. Ocurría exactamente lo contrario. No usaba la palabra judío ni para referirse a sí mismo ni para referirse a mí. Era una palabra que él dejaba tranquila. Era indigna de Sonne, y eso tanto si la entendemos como una reivindicación como si la concebimos como el blanco de jaurías llenas de odio. No hacía ningún alarde de la tradición, pero estaba henchido de ella. No se atribuía a sí mismo, como mérito, las maravillas de la Tradición, que él conocía como nadie. A mí me parecía que no era creyente. El respeto que sentía por todos los seres humanos le impedía excluir de su pleno derecho a la humanidad a ninguno de ellos, ni siquiera a los más bajos. Era en muchos aspectos un modelo; desde que lo conocí, nadie ha podido ya ser para mí un modelo. Lo era a la manera como tienen que serlo los modelos si es que han de producir su efecto. Entonces, hace cincuenta años, me parecía inalcanzable, e inalcanzable ha seguido siéndolo para mí. La Operngasse A Anna la visitaba mucha gente en su taller, situado en la planta baja del número 4 de la Operngasse. Aquel taller se hallaba en el centro de Viena. El verdadero centro de aquella ciudad era, en efecto, la Ópera, y parecía justo que la hija de Mahler, tras haberse librado definitivamente de las cadenas de su matrimonio, viviese justo allí donde su padre —el verdadero emperador de Viena, el emperador de la música— había ejercido su dominio. Quien conocía a la madre de Anna y era recibido en la villa de la Hohe Warte sin desear nada para sí mismo, quien era suficientemente famoso como para necesitar un descanso en medio de sus éxitos, iba gustoso, en las pausas de su actividad, a ver a Anna. Había también, con todo, otra cosa que atraía a los visitantes, y eran las cabezas— retratos que de ellos hacía Anna. Las gentes ilustres que a Alma le gustaba atar a su propia persona —su colección—, de entre las cuales elegía de vez en cuando a una, bien para el matrimonio, bien para el disfrute, eran rebajadas en el taller de Anna, o tal vez sería mejor decir enaltecidas, a un museo de retratos. A quien era suficientemente conocido se le pedía su cabeza, pocos eran los que no la cedían de buena gana. Y así uno encontraba con frecuencia a gentes que estaban allí sentadas, entregadas a animadas charlas, mientras Anna modelaba su cabeza. Mi visita no era, tampoco en esas ocasiones, indeseada, pues yo entablaba con la gente conversaciones que beneficiaban el trabajo de Anna; sin duda le gustaba oír cosas mientras modelaba. Muchos opinaban que su verdadero talento estaba precisamente en ese campo, en el modelado. Voy a mencionar a algunas de las personas que acudían al estudio de Anna y a hacer con ellas algo así como mi propia galería. A muchas de ellas las había visto antes, bien en la Maxingstrasse, bien en la Hohe Warte. Entre éstas se hallaba Zuckmayer, del que también hizo Anna una cabeza. Zuckmayer acababa de regresar de Francia y contaba sus impresiones de aquel país. Sabía narrar de un modo vivaz, chispeante y dramático. En aquella ocasión se trataba de lo siguiente: en Francia, llegase uno a donde llegase, veía a monsieur Laval en todas partes. Era la persona más conspicua, era el rostro universal. Se disponía uno a entrar en un restaurante y todavía estaba en la puerta cuando ¿quién venía hacia nosotros? ¡Monsieur Laval! En el café, que estaba repleto de gente, andaba uno buscando un sitio, ¿y quién se levantaba para irse, de modo que uno podía ocupar su puesto? ¡Monsieur Laval! Uno acompañaba a su esposa a hacer compras en la Rué de la Paix: ¿y quién estaba detrás del mostrador? ¡Monsieur Laval! Y así había otras muchas historietas sobre los encuentros con monsieur Laval. Era el personaje público, era el fiel trasunto de los franceses. Tal como se desarrollaron luego los acontecimientos, hoy esto parece mucho más ominoso que entonces. Entonces tenía algo de bufonada y su teatralidad se basaba más bien en la cordial tosquedad del narrador. El clou del asunto estaba en la repetición: uno tropezaba siempre, de cien formas distintas, con la misma persona, todos eran ella, y ella era todos. Pero en ninguno de aquellos encuentros se tenía la sensación de tropezar con un monsieur Laval real, sino con Zuckmayer, cual si éste, en el escenario, se hubiera disfrazado de Laval. Zuckmayer era el único que hablaba y no se preocupaba de quién le estaba escuchando. Además de Anna, yo era el único que estaba presente y tenía la sensación de ser muchos oyentes. Así como un solo Zuckmayer representaba el papel de muchos Laval, así yo solo representaba el papel de muchos oyentes. Yo era, también, ellos, y todos ellos, que eran yo, se asombraban de la increíble banalidad que el narrador desparramaba a su alrededor. Era una atmósfera como la de una noche de carnaval, allí no acontecía nada realmente malo, allí todo lo malo se transformaba en otra cosa mediante la comicidad. Y cuando hoy vuelvo a representarme aquella vivaz historieta de Laval, lo que más me llama la atención en ella es hasta qué punto el carácter siniestro de aquel personaje se transmutaba, para Zuckmayer, en una comicidad provocada por las situaciones. En el taller de Anna me encontré asimismo con personajes que subyugaban por su belleza, por una belleza que era también de un tipo muy puro, tal como se había encarnado para mí en las mascarillas funerarias. El rostro de Víctor de Sabata, el director de orquesta, me conmovió. Dirigía en la Ópera del Estado, y entre ensayo y ensayo se daba una vuelta por el taller de Anna. La Ópera estaba a dos pasos de distancia, sólo se necesitaba cruzar la Operngasse para llegar al taller, que era como una dependencia más del teatro. Esto es lo que De Sabata tenía que sentir, pues venía del atril de Mahler. Le bastaba dar unos pocos pasos para encontrarse al lado de la hija de Mahler. Y el hecho de que ésta fuera la que daba base a las pretensiones de eternidad de su rostro era algo que no sólo tenía sentido, sino que además constituía, a mi parecer, la coronación de la vida de Victor de Sabata. A veces yo estaba en el taller cuando aparecía él, una figura alta que, pese a su prisa, tenía algo como de sonámbulo, un rostro muy demacrado, con la belleza propia de un muerto, pero de un muerto que no se parecía a nadie, aunque sus rasgos eran muy normales. Parecía que De Sabata caminase con los ojos cerrados; sin embargo, aquellos ojos miraban, y cuando se posaban en Anna había en ellos una especie de serena alegría. No considero un mero azar el hecho de que De Sabata fuera una de las mejores cabezas modeladas por Anna. También en la Operngasse fue modelada entonces la cabeza de Werfel. A éste sin duda le agradaba mucho que hicieran su retrato en un sitio tan próximo al lugar donde se cantaban las grandes arias. Le gustaba estar sentado en aquel sitio: era un taller muy sencillo, lejos de la lujosa villa de la Hohe Warte y lejos también del palais de su www.lectulandia.com - Página 129 editor en la Maxingstrasse. Yo evitaba el taller cuando sabía que Werfel iba a ir. Pero también me presentaba a veces sin anunciarme, me gustaba mucho hacerlo, y entonces me tropezaba con Werfel, sentado en el pequeño patio protegido por un techo de cristal. Werfel me devolvía el saludo, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros, y yo tampoco manifestaba ningún rencor por lo que me había hecho. Él era incluso tan altruista que me preguntaba qué tal me iba, y enseguida llevaba la conversación al tema de Veza, cuya belleza admiraba. En una de las reuniones celebradas en la Hohe Warte se había arrodillado ante ella y había cantado —cantado realmente— hasta el final, apoyado siempre en una rodilla, un aria de amor. No se puso de pie hasta convencerse de que su número le había salido tan bien como a un tenor profesional. Tenía buena voz. Werfel comparaba a Veza con Rovina, la famosa actriz de la Habimah, que había representado también en Viena el papel de la protagonista, el papel de la poseída, en Dybbuk. Todos habían quedado embelesados por su representación. Veza no habría podido oír nada mejor acerca de sí misma, pues poco a poco se había ido cansando de que la comparasen siempre con una andaluza. Cuando decía aquello, Werfel parecía creerlo de veras, aquellas palabras no eran un mero cumplido. Probablemente creía de veras lo que decía, y acaso fuera esta una de las razones por las que producía un efecto equívoco sobre gentes de natural crítico. Quien intentaba defender a Werfel, a pesar de la repulsión que inspiraba, lo llamaba «una garganta maravillosa». Era extraño verlo allí sentado, sencillamente sentado, sin que estuviese haciendo nada especial. Uno estaba habituado a oírlo predicar o cantar; una cosa se transformaba fácilmente en la otra. Al conversar, llevando siempre la voz cantante, Werfel permanecía de pie. A menudo era ocurrente, pero enseguida estropeaba sus ocurrencias usando demasiadas palabras. Uno hubiera deseado reflexionar sobre algo y hubiera necesitado una pausa, un instante, uno solo, nada más que un instante de silencio. Pero ya llegaba el diluvio de palabras, arrastrando todo consigo. Werfel consideraba importante todo lo que salía de su boca, decía lo más estúpido con igual énfasis que lo insólito y sorprendente. Si no sentía una cosa, era incapaz de decir nada. Esto era algo que se correspondía con su naturaleza, pero también brotaba de su convicción más honda. Lo que diferenciaba a Werfel de un predicador era su proximidad al canto; sin embargo, igual que un predicador, era más él mismo cuando hablaba de pie. Escribía sus libros de pie ante un atril. Consideraba sus elogios manifestaciones de altruismo. Detestaba el saber, lo mismo que detestaba la reflexión. Para no tener que reflexionar se lanzaba enseguida a hablar. Había tomado de otros muchas cosas que eran realmente importantes, y por esto a menudo parecía como si él mismo fuera la fuente de grandes cosas. Por culpa del sentimiento decía montones de disparates; había en él, que era muy gordo, un cloqueo de amor y de sentimiento. Uno esperaba que hubiera pequeños charcos alrededor de Werfel, y era casi decepcionante ver que en torno a él todo permanecía tan seco como alrededor de los demás. No le gustaba estar sentado, salvo cuando escuchaba música: entonces era muy voraz, pues en aquel importante momento se estaba atiborrando de sentimiento. A menudo me he preguntado qué le habría sucedido a Werfel si no hubiera sido posible oír en ningún lugar del mundo, durante tres años seguidos, una sola ópera. Creo que habría adelgazado y decaído, que habría sufrido hambre, y que, antes de que llegase lo peor, habría prorrumpido en lamentaciones. Otros se alimentan de saber, una vez que han conseguido ese saber con mucho esfuerzo; él se alimentaba de sonidos, que adquiría mediante el sentimiento. De la fea cabeza de Werfel logró Anna sacar una obra excelente. Las cosas grotescas, si no venían disfrazadas con un vestido de fábula, la asustaban; por ello exageró la rechonchez de la cabeza de Werfel, una cabeza que se componía principalmente de grasa, y le otorgó —la había hecho de tamaño superior al natural— un ímpetu que no poseía. La cabeza de Werfel no hacía mal papel entre las otras cabezas de grandes hombres dispersas por todas partes en el taller de Anna y que se multiplicaban con rapidez. Su cabeza no podía ser como la de Victor de Sabata —ésta era hermosa como la mascarilla funeraria de Baudelaire—, pero se la podía colocar muy bien junto a la de Zuckmayer. Entre los visitantes de Anna hubo también —para mí— grandes sorpresas: de igual modo que mucha gente que tenía cosas que hacer en la Ópera se sentía atraída hacia el taller de Anna —una atracción, desde luego, muy comprensible y legítima—, así también aparecían por allí gentes que venían de la Kartnerstrasse, en donde hacían sus compras. Un día me encontraba allí y había comenzado a contar algo a Anna cuando entraron como un vendaval Frank Thiess y su esposa; llevaban unos abriguitos claros de lana ligera, y de los dedos de sus manos, de cada uno de ellos, les colgaban paquetitos, cositas livianas, diminutas, como ligeras muestras de productos caros, todas ellas de formas diferentes. Cuando daban la mano era como si diesen a elegir regalos. Pero pidieron excusas, tenían que marcharse enseguida, y no se desprendieron de los regalos. Thiess hablaba muy deprisa, en un alemán pronunciado con un deje del norte, con una voz bastante aguda. Realmente no tenían tiempo, dijo, pero no habían podido pasar por allí cerca sin entrar un momento a saludar a la artista. En otra ocasión verían con calma las cosas que allí había, añadió. Y luego, a pesar de la prisa, siguió un diluvio de palabras, todo lo que les había ocurrido en los establecimientos de la Kartnerstrasse. Yo jamás había estado en aquellas tiendas, la narración me sonaba como el relato de una expedición exótica, era más un apresurado flujo de palabras que un relato, todo ello de pie, pues, claro está, no tenían tiempo para desembarazarse ni de los paquetitos ni de los abrigos. Sin embargo, Thiess daba un ligero impulso a los paquetitos, que atestiguaban así que se estaba hablando de la tienda de la cual procedían. Pronto los paquetitos se balanceaban como marionetas colgadas de los dedos de Thiess. Todo se hallaba muy perfumado. En pocos minutos la pequeña habitación junto al patio del taller a la que Anna solía llevar a los visitantes se llenó de olores exquisitos, aromas que no provenían de los paquetitos, www.lectulandia.com - Página 131 sino de las vicisitudes de la compra. No se habló de otra cosa, sólo se mencionó a la madre de Anna —con un homenaje lanzado a la ligera. Y cuando se marcharon — para despedirse ya no alargaron, por precaución, los paquetitos—, cabía preguntarse si por allí había pasado alguien. Anna, que no gustaba de emplear palabras desdeñosas, se acercó a su escultura y le dio un golpe. A ella no le era tan ajeno como a mí el mundo de las compras que acababa de entrar y salir de su taller como una tromba, conocía aquel mundo a través de su madre, a la que con frecuencia había acompañado a la Kártnerstrasse y también al Graben. Era un mundo que Anna odiaba, y al abandonar a su marido —que su madre le había endosado por razones de política familiar—, había abandonado también ese mundo. Anna se había librado de toda obligación de recibir gente, cosa que sí tenía que hacer en la Maxingstrasse. Ahora ya no se veía forzada a tener miramientos con ningún grupo. No perdía el tiempo, no estaba sometida a ningún control. Si algo la molestaba, echaba mano de los cinceles. Quería que su trabajo fuese lo más difícil posible. Lo que ella había aprendido de Wotruba —a quien en el fondo nada la unía— era esto: un ansia de monumentalidad, porque esta exigía el trabajo más arduo. Una tensión voluntariosa, en la parte inferior de su rostro, le daba un gran parecido con su padre. El hecho de que Thiess la visitase era como una muestra de urbanidad. Tal vez ignorase que nada tenía que decirle. Él mismo era capaz de ejecutar ante cualquiera sus rápidas escalas, siempre en la zona alta. Pero su editor era Paul Zsolnay, al que Anna había abandonado por última vez. El hecho de que, en medio de los muchos alicientes de la Kártnerstrasse, Thiess hiciese una fugaz visita de cumplido a Anna era una muestra de afecto y una especie de declaración de neutralidad. Estaba contento de su aspecto y acaso sabía que de sus dedos colgaba todo lo que Anna había perdido al huir de Zsolnay. Sólo gentes realmente «libres», que fueran lo suficientemente famosas y cuyas obras se leyesen mucho —es decir, sólo gentes que no dependiesen de la editorial de Zsolnay, pues cualquier otra las hubiese acogido con mucho gusto— podían permitirse el lujo de rendir homenaje a Anna mediante una visita. La gente entraba y salía, y luego se comentaba en todas partes quién había estado en el taller. Los sujetos que eran tenidos por lacayos de la editorial preferían no aparecer. Muchos que antes habían adulado a Anna y que habrían dado cualquier cosa por ser invitados a sus reuniones, ahora la evitaban y se guardaban bien de aparecer por la Operngasse. Hubo otros que de repente comenzaron a hablar mal de ella. A la madre —que ejercía una gran influencia sobre todo lo que atañese a la música en aquella ciudad— se la dejaba en paz, pese a que de cada uno de sus poros rezumaba cálculo interesado y política de poder familiar. Anna se enfrentó a las habladurías del mundo, era valerosa y continuó siéndolo siempre. En el pequeño taller de la Operngasse se construyó su propio museo de cabezas famosas. Esto era legítimo cuando una cabeza le salía bien, lo que ocurría no raras veces. No sospechaba hasta qué punto eso era, además, un reflejo de la vida de su madre. Lo que a ésta le interesaba era el poder, el poder en cualquiera de sus formas, en especial la fama y el dinero, y el poder que otorga placer. Anna tenía, por el contrario, como centro de su ser algo más importante, a saber: la enorme ambición de su padre. Quería trabajar y quería que su trabajo fuese lo más difícil posible. En Wotruba, su profesor, encontró precisamente ese trabajo duro, largo y pesado que necesitaba. Frente a sí misma no alegaba la excusa de ser mujer, estaba resuelta a trabajar tan duramente como aquel hombre fuerte y joven que le daba clases. Nunca se le habría ocurrido pensar que el modo de trabajar de Wotruba estaba determinado por un destino diferente. Anna no establecía diferencias de origen. Y mientras que su madre pronunciaba la voz proleta con el mismo desprecio que sentía por los esclavos —cual si el «proleta» constituyese algo situado fuera de las categorías humanas, algo necesario y que se podía comprar y, a lo sumo, también utilizar para el amor, en el caso de una persona excepcionalmente bella—, mientras que su madre se complacía en ensalzar a quienes ya estaban en lo alto, Anna no hacía ninguna, absolutamente ninguna diferencia entre los seres humanos; ni el origen ni la posición social significaban nada para ella, lo único que le importaba eran los seres humanos en sí mismos. Pero quedó de manifiesto que esta mentalidad noble y hermosa no basta; para conocer el valor de los seres humanos es preciso no sólo hacer experiencias con ellos, es preciso también tenerlos en cuenta. El sentimiento de libertad era muy importante para Anna, y la razón principal por la que ésta se deshacía con rapidez de cualquier relación. Era tan fuerte aquel sentimiento que uno habría podido pensar que ninguna relación nueva entablada por ella era seria y que, desde el comienzo, estaba concebida para durar poco. A esto se contraponía el que Anna escribiera cartas «absolutas» y, en especial, aguardara declaraciones «absolutas». Tal vez daba más importancia a las cartas que uno le escribía que al amor mismo, tal vez lo que más la fascinaba fueran las historias que uno le contaba. Yo la visitaba a menudo, sobre todo desde que tenía su taller en la Operngasse, y le informaba de todo aquello de que me ocupaba. Iba desplegando ante ella las cosas que ocurrían en el mundo y las cosas que yo mismo inventaba. Cuando yo estaba colmado de Sonne podía ocurrir que le comunicase cosas muy serias, y ella siempre me escuchaba y parecía embelesada. Cuando realicé lo que en otros casos me pensaba durante mucho tiempo y llevé a Sonne a su estudio para que la conociese — la hija de Gustav Mahler suscitaba su interés—, cuando presenté a Anna lo mejor que para mí había en el mundo, aquel hombre, el más dulce de todos, y lo hice con el respeto que le debía y que no ocultaba ni ante ella, Anna reaccionó con grandeza de alma, la más bella de sus cualidades: tomó a Sonne como lo que era, lo admiró —a pesar de su ascética apariencia—, lo escuchó tal como solía escucharme a mí, pero con el grado de solemnidad que yo esperaba de ella, y le rogó que volviese. Cuando volví a verla a solas, Anna elogió a Sonne, le parecía más interesante que la mayoría de las personas, y más tarde me preguntó varias veces cuándo volvería. Acerca de las cabezas modeladas por ella me había dicho Sonne cosas muy inteligentes, que yo le comuniqué; hasta en sus grandes esculturas descubría un fresco anhelo romántico. Lo trágico todavía le estaba vedado a Anna, dijo; no tenía nada en común con Wotruba, pues estaba afectada por la música, de la que aquél se hallaba enteramente libre. Eran las suyas, propiamente, añadió, esculturas que pertenecían a la música de su padre, a muchas partes de esa música, esculturas esculpidas más a golpes de voluntad que de inspiración. No podía aún decirse qué saldría de aquello, fue su comentario; tal vez mucho, si hubiera una ruptura en su vida. Sonne habló con benevolencia, era consciente de que Anna significaba mucho para mí y por nada del mundo me hubiera lastimado. Pero por su forma de situar en el futuro la esperanza en el trabajo de Anna supe que todavía encontraba muy poca originalidad en aquellas esculturas. En cambio sí tenía cosas positivas que decir sobre las cabezas. Le gustaba especialmente la de Alban Berg. La de Werfel, por el contrario, la encontraba inflada, inflada como sus novelas sentimentales, que aborrecía, y dijo: aquí Anna ha quedado contagiada por Werfel y en su cabeza ha exagerado hasta lo que hay en él de vacuo y patético, y lo ha exagerado hasta tal punto que muchos que conocen su cabeza real, sumamente fea al natural, lo tendrían, en el retrato, por una persona importante. Anna escuchaba a Sonne tal como yo lo escuchaba. Jamás lo interrumpía, nunca le hacía preguntas, siempre le parecía corta la charla. Cuando iba a visitarla, Sonne no permanecía en el taller mucho más de una hora. Era cortés, y, rodeado como se hallaba de piedra, polvo y cinceles, suponía que ella deseaba trabajar. En las herramientas veía la resolución de trabajar de Anna, no hubiera necesitado de ninguna de sus esculturas para adivinarlo. Quedó muy conmovido por la semejanza que la parte inferior de la cabeza de Anna —la parte representativa de la voluntad— tenía con la cabeza de su padre. Únicamente en esto se veía que era hija suya, pues en lo demás —los ojos, la frente, la nariz— no tenía ningún parecido con él. Cuando más bella estaba era cuando escuchaba a Sonne sin moverse, con los ojos muy abiertos, emocionada y colmada exclusivamente por lo que oía, una niña a la que las disquisiciones serias, secas a veces, y en todo caso detalladas, se le convertían en cuentos. Y ahora estaba allí él, cuyas palabras tenían para mí la misma importancia que tenía la Biblia cuando la explicaba delante de mí, y yo escuchaba aquellas cosas enteramente distintas que Sonne decía para Anna, y podía contemplar sin turbación cómo ella le escuchaba con toda atención. Entonces —esto era lo que yo sentía— Anna no se hallaba ya en el mundo de su madre, entonces estaba más allá del éxito y de la utilidad. Yo sabía que, en su esencia, ella era más delicada y más noble que su madre, sabía que no era ni posesiva ni mojigata. Pero el juego de poder de la vieja gorda la había forzado una y otra vez a enredarse en situaciones que nada tenían que ver con ella, que no iban con ella, en situaciones en las que se veía constreñida a actuar según las normas que le dictaban, una muñeca colgada de pérfidos hilos. Sólo en su taller se veía liberada de todo aquello, tal vez por esto se aferrase con tanta fuerza a su trabajo. Era lo último que su madre la habría incitado a hacer, pues comparado con el esfuerzo que exigía, eran pocos los réditos que procuraba. Me parecía, sin embargo, que en mi presencia Anna no era enteramente libre —pues aunque ella deseaba que la visitase, todo dependía de un esfuerzo inacabable, de mi capacidad inventiva. Y yo era tan consciente de esto que no me habría permitido quedarme junto a ella si no se me hubiera ocurrido nada que contarle. Cuando me parecía más libre era cuando yo llevaba a Sonne a su taller. Entonces Anna se entregaba, sin titubeos ni afectación, a una enseñanza cuya profundidad y pureza captaba, a una enseñanza que no le era de ningún provecho, que no podía utilizar, y que tampoco a nadie de la corte de su madre le habría impresionado, pues nada significaba para ellos el nombre de Sonne. Y como Sonne no quería tener ningún nombre, y precisamente por ello no lo tenía, ni siquiera lo habrían invitado. Cuando, tras haber pasado una hora en el taller de Anna, Sonne se levantaba y se marchaba, yo me quedaba un rato más. Seguramente él pensaba que yo deseaba quedarme. Pero lo único que me retenía era el pudor. Me parecía impertinente acompañarlo. Yo lo había llevado allí en su condición de ser especial, era una especie de alabardero que le señalaba el camino. Pero ahora él conocía el camino y deseaba retirarse. Nadie tenía derecho a importunarlo en esto. Aun cuando se marchara, continuaba entregado al pensamiento y proseguía a solas consigo mismo la conversación iniciada. Yo lo habría acompañado si él hubiera manifestado ese deseo. Sonne era demasiado deferente para hacerlo. Me consideraba un ser privilegiado por frecuentar a menudo aquel taller. Pero esto era todo lo que él sabía. No se me hubiera ocurrido decirle nada más acerca de una cosa tan privada. Acaso barruntara que yo estaba completamente abatido. No lo creo; jamás intentó consolarme a su manera inimitable, describiendo una situación en apariencia enteramente diferente, pero que habría sido la mía propia, sólo que traspuesta. Me quedaba, pues, y cuando al día siguiente volvíamos a reunimos en el café Museum, él no pronunciaba sobre la visita ni una sola palabra. Tras su marcha yo no me demoraba mucho. Tan sólo aguardaba a que estuviera fuera del alcance de la vista, y luego inventaba cualquier excusa para despedirme. Anna y yo jamás comentamos nada sobre Sonne. Éste siguió siendo intocable.
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