
Desayuno en Tiffany’s, tanto la novela como la película, tiene como consigna el vivir anhelando y, en ese sentido, posee un alto matiz melancólico, si entendemos la melancolía como un estado metafísico de disconformidad o lo que Leopoldo Chiappo entendió como la tendencia a ir tras “un mundo ideal añorado”. Pienso que este fue el factor decisivo de la asociación inmortal entre la actriz y el clásico personaje. En la novela rige hasta el final el anhelo insatisfecho como forma de vida; la película sacrifica este instinto por mostrar a Audrey entregarse rendida a los brazos de George Peppard bajo la lluvia. El director, Blake Edwards, rebajó la sordidez de la historia de la dama de compañía de clase alta para adaptar la novela de Truman Capote a la esencia fragil de la actriz, quien también parecía necesitar ser rescatada de algo (de la guerra, del abandono de su padre, de sus amantes desleales o de sí misma).
La mudanza de temperamento de Holly, que luego de sumirse en la angustia retoma su personalidad lúdica casi sin intervalo, deja ver que la ensoñación funciona en este personaje como refugio antes que como exaltación de la realidad. Los hombres entran y salen de su vida, la ciudad es un patio de juegos solitario y lleno de gente a la vez, hasta que aparece Paul Varjak, tan prometedor. El escritor de una sola colección de cuentos se perfila como un posible compañero de juegos. Es otro melancólico anhelante, salvo que él posee la dosis de realidad de la que ella carece (aunque ella intente escudarse en un pragmatismo cínico: “Si tuvieras dinero, me casaría contigo al instante”). Ahí radica la tensión entre ambos: él se ha cansado de soñar y ve en ella, más que una compañera de aventuras, la proyección de sus más íntimos deseos como escritor y como hombre que, con todo lo liberal de su estilo de vida en aquel momento, no ha echado por tierra ese íntimo deseo de gobernar a una mujer.
Paul parece ser el primer hombre que intenta amar a Holly; su antiguo esposo amaba a Lula Mae, su versión sureña, y el resto solo la ha visto como fina mercancía. Se esfuerza por conocer y amar los detalles de su alegría y de su tristeza, de su lado sofisticado y de su lado de muchacha de campo. Busca respuestas incluso en las medias palabras del duermevela de Holly y no obtiene más que una reprendida: “Si vamos a ser amigos déjame aclararte una cosa de una vez: odio a la gente entrometida”. Quien haya leído a Sándor Márai habrá hecho suya la lección de que entender el amor, en cualquiera de sus dimensiones, como el conocimiento pleno del otro, conduce inevitablemente a la frustración y, en última instancia, al fracaso. La misma Audrey pareció llegar a rechazar a los entrometidos tras varios fracasos amorosos: “Me pregunto a veces si los hombres y las mujeres realmente se satisfacen. Quizás deban vivir separados y visitarse”. El final de la novela de Capote es fiel a esta lógica y por eso la relación falla. Sin embargo, dentro de la ingenuidad del universo de la comedia romántica, esta forma de amor logra triunfar.
El lado vulnerable de Holly debía pesar más que el ímpetu soñador para lograr el final feliz. Baja la guardia, se enamora. Aparece como una versión que acaba por parecerse al arquetipo femenino de la manic pixie dream girl, denominación de Nathan Rabbin para el devoto personaje capaz de solucionar la vida del protagonista masculino al obsequiarle un universo de fantasías que lo inspiran a crecer a costa incluso de la felicidad de aquel (Claire de Elizabethtown fue la inspiración de Rabbin). En la Holly cinematográfica, la angustia existencial la desarma a tal punto que decide exponerse a compartir sus miedos: “Los días rojos son horribles. De repente, uno tiene miedo y no sabe por qué […]. Cuando me siento así, lo único que me ayuda es subir a un taxi e ir a Tiffany’s. Me calma los nervios enseguida. Es tan silencioso y soberbio. Allí no puede ocurrir nada malo. Si encontrara un lugar que me hiciera sentir como Tiffany’s entonces compraría muebles y le daría un nombre al gato”. Holly mira tímida desde fuera aquello que desea para sí, pero no se atreve a ingresar por no sentirse a la altura de ese universo admirado aún, al menos no estando sola. Al compartir con Varjak su búsqueda, le entrega una llave que él aprovechará. Luego entona esos versos capaces de ablandar cualquier corazón bajo la ventana de su huckleberry friend: “Two drifters, off to see the world./ There’s such a lot of world to see. /We’re after the same rainbow’s end” y no hay más dudas de que es una sentimental de frivolidad impostada.

En el libro, Varjak es solo una parada en su largo recorrido, sin importar cuánto se esforzó por contener sus instintos. Ni por asomo logra ser tan fuerte para doblegarla o estar a la altura de sus deseos. Ella logra desprenderse del gato, del escritor y de todo lo que la ata a una realidad temible e igual de transitoria que las que vivió antes y probablemente vivirá hasta encontrar su lugar en el mundo, si tal lugar existe, porque “there’s such a lot of world to see”. Varjak quiso conocerla y por eso falló en su intento de amarla. Holly huyó de la idea del amor como prisión, incompatible con la melancolía de su espíritu.
Aunque es evidente, como suele pasar, que la película en conjunto resta a la historia original (y podríamos mencionar fallas de producción y reparto, como lo incómodo que resulta ver a Mickey Rooney de Mr. Yunioshi), es innegable que el personaje de Audrey ha calado. Quizá porque alberga sus contradicciones primordiales. O porque ella volcó dichas contradicciones en él para dar a conocer los matices que escondía tras su eterna sonrisa. Puede que estemos obsesionados con Holly Golightly porque sentimos deseos de rescatar a Audrey de la melancolía y deseábamos un final feliz de comedia romántica que frenara su infatigable búsqueda de un refugio en el mundo. O simplemente porque nos hipnotiza mientras toca el banyo y entona “Moon River” con la voz más afligida y la expresión más anhelante.
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