Memorias de gris: canciones que mi madre me enseñó


496981Me las enseñó sin proponérselo, solo a fuerza de hacerme compartir horas con ella. Al exponerme a esa música no pretendía convertirme en lo que soy; al menos no en lo referido a ese aspecto de mi personalidad, el de la sensiblería. Mientras el país se caía a pedazos y la ciudad donde vivíamos era cercada, empezando por su periferia, mi madre me inculcaba toda una forma de sentir, bien lejos de la guerra fratricida, las banderas rojas y la desesperanza que se cernía a nuestro alrededor. Cuando aún había luz eléctrica de forma regular por las noches, pasadas las ocho, mi madre sintonizaba la radio y se repetía toda la retahíla de canciones que se suele caracterizar como clásicos hispanos: baladas románticas, lentas, cursis, producidas entre fines de los años sesenta, setenta e inicios de los ochenta. Hasta las canciones recientes de entonces sonaban viejas, porque el artista o el compositor lo eran, o porque los acordes eran trillados y los temas casi siempre los mismos: el enamorado que se despide, el amante que no olvida la última noche (y por ende nunca pudo repetir), la mujer resignada que deja marchar al amante fugaz, la que aún se aferra al amor lejano, etc. Todas las canciones, con ligeros matices, seguían la misma tónica. Privilegiaban el sentimiento, el puro corazón, frente a la mesura racional, y transmitían consuelo al derrotado, emoción al amante victorioso y esperanza al que aún no definía su situación. Todas celebraban el amor, en pasado (para preservar el recuerdo) o en presente (para grabarlo y prolongarlo) como una experiencia extraordinaria, que te cambia la vida.
En esa época, entre mis siete y mis diez años, poco o nada sabía yo de esas sensaciones profundas. Mi experiencia del amor se reducía a estar con mi madre, cargarle los diccionarios y estar a su lado para que ella resolviera el crucigrama, mientras fumaba, tomaba café y escuchábamos algo como La gata bajo la lluvia de Rocío Dúrcal; un tema que nunca entendí con todas sus implicancias hasta que tuve más de veinte años. Pero cuando tenía siete años, todo se reducía a la tonadilla tan aguda del piano, como una letanía, y a la fuerza de una voz, cuando decía, enfática: Ya lo ves, la vida es así/ tú te vas y yo me quedo aquí/ lloverá y ya no seré tuya/ seré la gata bajo la lluvia/ y maullaré por ti. En tanto, mi madre encontraba la palabra que encajaba en los casilleros y escribía las letras con un lápiz (porque como todo crucigramista sabe, la tinta se usa solo al final). Esas noches eran así de quietas, acompañadas por canciones foráneas, siempre en español, que remitían a un mundo diferente, donde las personas hablaban de paseos, cafés y parques, sueños, manos, besos y adioses. Quizás entonces, en ese espacio íntimo, de libros gordos y música, nació una vocación que luego plasmé en un oficio por el que he seguido caminos raros, conociendo otras geografías y climas.
crucigramaVisto así, parece que no he cambiado mucho. Sigo consultando libros, verificando fechas, referencias cruzadas y datos, siempre con música de fondo. Es verdad que mi repertorio se extendió y ahora cubre otras lenguas y otros nombres que mi madre no me enseñó; pero siempre vuelvo a aquellas canciones, que constituyen mi patrimonio, lo que me vincula a quien fui y a quien me formó. ¿Dónde está la patria de un peregrino? En su lengua, si no la pierde, pero además en su infancia. Lo que me queda de patria se actualiza en esos versos repetidos que me vienen de súbito, en lugares muy lejos de la casa de mi infancia, en momentos en los que necesito religarme con quien soy. Cuántas veces, en una noche solitaria, conduciendo en la oscuridad, me he dicho, recordando a alguien: Qué será de ti/ Necesito saber hoy de tu vida. Hace un año, calibrando lo que consideraba el mitad del camino de mi vida, me aferré a dos versos que paliaron mi melancolía: La primavera ha pasado/ quién sabe la vida comience así. O en otra ocasión, cuando me hice a un lado, porque las cosas no iban a funcionar y debía reconocer mi derrota anunciada: Quisiera, cómo quisiera/ decir te amo, dame la mano/ y verás que sin dudar/ aunque te vayas tú, yo te quiero. O cuando me enamoré de prisa, desatinadamente, y me dije, como formulando una ofrenda a la persona amada: Mas como has hecho/ para hacer de mi vida algo muy tuyo/ a transformar el tiempo en una espera para yo verte. Las canciones más sencillas pueden sublimar experiencias comunes y volver un amor necio en algo digno de mejor resolución. Algo de eso ha quedado plasmado, para quien quiera explorarlo, en las entradas de la sección Una banda sonora.
Sin embargo, como sabe todo lector, no sentimos lo que vivimos, sino lo que recordamos; tal vez todo esto que escribo es una invención de mi mente, ¿quién no trafica con recuerdos, propios o ajenos? Las experiencias personales, gratas o desgraciadas, trascendentes o superficiales, adquieren la forma que nuestra alma les confiere, de acuerdo al tamaño de esta última. Yo quisiera creer que la mía adquirió, en parte, su forma en aquellas noches, ahora definitivamente perdidas, en que mi madre y yo trabajábamos juntos (porque así ejercitábamos la mente, porque así nos entendíamos), a la sombra de las baladas más cursis de la tierra. El país alrededor de nosotros se desangraba, porque unos desquiciados así lo querían, pero esa fue la manera que tuvo ella, sin proponérselo, de protegerme, de cubrirme con una escafandra de lirismo elemental y amor a toda costa. A nosotros no nos importaba que el mundo se viniera abajo, mientras tuviéramos un lugar cálido y seguro, con libros, música, café y un crucigrama que completar. He cumplido treinta y seis años y mi vida sigue aún esos cauces.

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