Le encantaba Marisol. ¿A quién no? Marisol había lanzado Corazón contento en 1968 y mi madre tenía menos de veinte años. A inicios del año siguiente, la joven estrella vino para el aniversario de Lima. Eran tiempos en los que se celebraba el 18 de enero, día de su fundación, con un desfile colorido, que por allá siguen llamando corso y ahora solo se realiza los días de fiesta nacional. Mi madre provenía de un pueblo a una hora de la capital, una distancia física y mental que por entonces parecía muy lejana. Marisol tenía más o menos su edad y ambas eran de pueblos junto al mar. Pero Marisol ya era una diva y durante aquellos gloriosos años de la década de 1960 había hecho todo: había ganado un premio en el Festival de Venecia, visitado muchos países y hasta filmado una película dirigida por Mel Ferrer, en los años en que este estuvo casado con Audrey Hepburn (¿habrá habido un vis-à-vis entre Marisol y Audrey? Lo dudo). Mi madre por esos años estudiaba la secundaria en una escuela provinciana y soñaba con irse a la gran ciudad, como quien tenía ambiciones y ganas de vivir. Yo la recuerdo canturreando el coro de Tómbola, que había visto en el cine, pero seguramente su memoria no retiene más de tres versos y nunca reparó en las implicancias de la metáfora principal: aquel celebrar la forma en que la vida nos lleva por caminos raros y cómo debemos asumir nuestra suerte, gozarla y apostar con fe (en la tómbola del mundo/ yo he tenido mucha suerte/ porque todo mi cariño/ a tu número jugué/ Yo soñaba con tu nombre/ esperaba conocerte/ y la tómbola del mundo/ me premió con tu querer). Lo que sí debió asimilar, porque eso sí me consta, era la idea esencial de mantener el ánimo en alto y buscar la alegría ante las adversidades.
Lo digo porque similar mensaje, más maduro, se desprende de Corazón contento, que puede considerarse un rito de paso en el yo lírico. Se trata de otra celebración de la vida y del amor, pero con la consciencia, propia de una adulta joven, de la intervención de Dios en los actos humanos (ya no hay tómbola) y del paso del tiempo en nuestra experiencia vital: Y le doy gracias a la vida/ y le pido a Dios que no me faltes nunca/ yo quisiera que sepas/ que nunca quise así/ que mi vida comienza/ cuando te conocí.
Pero mi madre no tenía por qué reflexionar en torno a estas cosas. Le bastaba con seguir el ritmo de la canción y canturrear mientras hacía sus cosas, que podían ser mecánicas o laboriosas, como llevar cuentas, hacer listas, organizar planes, escuchar problemas de otros y tomar decisiones. Yo, que había crecido con esos temas, les otorgué un sentido, como se puede comprobar aquí, y los enlacé con la trama de mi propia vida, cuyas líneas guía se fueron perfilando, desde pequeño, a la sombra de esas canciones vetustas. Cómo no creer en la certeza de un amor hallado e irremediablemente perdido cuando Marisol canta Aquel verano, saborear la plenitud que se alcanza con un amor fugaz e intenso y deleitarse en la delicadeza de una metáfora tan sencilla como esta: Aquella mano que encontré un verano/ y con la mía un castillo formó/ aquellos sueños fueron de un verano que murió… Será por eso, por la fugacidad y esa nostalgia que puede llamar a la inacción, que esta canción no aparece en la lista de favoritas de mi madre.
Marisol se retiró agobiada por la fama y la presión de una carrera que la limitaba. Prefirió, tras tanto éxito, hacer una vida normal como Pepa Flores. Quien mantuvo una carrera extensa y notable, aunque sin toda la precocidad de Marisol, fue Massiel. Ese 1968 en que sonaba Corazón contento, una Massiel de apenas veintiún años ganó el concurso de Eurovisión con La, la, la, otro himno a la esperanza y la lucha diaria. Su éxito prosiguió en décadas siguientes y tuvo uno de sus hitos finales con Brindaremos por él. A mí esa canción me conmueve y todavía agita terriblemente. Fue lanzada en 1983, pero la escuché con frecuencia hasta finales de esa década, que coincide con la de mi infancia en un barrio con luz escasa y alegrías dispersas. La canción tiene algo de despecho, pero también de superación de una crisis por la vía del desahogo. Hay que llorar, para después resignarse, levantar la cabeza, sonreír y seguir avanzando. Vuelve a sonreír/ olvídate/ la vida es ancha/ y estos golpes del amor se olvidan/ después de cada noche sale el sol/ y vuelven las gaviotas a volar/ después de la tristeza nacerá la dicha/ si hoy te han maltratado el corazón/ y duerme junto a ti la soledad/ no importa porque empieza un día más la vida. Massiel transmitía un estoicismo bien apropiado para esos años duros. Y lo hacía desde una pantalla pretenciosamente brillosa, con luces cegadoras desde el escenario, cuando veíamos un clip en la televisión; o desde la voz, más íntima y fuerte, al menos en mi mente, desde la radio, por las noches. Será porque los compases se confundían con un ocasional carraspeo y el inolvidable olor del cigarrillo materno.
Al final, pasan los años, pasan las modas y queda el legado de los artistas, o sea un puñado de canciones, en este caso. De Tómbola a Corazón contento, tenemos el paso de la más pura fe, la alegría juvenil frente al amor, hacia la madurez serena de una joven que puede apreciar lo que es el encuentro de dos corazones, la convicción de que todo lo vivido antes de la persona amada fue tan irrelevante que ni siquiera puede considerarse vida. Esa relación puede durar para siempre o solo un verano o, mucho mejor, ser tan generosa y fructífera que convierta los años en una larga tarde de sol. Para antes de esa relación que es la más pura experiencia del amor o tras una decepción frente a lo que pareció serlo, está Massiel, otra muchacha que se hizo mujer sobre los escenarios, con su mensaje estoico, de integridad frente a un panorama aciago. Después de cada noche sale el sol.
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