Por mi edad, pertenezco a la última generación que vivió la Guerra Fría, es decir el enfrentamiento que desarrollaron, sin tocarse, Estados Unidos y la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. Esa guerra era esencialmente ideológica, económica y tecnológica, pero también cultural: si la prensa norteamericana contaba con el Readers’ Digest, el periodismo soviético contaba con su propia Selecciones, que se llamaba, orgullosamente, Sputnik. Yo recuerdo que ambas revistas, la norteamericana y la rusa, se vendían con igual interés y colgaban de los quioscos de entonces sin problema alguno. Como todo lo que venía del otro del telón de acero, aquella revista se derrumbó alrededor de 1991, pero dejó huella, según lo demuestran algunos rincones de la nostalgia en internet.
Otra de las manifestaciones de la cultura soviética que llegaba al mundo hispanohablante era la vigorosa editorial Progreso, cuyo logo estaba compuesto de una imagen del satélite Sputnik, que asemejaba una letra “e”, a la izquierda, y la letra que en cirílico corresponde a la “p” latina, a la derecha. Progreso publicó, entre otras bellezas bibliográficas, la colección ilustrada de cuentos populares rusos El pájaro de fuego, que iluminó nuestra niñez en los años setenta y, sin proponérselo, nos preparó para leer a Vladimir Propp y su Morfología del cuento. Además, ya en su línea propiamente soviética, ya que el folclor ruso poco tenía de revolucionario, la editorial sacó adelante la llamada Colección Octubre, que lanzó en 1973 y a través de la cual difundió varios textos clásicos del realismo socialista. Entre sus títulos, destaca, por mérito propio, La madre de Máximo Gorki, quien compuso el texto en 1906, primero durante su estancia en las montañas Adironrack de Nueva York y luego en Capri, a fin de ese mismo año. La novela apareció por entregas casi de inmediato, en inglés, en la neoyorkina Appleton’s Magazine. En poco tiempo, cuestión de meses, la obra demostró ser un éxito y, aunque fue censurada en la Rusia zarista, se publicó y tradujo por extenso en todo el Occidente.
La madre recrea el ambiente que gestó la revolución de 1905, antecedente de la triunfante de 1917, y se centra en esos obreros oprimidos que toman conciencia de su miseria y se rebelan frente a los dueños de la fábrica, la sociedad burguesa en su conjunto y el orden político zarista. En ese aspecto, la novela no es muy original y correría el peligro de ser para el lector un mero panfleto, un llamado a la acción, como ciertamente lo fue para quienes deseaban abrazar la ideología y la revolución, hasta el punto de considerarse casi un manual de vida. La originalidad de la novela, la cual aún le otorga su fuerza, es el cambio de enfoque del presumible héroe, el líder obrero Pável Vlásov, hacia su madre, la abnegada Pelagia Vlásova, mujer de cuarenta y pocos años que lleva grabado, en el cuerpo y en el alma, todo el sufrimiento a manos de un marido alcohólico y abusador que muere en las primeras páginas de la novela. A partir de entonces, Pável desarrolla su vocación socialista y su madre, dentro de su ignorancia y amor, lo sigue hasta encontrar un sentido a su vida.
Aunque el texto adopta un estilo realista, La madre exuda idealismo: el personaje de Pável es un héroe sin tachas, que queda a la sombra durante buena parte de la novela, para darle el protagonismo a la madre, que francamente resucita para la vida y lo entrega todo por la causa del hijo y sus camaradas, sujetos igualmente idealistas que buscan cambiar un mundo en el que los obreros son explotados. Naturalmente, todo esto queda en un proyecto y, como tal, es polvo de sueños. Gorki llegó a ver el triunfo de la Revolución de 1917 y hasta pudo ver sus excesos, que denunció, cuestionando el régimen bolchevique. Tristemente, Stalin supo tenderle la mano en su momento bajo (se había quedado casi en la indigencia en Italia) y prácticamente lo convirtió en un autor oficial del régimen, que era una forma sutil de silenciarlo. Demasiado prestigioso como para ser encarcelado, Gorki era aún crítico y como resultado fue puesto en arresto domiciliario y aún se especula en torno a su muerte, como que habría sido tramada por el propio Stalin.
La madre es todo heroísmo romántico y logra transmitir el entusiasmo por ese movimiento de ideólogos agitadores y obreros, o como los llamaba Haya de la Torre, “trabajadores manuales e intelectuales”, dentro de su universo narrativo, en el cual apenas se representa a las autoridades y se omite recrear a la burguesía enemiga. Esta ausencia fue decisión inteligente del autor, ya que retratarla hubiera explotado un maniqueísmo fácil. En ese mundo de agitadores que hacen circular papeles subversivos ocultándose de la policía, predicando lo que ellos llaman simplemente “la verdad” (que son los explotados y que ese orden social es injusto), resulta imposible no conmoverse ante las palabras del rebelde Nikolai:
Verá usted, estos días he vivido extraordinariamente bien. Todo el tiempo lo he pasado con los obreros, leyéndoles, hablando con ellos, observando. Y en mi alma se ha acumulado algo asombrosamente puro, sano… ¡Qué buena gente, Nílovna! Me refiero a los obreros jóvenes; son fuertes, sensibles, con ansia de comprenderlo todo… Cuando uno los ve, piensa: ¡Rusia será la democracia más brillante de la tierra!
Nada de eso ocurrió, como todo el mundo lo sabe, y de seguro miles de esos revolucionarios como Nikolai murieron en las persecuciones masivas de la década de 1930. Quien quiera tener una idea del desastre, que roza el genocidio, puede leer Koba el Temible: la risa de los veinte millones de Martin Amis. Sin embargo, La madre no es culpable de las atrocidades de Stalin ni debe cargar con su pasivo. Allí queda el arte narrativo de Gorki, que puso todo su talento al servicio de una causa que, hacia los años en que la compuso (inicios del siglo XX), tenía mucho sentido, ya que las condiciones sociales y económicas de la Rusia zarista para proletarios y campesinos eran terribles. El primer capítulo de La madre atrapa: esa rutina cansina, monótona y circular de la vida del obrero, como personaje colectivo, golpea con fuerza al lector, que entra al segundo capítulo con uno de los mejores engarces que se han escrito: “De igual modo vivía el cerrajero Mijaíl Vlásov…”.
Pasados más de cien años de su composición y de la Revolución Rusa que realmente no trajo democracia alguna para el oprimido, juzguemos La madre no tanto por su ideología implícita, sino por su calidad estilística; no obstante el primer aspecto haya sido el que produjo parte de su gran reconocimiento. Allí está el elogio de Lenin, que nos propone leerla como un mero documento o casi un manual: “Es un libro necesario. Muchos obreros participaban en el movimiento revolucionario de modo no consciente, espontáneo, y ahora el leer La madre les reportará gran provecho… es un libro muy oportuno”. Mención aparte merece la edición de la editorial Progreso, de donde extraigo la cita de Lenin. Cosido y en tapa dura, este ejemplar de La madre está impreso en un tipo de letra distinguido, que no sé por qué me recuerda en algo al cirílico, e incluye láminas con dibujos inspirados en los personajes y escenas principales. Un ejemplar que, en estos tiempos de lectura en pantalla, es lo más cercano a un delicado libro objeto.
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