Y te pregunto, Fabio: ¿Qué hacer con los sueños rotos? Recoger los trozos, tirarlos a la basura o simplemente guardarlos en un cajón. Los sueños rotos no son propiamente derrotas. Imagina que juegas una final y la pierdes en buena lid. Eso no es un sueño roto, es un fracaso, resultado de decisiones, buenas o malas, que tomas en una situación específica. Sea por la razón que sea, pierdes, en tal caso, como resultado de tus actos. Por eso, la mayor parte del tiempo es verdad aquel aserto que dice que las cosas no pasan, tú eres quien las hace. Como decía Atahualpa: “Usos de la guerra son vencer y ser vencido”. Y lo dijo porque él había perdido. La competencia es así. Pero un sueño roto es otra cosa, es algo inesperado, al margen de tu control, que surge y te golpea. Un infortunio, eso que César Vallejo llamaba golpes en la vida. Y eso no tiene nada que ver con la tentación del fracaso tampoco. La tentación del fracaso es una pasión malsana, un vicio del alma, que te hace inclinarte a parajes sombríos. Los sueños rotos no son subjetivos como las tentaciones. Los sueños rotos son muy reales, sólidos, porque se materializaron cuando se rompieron.
He aquí una breve lista de sueños rotos que se generan por situaciones típicas: perder el último tren y con ello toda esperanza de un reencuentro; la carta salvadora con buenas noticias que nunca llega para consolar al alma que está por expirar; la enfermedad que te impide culminar una tarea; ir al encuentro del amor de tu vida y que un incidente, totalmente ajeno a tu voluntad, lo frustre; tu traslado a otra ciudad (a otra vida) programado para un día después del desastre de Chernobyl. A propósito, aún recuerdo el testimonio de José Fernández Montesinos, quien afirmaba que dos episodios consecutivos, la Guerra Civil y la segunda Guerra Mundial, le habían impedido escribir una obra de verdad: en esos años se la pasó más preocupado en sobrevivir a las bombas y escapar de las persecuciones que en escribir sobre Lope de Vega. Y muchos años después, en su cómodo sillón de Berkeley, no dejaba de lamentarlo: “Casi nada pude escribir entre los años 1936-1946, los que hubieron debido traer mi maduración”. Para cuando pudo instalarse en una cátedra y ponerse a trabajar en serio, con calma y recursos, le habían caído los años encima y los pájaros nuevos (para seguir con léxico de Lope) ya habían ocupado los nidos y cantaban con mejor música.
Piensa en los efectos de esta última epidemia: en los grandes viajes y proyectos veraniegos que se han cancelado o en aquel atleta para quien esta Olimpiada era, probablemente, la suya (y el año que viene ya no le vale). Entonces ingresa la especulación: ¿qué hubiera ocurrido si…?”. El infortunio ofrece amplio terreno a la historia contrafáctica: imagina a Ronaldo jugando la final del Mundial de Francia 98 o al inefable Leiva respondiendo a Francisco Bolognesi y llegando con los refuerzos en vísperas de la toma del morro de Arica. En la guerra y el deporte el infortunio provoca mucho a especular, porque nos parece inadmisible que la mala fortuna intervenga en planes, a menudo, tan fríamente calculados.
Entonces llegas a la conclusión más ingrata de estos días. Planificar la vida puede parecer, en circunstancias desafortunadas, un esfuerzo absurdo, aunque no por ello innecesario. Y sí, en ese punto, el infortunio puede estimular grandemente la inevitable tentación del fracaso en espíritus débiles, a entregarse a la levedad del ser o a la vida más sombría. Sin embargo, como enseñaban los estoicos de la antigüedad, ante el infortunio, no queda agobiarse demasiado en torno a aquello que no puedes controlar. La mayor crisis exige la mayor sensatez. Finalmente, los sueños rotos ocurren, ocurrieron y ocurrirán. Son las cosas de la vida que forman parte de nuestro aprendizaje. La existencia, verificable, de sueños rotos no cuestiona la esperanza o la convicción, sincera, de que solo nos queda avanzar. Baruch de Espinoza, quizás un poco radicalmente, estaba convencido de que lo más maravilloso y a su vez lo más terrible tenían que pasar siempre (en el orden que fuese) por la sencilla razón de que el universo debía tener de todo. Quedémonos entonces, Fabio, con la confianza que nuestros mayores tenían y que le da título a una comedia, de esas que no se leen con la frecuencia debida, del Siglo de Oro: no hay dicha ni desdicha hasta la muerte.
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