Hace unos días volví a leer La insoportable levedad del ser. Publicada en 1984, la novela no solo fue un best seller, sino que está considerada entre las grandes novelas de fines del siglo XX. De la mano de sus méritos creativos, el libro también es una síntesis y reflexión sobre la época, por lo que también puede verse como un exponente de lo llamamos literatura postmoderna. Muchas características de La insoportable levedad del ser ahora no nos admirarían en absoluto, pero hace cuarenta años eran notables: una autoconsciencia narrativa que reniega de las convenciones ficcionales (un “yo” infidente); un marcado tono ensayístico que echa mano de etimologías, digresiones históricas, filosóficas y hasta elabora un diccionario que ayuda a caracterizar a sus personajes; y un uso eficaz del psicoanálisis, herramienta narrativa consolidada, para ofrecerle al lector personajes redondos.
Por todas esas cosas, el Kundera de La insoportable levedad del ser nos transmite el gozo de quien describe las acciones, pensamientos y emociones de sus personajes con todos los recursos a mano, sin mayor compromiso narrativo realista. El novelista checo tenía 55 años cuando la novela salió y se nota, página a página, un control absoluto de recursos narrativos, que el novelista maneja con soltura. Gabriel García Márquez, un contemporáneo suyo, decía que cuando escribía podía alcanzar un estado casi de levitación y la lectura de La insoportable levedad del ser hace sentir al lector que es llevado también en volandas, a revisitar una época ya extinta. La novela nos sumerge en aquella Europa del telón de acero, la Primavera de Praga, el erotismo como exploración de la vida, la lucha por los derechos civiles y, en el fondo, la gran pregunta por el sentido de la existencia: ¿qué es preferible, la levedad o el peso? Las trayectorias vitales de cuatro personajes se proponen indagar en torno a esa pregunta.
En primer lugar, tenemos a Tomás, el mujeriego, que no logra conciliar amor y sexo, con un sentido epicúreo de vivir que lo inserta en la levedad. No obstante, posee un marcado sentido del deber, el que sostiene su relación con la provinciana Teresa. Además, sus convicciones frente al nuevo régimen que trajo la invasión rusa lo conducen a arruinar su carrera de médico. Con todo, practica un estoicismo que lo hace abrazar, con el tiempo, la levedad de una vida lejos de la ciudad, del éxito profesional y de la búsqueda de nuevas aventuras eróticas. A través de Tomás conocemos a dos mujeres contrapuestas, Teresa y Sabina, con las cuales constituye, en la primera parte de la novela, un triángulo amoroso que el narrador observa y disecciona deliciosamente. Mientras Teresa, quien se volverá la esposa de Tomás, es tímida, impulsiva, criada en la provincia, con prejuicios y cargando la sombra de una madre represora, lo cual hace que viva embargada por el peso (el peso de su relación con Tomás, con su propio cuerpo y con su pasado); Sabina, en cambio, es una mujer liberal, que vive gozosamente el erotismo y la vanidad artística que la vuelven también un personaje que se inclina a la levedad. Finalmente, Franz, amante esporádico de Sabina, es la encarnación masculina del peso, en tanto intelectual idealista, un romántico por naturaleza que busca ser un héroe o sentir que está cerca de serlo. Franz, igualmente, es quien representa mejor que nadie el kitsch que caracterizaría buena parte de la cultura occidental, según Kundera.
¿Cuál es la respuesta sobre el sentido de la vida dentro de la novela? Como en la alquimia, probablemente la respuesta se halla en el proceso de la búsqueda antes que en el objetivo alcanzado. Llevados por la levedad o por el peso, los cuatro personajes vivieron cada cual a su manera, se relacionaron, amaron y odiaron, ganaron y perdieron. Al final, con ligereza o con gravedad, los epitafios no son muy distintos y uno acaba por entender que la conclusión de la pesquisa no es otra que la fugacidad de la vida, porque todo lo sólido se desvanece en el aire, como reza el frase que ha sintetizado tan bien la estética postmoderna. De hecho, más profundidad destila la narración de la muerte del perro Karenin, al que se dedica la última parte de la novela, aunque su triste desenlace también debe estar marcado por el origen de su nombre, que se remite a la lectura de Anna Karenina que llevaba a cabo Teresa cuando fue a encontrarse con Tomás, al inicio de la novela.
Por último, con todas las cualidades que posee La insoportable levedad del ser, hemos de admitir que ha envejecido mal; fenómeno que podría ayudar a entender, de paso, por qué la obra de Kundera y su legado cayeron en el olvido conforme entrábamos al siglo XXI. Para un lector de veintipocos, supongo, la novela podría tener un sabor un tanto vetusto. Para empezar, es una novela muy europea: los personajes son políglotas, se desplazan, son más o menos cultos (aprecian la música clásica), con sensibilidad artística (hasta Teresa se dedica a la fotografía y no lo hace mal); al mismo tiempo, no se explora interculturalidad alguna (los checos solo poseen carácter de exiliados políticos, pero no indagan por identidad de ninguna otra clase), se hace una sátira feroz de la dictadura provocada por la invasión soviética y de todas las ideologías a partir de la teoría del kitsch; los personajes femeninos se supeditan, en buena medida, a la mirada masculina, y hasta podría afirmarse que la narración toda es eminentemente falocéntrica.
Con todo lo dicho que la puede hacer parecer desfasada frente a lectores de hoy, admitiendo que la novela ya es, a estas alturas, una novela de otro siglo (como las de Balzac, Cervantes o Apuleyo), no ha perdido su calidad: el camino en busca del sentido de la existencia en La insoportable levedad del ser es el del amor, tanto como idea como experiencia física, y el del arte en sus múltiples expresiones. Allí está el apasionado Beethoven, las etimologías en torno a un concepto, la fotografía como medio de capturar una imagen poderosísima o simplemente la poesía de un objeto, como la que encierra el inolvidable sombrero de Sabina. Algo de ese fulgor se encuentra plasmado en la adaptación fílmica (1988) con Daniel Day-Lewis como Tomás, Lena Olin como Sabina y Juliette Binoche como Teresa.
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