De El orden de la memoria. El tiempo como imaginario .. II parte. Capítulo I. Barcelona: Paidós, 1991. Pp 131-183
El concepto de memoria es un concepto crucial. Si bien este artículo está dedicado exclusivamente a la memoria como partícipe de las ciencias humanas (y sustancialmente de la historia y de la antropología) -tomando por eso en consideración sobre todo la memoria colectiva más que la individual- tiene en cuenta describir sumariamente la nebulosa memoria dentro de la esfera científica en su conjunto.
La memoria, como capacidad de conservar determinadas informaciones, remite ante todo a un complejo de funciones psíquicas, con el auxilio de las cuales el hombre está en condiciones de actualizar impresiones o informaciones pasadas, que él se imagina como pasadas.
Bajo este aspecto, el estudio de la memoria penetra en la psicología, en la parapsicología, en la neurofisiología, en la biología y, para las perturbaciones de la memoria --en las que la principal es la amnesia-, en la psiquiatría [véase Meudlers, Brion y Lieury, 1971; Flores, 1972].
Algunos aspectos del estudio de la memoria, dentro de una u otra de esas ciencias, pueden denunciar, ya de modo metafórico, ya de modo concreto, aspectos y problemas de la memoria histórica y de la memoria social [véase Morin y Piattelli Palmarini, 1974].
El concepto de conocimiento, importante para el período de adquisición de la memoria, lleva a interesarse por variados sistemas de educación de la memoria existentes en las diferentes sociedades y en épocas diversas: la mnemotécnica.
Todas las teorías que, cual más cual menos, apuntan a la idea de una actualización más o menos mecánica de las huellas mnésicas, han sido abandonadas en favor de concepciones más complejas de la actividad mnemónica del cerebro y del sistema nervioso: «El proceso de la memoria en el hombre hace intervenir no sólo la preparación de recorridos, sino también la relectura de tales recorridos», y «los procesos de relectura pueden hacer intervenir centros nerviosos complicadísimos y gran parte de la corteza cerebral», con la condición de que exista «un cierto número de centros cerebrales especializados en fijar el recorrido mnésico» [Changeux, 1972, pág. 356].
En particular, el estudio de la adquisición de la memoria en el niño ha dado un modo de constatar la gran función que tiene la inteligencia [véase Piaget e Inhelder, 1968]. En la línea de esta tesis, Scandia de Schonen afirma: «La característica de los comportamientos perceptivo-cognoscitivos que nos parece fundamental es el aspecto activo, constructivo de tales comportamientos»[1974, pág. 294]; Y agrega: «He aquí por qué podemos concluir auspiciando que tuvieron lugar ulteriores investigaciones que tienen por objeto el problema de la actividad mnésica, que se dirigen hacia el problema de las actividades perceptivo-cognoscitivas, en el ámbito de las actividades dirigidas ya para organizarse de modo nuevo dentro de una misma situación, ya para adaptarse a situaciones nuevas. Quizá sólo pagando este tributo lograremos un día captar la naturaleza del recuerdo humano, que tan admirablemente pone en situación difícil nuestra problemática» [ ibid., pág. 302].
De aquí derivan varias concepciones recientes de la memoria, que ponen el acento sobre los aspectos de estructuración, sobre las actividades de autoorganización. Los fenómenos de la memoria, ya en sus aspectos biológicos, ya en los psicológicos, no son más que los resultados de sistemas dinámicos de organización, y existen sólo en cuanto la organización los conserva o los reconstituye.
De ese modo algunos estudiosos han sido inducidos a apoyar la memoria en los fenómenos que ingresan directamente en la esfera de las ciencias humanas y sociales.
Pierre Janet, por ejemplo, «sostiene que el acto mnemotécnico fundamental es el "comportamiento narrativo", que él caracteriza ante todo basándose en su función social puesto que es una comunicación de una información, hecha por otros a falta de acontecimiento o del objeto que constituye el motivo de éste» [Flores, 1912, pág. 12]. Aquí interviene el «lenguaje, también producto social» [lbid.]. Así Atlan, estudiando los sistemas autoorganizadores, pone en contacto «lenguajes y memorias». «El empleo de un lenguaje hablado, Y luego escrito, representa en efecto una extensión formidable de las posibilidades de alcance de nuestra memoria, la cual, gracias a eso, está en condiciones de salir fuera de los límites físicos de nuestro cuerpo para depositarse ya en otras memorias, ya en las bibliotecas. Esto significa que, antes de haber hablado o escrito, un dato lingüístico existe bajo forma de alarma de la información en nuestra memoria» [1972, pág. 461].
Aún más evidente es que después de las turbaciones de la memoria que, junto a la amnesia, pueden manifestarse también a nivel del lenguaje con la afasia, en muchos casos deben explicarse también a la luz de las ciencias sociales. Por otra parte, a nivel metafórico pero significativo, la amnesia no es sólo una perturbación en el individuo, sino que determina perturbaciones más o menos graves de la personalidad y, del mismo modo, la ausencia o la pérdida, voluntaria o involuntaria de memoria colectiva en los pueblos y en las naciones, puede determinar perturbaciones graves de la identidad colectiva.
Los lazos entre las diversas formas de memoria pueden, por lo demás, presentar caracteres no metafóricos, sino reales. Goody, por ejemplo, observa: «En todas las sociedades, los individuos retienen un gran número de informaciones en su patrimonio genético, en la memoria a largo alcance y, al mismo tiempo, en la memoria activa» [1977a, pág. 35].
Leroi-Gourhan considera la memoria en sentido muy lato, distinguiendo de ésta tres tipos: memoria especifica, memoria étnica y memoria artificial: «La memoria, en esta obra; está entendida en un sentido muy amplio. No es una propiedad de la inteligencia, sino la base, cualquiera que sea, sobre la que se registran las concatenaciones de los actos. Podemos a este respecto hablar de una "memoria específica" para definir la fijación de los comportamientos de las especies animales, de una memoria "étnica", que asegura la reproducción de las comportamientos en las sociedades humanas, y, del mismo modo, de una memoria "artificial", electrónica, en su forma más reciente, que procura, sin deber recurrir al instinto o a la reflexión, la reproducción de actos mecánicos concatenados» [1964, 1965].
En época muy reciente, los desarrollos de la cibernética y de la biología han enriquecido considerablemente, sobre todo metafóricamente, en conexión con la memoria humana consciente, el concepto de memoria. Se habla de memoria central de las calculadoras, y el código genético es presentado como una memoria de la herencia biológica [véase Jacob, 1970]. Pero esta extensión de la memoria a la máquina y a la vida, y paradójicamente a la una y a la otra en conjunto, ha tenido una repercusión directa sobre las investigaciones llevadas a cabo por los psicólogos en torno a la memoria, haciéndolas pasar de un estadio eminentemente empírico a un estadio más teórico: «A partir de 1950, los intereses giraron radicalmente, en parte por la influencia de ciencias nuevas como la cibernética y la lingüística, para desembocar en un camino más decididamente teórico» [Lieury, en Meudlers, Brion y Lieury, 1971, pág. 789].
Por último, los psicólogos y los psicoanalistas han insistido, ya a propósito del recuerdo, ya a propósito del olvido (en particular sobre la guía de los estudios de Ebbinghaus), sobre las manipulaciones, conscientes o inconscientes, ejercitadas sobre la memoria individual por los intereses de la afectividad, de la inhibición, de la censura. Análogamente, la memoria colectiva ha constituido un hito importante en la lucha por el poder conducida por las fuerzas sociales. Apoderarse de la memoria y del olvido es una de las máximas preocupaciones de las clases, de los grupos, de los individuos que han dominado y dominan las sociedades históricas. Los olvidos, los silencios de la historia son reveladores de estos mecanismos de manipulación de la memoria colectiva.
El estudio de la memoria social es uno de los modos fundamentales para afrontar los problemas del tiempo y de la historia, en relación con lo cual la memoria se encuentra ya hacia atrás y ya más adelante.
En el estudio histórico de la memoria histórica es necesario atribuir una importancia particular a las diferencias entre sociedad de memoria esencialmente oral y sociedad de memoria esencialmente escrita, y a períodos de transición de la oralidad a la escritura, eso que Jack Goody llama «la domesticación del pensamiento salvaje».
Por lo tanto, serán estudiadas en orden: 1) la memoria étnica en las sociedades sin escritura, denominadas «salvajes»; 2) el desarrollo de la memoria de la oralidad a la escritura, de la prehistoria a la antigüedad; 3) la memoria medieval, el equilibrio entre lo oral y lo escrito; 4) los progresos de la memoria escrita, desde el siglo XVI a nuestros días; 5) las mutaciones actuales de la memoria.
Esta impostación se inspira en la de André Leroi-Gourhan: «La historia de la memoria colectiva se puede dividir en cinco períodos; el de la transmisión oral, el de la transmisión escrita mediante tablas o índices, el de las simples esquelas, el de la mecanografía y el de la clasificación electrónica por serie» [1964-1965].
Se cree preferible, a fin de poner mejor en relieve los lazos entre historia y memoria que constituyen el horizonte principal del presente capítulo, mencionar aparte la memoria en las sociedades sin escrituras antiguas o modernas, distinguiendo en la historia de la memoria, en aquellas sociedades que disponen al mismo tiempo de la memoria oral y de la escrita, la fase antigua de predominio de la memoria oral en la que la memoria escrita o figurada tiene funciones particulares, la fase medieval de equilibrio entre las dos memorias en la que se verifican transformaciones importantes en las funciones de entrambas, la fase moderna de progresos decisivos de la memoria escrita ligada a la impresión y a la alfabetización, reagrupando en compensación las mutaciones, acaecidas en el último siglo, de aquello que Leroi-Gourhan llama «la memoria en expansión».
1. La memoria étnica
A diferencia de Leroi-Gourhan, que aplica este término a todas las sociedades humanas, se prefiere aquí restringir el uso de ésta para designar la memoria colectiva entre los pueblos sin escritura. Obsérvese, aun sin insistir en ello, pero sin olvidar tampoco la importancia del fenómeno, que la actividad mnésica fuera de la escritura es una actividad constante no sólo en las sociedades sin escritura, sino también en aquellas que disponen de la escritura. Goody lo ha recordado recientemente muy a propósito: «En la mayor parte de las culturas sin escritura, y en numerosos sectores de la nuestra, la acumulación de elementos dentro de la memoria forma parte de la vida cotidiana» [1977a, pág. 35].
Esta distinción entre culturas orales y culturas escritas en relación con las incumbencias confiadas a la memoria parece fundarse sobre el hecho de que las relaciones entre estas culturas se colocan a mitad de camino entre dos corrientes que se equivocan ambas radicalmente, «una al afirmar que todos los hombres tienen las mismas posibilidades, la otra al establecer, implícita o explícitamente, una mayor distinción entre "ellos" y "nosotros"» [ibid., pág. 45]. Es cierto sí que la cultura de los hombres sin escritura presenta diferencias, pero no por esto es distinta.
La esfera principal en la que se cristializa la memoria colectiva de los pueblos sin escritura es la que da un fundamento -aparentemente histórico- a la existencia de etnias o de familias, es decir, los mitos de origen.
Balandier, mencionando la memoria histórica de los habitantes del Congo, observa: «Los inicios aparecen tanto más exaltantes cuanto menos precisos sobreviven en el recuerdo. El Congo no ha sido jamás tan vasto como en el tiempo de su historia oscura» [1965, pág. 15].
Nadel distingue, a propósito de los nupes de Nigeria, dos tipos de historia: por un lado la historia que él llama «objetiva», y que es «la serie de hechos que buscamos, describimos y establecemos sobre la base de ciertos criterios "objetivos" universales que observan sus vínculos y su sucesión» [1942, ed. 1969, pág. 72], Y por el otro, la historia que él denomina «ideológica» y que «describe y ordena tales hechos sobre la base de ciertas tradiciones consolidadas» [ibid.]. Esta segunda historia es la memoria colectiva, que tiende a confundir la historia con el mito. Y tal «historia ideológica» se dirige preferentemente a los «principios del reino», al «personaje de Tsoede o Edegi, héroe cultural y mítico fundador del reino nupe» [ibid.]. La historia de los inicios se convierte de ese modo, para retomar una expresión de Malinowski, en un «cantar mítico» de la tradición.
Esta memoria colectiva de las sociedades «salvajes» se interesa de modo un tanto particular por los conocimientos prácticos, técnicos y del saber profesional. Para el aprendizaje de esta «memoria técnica», como observa Leroi-Gourhan «en las sociedades agrícolas y en el artesanado la organización social de los oficios reviste una función importante, se trate de los herreros de Africa o de Asia, o de nuestras corporaciones hasta el siglo XVII. El aprendizaje y la conservación de los secretos del oficio tienen lugar en cada célula social de la tribu» [1964 - 1965]. Condominas [1965] ha encontrado entre los moíes del Vietnam central la misma polarización de la memoria colectiva en tomo a los tiempos de los orígenes y a los héroes míticos. Esta atracción del pasado ancestral sobre la «memoria salvaje» se verifica también a través de los nombres propios. En el Congo, observa Balandier, después de que el clan ha Impuesto al neonato un primer nombre, llamado «de nacimiento», le es dado un segundo, más oficial, que suplanta al primero. Este segundo nombre «perpetúa la memoria de un antepasado -cuyo nombre es en tal modo "exhumado de nuevo"- elegido en razón de la veneración de quien es objeto»[1965, pág. 227].
En estas sociedades sin escritura existen especialistas de la memoria, los hombres-memoria: «genealogistas», custodios de los códices reales, historiadores de corte, «tradicionalistas», de quienes Balandier [1974, pág. 207] dice que son «la memoria de la sociedad» y que son al mismo tiempo los depositarios de la historia «objetiva» y de la historia «ideológica», para retomar el vocabulario de Nade!. Pero, además, «jefes de familia, bardos, sacerdotes», según la enumeración de Leroi-Gourhan, quien reconoce a estos personajes, «en la humanidad tradicional, la tarea fundamental de mantener la cohesión del grupo» [1964-1965].
Pero es preciso subrayar que, contrariamente a cuanto generalmente se cree, la memoria transmitida por aprendizaje en las sociedades sin escritura no es una memoria «palabra por palabra». Goody lo ha demostrado estudiando el mito de Bagre, recogido entre los lodagaaes del Ghana septentrional. El ha notado las numerosas variantes en las diversas versiones del mito, hasta en los fragmentos más estereotipados. Los hombres-memoria, narradores en caso de necesidad, no desarrollan la misma función que los maestros de escuela (y la escuela no aparece sino con la escritura). En tomo a éstos no se desarrolla un aprendizaje mecánico automático. Sino, según Goody, en las sociedades sin escritura se dan solamente dificultades objetivas para la memorización integral, palabra por palabra, pero está presente también la circunstancia de que «tal género de actividad es raras veces advertida como necesaria», «el producto de una rememorización exacta» parece a estas sociedades «menos útil, menos apreciable de cuanto no sea el éxito de una evocación inexacta» [1977a, pág. 38]. Por eso raras veces se encuentra en estas sociedades la existencia de procedimientos mnemotécnicos (uno de estos raros casos es aquel, clásico en la literatura etnológica, del quipo peruano). La memoria colectiva parece entonces funcionar, en estas sociedades, basada en una «reconstrucción generativa» y no en una memorización mecánica. De ese modo, según Goody, «el soporte de la rememorización no se coloca ni en el nivel superficial en el cual opera la memoria de la "palabra por palabra", ni en el nivel de las estructuras "profundas" descubiertas por numerosos mitólogos... Parece, en cambio, que la función importante está desarrollada por la dimensión narrativa y por otras estructuras que se atienen a los acontecimientos» [ ibid., pág. 34].
De ese modo, mientras la reproducción mnemónica palabra por palabra estaría ligada a la escritura, la sociedad sin escritura, excepto algunas prácticas de memorización ne varietur, de las cuales la principal es el canto, conceden mayor libertad y más posibilidad creativa a la memoria.
Tales hipótesis podrían quizás explicar una sorprendente observación de César, quien, a propósito de los druidas galos, a quienes muchos jóvenes se vuelven para instruirse, escribe: «Se dice que en esa escuela aprenden un gran número de versos. Por eso algunos permanecen allí veinte años para este aprendizaje. No creen, sin embargo, lícito transcribir los dogmas de su ciencia, mientras que para casi todos los otros asuntos y para las normas públicas y privadas se sirven de la escritura griega. Me parece que han establecido esto por dos razones: ya porque no quieren que se difunda entre el vulgo su doctrina, ya para que los novicios, confiando en la escritura, no sean menos diligentes en aprenderla; en efecto, a la mayoría suele sucederles que por la ayuda de los escritos se muestran negligentes en aprender y en el uso de la memoria» [ De bello gallico, IV, 14, 3-4].
Transmisiones de conocimientos consideradas como secretos, voluntad de conservar en buen estado una memoria más creadora que repetitiva; ¿no son éstas dos de las principales razones de la vitalidad de la memoria colectiva en las sociedades sin escritura?
2. El desarrollo de la memoria: de la oralidad a la escritura, de la prehistoria a la antigüedad
En las sociedades ágrafas la memoria colectiva parece organizarse en tomo a tres grandes polos de interés: la identidad colectiva del grupo, que se funda sobre ciertos mitos y, más precisamente, sobre ciertos mitos de origen; el prestigio de la familia dominante, que se expresa en las genealogías; y el saber técnico, que se transmite a través de fórmulas prácticas fuertemente impregnadas de magia religiosa.
La aparición de la escritura está ligada a una transformación profunda de la memoria colectiva. A comienzos del «medievo paleolítico» aparecen figuras en las cuales se han querido ver «mitogramas», paralelos a la «mitología» que se desarrolla, en cambio, en el orden verbal. La escritura permite a la memoria colectiva un doble progreso, el desenvolverse en dos formas de memoria. La primera es la conmemoración, la celebración de un evento memorable por obra de un monumento celebratorio. La memoria asume entonces la forma de la inscripción, y ha llevado, en época moderna, al nacimiento de una ciencia auxiliar de la historia, la epigrafía. El mundo de las inscripciones es, de cualquier modo que sea, muy variado; Robert ha puesto en evidencia la heterogeneidad de éste: «Las runas, la epigrafía turca del Orkhon, las epigrafías fenicia o neopúnica o hebraica o sabea o irania, o la epigrafía árabe o las inscripciones khmer son cosas muy diversas entre sí» [1961, pág. 453]. En el antiguo Oriente, por ejemplo, las inscripciones conmemorativas han conducido a la multiplicación de monumentos tales como las estelas o los obeliscos. En la Mesopotamia han predominado las estelas, sobre las cuales los reyes quisieron inmortalizar sus propias empresas por medio de representaciones figuradas acompañadas de una inscripción, hasta el III milenio, como atestigua la estela de los avvoltoes (París, Museo del Louvre), donde el rey Eannatum de Lagash, en tomo al 2470, hizo custodiar, gracias a imágenes e inscripciones, el recuerdo de una victoria. Los reyes acadios recurrieron, más que nadie, a esta forma conmemorativa, y su estela más célebre es la de Naram-Sin, en Susa; en ella el rey quiso que se perpetuase la imagen de un triunfo logrado sobre los pueblos de Zagros (París, Museo del Louvre). En época asiria la estela asumió forma de obelisco, como el de Assurbelkala (finales del II milenio) en Nínive (Londres, British Museum) y el obelisco negro de Salmanassar III, proveniente de Ninr u d, que inmortaliza una victoria de aquel rey sobre los hebreos ( 853 a .c.; Londres, British Museum). A veces el monumento conmemorativo carece de inscripción y su significado permanece oscuro, como en el caso de los obeliscos de Biblos (comienzos del II milenio) [véase Deshayes, 1969, págs. 587 y 613; Budge y King, 1902; Luckenbill, 1924; Ebeling, Meissner y Weidner, 1926]. En el antiguo Egipto las estelas cumplieron múltiples funciones de perpetuación de una memoria; estelas funerarias que, como en Abido, conmemoran un peregrinaje a una tumba de familia, o que cuentan la vida del muerto, como la de Amenernhet bajo Tutmosis III; estelas reales que conmemoran victorias, como la llamada de Israel bajo Mineptah (alrededor de 1230), único documento egipcio que hace mención de Israel, probablemente en el momento del éxodo; estelas jurídicas, como la de Karnak (se recuerda que la más célebre de estas estelas jurídicas de la antigüedad es aquella sobre la cual Hammurabi, rey de la primera dinastía babilónica entre 1792 y el 1750 a .c., hizo esculpir su código, conservada en el Museo del Louvre, en París); estelas sacerdotales, sobre las cuales los sacerdotes hacían inscribir sus privilegios [véase Daumas, 1965, pág. 639]. Pero la gran época de las inscripciones fue la de Grecia y de Roma antiguas; Robert ha dicho a propósito: «Se podría hablar, respecto de los países griegos y romanos, de una "civilización de la epigrafía"» [1961, pág. 454]. En los templos, en los cementerios, sobre las plazas y avenidas de la ciudad, a lo largo de las calles incluso «en el corazón de la montaña, en la gran soledad», las incripciones se acumulaban llenando el mundo grecorromano de un extraordinario esfuerzo de conmemoración y perpetuación del recuerdo. La piedra, y más frecuentemente el mármol, servía de soporte a un exceso de memoria. Estos «archivos de piedra» añadían a la función de los archivos propiamente dichos un carácter de publicidad que insistía, que apuntaba a la ostentación y a la durabilidad de esa memoria lapidaria y marmórea.
La otra forma de memoria ligada a la escritura es el documento escrito sobre un soporte específicamente destinado a la escritura (después intentos sobre hueso, estofa, piel, cilindros y, a veces, arcilla o cera, como en la Mesopotamia ; cortezas de abedul, como en la antigua Rusia; hojas de palmeras, como en la India ; caparazones de tortuga, como en China; y finalmente papiro, pergamino y papel). Pero conviene observar que, como se ha intentado hacerlo ver en otro sitio [véase más adelante págs. 227-37], todo documento tiene en sí un carácter de monumento y no existe una memoria colectiva bruta.
En este tipo de documento la escritura tiene dos funciones principales: «Una es el golpe imprevisto de la información, que consiste en comunicar a través del tiempo y del espacio, y que procura al hombre un sistema de marcación, de memorización y de registro», mientras la otra, «asegurando el pasaje de la esfera auditiva a la visual», consiste en permitir «reexaminar, disponer de otro modo, rectificar las frases incluso hasta las palabras aisladas» [Goody, 1977b, pág. 78].
Para Leroi-Gourhan, la evolución de la memoria, ligada a la aparición y la difusión de la escritura, depende esencialmente de la evolución social y particularmente del desarrollo urbano: «La memoria colectiva, al nacer de la escritura, no debe romper su movimiento tradicional si no es porque tiene interés en fijarse de modo excepcional en un sistema social en sus inicios. No es pues pura coincidencia si la escritura anota lo que no se fabrica ni se vive cotidianamente, sino lo que constituye la osamenta de una sociedad urbanizada, para la cual el nudo del sistema vegetativo está constituido por una economía de circulación entre productores, celestes o humanos, y dirigentes. La innovación apunta al vértice del sistema e incluye selectivamente los actos financieros y religiosos, las consagraciones, las genealogías, el calendario, todo aquello que, en las nuevas estructuras de la ciudad, no puede fijarse en la memoria de modo completo ni en la concatenación de gestos, ni en productos» [1964-1965].
Las grandes civilizaciones, en Mesopotamia, Egipto, China o en la América precolombina, civilizaron en primer lugar la memoria escrita para el calendario y las distancias. «El conjunto de los hechos destinados a sobrepasar las generaciones siguientes» [ibid.], se reduce a la religión, a la historia y a la geografía. «El triple problema del tiempo, del espacio y del hombre constituye la materia de la memorización» [ibid.].
Memoria urbana, memoria real también. No sólo «la ciudad capital se convierte en el perno del mundo celeste y de la superficie humanizada» [ibid.] (y el punto focal de una política de la memoria), sino que el rey en persona despliega, en toda la extensión sobre la que tiene autoridad, un programa de memorización del que él es el centro.
Los reyes crean para sí instituciones-memoria: archivos, bibliotecas, museos. Zimri-Lim (1782- 59 a .c. circa) hace de su palacio de Mari, donde se han encontrado innumerables tablitas, un centro archivístico. En R a s .amra, en Siria, las excavaciones del edificio de los archivos reales de Ugarit han permitido encontrar tres depósitos de archivos en el palacio: archivos diplomáticos, financieros y administrativos. En este mismo palacio se encontraba, en el II milenio a.C, una biblioteca, y en el siglo VII a.C era célebre la biblioteca de Assurbanipal en Nínive. En época helenística florecieron la gran biblioteca de Pérgamo, fundada por Atalo, y la celebérrima biblioteca de Alejandría en el famoso museo, creación de los Tolomeos.
Memoria real, puesto que los reyes hacen componer y a veces inscribir en la piedra de los anales (o al menos fragmentos de éstos) donde están narradas especialmente sus gestas y que conducen a la frontera donde la memoria se hace historia.
En el antiguo Oriente, antes de la mitad del II milenio, no se encuentran más que listas dinásticas y relatos legendarios de héroes reales, como Sargon o Naram-Sin. Más tarde los soberanos hacen redactar a sus escribas narraciones más detalladas de sus reinos, en las cuales sobresalen victorias militares, ventajas de su justicia y progreso del derecho: los tres dominios dignos de ofrecer ejemplos memorables a los hombres del futuro. Parece que en Egipto, después de la invención de la escritura, poco antes del inicio del nI milenio y hasta finales de la soberanía indígena, en época romana, han sido redactados con continuidad los anales reales. Pero el ejemplar sin duda único, conservado sobre el frágil papiro, ha desaparecido. No quedan de éste más que pocos fragmentos grabados sobre la piedra [véase Daumas, 1965, pág. 579].
En China los antiguos anales reales sobre bambú datan sin duda del siglo IX a.C; ellos contenían especialmente las consultas y las respuestas de los oráculos, que formaron «un amplio repertorio de recetas de gobierno», y «la función de archivistas perteneció poco a poco a los adivinos; éstos eran los custodios de los acontecimientos memorables de cada reino» [Elisseeff, 1979, pág. 50].
Memoria funeraria, finalmente, como nos dan testimonio, entre otras, las estelas griegas y los sarcófagos romanos: memoria que ha tenido un rol capital en la evolución del retrato.
Con el pasaje de lo oral a lo escrito, la memoria colectiva, y más en particular la «memoria artificial», sufre una profunda transformación. Como se ha visto, Goody estima que la aparición de procedimientos mnemotécnicos, que permiten la memorización «palabra por palabra» está ligado a la escritura. Es, sin embargo, de la opinión que la existencia de la escritura «comporta además modificaciones dentro de la misma psiquis», y «que no se trata simplemente de una nueva habilidad técnica, de una cosa asimilable, por ejemplo, a un procedimiento mnemotécnico, sino de una nueva actitud intelectual» [1977b, págs. 108-9]. En lo profundo de esta nueva actividad del espíritu Goody coloca la lista, la sucesión de palabras, de conceptos, gestos, operaciones por efectuarse en un cierto orden, y que permite «descontextualizar» y «recontextualizar» un dato verbal, sobre la imagen de una «recodificación lingüística». Al sostener tal tesis, Goody recuerda la importancia que en las antiguas civilizaciones tuvieron las listas de léxicos, glosarios, tratados de onomástica, fundados sobre la idea según la cual denominar es conocer. Subraya la importancia de las listas sumerias llamadas Proto-Izi en las que individualiza uno de los instrumentos de la irradiación mesopotámica: «Esta clase de método educativo fundado sobre la memorización de listas de léxicos tuvo un área de extensión que sobrepasaba ampliamente la Mesopotamia y cumplió un rol importante en la difusión de la cultura mesopotámica y en la influencia por ella ejercida sobre las zonas limítrofes: Irán, Armenia, Asia Menor, Siria, Palestina y hasta el Egipto en la época del Imperio Nuevo» [ ibid., pág. 99].
Es necesario agregar, sin embargo, que este modelo debe de haberse perdido en la corriente del tipo de sociedad y del momento histórico en lo que sucede el pasaje de uno a otro tipo de memoria. No es posible aplicarlo sin diversificaciones a la transición de lo oral a lo escrito en las sociedades antiguas, en las sociedades «salvajes» modernas o contemporáneas, en la sociedades europeas medievales o en las sociedades musulmanas. Eickelmann [1978] ha mostrado que en el mundo musulmán un tipo de memoria fundado sobre la memorización de una cultura oral y escrita a un mismo tiempo, dura hacia finales de 1430, luego cambia y hace pensar en los lazos fundamentales entre escuela y memoria en todas las sociedades.
Los más antiguos tratados egipcios de onomástica, inspirados quizá sobre modelos sumerios, no se remontan más que alrededor de principios del 1100 a .C [véase Gardiner, 1947, pág. 38].
En efecto, ocurre preguntarse a qué cosa está ligada, a su vez, esta transformación de la actividad intelectual revelada por la «memoria artificial» escrita. Se ha pensado en la necesidad de memorización de valores numéricos (marcas regulares, cuerdas con nudo, etc.) y en un vínculo con el desarrollo del comercio. Es preciso ir más allá y situar esta expansión de las listas en el ámbito de la instauración del poder monárquico. La memorización por medio del inventario, la lista jerarquizada no es sólo una actividad dirigida a una nueva organización del saber, sino un aspecto de la organización de un poder nuevo.
También al período real en la Grecia antigua, es preciso hacer remontar aquellas listas de las que se encuentra un eco en los poemas homéricos. En el canto II de la IIíada se encuentran, uno después del otro, el elenco de las naves, después el de los guerreros más valerosos y de los mejores caballos aqueos, e inmediatamente después el elenco del ejército troyano. «El conjunto forma alrededor de la mitad del canto II, en total casi 400 versos, compuestos casi exclusivamente de un séquito de nombres propios, lo que presupone un verdadero descanso de la memoria» [Vernant, 1965].
Con los griegos se percibe, de modo clarísimo, la evolución hacia una historia de la memoria colectiva. Transcribiendo un estudio de Ignace Meyerson de la memoria individual a la memoria colectiva tal como aparece en la antigua Grecia, Vemant observa que «la memoria, en la medida en que se distingue de la rutina, representa una difícil invención, la conquista progresiva, por parte del hombre, de su pasado individual, así como la historia constituye para el grupo social la conquista de su pasado colectivo» [ibid., pág. 41]. Pero entre los griegos, así como la memoria escrita viene a agregarse a la memoria oral, transformándola, así análogamente la historia viene a ampliar la memoria colectiva, modificándola pero sin destruirla. No se puede sino estudiar las funciones y la evolución de esta última. Divinización, luego laicización de la memoria, nacimiento de la µ ???t???? ; tal el rico panorama ofrecido por la memoria colectiva griega entre Hesíodo y Aristóteles, entre los siglos VIII y IV.
El pasaje de la memoria oral a la memoria escrita es, por cierto, difícil de asir. Pero una institución y un texto pueden quizás ayudamos a reconstruir cuanto debe de haber sucedido en la Grecia arcaica.
La institución es la del µ ?? µ ?? , que «consiste en observar el acontecimiento, en directo, de una función social de la memoria» [Gernet, 1968, pág. 285]. El µ ?? µ ?? es un individuo que custodia el recuerdo del pasado en vista a una decisión de justicia. Puede tratarse de un individuo cuyo rol de «memoria» está limitado a una operación ocasional. Teofrasto, por ejemplo, refiere que en la ley de Turi los tres vecinos más cercanos al poder vendido reciben una moneda «a fin de que recuerden y ofrezcan testimonio». Pero también puede tratarse de una función duradera. La aparición de estos funcionarios de la memoria exige fenómenos ya mencionados más arriba: el vínculo con el mito, con la urbanización. En la mitología y en la leyenda, el µ ?? µ ?? es el servidor de un héroe que lo acompaña siempre para recordarle un orden divino cuyo olvido tendría, como consecuencia, la muerte. Los µ ?? µo ?e? son utilizados por los p ó ?e?? como magistrados encargados de custodiar en su memoria lo que es útil en materia religiosa (en particular respecto del calendario) y jurídica. Con el desarrollo de la escritura, estas «memorias vivientes» se transformaron en archivistas.
Por otra parte, Platón en el Pedro (274c-275b) pone en boca de Sócrates la leyenda del dios egipcio Thot, patrono de los escribas y de los funcionarios literarios, inventor de los números, del cálculo, de la geometría y de la astronomía, del juego del tablero y de los dados y de las letras del alfabeto. En esa circunstancia Sócrates observa que, al hacerla, el
13 www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales dios ha transformado la memoria, contribuyendo, empero, sin ninguna duda, antes bien a debilitarla que a desarrollarla; el alfabeto «generará olvido en las almas de quienes lo aprendan; éstos dejarán de ejercitar la memoria puesto que fijándose en el texto traerán las cosas a la mente no más del interior de ellos mismos, sino de fuera, a través de signos extraños: lo que tú has encontrado no es una receta para la memoria, sino para reclamar a la mente» [ibid., 275a]. Se ha pensado que este pasaje evoca una supervivencia de las tradiciones de memoria oral [véase Notopoulos, 1938, pág. 476].
La cosa más notable es, indudablemente, «la divinización de la memoria y la elaboración de una amplia mitología del recuerdo en la Grecia arcaica», como bien dice Vemant [1965], que generaliza su observación: «En las diversas épocas y en las diversas culturas existe solidaridad entre las técnicas de rememoración practicadas, la organización interna de las funciones, su puesto en el sistema del yo y la imagen que los hombres se hacen de la memoria» [ibid.].
Los griegos de la edad arcaica hicieron de la memoria una diosa, Mnemosine. Es la madre de las nueve musas, por ella generadas en nueve noches transcurridas en compañía de Zeus. Ella reclama a la mente de los hombres el recuerdo de los héroes y de sus grandes gestas y preside la poesía lírica. El poeta es, por lo tanto, un hombre poseído por la memoria, el aedo es un adivino del pasado, así como el adivino lo es del futuro. El es el testimonio inspirado de los «tiempos antiguos», de la edad heroica y, aún más, de la edad de los orígenes.
La poesía, identificada con la memoria, hace de ésta un saber e incluso una sabiduría, una s?f?a . El poeta tiene su puesto entre los «maestros de verdad» [véase Detienne, 1967], y en los orígenes de la poética griega la palabra poética es una inscripción viviente que se imprime en la memoria como en el mármol [véase Svenbro, 1976]. Para Hornero -se ha dicho-- componer versos era recordar.
Mnemosine, revelando al poeta los secretos del pasado, lo introduce en los misterios del más allá. La memoria resulta entonces un don para iniciados, y el a?? µ ??s?s , la reminiscencia, al mismo tiempo una técnica ascética y mística. La memoria tiene por eso una función de primer plano en las doctrinas órficas y pitagóricas: es el antídoto del olvido. En el infierno órfico el muerto debe evitar la fuente del olvido, no beber del Leteo sino apagar la sed, en cambio, en la fuente de la Memoria , que es fuente de inmortalidad.
Entre los pitagóricos tales creencias se combinan con una doctrina de la reencarnación de las almas y la vía de la perfección es la que conduce a acordarse de todas las vidas anteriores. Lo que, a los ojos de los adeptos de estas sectas, hacía de Pitágoras un intermediario entre el hombre y Dios es el hecho de que él había conservado el recuerdo de sus sucesivas reencarnaciones, en particular su existencia durante la guerra de Troya bajo los despojos de Euforbo, que había sido muerto por Menelao. También Empédocles recordaba: «También yo soy uno de éstos, desterrado por el dios y vagabundo... Un tiempo fui muchacho y muchacha, arbusto, pájaro y mudo pez que salta fuera del mar» [en Diels y Kranz, 1951,31 B. 115 Y 117].
Los «ejercicios de memoria» ocupaban por tanto, en el aprendizaje pitagórico, amplio espacio. Epiménides, según Aristóteles [Retórica, 1418a, 27], llegaba de tal modo a un éxtasis que le abría el recuerdo del pasado.
Pero, como observa actualmente Vernant, «la trasposición de Mn e mosyn e del plano de la cosmología al de la escatología modifica todo el equilibrio de los mitos de memoria» [1965].
Esta exclusión de la memoria del tiempo separa radicalmente la memoria de la historia. «El esfuerzo de rememoración predicado y exaltado en el mito no manifiesta el renacimiento de un interés por el pasado, ni un intento de exploración del tiempo humano» [ibid.]. Así, siguiendo su orientación, la memoria puede conducir a la historia, o bien alejar de ella. Cuando se pone al servicio de la escatología, también ella se nutre de un odio verdadero y propio en la confrontación con la historia [véase más arriba, capítulo II].
La filosofía griega, en sus máximos pensadores, no ha reconciliado enteramente la memoria y la historia. Si, en Platón y Aristóteles, la memoria es un componente del alma, ella no se manifiesta empero a nivel de su parte intelectual, sino sólo desde su parte sensible. En un célebre pasaje del Teeteto [191c-d] de Platón, Sócrates habla del bloqueo de cera existente en nuestra alma, que es «don de Mnemosine, la madre de las Musas», y que nos permite recibir impresiones hechas en ellas como en un sello. La memoria platónica ha perdido el aspecto mítico, pero no busca hacer del pasado un conocimiento: quiere sustraerse de la experiencia temporal.
Para Aristóteles, que distingue la memoria propiamente dicha, la µ ?? µ ? , mera facultad de conservar el pasado, y la reminiscencia, la a?? µ ??s?s , facultad de volver a llamar voluntariamente aquel pasado, la memoria, desacralizada, laicizada, está «ahora incluida en el tiempo, pero en un tiempo que permanece, también para Aristóteles, rebelde a la inteligibilidad» [Vernant, 1965]. Pero su tratado De la memoria y la reminiscencia parecerá a los grandes escolásticos del medioevo, Alberto Magno y Tomás de Aquino, un arte de la memoria, parangonable con la Rhetorica ad Herennium atribuida a Cicerón.
Pero esta laicización de la memoria, combinada con la invención de la escritura, permite a Grecia crear nuevas técnicas de memoria: la mnemotécnica, cuya invención es atribuida al poeta Simónides de Ceos. La Crónica de Paros grabada sobre una estela de mármol en torno al 264 a .C precisa incluso que en el 477 «Simónides de Ceos, hijo de Leoprepe, el inventor del sistema de las ayudas mnemotécnicas, obtuvo el premio del coro en Atenas» [citado en Yates, 1966]. Simónides estaba entonces próximo a la memoria mítica y poética, compuso cantos de alabanza a los héroes victoriosos y cantos fúnebres, por ejemplo aquel en memoria de los soldados caídos en las Termópilas. En el De oratore (2, 86) Cicerón ha narrado bajo forma de leyenda religiosa la invención de la mnemotécnica por obra de Simónides. Durante un banquete ofrecido por Escapas, un noble tesalio, Simónides declamó un poema de alabanza a Cástor y Pólux. Escapas dijo al poeta que no le pagaría más que la mitad del precio convenido; que pidiese la otra mitad a los mismos Dióscuros. Poco tiempo más tarde se avisa a Simónides que dos jóvenes preguntaban por él; él salió pero no encontró a ninguno. Pero, mientras estaba fuera, el techo de la casa se derrumbó sepultando a Escapas y a sus convidados, volviendo irreconocibles sus cadáveres. Simónides los identificó recordando el orden en el cual estaban sentados a la mesa, de modo que pudieron restituir los despojos a los respectivos familiares [véase Yates, 1966].
De este modo Simónides fijaba dos principios de la memoria artificial según los antiguos: el recuerdo de las imágenes, necesario para la memoria; el apoyo sobre una organización, un orden, esencial para una buena memoria. Pero Simónides había acelerado la desacralización de la memoria y acentuado su carácter técnico y profesional perfeccionando el alfabeto y haciéndose, por vez primera, dar una compensación por sus propias composiciones poéticas [véase Vernant, 1965].
Habría que atribuir a Simónides una distinción capital en la mnemotécnica, entre la de los «lugares de memoria», en los cuales pueden disponerse, por asociación, los objetos de la memoria (el zodíaco debía pronto proveer un cuadro semejante para la memoria, mientras que la memoria artificial se constituía como un edificio subdividido en «compartimientos de memoria»), y las «imágenes», formas, rasgos característicos, símbolos que permiten el recuerdo mnemónico.
Después de él aparecería otra gran distinción de la mnemotécnica tradicional, aquella entre «memoria por las cosas» y «memoria por las palabras», que se encuentra por ejemplo en un texto que se retrotrae al 400 a .C circa, la Dialexeis [véase Yates, 1966].
Extrañamente, no ha llegado ningún tratado de mnemotécnica de la Grecia antigua: ni el del sofista Hipías, quien, según Platón (Hipias menor, 368d y sigs.), inculcaba a sus discípulos un saber enciclopédico recurriendo a técnicas de memoria que tenían carácter meramente positivo; ni el de Metrodoro de Escepsis, que vivió en el siglo I a.C en la corte del rey del Ponto, Mitrídates, dotado también él de una memoria prodigiosa, quien elaboró una memoria artificial fundada sobre el zodíaco.
Sobre la mnemotécnica griega se tienen informaciones sobre todo gracias a tres textos latinos que, a lo largo de los siglos, han constituido la teoría clásica de la memoria artificial (expresión acuñada por ellos: memoria artificiosa) la Rhetorica ad Herennium, redactada por un anónimo maestro de Roma entre el 86 y el 82 a .C y que el medioevo atribuía a Cicerón; el De oratore del mismo Cicerón ( 55 a .C.) y la lnstitutio oratoria de Quintiliano, escrita a finales del primer siglo de nuestra era.
Estos tres textos clarifican la mnemotécnica griega, fijan la distinción entre loci e imagines, precisan el carácter activo de tales imágenes en el proceso de rememorización (imagines agentes) y formalizan la división entre memoria de las cosas (memoria rerum) y memoria de las palabras (memoria verborum).
Pero sobre todas las cosas pone la memoria en el interior del gran sistema de la retórica: que debía dominar la cultura antigua, renacer en el medioevo (siglos XII-XIII), conocer una nueva vida en nuestros días entre los semiólogos y otros nuevos cultores de la retórica [véase Yates, 1955]. La memoria es la quinta operación de la retórica: después de la inventio (encontrar algo que decir), la dispositio (poner en orden lo que se ha encontrado), la elocutio (agregar como adorno palabras e imágenes), la actio (recitar el discurso como un actor con la dicción y los gestos) y finalmente la memoria (memoria e mandare «recurrir a la memoria»).
Barthes observa: «Las primeras tres operaciones son las más importantes... las últimas dos (actio y memoria) han sido sacrificadas muy pronto, desde que la retórica no se ha apoyado más sólo sobre discursos hablados (declamados) de abogados o de políticos o de "conferencistas" (género apodíctico), sino también -y después casi exclusivamente- sobre "obras" (escritas). Nadie duda sin embargo de que estas dos partes presenten un gran interés. .. la segunda porque postula un nivel de los estereotipos, una intertextualidad fija, transmitida mecánicamente» [19641965].
No es necesario, en fin, olvidarse de que, junto al emerger prodigioso de la memoria en el seno de la retórica, es decir de un arte de la palabra ligado a lo escrito, la memoria colectiva continúa desenvolviéndose a través de la evolución social y política del mundo antiguo. Veyne [1973] ha puesto de relieve una confiscación de la memoria colectiva realizada por los emperadores romanos, quienes se valieron sobre todo del monumento público y de la inscripción, en aquel delirio de la memoria epigráfica. Pero el senado romano, tiranizado y a veces diezmado por los emperadores, encuentra un arma contra la tiranía imperial. Es la damnatio memoriae, que hace desaparecer el nombre del difunto emperador de los documentos del archivo y de las inscripciones de los monumentos. Al poder ejercitado por medio de la memoria responde la destrucción de la memoria.
3. La memoria medieval en Occidente
Mientras la memoria social «popular», o antes bien «folclórica», se escapa casi enteramente, la memoria colectiva formada por los estratos dirigentes de la sociedad experimenta, en el curso del medievo, profundas transformaciones.
La esencial proviene de la difusión del cristianismo como religión y como ideología dominante, y el cuasi monopolio conquistado por la Iglesia en el campo intelectual.
Cristianización de la memoria y de la mnemotécnica, subdivisión de la memoria colectiva en una memoria litúrgica que se mueve en círculo y en una memoria laica de débil penetración cronológica; desarrollo de la memoria de los muertos y ante todo de los muertos santos; rol de la memoria en la enseñanza fundada sobre lo oral y sobre lo escrito al mismo tiempo; aparición, en fin, de tratados de memoria (artes memoriae): he aquí los lineamientos más característicos de la metamorfosis operada por la memoria durante el medievo.
Si la memoria antigua estuvo fuertemente compenetrada de religión, el judeo-cristiano ocasiona alguna cosa de más y de diverso en la relación entre la memoria y la religión, entre el hombre y Dios [véase Meier, 1975]. Algunos han podido definir el judaísmo y el cristianismo, religiones ancladas ambas histórica y teológicamente en la historia, como «religiones del recuerdo» [véase Oexle, 1976, pág. 80]. Y eso por más acatamientos: porque actos divinos de salvación situados en el pasado forman el contenido de la fe y el objeto del culto, pero también porque el libro santo por un lado, la tradición histórica por el otro insisten, en algunos puntos esenciales, en la necesidad del recuerdo como momento religioso fundamental.
En el Antiguo Testamento es sobre todo el Deuteronomio el que reclama el deber del recuerdo y de la memoria constituyente. Memoria que es, en primer lugar, reconocimiento hacia Yahvé, memoria fundadora de la identidad hebraica: «Guárdate de no olvidar al Señor, tu Dios, ya sea dejando de observar sus mandamientos, sus leyes y sus estatutos, que hoy yo te doy» [8, 11]; «que no sea otro tu corazón, que no olvide al Señor, tu Dios, que te hará salir de la tierra de Egipto, de la casa de la esclavitud [ibid., 14]; «Recuerda al Señor, tu Dios, porque es él quien te da fuerza para prosperar, para mantener el pacto que juró a tus padres, como hoy, pero si olvidaras al Señor, tu Dios, y siguieras a otros dioses, los sirvieras y te postraras a ellos, te advierto hoy que ciertamente pereceréis» [ ibid., 18-19].
Memoria de la cólera de Yahvé: «Recuerda, no olvidar, cuánto has irritado al Señor, tu Dios, en el desierto» [ibid., 9, 7]. «Recuerda lo que hizo el Señor, tu Dios, a María, a lo largo del camino, cuando saliste de Egipto» (Yahvé dejó a María leprosa porque ella había hablado contra Moisés). Memoria de las injurias de los enemigos: «Recuerda que cosa te hizo Amalec a lo largo del camino, cuando saliste de Egipto, cuando se te adelantó por el camino y golpeó a todos los débiles que estaban detrás, mientras tú estabas cansado y exahusto: no temáis a Dios. Ahora, cuando el Señor, tu Dios, te haya dado reposo de todos tus enemigos, alrededor, en la tierra que el Señor, tu Dios, te da en herencia para que tú tomes posesión de ella, cancela la memoria de Amalec bajo el cielo; no te olvides de esto» [ibid., 24, 17-19]. Y en Isaías [44, 21] se encuentra la invitación a recordar y la promesa de la memoria entre Yahvé e Israel: «Acuérdate de estas cosas, oh Jacob, y tú, Israel, puesto que tú eres mi siervo, yo te he formado: tú eres mi siervo, Israel, no te olvidaré».
Toda una familia de palabras, en la base de las cuales está la raíz z e kar (Zacarías en hebreo Zekar-yah «Yahvé se acuerda»), hace del hebreo un hombre de tradición, ligado a su Dios de la memoria y de la promesa susceptible de ser vencida [véase Childs, 1962]. El pueblo hebreo es el pueblo de la memoria por excelencia.
En el Nuevo Testamento la Ultima Cena funda la redención sobre el recuerdo de Jesús: «Después tomó el pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo: "Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía"» [Lucas, 22, 19]. Juan coloca el recuerdo de Jesús en una perspectiva escatológica: «Cuando haya llegado el Abogado que de parte del Padre os mandaré, el Espíritu Santo, que procede del Padre, dará testimonio de mí» [14, 26]. Y Pablo prolonga este intento escatológico: «Todas las veces, en efecto, que comáis de este pan y bebáis de este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que él venga» [I Corintios, 11, 26].
Así como entre los griegos (y Pablo está totalmente empapado de helenismo), la memoria puede terminar en escatología, negar la experiencia temporal y la historia. Será uno de los caminos de la memoria cristiana.
Pero más corrientemente el cristiano está llamado a vivir en la memoria de Jesús: «Es preciso ayudar a los débiles y acordarse de las palabras del Señor Jesús» [Hechos de los Apóstoles, 20, 35]; «Acuérdate de Jesucristo, de la estirpe de David, resucitado de entre los muertos» [Pablo, Epístola segunda a Timoteo, 2, 8], memoria que no será abolida en la vida futura, en el más allá, si se presta fe a cuanto Lucas hace decir de Abraham al rico malvado que está en el infierno: «Hijo, acuérdate de que en tu vida has recibido tus bienes» [16, 25].
Más históricamente, la enseñanza cristiana se presenta como la memoria de Jesús transmitida por medio de los apóstoles y de sus sucesores. Pablo escribe a Timoteo: «y cuanto de mí has oído en presencia de muchos testigos, encomiéndolo a hombres fieles y capaces de instruir también a otros» [Epístola segunda, 2, 2]. La enseñanza cristiana es memoria, el culto cristiano es conmemoración [véase Dahl, 1948].
Agustín dejará en herencia al cristianismo medieval una profundización y una adaptación cristiana de la teoría de la retórica antigua sobre la memoria. En las Confesiones se nutre de la concepción antigua de los loci y de las imagines de memoria, pero da a éstos una extraordinaria profundidad y fluidez psicológica, hablando de la «inmensa aula de la memoria» (in aula ingenti memoriae), de su «cámara vasta e infinita» (penetrale amplum et infinitum).
«Llego ahora a los campos y a los vastos confines de la memoria, donde reposan los tesoros de las innumerables imágenes de toda clase de cosas introducidas por las percepciones; donde están igualmente depositados todos los productos de nuestro pen-samiento, obtenidos amplificando o reduciendo o de cualquier modo alterando las percepciones de los sentidos, y todo eso que allí fue puesto al reparo y aislado o que el olvido todavía no ha engullido y sepultado. Cuando están allí dentro, evoco todas las imágenes que quiero. Algunas se presentan al instante, otras se hacen desear largamente, casi son extraídas de rinconcillos más secretos. Algunas se precipitan en oleadas y, mientras busco a éstas y deseo otras, bailan en medio, con aire de decirme: "¿No somos nosotras, por casualidad?" y yo las ahuyento con la mano del espíritu del rostro del recuerdo, hasta que aquella que busco se despeja y avanza desde los secretos a mi mirada; otras permanecen dóciles, ordenadas en grupos, mano a mano las busco, las primeras se retiran delante de las segundas y retirándose van a descansar donde estarán, prontas a salir de nuevo, cuando quiera. Todo eso sucede cuando hago un recuento de memoria» [citado en Yates, 1966].
Yates ha escrito que estas imágenes cristianas de la memoria se han armonizado con las grandes iglesias góticas, en las cuales es preciso tal vez ver un nexo simbólico de memoria. Y donde Panofsky ha hablado de gótico y de escolástico es preciso tal vez hablar también de arquitectura y de memoria.
Pero Agustín, actuando «en los campos y en los antros, en las cavernas incalculables de mi memoria» [Confesiones, X, 17, 26], busca a Dios en el fondo de la memoria, pero no lo encuentra en ninguna imagen ni en ningún lugar [ibid., 25, 36; 26, 37]. Con Agustín la memoria se sumerge profundamente en el hombre interior, en el corazón de aquella dialéctica cristiana del interior y del exterior de la cual saldrán el examen de conciencia, la introspección y, quizá, también el psicoanálisis.
Pero Agustín deja en herencia al cristianismo medieval además una versión cristiana de la trilogía antigua de las tres facultades del alma: memoria, intelligentia, providentia [véase Cicerón, De inventione, II , 53, 160]. En su tratado De Trinitate, la tríada deviene memoria, intellectus, voluntas, que son, en el hombre, las imágenes de la Trinidad.
Si la memoria cristiana se manifiesta esencialmente en la conmemoración de Jesús, en la liturgia anual que lo conmemora en el Adviento de Pentecostés, a través de los momentos esenciales del Nacimiento, de la Cuaresma , de la Pascua y de la Ascensión , coti-dianamente en la celebración eucarística, sobre un plano más «popular», en cambio, se cristalizó principalmente sobre los santos y sobre los muertos.
Los mártires eran los testigos. Después de su muerte, cristalizaron en tomo a sus recuerdos la memoria de los cristianos. Ellos aparecen en los libri memoriales, en los cuales las iglesias registraban aquellos de quienes conservaban el recuerdo y que eran objeto de sus plegarias. Así en el Liber memoria lis de Salzburgo, del siglo VIII y en el de Newminster, del XI [véase Oexle, 1976, pág. 82].
Sus tumbas constituyeron el centro de iglesias, y el lugar donde eran ubicadas tuvo, además de los nombres de confessio o de martyrium, aquel significativo de memoria [véase Leclercq, 1933; Ward-Perkins, 1965].
Agustín opone de modo sorprendente la tumba del apóstol Pedro al templo pagano de Rómulo, la gloria de la memoria Petri al abandono del templum Romuli [Enarrationes in psalmos, 44, 23].
Nacida del antiguo culto de los muertos y de la tradición judaica de las tumbas de los patriarcas, esta práctica encontró particular favor en África, donde la palabra deviene sinónimo de reliquia.
A veces, en fin, la memoria no comportaba ni tumba ni reliquias, como en la iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla.
Los santos eran, por otra parte, conmemorados en el día de su fiesta litúrgica (y los mayores podían tener más de una fiesta, como san Pedro). Iacopo da Varazze nos explica en la Legenda aurea, las tres conmemoraciones de éstas: la de la cátedra de Pedro, la de san Pedro encadenado y la de su martirio (que recuerdan su elevación al pontificado de Antioquía, sus prisiones, su muerte), y los simples cristianos tomaron el hábito de festejar, además del día de su nacimiento -usanza heredada de la antigüedad-, el día de su santo patrono [véase Dürig, 1954].
La conmemoración de los santos en general tenía lugar en el día conocido o presunto de su martirio o de su muerte. La asociación de la muerte con la memoria asume en efecto rápidamente una extensión enorme en el cristianismo, que la extrajo del culto pagano de los antepasados y de los muertos, y la desarrolló.
Muy pronto surgió en la Iglesia la usanza de recitar plegarias por los muertos. Y también muy pronto las iglesias y las comunidades cristianas, como por otra parte lo hacían las comunidades hebraicas, aceptaron tener libri memoriales (llamados, a partir del siglo XVII solamente, necrologi u obituarii [véase Huyghebaert, 1972]), en los cuales se registraban las personas, las vivas y sobre todo las muertas, y las más de las veces benefactores de la comunidad de quienes ésta pretendía conservar memoria y por las cua-les se empeñaba en rogar. Análogamente, los dípticos en marfil que, hacia el fin del imperio romano los cónsules acostumbraban ofrecer al emperador cuando ingresaba en su cargo, fueron cristianizados y sirvieron entonces para la conmemoración de los muertos. Las fórmulas que invocan la memoria de estos hombres, cuyos nombres están inscriptos sobre dípticos o en los libri memoriales, dicen todas la misma cosa: «Quorum quarumque recolimus memoriam» "de aquellos y de aquellas cuya memoria nosotros recordamos"; «qui in libello memoriali... scripti memorantes » "aquellos que están inscriptos en el libro memorial a fin de que de éste se sirva el recuerdo"; «quorum nomina ad memorandum conscripsimus», "aquellos cuyos nombres nosotros habíamos escrito para acordamos de ellos".
Al final del siglo XI la introducción del Liber vitae del monasterio de San Benedetto de Polirone afirma, por ejemplo: «El abad ha querido este libro, que permanecerá sobre el altar, a fin de que todos los nombres de nuestros familiares que allí están inscriptos estén siempre presentes alojo de Dios y a fin de que la memoria de todos sea universalmente conservada por todo el monasterio ya en el momento de la celebración de la misa, ya en todas las otras buenas obras» [citado en Oexle, 1976, pág. 77]. A veces los libri memoriales traicionan el fallo de aquellos que eran los encargados de tenerlos. Una plegaria del Liber memorialis de Reichenau dice: "Los nombres que se me habían ordenado registrar en este libro, pero que yo por negligencia he olvidado, los recomiendo a Ti, oh Cristo, y a tu madre y a toda la potestad celeste, a fin de que su memoria sea celebrada así aquí abajo como en la beatitud de la vida eterna" [citado ibid., pág. 85].
Además del olvido, para los indignos allí estaba a veces la irradiación de los libri memoriales. En particular, la excomunión comportaba esta damnatio memoria e cristiana. El sínodo de Reisbach, en el 798, dispone para un excomulgado que después de su muerte nada se escriba a su memoria; y el vigésimo primer sínodo de Elne, en el 1027, decreta a propósito de otros condenados que sus nombres no sean leídos sobre el altar sagrado junto al de los fieles muertos.
Muy pronto los nombres de los muertos habían sido introducidos en el Memento del canon de la misa. En el siglo XI, bajo el impulso de Cluny, se instituye una fiesta anual en memoria de todos los fieles muertos, la conmemoración de los difuntos, el 2 de noviembre. El nacimiento, hacia fines del siglo XII, "de un tercer lugar del más allá, además del infierno y del paraíso, el purgatorio, del cual era posible, gracias a misas, plegarias, limosnas, hacer salir en un tiempo más o menos breve a los muertos que cada uno tenía en su corazón, volvió más intensa la acción de los vivos en favor de la memoria de los muertos. En todo caso, en el lenguaje corriente de las fórmulas estereotipadas, la memoria entra en la definición de los muertos que son lamentados: estos son «de buena», «de hermosa memoria» (bonae memoriae, egregiae memoriae).
Con el santo, la devoción se cristalizaba en tomo al milagro. Los exvotos, que prometían, o dispensaban reconocimiento en vista a un milagro o después que éste había acaecido, y conocidos ya en el mundo antiguo, tenían grandísima difusión en el medievo y conservaban la memoria de los milagros [véase Bautier, 1975]. En compensación, entre los siglos IV y XI hay una disminución de las inscripciones funerarias [véase Aries, 1977, pág. 201 y sigs.].
Con todo, la memoria cumplía un rol considerable en el mundo social, en el mundo cultural, en el mundo escolástico y, no hay necesidad de decido, en las formas rudimentarias de la historiografía.
El medioevo veneraba a los ancianos sobre todo porque veía en ellos a los hombres-memoria, prestigiosos y útiles.
Interesante, entre otros, un documento publicado por Marc Bloch [1911, ed. 1963, I, pág. 478]. En tomo al 1250, cuando san Luis estaba en la cruzada, los canónigos de Notre-Dame de París decidieron imponer un tributo a sus siervos de la casa de OrIy. Estos rehusaron pagarlo y la regente, Blanca de Castilla, fue llamada a arbitrar en la controversia. Las dos partes expusieron algunos testimonios de los ancianos, los que pretendían que, en memoria del hombre, los siervos de OrIy estaban, o no estaban (y esto según el partido que sostuvieran) sujetos a impuestos: «Ita usitatum est a tempore a quo non exstat memoria», "así se operó desde tiempo inmemorable fuera de memoria".
Guenée, buscando ilustrar el sentido de la expresión medieval, «los tiempos modernos» (tempora moderna), después de haber estudiado escrupulosamente la "memoria" del conde de Angio Falca IV, el Rissoso, que en el 1096 escribió una historia de su apellido, del canónigo de Cambrai Lamberto de Waltrelos, que en 1152 escribió una crónica, y del dominico Etienne de Bourbon, autor, entre el 1250 y el 1260, de una colección de exempla, arriba a las siguiente conclusión: «En el medievo, algunos historiadores definen los tiempos modernos como el tiempo de la memoria, muchos saben que una memoria fiel puede cubrir poco más o menos cien años; la modernidad, los tiempos modernos son pues
para cada uno de ellos el siglo en el cual están viviendo o han vivido los últimos años» [1976-1977 pág. 35].
Por lo demás un inglés, Gautier Map, escribe a fines del siglo XII: «Esto ha comenzado en nuestra época. Por "época nuestra" entiendo el período que para nosotros es moderno, eso es la extensión de estos cien años de los que ahora vemos el término, y de los cuales todos los acontecimientos relevantes están ahora bastante frescos y presentes en nuestras memorias, ante todo porque algunos centenarios aún están con vida, pero también porque una cantidad innumerable de hijos poseen, transmitidos a ellos por boca de sus padres y de sus abuelos, relatos certísimos de lo que ellos no han visto personalmente» [citado ibid. ].
No obstante, en estos tiempos en los que lo escrito se está desarrollando al lado de lo oral, y en los que, al menos entre el grupo de los litterati, existe equilibrio entre memoria oral y memoria escrita, se intensifica el recurso a lo escrito como soporte de la memoria.
Los señores recogen en los cartularii los documentos que exhiben la base de sus derechos y que constituyen, por parte de la tierra, la memoria feudal, la otra mitad de los cuales, por parte de los hombres, está constituida por las genealogías. La introducción a la carta concedida en 1174 por Guy, conde de Nevers, a los habitantes de Tonnerre, declara que las cartas han sido empleadas «para conservar la memoria de las cosas». En efecto, lo que se pretende retener y aprender de memoria se lo redacta por escrito, de modo que, cuando no se puede retenerlo indefinidamente en la memoria «frágil y lábil», se conserve gracias a las cartas «que duran por siempre».
Por largo tiempo los reyes no tuvieron sino archivos pobres y ambulantes. Felipe Augusto dejó los suyos, en el 1194, en la derrota infligida en Fréteval por Ricardo Corazón de León. Los archivos de las cancillerías reales comienzan a constituirse en torno al 1200. En el siglo XIII se desarrollan, por ejemplo en Francia, los archivos de la Cámara de los Condes (las escrituras reales de interés financiero están recogidas en registros que llevan el significativo nombre de memoriaux «memoriales») y los del Parlamento. A partir del siglo XII en Italia, y del XIII y sobre todo el XIV en otras partes, proliferaron los archivi notarili [véase Favier, 1958, págs. 13-18]. Con el desarrollo de las ciudades se constituyen los archivos urbanos, celosamente custodiados por cuerpos municipales. La memoria urbana para estas instituciones nacientes y amenazantes es aquí en efecto identidad colectiva, comunitaria. Respecto de éstos, Génova es pionera: forma sus propios archivos desde 1127 y existen registros notariales de la mitad del siglo XII hasta ahora conservados. El siglo XIV conoce los primeros inventarios de archivos (Carlos V en Francia el papa Urbano V para los archivos pontificios en el 1366, la monarquía inglesa en el 1381). En el 1356 por primera vez un tratado internacional (la paz de París entre el Delfín y Saboya) se ocupa de la suerte de los archivos de los países contrayentes [véase Bautier, 1961, págs. 11261128].
En el campo literario la oralidad se mantiene muy próxima a la escritura, y la memoria es uno de los elementos constitutivos de la literatura medieval. Esto es cierto especialmente para los siglos XI-XII y para la Chanson de geste, que no recurre sólo a procedimientos de memorización por parte del trovador (troubadour) y del juglar como también por parte de los oyentes, sino que se integra en la memoria colectiva, como bien ha observado Zurnthor a propósito del «héroe» épico: «El "héroe" no existe... sino en el canto, pero no existe menos en la memoria colectiva de la cual participan los hombres, poeta y público» [1972].
Una función semejante tiene la memoria en la escuela. Respecto del alto medievo, Riché afirma: «El escolar debe registrar todo en su propia memoria. No se insistirá más sobre esta actitud intelectual que caracteriza y que durante largo tiempo también caracterizará no sólo al mundo occidental, sino también al Oriente. Como el joven musulmán y el joven hebreo, el escolar cristiano debe saber de memoria los textos sagrados. En primer lugar el salterio, que aprende más o menos rápidamente (a algunos les lleva muchos años); después, si es monje, la regla benedictina [ Coutumes de Murbach, 111, 80]. En esta época, aprender de memoria es saber. Los maestros, retomando los consejos de Quintiliano [ Inst. orat., XI, 2] de Marciano Capella [ De nuptiis, cap. V] auspician que sus alumnos se ejerciten en memorizar todo lo que lean [Alcuino, De Rhetorica, ed. Halm, págs. 545-48]. Imaginan varios métodos mnemotécnicos, componen poemas alfabéticos (versus memoriales) que permiten recordar fácilmente gramática, cálculo, historia» [1979, pág. 218]. En este modo que pasa de la oralidad a la escritura se multiplican, conforme a las teorías de Goody, los glosarios, los léxicos, las listas de ciudades, montañas, ríos, océanos, que se deben aprender de memoria, como indica en el siglo XI Rábano Mauro [ De universo libri viginti duo, en Migne, Patrologia latina, CXI, col. 335].
En el sistema universitario escolástico, desde finales del siglo XII en adelante, permanece amplio el recurso de la memoria, fundado todavía más sobre la oralidad que sobre la escritura. No obstante el aumento de manuscritos escolásticos, la memorización de los cursos magistrales y de los ejercicios orales (disputas, quodlibet, etc.) perdura como la esencia del trabajo de los estudiantes.
Entretanto las teorías de la memoria se desarrollan en la retórica y en la teología.
En el De nuptiis Mercurii et Philologiae del siglo V, el orador pagano Marciano Capella retoma, con palabras ampulosas, la distinción clásica entre los loci y las imagines, entre una «memoria por las cosas» y una «memoria por las palabras». En el tratado de Alcuino De rhetorica se ve a Carlomagno informarse de las cinco partes de la retórica y llegar a la memoria: «CARLOMAGNO, ¿Y ahora qué cosa te aprestas a decir en tomo de la Memoria , que considero la parte más notable de la retórica?
»ALCUINO, ¿Qué otra cosa puedo hacer, sino repetir las palabras de Marco Tulio? La memoria es el arca de todas las cosas y si es que ésta no se ha hecho custodia de lo que se ha pensado sobre cosas y palabras, sabemos que todas las otras dotes del orador, por excelentes que puedan ser, se reducen a nada.
»CARLOMAGNO, ¿No hay reglas que enseñen cómo ésta puede ser adquirida y acrecentada?
»ALCUINO, No tenemos otras reglas respecto de éstas, a no ser el ejercicio de aprender de memoria, la práctica en el escribir, la aplicación al estudio y evitar la embriaguez» [citado en Yates, 1966].
Alcuino ignoraba manifiestamente la Rhetorica ad Herennium que, a partir del siglo XII, en el momento en que se multiplican los manuscritos, fue atribuida a Cicerón (de quien el De oratore está prácticamente ignorado, así como está ignorada la lnstitutio oratoria de Quintiliano).
A partir de finales del siglo XII la retórica clásica asume la forma de ars dictaminis, epistolografía para uso administrativo, de la que Bologna se convierte en el gran centro. Es aquí donde, en el 1235, se escribe el segundo de los tratados de este género, compuesto por Boncompagno da Signa, la Rhetorica novissima, donde la memoria en general está definida de este modo: «Qué es memoria. Memoria es un glorioso y admirable don de la naturaleza, por medio del cual se evocan las cosas pasadas, se abarcan las presentes y contemplan las futuras, gracias a su semejanza con las pasadas» [citado, ibid., pág. 54]. Luego de esto, Boncompagno advierte la distinción fundamental entre memoria natural y memoria artificial. Para esta última, Boncompagno ofrece una larga lista de «signos de memoria» extraídos de la Biblia , entre los cuales, por ejemplo, el canto del gallo es para san Pedro un «signo mnemónico».
Boncompagno integra a la ciencia de la memoria los sistemas esenciales de la moral cristiana del medievo, las virtudes y los vicios de los que proporciona los signacula, de las «notas mnemotécnicas» [ ibid., pág. 55], Y quizá sobre todo, más allá de la memoria artificial, pero como «fundamental ejercicio de memoria», el recuerdo del paraíso y del infierno, o más bien la «memoria del paraíso» y la «memoria de las regiones infernales», en un momento en el que la distinción entre purgatorio e infierno no está todavía enteramente trazada. Innovación importante que, después de la Divina Comedia , inspirará las innumerables representaciones del infierno, del purgatorio y del paraíso que, las más de las veces, deben considerarse los «lugares de memoria», cuyas casillas recuerdan las virtudes y los vicios. Es «como los ojos de la memoria», afirma Yates [ibid.] como deben verse los frescos del Giotto en la capilla de los Scrovegni de Padua, los del Buongoverno y del Malgoverno de Ambrogio Lorenzetti en el Palacio comunal de Siena. El recuerdo del paraíso, del purgatorio y del infierno encontrará su máxima expresión en el Congestorium artifieiosae memoriae (1520) del dominico alemán Johannes Romberch, quien conoce todas las fuentes antiguas del arte de la memoria y se basa sobre todo en Tomás de Aquino. Romberch, después de haber lle-vado a su grandeza el sistema de los loci y de las imagines, bosqueja un sistema de memoria enciclopédica donde la experiencia medieval se abre al espíritu del Renacimiento. Pero, entre tanto, la teología había transformado la tradición antigua -de la memoria como parte de la retórica.
En la línea de san Agustín, san Anselmo y el cisterciense Ailred de Rievaux retornan la tríada intellectus, voluntas, memoria, de las que Anselmo hace las tres «dignidades» (dignitates) del alma; pero en el Monologion la tríada se convierte en memoria, intelligentia, amor. Puede darse memoria e inteligencia sin amor; pero no puede darse amor sin memoria y sin inteligencia. Análogamente, Ailred de Rievaux, en su De anima, está preocupado sobre todo por colocar la memoria entre las facultades del alma.
En el siglo XIII los dos grandes dominicos, Alberto Magno y Tomás de Aquino, conceden un puesto importante a la memoria. A la retórica antigua, a Agustín, le añaden sobre todo Aristóteles y Avicena. Alberto trata de la memoria en el De bono, en el De anima y en su comentario al De memoria et reminiscentia de Aristóteles. Activa la distinción aristotélica de memoria y reminiscencia. Está en la línea del cristianismo del «hombre interior», incluyendo la intención (intentio) en la imagen de memoria; él intuye el rol de la memoria en lo imaginario concediendo que la fábula, lo maravilloso, las emociones que conducen a la metáfora (metaphorica) ayudan a la memoria, pero, ya que la memoria es un subsidio indispensable de la prudencia, es decir de la sabiduría (imaginada como una mujer con tres ojos, capaz de ver las cosas pasadas, las presentes y las futuras), Alberto insiste sobre la importancia del aprendizaje de la memoria, sobre las técnicas mnemónicas. Por último, Alberto, como buen «naturalista», pone la memoria en relación con los temperamentos. Para él el temperamento más favorable a una buena memoria es «la melancolía seco-cálida, la melancolía intelectual» [citado ibid., pág. 64]. Alberto Magno precursor de la «melancolía» del Renacimiento, en la cual ¿debería verse un pensamiento y una sensibilidad del recuerdo? El melancólico Lorenzo de Médicis suspira: «y si no fuese el recordar todavía / consolador de los afligidos amantes / habría puesto Muerte a tantas penas».
Prescindiendo de toda otra disposición, Tomás de Aquino era particularmente apto para tratar de la memoria: su memoria natural era, según parece, fenomenal, y su memoria artificial había sido ejercitada por la enseñanza de Alberto Magno en Colonia.
Tomás de Aquino, como Alberto Magno, trata en la Summa Theologiae de la memoria artificial a propósito de la virtud de la prudencia [2ª - 2æ, q. 68: De partibus Prudentiae; q. 69: De singulis prudentiae partibus, arto 1: Utrum memoria sit pars prudentiae] y, como Alberto Magno, escribió un comentario al De memoria et reminiscentia de Aristóteles. Partiendo de la doctrina clásica de los loei y de las imagines, formuló cuatro reglas mnemónicas:
1) Sucede encontrar «adecuados simulacros de las cosas que deseamos recordar», y: «Es necesario, según este método, inventar simulacros e imágenes para que intenciones simples y espirituales salgan fácilmente del alma, a menos que no estén, por así decir, encadenadas a algún símbolo corpóreo, porque el conocimiento humano es más fuerte en relación con los sensibilia; por esto el poder mnemónico está puesto en la parte sensitiva del alma» [citado ibid., pág. 69]. La memoria está ligada al cuerpo.
2) Sucede también disponer «en un orden calculado las cosas que se desean recordar, de modo que al recordar un punto, se facilite el pasaje al punto sucesivo [ibid.]. La memoria es razón.
3) Sucede «adherirse con vivo interés a las cosas que se desean recordar» [ibid.]. La memoria está ligada a la atención y a la intención.
4) Sucede meditar «con frecuencia lo que se desea recordar». He aquí por qué Aristóteles dice que la «meditación preserva la memoria» puesto que «el hábito es como la naturaleza» [ibid.].
La importancia de estas reglas deriva de la influencia por ellas ejercida, durante siglos, sobre todo del XIV al XVII, sobre los teóricos de la memoria, sobre los teólogos, sobre los pedagogos, sobre los artistas. Yates piensa que los frescos, de la segunda mitad del siglo XIV, del Cappellone degli Spagnoli en el convento dominico de Santa Maria Novella en Florencia son la ilustración (realizada utilizando «símbolos corpóreos» tendientes a designar las artes liberales y las disciplinas teológico-filosóficas) de las teorías tomistas sobre la memoria.
El dominico Giovanni de San Gimignano, en la Summa de exemplis ac similitudinibus rerum, transcribe, al principio del siglo XIV, en breves fórmulas las reglas tomistas: «Hay cuatro cosas que ayudan al hombre a recordar bien. La primera es que disponga las cosas que desea recordar en un cierto orden. La segunda es que se adhiera a ellas con pasión. La tercera es que las conduzca a semejanzas insólitas. La cuarta es que la convoque con frecuente meditación» [citado ibid., pág. 79].
Poco más tarde, otro dominico del convento de Pisa, Bartolomeo de San Concordio, retorna las reglas tomistas de la memoria en sus Ammaestramenti degli antichi, la primera obra que había tratado del arte de la memoria en lengua vulgar, en italiano, porque estaba destinada a laicos.
Entre las muchas artes memoriae del bajo medioevo, época de su gran florecimiento (así como la de las artes moriendi), se puede citar la Phoenix sive artificiosa memoria (1491) de Pietro de Ravenna, que fue, parece, el más difundido de estos tratados. Tuvo muchas ediciones durante el siglo XVI y fue traducido a varias lenguas, por ejemplo por Robert Copland en Londres en torno al 1548, con el título The Art of Memory that is Otherwise Called the Phoenix.
Erasmo, en el De ratione studii (1512), es ante todo frío en las confrontaciones de la ciencia mnemónica: «A pesar de que no niego que la memoria pueda ser ayudada por lugares e imágenes, también la mejor memoria se funda sobre tres cosas de la máxima importancia: estudios, orden y preocupación» [citado ibid., pág. 119]. Erasmo, en el fondo, considera el arte de la memoria como un ejemplo de la barbarie intelectual medieval y escolástica, y pone sobre todo en guardia contra las prácticas mágicas de la memoria.
Melantone en sus Rhetorica elementa (1534) prohibirá a los estudiantes hacer uso de las técnicas, de los «trucos» mnemotécnicos. Para él la memoria forma una unidad con el normal aprendizaje del saber.
No podemos apartamos del medievo sin recordar a un teórico, originalísimo también en este campo de la memoria, Raimundo Lulio. Después de haber hablado de la memoria en varios tratados, Raimundo Lulio compuso tres tratados, De memoria, De intellectu y De voluntate (tomó pues los procedimientos de la Trinidad agustina), sin contar un Liber ad
30 www.cholonautas.edu.pe / Biblioteca Virtual de Ciencias Sociales memoriam confirmandam. Muy diversas de las artes memoriae dominicanas, el ars memoriae de Raimundo Lulio es «un método de investigación y un método de investigación lógica» [ibid., pág. 170] que está iluminado por el Liber septem planetarum del mismo Lulio. Los secretos del ars memorandi están ocultos en los siete planetas. La interpretación neoplatónica del lulismo en la Florencia del Quattrocento (Pico della Mirandola) indujo a ver en su ars memoriae una doctrina cabalística, astrológica y mágica la que, en tal modo, estaba por tener una vasta influencia en el Renacimiento.
4. Los progresos de la memoria escrita y representada del Renacimiento a nuestros días
La imprenta revoluciona la memoria occidental, pero lentamente. Aún más lentamente la revoluciona en China, donde, si bien la imprenta había sido inventada a fines del IX d.c., no se conocían los caracteres móviles, la tipografía, y se contentaron con la xilografía, un tipo de impresión por, medio de letras grabadas en relieve, hasta que se introdujeron, en el siglo XIX, los procedimientos mecánicos occidentales.
La imprenta no pudo operar sólidamente en China, pero sus efectos sobre la memoria (al menos entre las clases cultas) fueron importantes, puesto que se imprimieron sobre todo tratados científicos y técnicos que aceleraron y extendieron la memorización del saber.
De modo diverso sucedió en Occidente. Leroi-Gourhan ha caracterizado bien esta revolución de la memoria por obra de la imprenta: «Hasta la aparición de la imprenta... es difícil distinguir entre transmisión oral y transmisión escrita. El grueso de los conocimientos está sepultado en las prácticas orales y en las técnicas; el punto más alto de los conocimientos, invariablemente encuadrado desde la antigüedad, está fijado en el manuscrito para ser aprendido de memoria... Diferente es el caso de lo impreso... El lector no sólo se encuentra frente a una memoria colectiva enorme de la que no tiene más la posibilidad de fijar integralmente la materia, sino que muchas veces se encuentra en condiciones de utilizar escritos nuevos. Se asiste entonces a la siempre mayor exteriorización de la memoria, individual; el trabajo de orientación en lo que está escrito se hace desde el exterior» [1964-1965].
Pero los efectos de la imprenta no se harán sentir plenamente sino en el siglo XVIII, cuando el progreso de la ciencia y de la filosofía haya transformado el contenido y los mecanismos de la memoria colectiva. «El siglo XVIII marca en Europa el fin del mundo antiguo sea tanto en la imprenta cuando en las técnicas... En el giro de algún decenio la memoria social engulle en los libros toda la antigüedad, la historia de los grandes pueblos, la geografía y la etnografía de un mundo convertido definitivamente en esférico, la filosofía, el derecho, las ciencias, las artes, las técnicas y una literatura traducida de veinte lenguas diversas. El flujo se va agrandando hasta nosotros, hechas las debidas proporciones, ningún momento de la historia humana ha asistido a una tan rápida dilatación de la memoria colectiva. En el Settecento encontramos ya por lo tanto todas las fórmulas utilizables para dar al lector una memoria preconstituida» [ibid.].
Precisamente en este período que separa el fin del medievo y los inicios de la imprenta y el principio del Settecento, Yates ha individulizado la larga agonía del arte de la memoria. En el Cinquecento «parece que el arte de la memoria se esté alejando de los grandes centros neurálgicos de la tradición europea para devenir marginal» [1966].
Si bien opúsculos con el título Cómo mejorar tu memoria no habían dejado de publicarse (y esto continúa todavía en nuestros días), la teoría clásica de la memoria, formada en la antigüedad grecorromana y modificada por la escolástica, que ha sido central en la vida universitaria, literaria (una vez más se piensa en la Divina Comedia ) y artística del medievo, desaparece casi enteramente del movimiento humanístico, pero la corriente hermética, de la que Lulio había sido uno de los fundadores, y que Marsilio Ficino y Pico della Mirandola habían definitivamente lanzado, se desarolló de forma considerable hasta comienzos del Seicento.
Ella inspira en primer lugar a un curioso personaje, en sus tiempos célebres en Italia y en Francia, luego olvidado, Giulio Camillo Delminio, «el divino Camillo» [véase ibid .]. Este veneciano, nacido en tomo a 1480 y muerto en Milán en 1544, construyó en Venecia, y después en París, un teatro de madera, del que no se tiene ninguna descripción, pero que se puede suponer que semejase al teatro ideal del mismo autor descrito en la Idea del teatro, publicado después de su muerte, en Venecia y en Florencia, en 1550. Construido sobre los principios de la ciencia mnemónica clásica, este teatro es en efecto una representación del universo que se desarrolla a partir de las primeras causas pasando a través de las diversas fases de la creación. Las bases de este teatro son los planetas, los signos del zodíaco y los presuntos tratados de Hermes Trimegisto, el Asclepius, en la traducción latina conocida en el medioevo, y el Corpus Hermeticum, en la traducción latina de Marsilio Ficino. El Teatro de Camillo está colocado nuevamente en el Renacimiento veneciano del primer Cinquecento, y esta vez el arte di memoria está puesto nuevamente en este Renacimiento, y en particular en su arquitectura. Si, influido por Vitruvio, Palladio (particularmente en el Teatro Olímpico de Venecia), influido probablemente por Camillo, no ha ido hasta el fondo de la arquitectura teatral basada sobre una teoría hermética de la memoria, es quizás en Inglaterra donde estas teorías han conocido su más bello florecimiento. De 1617 al 1621 fueron publicados en Oppenheim, en Alemania, los dos volúmenes del Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica, physica atque techni-ca historia de Robert Fludd, en el cual se encuentra la teoría hermética del teatro de la memoria, transformado esta vez de rectangular en redondo (ars rotunda en lugar del ars quadrata), que Yates piensa que haya tenido utilización práctica en el famoso Globe Theater de Londres, el teatro de Shakespeare [ibid.].
Con todo, las teorías ocultistas de la memoria habían encontrado su máximo teorizador en Giordano Bruno, y tales teorías tuvieron una función decisiva en las persecuciones, en la condena eclesiástica y en la ejecución del célebre dominico. En el hermoso libro de Frances Yates pueden leerse los detalles de tales teorías, expresadas principalmente en el De umbris idearum (1582), en el Cantus Circaeus (1582), en el Ars reminiseendi, explicatio triginta sigillorum ad omnium scientiarum et artium inventionem, dispositionem et memoriam (1583), en el Lampas triginta statuarum (1587), en el De imaginum, signorum et idearum compositione (1591). Basta aquí decir que para Bruno las ruedas de la memoria funcionaban por magia y que «tal memoria habría sido la memoria de un hombre divino, de un mago provisto de poderes divinos, gracias a una imaginación moderada por la acción de los poderes cósmicos. Y tal experimento debía apoyarse sobre el presupuesto hermético de que la mens del hombre es divina, ligada en su origen a quienes gobiernan las estrellas, hábiles ya en meditar, ya en dominar el universo» [ibid.].
Finalmente en Lyon, en 1617, un tal Johannes Paepp revelaba en su Schenkelius detectus: seu memoria artificialis hactenus occultata que su maestro Lamberto Schenkel, quien había publicado dos tratados sobre la memoria (De memoria, 1593; Gozophylacium, 1610) aparentemente fieles a las teorías antiguas y escolásticas, era en realidad un adepto oculto del hermetismo. Fue el canto del cisne del hermetismo mnemónico. El método científico que el Seicento habría elaborado debía destruir este segundo brazo del ars memoriae medieval.
Ya el protestante francés Pedro Ramo, nacido en 1515 y víctima en 1572 de la matanza de San Bartolomé, en sus Scholae in liberales artes (1569) adelantaba la instancia de sustituir las antiguas técnicas de memorización por técnicas nuevas fundadas sobre el «orden dialéctico», sobre un «método». Reivindicación de la inteligencia contra la memoria que no habría cesado, hasta nuestros días, de inspirar una corriente «antimemoria», que reclama, por ejemplo en los programas escolásticos, la desaparición o la disminución de las materias llamadas mnemónicas, mientras los psicopedagogos, como Jean Piaget, han demostrado, como se ha visto, que memoria e inteligencia, lejos de combatirse, se sostienen de manera victoriosa.
De cualquier modo que sea, Francis Bacon, hacia el 1620, escribe: «También ha sido elaborado y puesto en práctica un método, que no es en realidad un método legítimo, sino un método de falsedad: éste consiste en comunicar conocimiento en forma tal que, quien no tenga cultura, pueda rápidamente ponerse en condiciones de ofrecer muestra de tenerla. Tal fue el propósito de Raimundo Lulio...» [citado ibid. ]
En el mismo período, Descartes polemiza, en las Cogitationes privatae (1619-1621), con las «inútiles bagatelas de Schenkel (en el libro De arte memoriae)» y propone dos «métodos» lógicos con el fin de adquirir señoría sobre la imaginación: «Se actúa a través de la reducción de las cosas a sus causas. Y puesto que todas se pueden, finalmente, reducir a una, es evidente que no hay necesidad de memoria para retener todas las ciencias» [citado ibid. ].
Quizá sólo Leibniz intentó, en los manuscritos todavía inéditos conservados en Hannover [véase ibid. ], reconciliar el arte de memoria de Lulio, por el designada con el nombre de «combinatoria», con la ciencia moderna. Las ruedas de la memoria de Lulio, retornadas por Giordano Bruno, son accionadas por signos, por notae, por caratteri, por sigilli. Es suficiente, parece pensar Leibniz, hacer de las notae el lenguaje matemático universal. Matematización de la memoria, todavía hoy impresionante, a mitad del camino entre el sistema luliano medieval y la cibernética moderna.
Sobre este período de la «memoria en expansión» (como lo ha llamado Leroi-Gourhan) se observará ahora el testimonio del vocabulario. Se lo hará, para la lengua francesa, considerando los dos campos semánticos nacidos de µ ?? µ ? y de memoria.
El medievo ha dado la palabra central mémoire, aparecida ya en los primeros monumentos de la lengua, en el siglo XI. En el siglo XIII se agrega mémorial (relativo, se ha visto, a las cuentas financieras) y, en el 1320, mémoire, en masculino: la expresión un mémoire designa un expediente administrativo. La memoria se hace burocrática, al servicio del centralismo monárquico que entonces se va constituyendo. En el siglo XV ve la aparición de mémorable, en aquella época de apogeo de las artes memoriae y de reflorecimiento de la literatura antigua; memoria tradicionalista. El siglo XVI (1552) aparecen los mémoires escritos por un personaje en general de relieve: es el siglo en el que nace la historia y en el que se afirma el individuo. El siglo XVIII da, en el 1726, el mémorialiste y, en el 1777, el memorandum, deducido del latín por mediación del inglés. Mémorie periodístico y diplomático: es el ingreso de la opinión pública, nacional e internacional, que se crea también ella sobre la memoria. La primera mitad del siglo XIX asiste a una sólida creación de nuevos términos: amnésie, introducido en el 1803 por la ciencia médica, mnémonique (1800), mnémotechnie (1823), mnémotechnique (1836), mémorisation, creado en 1847 por pedagogos suizos: un grupo de términos que testimonia los progresos de la enseñanza y de la pedagogía; y, finalmente aide-mémoire, que muestra, en el 1853, cómo la vida cotidiana está calada por la necesidad de memoria. Finalmente, en 1907 el pedante mémoriser parece resumir la influencia alcanzada por la memoria en expansión.
Todavía el siglo XVIII, como ha hecho observar Leroi-Gourhan, tiene una función decisiva en esta ampliación de la memoria colectiva: «Los diccionarios alcanzan sus límites en las enciclopedias de todo tipo publicadas tanto para uso de las fábricas y de los artesanos, como de los eruditos puros. El primer empuje verdadero de la literatura técnica se coloca en la segunda mitad del siglo XVIII... El diccionario representa una forma muy evolucionada de memoria externa en el que, sin embargo, el pensamiento se encuentra despedazado al infinito; la Grande Encyclopédie de 1751 es una serie de pequeños manuales englobados en un diccionario. .. La enciclopedia es una memoria alfabética parcelaria en la que cada engranaje aislado contiene una parte animada de la memoria total. Entre el autómata de Vaucanson y la Encyclopédie , su contemporánea, se da el mismo vínculo que existe entre la máquina electrónica y el integrador dotado de memoria de hoy» [1964-1965].
La memoria hasta entonces acumulada explotará en la revolución de 1789. ¿Y no fue aquella el gran detonante de ésta?
Mientras los vivos pueden disponer de una memoria técnica, científica, intelectual siempre rica, la memoria parece alejarse de los muertos. De fines del Seicento a fines del Settecento, y de cualquier modo que sea en la Francia de Philippe Aries y de Michel Vovelle, la conmemoración de los muertos va declinando. Las tumbas, incluidas las de los reyes, se hacen muy simples. Las sepulturas son abandonadas a la naturaleza y los cementerios, desiertos y mal cuidados. Pierre Muret, en sus Cérémonies funebres de toutes les nations [1675], encuentra particularmente impresionante en Inglaterra el olvido de los muertos, y lo atribuye al protestantismo: para los ingleses, en efecto, evocar la memoria de los difuntos evidenciaría mucho de papismo. Michel Vovelle [1974] cree descubrir que en la edad de las luces se quiere «eliminar la muerte». Al otro día de la revolución francesa tiene lugar un retorno a la memoria de los muertos, ya en Francia, ya en otros países europeos. Se abre la gran época de los cementerios, con nuevos tipos de monumentos y de inscripciones funerarias, con el rito de la visita al cementerio. La tumba separada de la iglesia ha pasado a ser centro de recuerdo. El romanticismo acentúa la atracción del cementerio ligado a la memoria.
El siglo XIX observa una explosión de espíritu contemplativo ya no más en la esfera del saber como en el siglo XVIII, sino en la esfera de los sentimientos y también, es cierto, de la educación.
¿Fue la revolución francesa quien dio el ejemplo? Mona Ozouf ha caracterizado bien esta utilización de la fiesta revolucionaria al servicio de la memoria. «Conmemorar» forma parte del programa revolucionario: «Todos los compiladores de calendarios y de fiestas están de acuerdo en la necesidad de sostener con la fiesta el recuerdo de la revolución» [1976, pág. 199].
Hasta en su título I, la Constitución de 1791 declara: «Serán instituidas fiestas nacionales para conservar el recuerdo de la Revolución Francesa ».
Pero bien pronto se abre paso la manipulación de la memoria. Después del 9 Termidor, se está sensible a las masacres y a las ejecuciones del Terror, de manera que se decide privar a la memoria colectiva de «la multiplicidad de víctimas» y «en las fiestas con-memorativas, la censura las contendrá por consiguiente en la memoria» [ ibid., pág. 202]. Por lo demás, es preciso escoger. Sólo tres jornadas revolucionarias parecen a los termidorianos dignas de ser conmemoradas: el 14 de Julio, el 1° Vendimiano, día del año republicano no manchado por ninguna gota de sangre, y, con más brío, el 10 de Agosto, fecha de la caída de la monarquía. En compensación, la conmemoración del 21 de Enero, día de la ejecución de Luis XVI, no triunfará: es la «conmemoración imposible».
El romanticismo encuentra de manera más literaria que dogmática la seducción de la memoria. En su traducción del tratado de Vico De antiquissima ltalorum sapientia (1710), Michelet pudo leer de este modo el párrafo Memoria et phantasia: «Los latinos llaman a la memoria memoria, cuando ésta custodia las percepciones de los sentidos, y reminiscentia, cuando la restituye. Pero del mismo modo designaban la facultad gracias a la cual formamos las imágenes que los griegos llaman phantasia, y nosotros imaginativa; porque lo que vulgarmente llamamos immaginare, los latinos lo llamaban memorare... Así los griegos decían en su mitología que las Musas, las virtudes de lo' imaginativo, son las hijas de la Memoria » [1835, ed. 1971,1, págs.110-11].
El halla allí el vínculo entre memoria e imaginación, memoria y poesía.
Todavía la laicización de las fiestas y del' calendario en muchos países favorece el multiplicarse de las conmemoraciones. En Francia el recuerdo de la revolución se atempera en la celebración del 14 de Julio, de la que Rosemonde Sanson [1976] ha narrado las vicisitudes. Advertida por Napoleón, la fiesta fue luego restaurada, a propuesta de Benjamín Raspail, el 6 de julio de 1880. El relator de la propuesta de ley había afirmado que la orga-nización de una serie de fiestas nacionales que recordaban al pueblo hechos ligados a la institución política existente es una necesidad reconocida y puesta en práctica por todos los gobiernos. Hacia 1872 Gambetta había escrito sobre « La République Française » del 15 de julio: «Una nación libre tiene necesidad de fiestas nacionales».
En los Estados Unidos de América, al otro día de la guerra de secesión los Estados del Norte establecen un día conmemorativo, el 30 de Mayo, que es festejado a partir de 1868. En 1882 a este día se le da el nombre de «Memorial Day».
Si las revoluciones quieren fiestas que conmemoren la revolución, la manía de la conmemoración es sobre todo de los conservadores y, aún más, de los nacionalistas, para quienes la memoria es un fin y un instrumento de gobierno. Al 14 de Julio revolucionario la Francia católica y nacionalista agrega la celebración de Juana de Arco. La conmemoración del pasado asume su culminación en la Alemania nazi y en la Italia fascista.
La conmemoración se apropia de nuevos instrumentos de sostén: monedas, medallas y estampillas se multiplican. A partir de la mitad del Ottocento aproximadamente, una nueva oleada de estatuaria, una nueva civilización de las inscripciones (monumentos, letreros en las calles, lápidas conmemorativas colocadas sobre las casas de muertos ilustres) inunda las naciones europeas. Vasta región donde la política, la sensibilidad, el folclore se mezclan, y que espera sus historiadores. ( La Francia del Ottocento encuentra en Maurice Agulhon, autor de estudios sobre la estatuomanía, su historiador de las imágenes y de los símbolos republicanos. El florecimiento del turismo da un impulso inaudito al comercio de los souvenirs )
Al mismo tiempo se acelera el movimiento científico destinado a suministrar a la memoria colectiva de las naciones los monumentos del recuerdo.
En Francia la revolución crea los Archivos Nacionales (decreto del 7 de setiembre de 1790). El decreto del 25 de junio de 1794 que ordena la publicidad de los Archivos, abre una fase nueva, la de la disponibilidad pública de los documentos de las memorias nacionales.
El Settecento había creado depósitos centrales de archivo (los Saboya en Turín en los primeros años del siglo, Pedro el Grande en 1720 en San Petersburgo, María Teresa en Viena en 1749, Polonia en Varsovia en 1765, Venecia en 1770, Florencia en 1778, etc.).
Después de Francia, Inglaterra organiza en 1838 el Public Record Office en Londres. En 1881 el papa León XIII abre al público el Archivo secreto vaticano, creado en 1611. Se crean institutos especializados con el fin de formar especialistas en el estudio de tales fondos: la Ecole des Chartes en París, en 1821 (reorganizada en 1829), el Institut für Osterreichische Geschichtsforschung, fundado en Viena en 1854 por obra de Sickel, la Scuola di Paleografia e Diplomatica, instituida en Florencia por Bonaini en 1857.
Lo mismo sucede con los museos: después de tímidas tentativas de abrirlos al público (el Louvre entre 1750 y 1773; el Museo Público de Kassel, creado en 1779 por el landgrave del Asia) y de instalar en edificios especiales las grandes colecciones (el Hermitage de San Petersburgo bajo Catalina II en 1764, el Museo Clementino en el Vaticano en 1773, el Prado en Madrid en 1785), alcanzó finalmente el tiempo de los museos públicos y nacionales. La Gran Galería del Louvre fue inaugurada el 10 de agosto de 1793; la Convención creó un museo de la técnica con el nombre revelador de Conservatoire des Arts et Métiers, Luis Felipe fundó en 1833 el Museo de Versailles consagrado a todas las glorias de Francia. La memoria nacional francesa se extiende hacia el medievo con la instalación en el Museo de Cluny de la colección Du Sommerard, y hacia la prehistoria con el Museo de Saint-Germain, creado por Napoleón III en 1862.
Los alemanes crean el Museo de las antigüedades nacionales de Berlín (1830), y el Museo germánico de Nurftmberg (1852). En Italia la casa de Saboya, mientras se está realizando la unidad nacional, crea en 1859 el Museo Nacional de Bargello en Florencia.
La memoria colectiva en los países escandinavos recoge en sí la memoria «popular», dado que los museos del folclore son abiertos desde 1807 en Dinamarca, en Bergen, Noruega, en 1828, en Helsinki, Finlandia, en 1849, a la espera del museo más completo: el Skansen de Estocolmo en 1891.
La atención respecto de la memoria técnica, que d' Alembert había invocado en la Encyclopédie , se manifiesta con la creación, en 1852, del Museo de las Manufacturas en la Marlborough House en Londres.
Las bibliotecas conocen un desarrollo y una apertura paralelos. En los Estados Unidos Benjamín Franklin había abierto desde 1731 una biblioteca asociativa en Filadelfia.
Entre las manifestaciones importantes o significativas de la memoria colectiva se pueden citar la aparición, en el siglo XIX y al inicio del XX, de dos fenómenos. El primero es la erección de monumentos a los caídos, al otro día de la primera guerra mundial. La conmemoración funeraria conoce allí un nuevo impulso. En muchos países se eleva un monumento al Soldado Desconocido con el propósito de encerrar los límites de la memoria asociada en el anonimato, proclamando sobre el cadáver sin nombre la cohesión de la nación en la memoria común. El segundo es la fotografía, que revuelve la memoria multiplicándola y democratizándola, dándole una precisión y una verdad visual jamás alcanzada con antelación, permitiendo de ese modo conservar la memoria del tiempo y la evolución cronológica.
Pierre Bourdieu y su grupo han puesto bien en evidencia el significado del «álbum de familia»: « La Galleria dei Ritratti se ha democratizado y toda familia tiene, en la persona de su jefe, su retratista. Fotografiar a sus propios hijos es hacerse historiógrafo de sus infancias y preparar, como un legado, las imágenes de lo que han sido... El álbum de familia expresa la verdad del recuerdo social. Nada está más lejano de la investigación artística del tiempo perdido, de estas presentaciones comentadas de las fotografías de familia, ritos de integración que la familia impone a sus nuevos miembros. Las imágenes del pasado dis-puestas en orden cronológico, "orden de las estaciones" de la memoria social, evocan y transmiten el recuerdo de los acontecimientos dignos de ser conservados, porque el grupo social ve un factor de unificación en los monumentos de la propia unidad pasada o, lo que es lo mismo, porque el propio pasado trae la confirmación de la propia unidad presente. He aquí por qué no existe nada que sea más digno, más confortante y más edificante que un álbum de familia: todas las aventuras aisladas que encierran el recuerdo individual en la particularidad de un secreto son excluidas de éste, y el pasado común o, si se prefiere, el mínimo común denominador del pasado tiene la lucidez casi coqueta de un monumento funerario visitado con asiduidad» [1965, págs. 53-54].
A estas líneas penetrantes se agregarán una corrección y una apostilla. No es siempre el padre el retratista de la familia: muchas veces es la madre. ¿Es preciso ver en eso un vestigio de la función de conservación del recuerdo tenido por la mujer, o una conquista de la memoria del grupo por parte del feminismo? A las fotografías tomadas personalmente, se añade la adquisición de postales. Unas y otras componen los nuevos archivos familiares, la iconoteca de la memoria familiar.
5. Las mutaciones actuales de la memoria
Leroi-Gourhan, concentrando su propia atención sobre los procesos constitutivos de la memoria colectiva, ha subdividido su historia en cinco períodos: «El de la transmisión oral, el de la transmisión escrita mediante tablas o índices, el de simples esquelas, el de la mecanografía y el de la clasificación electrónica por serie» [1964-1965].
Se ha visto el salto cumplido por la memoria colectiva en el Ottocento, del que la memoria sobre esquelas no es más que una prolongación, así como la impresión había sido, en último análisis, la conclusión de la acumulación de la memoria acontecida a partir de la antigüedad. Leroi-Gourhan ha definido bien, por otra parte, los progresos de la memoria sobre esquelas y sus límites: «La memoria colectiva ha alcanzado en el siglo XIX un volumen tal que se ha vuelto imposible exigir a la memoria individual recibir el contenido de las bibliotecas... El siglo XVIII y gran parte del XIX han vivido todavía sobre agendas y catálogos, después se ha llegado a la documentación con esquelas que se organiza efectivamente sólo al comienzo del siglo XX. En su forma más rudimentaria corresponde ya a la constitución de una verdadera y propia corteza cerebral exteriorizada, en tanto se ofrece como un simple fichero bibliográfico, en las manos de quien lo usa, con varias sistematizaciones. Por otra parte la imagen de la corteza cerebral está hasta cierto punto equivocada puesto que, si un fichero es una memoria en sentido estricto, es, sin embargo, una memoria privada de medios propios de-memorización, y para animarla es menester introducirla en el campo operacional, visivo y manual del investigador» [ibid.].
Pero las mutaciones de la memoria en el siglo XX, sobre todo después de 1950, representa una verdadera y auténtica revolución de ésta, y la memoria electrónica no es más que un elemento, si bien indudablemente el más espectacular.
La aparición, durante la segunda guerra mundial, de las grandes máquinas calculadoras, que se inserta en la enorme aceleración de la historia y más específicamente de la historia de la ciencia y de la técnica desde 1860 en adelante, puede colocarse en una larga historia de la memoria automática. A propósito de los ordenadores, se ha recordado la máquina aritmética inventada por Pascal en el siglo XVII, que, respecto del ábaco, agregaba a la «facultad de memoria» una «facultad de cálculo».
La función de memoria se coloca en el modo que sigue en una calculadora que comprende: a) instrumentos de ingreso para los datos y para el programa; b) elementos dotados de memoria, constituidos por dispositivos magnéticos, que conservan las informa-ciones introducidas en la máquina y los resultados parciales obtenidos en el curso del trabajo; c) instrumentos para un cálculo rapidísimo; d) instrumentos de control; e) instrumentos de salida para los resultados.
Se distinguen memorias «factores», que registran los datos a tratarse, y memorias generales, que conservan temporalmente los resultados intermedios y ciertas constantes [véase Demarne y Rouquerol, 1959, pág. 13]. Se vuelve a encontrar en la calculadora, en cierto modo, la distinción de los psicólogos entre «memoria a breve término» y «memoria a largo término».
En definitiva, la memoria es una de las tres operaciones fundamentales computadas por una calculadora, que puede subdividirse en «escritura», «memoria», «lectura» [véase ibid., pág. 26, fig. 10]. Esta memoria puede, en ciertos casos, ser «ilimitada».
A esta primera distinción en la duración entre memoria humana y memoria electrónica, es preciso añadir «que la memoria humana es particularmente inestable y maleable (crítica hoy clásica en la psicología de los testimonios judiciales, por ejemplo), mientras que la memoria de la máquina se impone por su enorme estabilidad, análoga al tipo de memoria representada por el libro, pero unida a una facultad evocativa hasta ahora desconocida» [ ibid., pág. 76].
Está claro que la fabricación de los cerebros artificiales, que está sólo en los inicios, conduce a la existencia de «máquinas superiores al cerebro humano en las operaciones confiadas a la memoria y al juicio racional» y a la constatación de que «la corteza cerebral, por más extraordinaria, es insuficiente, exactamente como la mano o el ojo» [Leroi-Gourhan, 1964-1965]. Al término (provisional) de un largo proceso, del que se ha buscado aquí bos-quejar la historia, se constata que «el hombre está llevado poco a poco a exteriorizar facultades siempre más elevadas» [ibid.]. Pero es preciso constatar que la memoria electrónica no actúa sino por orden del hombre y según el programa por él requerido; que la
memoria humana mantiene un amplio sector no «informatizable», y que, como todas las otras formas de memoria automática aparecidas en el curso de la historia, la memoria electrónica no es más que una simple ayuda, una servidora de la memoria y del espíritu humano.
Además de los servicios prestados en diversos campos técnicos y administrativos, donde la informática encuentra sus primeras y principales informaciones, es preciso observar, a nuestros fines, dos importantes consecuencias de la aparición de la memoria electrónica.
La primera es el empleo de calculadoras en el ámbito de las ciencias sociales y, en particular, en aquella en la que la memoria constituye al mismo tiempo el material y el objeto: la historia. La historia ha vivido una auténtica revolución documental y, además, también aquí el ordenador no es más que un elemento; y la memoria archivística ha sido trastornada por la aparición de un nuevo tipo de memoria: el «banco de datos» [véase más adelante el capítulo III).
La segunda consecuencia es el efecto «metafórico» de la extensión del concepto de memoria y de la importancia que tiene la influencia por analogía de la memoria electrónica sobre otros tipos de memoria.
Entre todos, el ejemplo más evidente es el de la biología. Se tomará aquí, como guía, a François Jacob. Entre los puntos de partida del descubrimiento de la memoria biológica, de la «memoria de la herencia», uno de ellos fue la calculadora: «Con el desarrollo de la electrónica y el nacimiento de la cibernética, la organización se convierte en objeto de estudio de la física y de la tecnología» [1970]. Esta pronto se impone en la biología molecular, la que descubre que «la herencia funciona como la memoria de una calculadora» [ibid.].
La investigación de la memoria biológica se retrotrae, al menos, al Settecento. Maupertuis y Buffon entrevieron el problema: «Una organización constituida por un conjunto de unidades elementales exige, para reproducirse, la transmisión de una "memoria" de una generación a otra» [ibid.]. Para elleibniziano Maupertuis «la memoria que guía las partículas vivientes en el proceso de formación del embrión no se distingue de la memoria psíquica» [ibid.]. Para el materialista Buffon «el molde interior representa pues una estructura escondida, una "memoria" que organiza la materia de tal modo que construye el hijo a imagen Y semejanza de los padres» [ibid.].
El siglo XIX descubre que «cualesquiera que sean el nombre y la naturaleza de las fuerzas responsables de la transmisión de la organización parental a los hijos, es ahora claro que deben estar localizados en la célula» [ibid.].
Pero para la primera mitad del Ottocento «no existe más que el "movimiento vital" al que pueda ser atribuido el rol de la memoria idóneo en garantizar la fidelidad de la reproducción» [ibid.]. Al igual que Buffon, también Claude Bemard «localiza la memoria, no en las partículas constitutivas del organismo, sino en un sistema especial que controla la multiplicación de las células, su diferenciación y la formación progresiva del organismo» [ibid.], mientras para Haeckel «la memoria es una propiedad de las partículas que constituyen el organismo» [ibid.]. Mendel descubre hacia 1865 la gran ley de la herencia. Para explicada «es necesario postular la existencia de una estructura de orden más elevado, todavía más oculta en las profundidades del organismo, una estructura de tercer orden donde tiene sede la memoria de la herencia» [ibid.], pero su descubrimiento estuvo, durante largo tiempo, ignorado. Es necesario aguardar al siglo XX y la genética para descubrir que esta estructura está encerrada en el núcleo de la célula y que «en esta estructura reside la "memoria" de la herencia» [ibid.]. Finalmente la biología molecular encuentra la solución. «La memoria hereditaria está totalmente encerrada en la organización de una macromolécula, en el "mensaje" constituido por la secuencia de un cierto número de "motivos" químicos a lo largo de un polímero. Esta organización se convierte en la estructura de cuarto orden, que determina la forma de un ser viviente, sus propiedades, su funcionamiento» [ibid.].
Extrañamente la memoria biológica semeja antes bien a la memoria electrónica que a la memoria nerviosa, cerebral. Por una parte, ella también se define gracias a un programa en el cual se funden dos nociones, «la noción de memoria y la de proyecto» [ibid.].
Por otra parte, es rígida; «por la agilidad de sus mecanismos, la memoria nerviosa está particularmente adaptada para la transmisión de los caracteres adquiridos; por su rigidez, la memoria hereditaria se le opone» [ibid.]. Además, contrariamente a los ordenadores, «el mensaje hereditario no permite la menor intervención partícipe del exterior» [ibid.]. No puede existir allí cambio en el programa, ni por la acción del hombre, ni por la del ambiente.
Para volver a la memoria social, las mutaciones que ésta conocerá en la segunda mitad del siglo XX han sido preparadas, según parece, por la expansión de la memoria en el campo de la filosofía y de la literatura. Bergson [1896] encuentra, en el entrecruzamiento entre la memoria y la percepción, el concepto central de «imagen». Después de haber desarrollado un largo análisis de las deficiencias de la memoria (amnesia del lenguaje o afasia), descubre, bajo una memoria superficial, anónima, asimilable al hábito, una memoria profunda, personal, «pura», que no es analizable en términos de «cosa», sino de «progreso». Esta teoría, que encuentra los lazos de la memoria con el espíritu, si no precisamente con el alma, ejerce una gran influencia en la literatura; una huella de ello, el vasto ciclo narrativo de Marcel Proust, A la recherche du temps perdu [1913-1927]. Ha nacido una nueva memoria novelística, que se sitúa en la cadena «mito-historia-novela».
El surrealismo, modelado por el sueño, es llevado a interrogarse sobre la memoria. Hacia 1922 André Breton se preguntaba, en sus Carnets, si la memoria no sería más que un producto de la imaginación. Para saber sobre aquélla por encima del sueño, el hombre debe estar en condición de confiarse principalmente a la memoria, de ordinario tan frágil y engañosa. De aquí la importancia que tiene en el Manifeste du Surréalisme (1924) la teoría de la «memoria educable», nueva metamorfosis de las artes memoriae.
Indudablemente es preciso aquí mencionar como inspirador a Freud, y en particular al Freud de la Interpretación de los sueños, donde se afirma que «el comportamiento de la memoria durante el sueño es sin duda de enorme importancia para toda teoría de la memoria» [1899]. Ya en el capítulo II Freud trata de la «memoria del sueño»: aquí, retornando una expresión de Scholz, cree constatar que «nada de lo que una vez hemos poseído intelectualmente puede perderse completamente» [ibid.]. Critica, con todo, la idea de «reducir el fenómeno del sueño en general al de recordar» [ibid.], puesto que hay una elección específica del sueño en la memoria, una memoria específica del sueño. Esta memoria, también en este caso, es elegida. Freud, sin embargo, no tiene en este punto la tentación de considerar la memoria como una cosa, como un gran depósito. Pero, vinculando el sueño a la memoria latente, y no a la memoria consciente, e insistiendo sobre la importancia de la infancia en la formación de esta memoria, contribuye, contemporáneamente a Bergson, a profundizar el conocimiento de la esfera de la memoria y a iluminar, al menos respecto de lo que atañe a la memoria individual, aquella censura de la memoria tan importante en las manifestaciones de la memoria colectiva.
Con la formación de las ciencias sociales, la memoria colectiva ha experimentado grandes transformaciones, y desempeña un rol importante en lo interdisciplinario que entre ellas tiende a instaurarse.
La sociología ha representado un estímulo para explorar este nuevo concepto, así como para el tiempo. Para Halbwachs [1950], la psicología social, en la medida en que esta memoria está ligada a los comportamientos, a las mentalidades, objeto nuevo de las nuevas historias, ofrece su propia colaboración. La antropología -en la medida en que el término «memoria» le ofrece un concepto más adaptado a las realidades de las sociedades «salvajes» por ella estudiadas, de lo que no sea el término «historia»- ha acogido el concepto y lo examina con la historia, y en especial dentro de aquella «etnohistoria» o «antropología histórica» que es uno de los más interesantes entre los recientes desarrollos de la ciencia histórica.
Investigación, salvamento, exaltación de la memoria colectiva, no más en los acontecimientos sino a largo plazo; investigación de esta memoria, no tanto en los textos, sino más bien en las palabras, en las imágenes, en los gestos, en los rituales, y en la fiesta: es un convergir de la atención histórica. Una conversión compartida por el gran público, obsesionado por el temor de una pérdida de memoria, de una amnesia colectiva, que encuentran una grosera expresión en la llamada mode rétro, o moda del pasado, explotada descaradamente por los mercaderes de memoria a partir del momento en que la memoria se ha convertido en uno de los objetos de la sociedad de consumo que se vende bien.
Pierre Nora observa que la memoria colectiva -entendida como «lo que queda del pasado en lo vivido por los grupos, o bien lo que estos grupos hacen del pasado»- puede, a primera vista, oponerse casi palabra por palabra a la memoria histórica, así como una vez se oponían memoria afectiva y memoria intelectual. Hasta nuestros días, «historia y memoria» habían estado sustancialmente confundidas, y la historia parece haberse desarrollado «sobre el modelo de la recordación, de la anamnesis y de la memorización». Los historiadores brindan la fórmula de las «grandes mitologías colectivas», yendo de la historia a la memoria colectiva. Pero toda la evolución del mundo contemporáneo, bajo la presión de la historia inmediata, fabricada en gran parte al abrigo de los instrumentos de la comunicación de masas, marcha hacia la fabricación de un número siempre mayor de memorias colectivas, y la historia se escribe, mucho más que hacia adelante, bajo la presión de estas memorias colectivas. La llamada historia «nueva», que se emplea para crear una historia científica derivándola de la memoria colectiva, puede interpretarse como «una revolución de la memoria»que hace cumplir a la memoria una «rotación» en tomo de algunos ejes fundamentales: «Una problemática abiertamente contemporánea... y un procedimiento decisivamente retrospectivo», «la renuncia a una temporalidad lineal» además de múltiples tiempos vividos, «a aquellos niveles a los cuales lo individual se arraiga en lo social y en lo colectivo» (lingüística, demografía, economía, biología, cultura). Historias que se harían partiendo del estudio de los «lugares» de la memoria colectiva: «Lugares topográficos, como los archivos, las bibliotecas y los museos; lugares monumentales, como los cementerios y las arquitecturas; lugares simbólicos, como las conmemoraciones, los peregrinajes, los aniversarios o los emblemas; lugares funcionales, como los manuales, las autobiografías o las asociaciones: estos monumentos tienen su historia». Pero no deberían olvidarse los verdaderos lugares de la historia, aquellos en donde buscar no la elaboración, la producción, sino a los creadores y a los dominadores de la memoria colectiva: «Estados, ambientes sociales y políticos, comunidades de experiencia histórica o de generaciones lanzadas a construir sus archivos en función de los diversos usos que ellas hacen de la memoria» [1978].
Por cierto que esta nueva memoria colectiva construye en parte su propio saber valiéndose de instrumentos tradicionales, concebidos sin embargo de manera diferente. ¡Confróntese la Enciclopedia Einaudi o la Enciclopledia Universalis , con la venerada Encyclopedia Britannica! En definitiva, en las primeras se encontrará quizá en mayor grado el espíritu de la Grande Encyclopédie de d' Alembert y Diderot, hija ella misma de un período de almacenamiento y de transformación de la memoria colectiva.
Pero ella se manifiesta sobre todo en la formación de archivos profundamente nuevos de los que, los más característicos, son los archivos orales.
Goy [1978] ha definido y situado esta historia oral, nacida indudablemente en los Estados Unidos, donde entre 1952 y 1959, fueron creados grandes departamentos de oral history en las universidades de Columbia, de Berkeley, de Los Angeles, que después fueron desarrollados en Canadá, en Québec, en Inglaterra y en Francia. El caso de Gran Bretaña es ejemplar: la universidad de Essex crea una colección de «historias de vidas», es fundada una sociedad, la Oral History Society, se publican varios boletines y revistas, como History Workshops, que es uno de los resultados principales y una brillante renovación de la historia social y, ante todo, de la historia obrera, a través de una toma de conciencia del pasado industrial, urbano y obrero de la mayor parte de la población. Memoria colectiva obrera, a la búsqueda de la cual colaboran sobre todo historiadores y sociólogos. Pero historiadores y antropólogos se encuentran en otros campos de la memoria colectiva, tanto en África como en Europa, donde nuevos métodos de rememoración (como el de las «historias de vidas») comienzan a brindar sus frutos.
En el Convenio Internacional de Antropología e Historia celebrado en Bolonia en 1977, se ha demostrado la fecundidad de tales investigaciones más allá de los ejemplos africanos, franceses, ingleses (Historia oral e historia de la clase obrera) e italianos (Historia oral en un barrio obrero de Turín, Fuentes orales y trabajo campesino a propósito de un museo).
En el ámbito de la historia se desarrolla, bajo la influencia de las nuevas concepciones del tiempo histórico, una nueva forma de historiografía, la «historia de la historia», que es, en realidad, las más de las veces, el estudio de la manipulación de un fenómeno histórico por obra de la memoria colectiva, que hasta ahora sólo la historia tradicional había estudiado.
En la historiografía francesa reciente se encuentran cuatro ejemplos de ésta dignos de consideración. El fenómeno histórico sobre el que se ha ejercitado la memoria colectiva es, en dos casos, un gran personaje: el recuerdo y la leyenda de Carlomagno en el estudio de Folz [1950], una obra pionera, y el mito de Napoleón analizado por Tulard [1971]. Más próximo a las tendencias de la nueva historia, Duby renueva la historia de una batalla: ante todo ve en aquel acontecimiento la punta afilada de un iceberg, luego considera «tal batalla y la memoria por ella dejada por el antropólogo», y prosigue, «en una larga secuela de conmemoraciones, el destino de un recuerdo en el seno de un conjunto en movimiento de representaciones mentales» [1973].
Finalmente Joutard [1977] encuentra, en el interior mismo de una comunidad histórica, valiéndose de los documentos escritos del pasado y luego de los testimonios orales del presente, cómo ésta había vivido y vive su pasado, cómo ésta había constituido su memoria colectiva y cómo esta memoria le permite afrontar en una misma línea acontecimientos muy diversos de aquellos sobre los que se funda su memoria y de encontrar allí, aún hoy, su identidad. Los protestantes de las Cevenas, tras las pruebas de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, frente a la revolución de 1789, frente a la república, frente al caso Dreyfus, frente a las opciones ideológicas de hoy, reaccionan con su memoria de «camisard», fieles y móviles como toda memoria.
6. Conclusión: el valor de la memoria
La evolución de las sociedades en la segunda mitad del siglo XX esclarecerá la importancia del papel representado por la memoria colectiva. Saliendo de la órbita de la historia entendida como ciencia y como culto público -hacia arriba en cuanto depósito (móvil) de la historia, rico de archivos y de documentos/ monumentos, y al mismo tiempo hacia abajo, eco sonoro (y vivo) del trabajo histórico-, la memoria colectiva es uno de los elementos más importantes de las sociedades desarrolladas y de las sociedades en vías de desarrollo, de las clases dominantes y de las clases dominadas, todas en lucha por el poder o por la vida, por sobrevivir y por avanzar.
Más que nunca son veraces las palabras de Leroi-Gourhan: «A partir del homo sapiens la constitución de un aparato de la memoria social domina todos los problemas de la evolución» [19641965]; además, «la tradición es biológicamente indispensable a la especie humana, como el condicionamiento genético a las sociedades de insectos: la supervivencia étnica se funda sobre la rutina, - el diálogo que se establece crea el equilibrio entre rutina y progreso, donde la rutina es el símbolo del capital necesario para la supervivencia del grupo y el progreso la intervención de las innovaciones individuales por una supervivencia siempre mejor» [ibid.]. La memoria es un elemento esencial de lo que hoy se estila llamar la «identidad», individual o colectiva, cuya búsqueda es una de las actividades fundamentales de los individuos y de las sociedades de hoy, en la fiebre y en la angustia.
La memoria colectiva, sin embargo, no es sólo una conquista: es un instrumento y una mira de poder. Las sociedades en las cuales la memoria social es principalmente oral o las que están constituyéndose una memoria colectiva escrita permiten entender mejor esta lucha por el dominio del recuerdo y de la tradición, esta manipulación de la memoria.
El caso de la historiografía etrusca es quizá la ilustración de una memoria colectiva tan estrechamente ligada a una clase social dominante que la identificación de tal clase con la nación ha tenido por consecuencia la desaparición de la memoria juntamente con la de la nación: «Conocemos a los etruscos, sobre el plano literario, sólo por la mediación de los griegos y los romanos; aun asumiendo que las relaciones históricas hayan existido, no nos ha llegado ninguna de éstas. Quizá sus tradiciones históricas o parahistóricas nacionales han desaparecido junto con la aristrocracia que parece que fuese la depositaria del patrimonio moral, jurídico y religioso de su nación. Cuando esta última cesó de existir como nación autónoma, los etruscos perdieron, parece, la conciencia de su pasado, esto es, de sí mismos» [Mansuelli, 1967, págs. 139-40].
Veyne, estudiando el «evergetismo» (enriquecimiento) griego y romano, ha mostrado muy bien cómo los ricos han «sacrificado una parte de su fortuna con el propósito de dejar un recuerdo de su rol» [1973, pág. 272], y cómo, en el imperio romano, el emperador ha monopolizado el «evergetismo» y, al mismo tiempo, la memoria colectiva: «El solo hace construir todos los edificios públicos (con excepción de los monumentos elevados en su honor por el senado y por el pueblo romano)» [ ibid., pág. 688]. Y el senado a veces se vengó llevando a cabo la destrucción de esta memoria imperial.
Balandier suministra el ejemplo de los betas de Camerún, con el propósito de aclarar la manipulación de las «genealogías», cuya función es conocida en la memoria colectiva de los pueblos sin escritura: «En un estudio inédito a los betas de Camerún meridional, el escritor Mongo Beti refiere e ilustra la estrategia que coloca a los individuos ambiciosos y osados en condición de "adaptar" las genealogías con el propósito de legalizar un predominio de otro modo discutible» [1974, pág. 195].
En las sociedades desarrolladas, los nuevos archivos (archivos orales, archivos audiovisuales) no se han substraído a la vigilancia de los gobernantes, aun cuando éstos no son capaces de controlar esta memoria tan estrechamente, como en cambio logran hacerlo con nuevos Instrumentos de producción de tal memoria, tal como la radio y la televisión.
Compete, en efecto, a los profesionales científicos de la memoria, a los antropólogos, a los historiadores, a los periodistas, a los sociólogos, hacer de la lucha por la democratización de la memoria social uno de los imperativos prioritarios de su objetividad científica. Inspirándose en Ranger [1977], quien ha denunciado la subordinación de la antropología africana tradicional a las fuentes elitistas y, particularmente, a las «genealogías» manipuladas por las clases dominantes, Triulzi ha propuesto desarrollar investigaciones sobre la memoria del «hombre común» africano; ha auspiciado que, tanto en Africa como en Europa, se recurra «a los recuerdos familiares, a las historias locales, de clan, de familias, de aldeas, a los recuerdos personales..., a todo aquel vasto complejo de conocimientos no oficiales, no institucionalizados, que no se han cristalizado todavía en tradiciones formales... que representan de algún modo la conciencia colectiva de grupos enteros (familias, aldeas) o de individuos (recuerdos y experiencias personales), contraponiéndose a un conocimiento privado y monopolizado por grupos precisos en defensa de intereses constituidos»[1977, pág. 477].
La memoria, a la que atañe la historia, que a su vez la alimenta, apunta a salvar el pasado sólo para servir al presente y al futuro. Se debe actuar de modo que la memoria colectiva sirva a la liberación, y no a la servidumbre de los hombres.
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