Musil
No saltaba a la vista, pero Musil iba siempre armado, para defenderse y para atacar. Su actitud era su seguridad. Se hubiera podido pensar en una coraza, pero era más bien una concha. Lo que Musil colocaba entre sí mismo y el mundo como una neta separación no se lo había puesto encima, sino que le había crecido de dentro. Él no se permitía interjecciones. Evitaba las palabras sentimentales, todo lo que fuera complaciente le resultaba sospechoso. De igual manera que ponía límites a su alrededor, también los ponía entre todas las cosas. Desconfiaba de las mezcolanzas y confraternizaciones, de las efusiones y exaltaciones. Era un hombre hecho de un conglomerado sólido y evitaba tanto los líquidos como los gases. Conocía muy bien la física; ésta había sido para él no sólo materia de aprendizaje, sino que había pasado a integrarse en la carne y la sangre de su espíritu. Probablemente no ha habido jamás ningún otro escritor que haya sido en tan alto grado un físico y que continuase siéndolo también a lo largo de toda la obra de su vida. No participaba en conversaciones imprecisas; cuando se hallaba entre los charlatanes habituales, a los que en Viena era imposible sustraerse, se recluía dentro de su concha y enmudecía. Entre hombres de ciencia se sentía como en su casa y entonces daba una impresión de naturalidad. Suponía que uno partía de algo exacto y que se encaminaba hacia algo exacto. Sentía desprecio y odio por los caminos tortuosos. Pero en modo alguno buscaba lo simple , poseía un instinto infalible para captar las insuficiencias de lo simple y era capaz de aniquilarlo haciendo de ello un retrato minucioso. Su espíritu era demasiado rico, demasiado activo y agudo como para que lo simple le satisficiera.
Nunca, en ningún ambiente, se sentía él inferior a nadie. Y aunque, cuando se hablaba entre muchos, raras veces había pretendido disponerse al combate y destacar, tomaba cada ocasión como si allí hubiera mediado un desafío. Al combate se llegaba más tarde, años más tarde, cuando él estaba solo. No olvidaba nada. Archivaba cada confrontación, la archivaba en cada uno de sus pormenores. Y como su modo de ser lo forzaba internamente a conducir a la victoria todos y cada uno de los pormenores, eso de por sí hacía imposible que llegase a concluir una obra que debía contenerlos todos.
Evitaba los contactos indeseados. Quería permanecer dueño y señor de su cuerpo. Creo que no le gustaba dar la mano. Le hubiera venido muy bien evitar, como hacen los ingleses, el apretón de manos. Mantenía ágil y vigoroso su cuerpo y disponía de él en cada una de sus peculiaridades. También reflexionaba sobre su cuerpo más de lo que era usual entre los intelectuales de su época. Deporte e higiene eran para él la misma cosa, la distribución de su jornada quedaba determinada por ellos, vivía según sus prescripciones. En cada uno de los personajes que concebía introducía un ser humano sano, se introducía a sí mismo. En él las cosas más peregrinas contrastaban con algo que era consciente de su salud y su vitalidad. Musil, que comprendía infinitas cosas porque veía con precisión y podía pensar con mayor precisión aún, no se perdió nunca en ninguno de sus personajes. Sabía cómo salir de él, pero le gustaba posponerlo, pues se sentía muy seguro de sí mismo.
Subrayar el elemento agonal que en él había no es rebajar su talla. La actitud que adoptaba frente a los varones era una actitud de combate. No se sentía fuera de lugar en la guerra, veía en ella una confirmación personal. Fue oficial e intentó reparar, preocupándose por su gente, aquello que lo oprimía como una brutalización de la vida. Tenía una postura natural, o digamos tradicional, frente a la supervivencia y no se avergonzaba de ella. Después de la guerra esto fue sustituido por la rivalidad, por la competencia; en esto era como un griego.
Un hombre que colocó su brazo en torno a Musil —de igual modo que lo colocaba en torno a todos los que quería calmar o conquistar de esa manera— se convirtió en el más duradero de sus personajes. El hecho de que aquel hombre muriera asesinado no lo salvó. El indeseado contacto de su brazo mantuvo en vida a aquel personaje durante veinte años más.
Escuchar a Musil cuando hablaba era una experiencia de naturaleza especial. No era hombre que fanfarronease. Era demasiado él mismo como para parecer nunca un comediante. A nadie he oído decir que lo sorprendiese representando un papel. Hablaba con bastante rapidez, pero nunca se atropellaba. Múltiples pensamientos lo asediaban a la vez, pero en su habla no se le notaba: antes de exponer los pensamientos, los descomponía. En todo lo que decía reinaba un orden seductor. Mostraba desprecio por la embriaguez de la inspiración, que era en lo que principalmente destacaban los expresionistas. La inspiración era para él algo demasiado precioso como para dilapidarlo con fines de exhibicionismo. Nada le asqueaba más que el espumajear de la boca de Werfel. Musil tenía pudor y no hacía alarde de inspiración. En imágenes inesperadas, sorprendentes, dejaba de pronto espacio libre a la inspiración, pero enseguida volvía a ponerle coto mediante la limpia andadura de su prosa. Era enemigo de los desbordamientos del lenguaje y cuando se exponía a los de otra persona —lo cual sorprendía—, era para bracear resueltamente a través del río de las palabras y demostrarse a sí mismo que, hasta en las cosas más turbias, siempre se encontraba una orilla al otro lado. Le venía bien que hubiera algo que superar, pero en ningún momento traslucía su decisión de entablar combate. De repente estaba, seguro, en medio de la materia, no se le notaba la lucha, uno se hallaba embelesado por el asunto mismo; y aunque el vencedor estaba allí, ágil, pero inconmovible, ante uno, no se pensaba que él fuera el vencedor, pues el asunto mismo se había vuelto demasiado importante.
Pero éste era sólo uno de los aspectos del comportamiento de Musil en público. Con esa misma seguridad corría parejas una susceptibilidad más grande que ninguna otra conocida por mí. Para salir de sí mismo y explayarse Musil necesitaba encontrarse en un grupo en que su talla fuera reconocida. Necesitaba determinados detalles rituales, no funcionaba en cualquier parte. Había gente de la que sólo podía protegerse mediante el silencio total. Era curioso que tuviese en sí algo de tortuga; lo único que muchos conocían de él era ese caparazón. Cuando un ambiente no le gustaba no pronunciaba una palabra. Podía entrar en un local y salir al cabo de un rato sin haber dicho una sola frase. No creo que esto le resultase fácil; aunque su rostro no lo mostraba, Musil se sentía ofendido por todo el tiempo que había estado mudo. Tenía razón en no reconocer la superioridad de nadie: entre los escritores entonces tenidos por tales ninguno poseía su talla, ni en Viena, ni acaso en todo el ámbito de la lengua alemana.
Conocía su valor. Éste fue el único punto decisivo en que las dudas no lo asaltaron, ni entonces ni tampoco más tarde. Los pocos que advertían la categoría de Musil la advertían, según él, demasiado poco, ya que, para acentuar la importancia que le otorgaban, solían colocar otro u otros nombres junto al suyo. Durante los cuatro o cinco últimos años de la Austria independiente, una vez que Musil retornó de Berlín a Viena, se podía oír una trinidad de nombres que la vanguardia alzaba sobre el pavés. Musil, Joyce y Broch; o Joyce, Musil y Broch. Cuando hoy, pasados cincuenta años, reflexionamos sobre lo que allí se yuxtaponía, parece muy comprensible que a Musil no le gustase nada esa anómala trinidad. Rechazaba categóricamente el Ulises , que por aquel entonces había aparecido en alemán. Le repugnaba en lo más hondo la atomización del lenguaje; cuando llegaba a decir algo sobre esto, lo que no hacía de buena gana, calificaba de obsoleta esa atomización, pues se derivaba de una psicología asociacionista que estaba ya superada. En su época berlinesa se había relacionado con los fundadores de la psicología de la Gestalt; ésta significaba mucho para él, y probablemente Musil pensaba que con su propia obra formaba parte de ella. El nombre de Joyce le era fastidioso; lo que éste hacía no tenía nada que ver con él. Cuando le conté mi «encuentro» con Joyce en Zürich a comienzos de 1935, se impacientó. «¿Y a eso le da usted importancia?», dijo. Tuve la suerte de que dejase a un lado el tema de Joyce y no interrumpiese del todo su conversación conmigo.
Pero lo que le resultaba completamente intolerable era el nombre de Broch en la literatura. Había conocido a Broch mucho antes: como industrial, como mecenas y, más tarde, como estudiante de matemáticas en la universidad. Como escritor no lo tomaba en serio para nada. La trilogía de Broch le parecía una copia de su propio proyecto, en el que venía trabajando hacía ya decenios. El hecho de que Broch hubiese terminado ya su obra, en la que había comenzado a trabajar poco tiempo antes, lo llenaba de una grandísima desconfianza. En este asunto no tenía pelos en la lengua; de boca de Musil no llegué a oír nunca una palabra favorable sobre Broch. No puedo recordar ninguna frase concreta del primero sobre el segundo, tal vez porque me encontraba en la difícil situación de tener en gran estima a los dos. Me hubiera sido insoportable una tensión entre ellos, y no digamos una pelea. Pertenecían ambos —acerca de esto no tenía yo la menor duda— a un grupo, muy exiguo, de gente que se tomaba sumamente en serio la literatura, que no escribía para alcanzar popularidad ni una fama vulgar y corriente. Es posible que en aquella época esto fuera para mí más importante que su propia obra.
Musil tenía que experimentar una sensación muy extraña cuando oía hablar de aquella trinidad. ¡Cómo iba a creer que alguien había captado la importancia de su obra, si en la misma frase ese alguien hablaba de Joyce, que encarnaba para él el polo opuesto de sus aspiraciones! Musil, que para los lectores de la literatura corriente de aquellos años —desde Zweig hasta Werfel— no existía, estaba, incluso allí donde la gente lo alzaba sobre el pavés, en una compañía que a él le parecía equivocada.
Cuando los amigos le contaban que alguien tenía gran veneración por El hombre sin atributos y que se sentiría muy feliz si pudiera conocerlo personalmente, su primera pregunta era: «¿A qué otros escritores aprecia?».
A menudo se le ha reprochado su susceptibilidad. Yo mismo fui víctima de ella, pero me gustaría defenderla, pese a todo, y ello por una convicción muy honda. Musil se encontraba plenamente entregado a su gran empresa, que deseaba terminar. No podía barruntar que esa empresa estaba destinada a una doble infinitud, que estaba destinada no sólo a la inmortalidad, sino también a la inacababilidad. No había en toda la literatura alemana empresa comparable. Reedificar Austria mediante una novela, ¿quién habría osado intentarlo? Conocer aquel imperio, conocerlo no sólo a través de sus pueblos, sino a partir de su centro, ¡quién iba a atribuirse tal conocimiento! Aquí no me gustaría ni siquiera comenzar a hablar de las muchas otras cosas que contiene esta obra. Pero la consciencia de que él era aquella Austria periclitada, que nadie más lo era, que sólo él lo era, le otorgaba un derecho muy peculiar a su susceptibilidad, un derecho sobre el que manifiestamente nadie ha reflexionado todavía. ¿Es que acaso él iba a permitir que zarandeasen aquella materia incomparable que él era? ¿Es que iba a dejar que a aquella materia se le mezclase ninguna otra cosa y a consentir con ello que quedase enturbiada y ensuciada? La susceptibilidad respecto de la propia persona, que parece ridícula cuando se trata de Malvolio, nada tiene de ridículo cuando se trata de un mundo peculiar, de un mundo sumamente complejo, configurado de una manera muy rica, de un mundo que uno lleva dentro de sí mismo y que, antes de haber conseguido exponerlo, sólo es capaz de proteger mediante la susceptibilidad.
La susceptibilidad de Musil no era sino una defensa contra el enturbiamiento y la promiscuidad. La claridad y la transparencia de la escritura no son cualidades automáticas que perduren una vez adquiridas, sino que hay que estar adquiriéndolas siempre, constantemente. Es necesario tener la fuerza suficiente para decirse a sí mismo: esto lo quiero sólo así . Y para que así sea, tengo que ser ese hombre concreto y determinado que no permite que en él penetre nada que pueda resultar nocivo para ello. La tensión entre la riqueza enorme de un mundo ya recogido, por un lado, y, por otro, todo lo que quiere aún agregarse a ese mundo, pero debe ser necesariamente rechazado, esa tensión es gigantesca. Sólo quien lleva dentro de sí ese mundo está capacitado para decidir qué se ha de rechazar. Y los juicios posteriores emitidos por otros, particularmente por quienes no llevan dentro de sí mundo alguno, son petulantes y míseros.
Es una susceptibilidad que se opone a la errónea alimentación. Aquí es preciso decir que también un nombre ha de alimentarse continuamente para poder conducir con acierto la empresa que lo sustenta. Un nombre que está en proceso de crecimiento posee su alimentación propia, que sólo él mismo puede conocer y sobre la cual él es quien decide. Mientras una obra de tal riqueza está en proceso de nacer, el nombre susceptible es el mejor.
Más tarde, cuando ya está muerto el hombre que gracias a su susceptibilidad se ha mantenido y ha realizado su obra, más tarde, cuando el nombre yace tirado en todos los mercados, feo y abultado como un pescado maloliente, pueden llegar los fisgones y decir que ellos sabían mejor todo e inventar, con posterioridad, preceptos de un comportamiento ordenado, y denigrar la susceptibilidad tachándola de vanidad desmesurada: la obra está ahí, ellos no podrán frustrarla y, junto con su desvergüenza, se desvanecerán y desaparecerán sin dejar huella.
Mucha gente se burlaba del desvalimiento de Musil en los asuntos materiales. Broch, que conocía muy bien la talla de Musil, que no era hombre inclinado a la maledicencia y que, ciertamente, estaba lleno de piedad para con los seres humanos, Broch me dijo sobre Musil, la primera vez que le hablé de él: «Es un rey en el Imperio del Papel». Con ello quería decir que señor de personas y de cosas Musil lo era únicamente en su mesa de escribir, sobre el papel, pero que fuera de allí, en la vida, quedaba a merced —indefenso y desconcertado— de las circunstancias, y en especial de las cosas, y que dependía de la ayuda de los demás. Era sabido que Musil desconocía cómo tratar con el dinero, más aún, que le repugnaba coger dinero en su mano. No le gustaba ir solo a ninguna parte, casi siempre lo acompañaba su esposa, era ella la que en el tranvía adquiría sus billetes y la que en el café pagaba su cuenta. Musil no llevaba dinero consigo, yo nunca vi en su mano una moneda ni un billete. Se hubiera podido pensar que el dinero era incompatible con su higiene. Musil se negaba a pensar en el dinero, que lo aburría y fastidiaba. Iba bien con su modo de pensar el que su esposa le espantase el dinero como las moscas. La inflación le hizo perder lo que poseía, se encontraba en una situación difícil. Las dimensiones de la empresa a la que se había entregado se hallaban en total contradicción con los medios de que disponía para realizarla.
Cuando Musil volvió a Viena sus amigos formaron una Sociedad Musil, cuyos miembros se comprometían a aportar cada mes una determinada cantidad con el fin de que él pudiese trabajar tranquilo en El hombre sin atributos . Musil conocía la lista de los miembros y hacía que se le informase sobre si entregaban puntualmente las cantidades que les correspondían. No creo que se sintiese avergonzado por la existencia de tal sociedad. Opinaba, y con razón, que esa gente sabía lo que estaba en juego. El hecho de que se permitiese a alguien contribuir a esa obra era para este una distinción. Hubiera convenido que se hubiera apuntado más gente. Siempre tuve la sospecha de que él consideraba esa Sociedad Musil como una especie de orden. Ser aceptado en ella constituía un alto honor, y yo me preguntaba si Musil habría excluido de tal orden a sujetos mediocres. Se necesitaba un sublime desprecio del dinero para seguir trabajando, en tales circunstancias, en una obra como El hombre sin atributos . Cuando Hitler ocupó Austria aquello se terminó, ya que la mayoría de los miembros de la sociedad eran judíos.
En los últimos años de su vida, cuando residía, totalmente falto de medios, en Suiza, expió horriblemente su desprecio del dinero. Cuesta pensar en lo muy humillante que la situación llegó a ser para él; sin embargo, no desearía imaginármelo de otra manera. Su soberano desprecio del dinero —desprecio que no iba unido con ninguna inclinación a la vida ascética—, su carencia de todo talento para ganar dinero —un talento que está tan extendido y es tan vulgar que a uno le repugna emplear la palabra talento para designarlo— forman parte, así me lo parece, de la médula más íntima del espíritu de Musil. Él no daba ninguna importancia a esto, no alardeaba de adoptar una postura rebelde, no hablaba sobre este tema, era su tranquilo orgullo hacer caso omiso, para sí mismo , del dinero y, sin embargo, advertir y no dejar de tener en cuenta lo que significaba para otros.
Broch era miembro de la Sociedad Musil y entregaba con regularidad su aportación mensual. Él mismo nunca me habló de ello, me enteré por otros. El áspero rechazo de que, en cuanto escritor, le hacía víctima Musil —en una carta le acusó de haber copiado en su trilogía Los sonámbulos el plan de El hombre sin atributos — tenía que irritarlo, y bien se le puede perdonar que lo calificase, ante mí, de «rey en el Imperio del Papel». No concedo ninguna validez a esta irónica caracterización. Me gustaría rechazarla también ahora, cuando hace ya tanto tiempo que los dos han muerto. Broch, que también tuvo que sufrir mucho bajo la herencia comercial de su padre, murió en la emigración tan pobre como Musil. Broch no deseaba ser un rey y no lo fue en nada. Musil fue un rey en El hombre sin atributos .
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