BIOGRAFÍAS JORGE LUIS BORGES

Jorge Luis Borges, evocación materna, por Leonor Acevedo de Borges




Era un niño tímido, muy reservado. Adoraba a su hermana Norah y los dos juntos imaginaban un número infinito de juegos extraordinarios. Nunca se peleaban y siempre estaban juntos, aún antes de que Georgie encontrara amigos en el colegio de Suiza.

Su primer trabajo impreso fue la traducción de una novela corta de Oscar Wilde, El príncipe feliz, que hizo en Buenos Aires cuando tenía nueve años. Álvaro Melián Lafinur encontró “perfecto” ese trabajo y lo publicó en el diario El País.  El segundo texto fue una carta que escribió a uno de sus amigos, abogado en Ginebra;  éste la publicó en un diario de esa ciudad en el original francés.

Dio su primera conferencia a los 23 o 24 años; se trataba de “El idioma de los argentinos”. No la leyó, pretextando su mala vista. Rojas Silveyra tuvo que reemplazarlo, Georgie estuvo a punto de no concurrir por miedo, pero a último momento aceptó encantado para darme el gusto, como me lo dijo luego.

Muy temprano supe que iba a ser escritor. A los seis años había compuesto un cuentito en castellano antiguo, titulado El río fatal; tendría cuatro o cinco páginas. Cuando era muy niño tenía un lenguaje extraordinario. Quizá escuchaba mal. Desfiguraba por completo las palabras.

Sentía pasión por los animales, sobre todo por las bestias feroces. Cuando íbamos al Jardín Zoológico era difícil sacarlo de allí. Y yo, muy pequeña, sentía miedo por él, que era grande y fuerte. Temía que se enojara y me golpeara. Sin embargo, era muy bueno. Cuando no quería obedecer le quitaba sus libros; santo remedio.

La lectura fue de inmediato su gran pasión. Pero a él le gustaba mucho salir, a la calle o al jardín; en el jardín había una gran palmera de la cual muchas veces Georgie se acordó en sus versos llamándola “pequeño convento de los pájaros”. Bajo esta palmera, junto con su hermana inventaba juegos, sueños, proyectos, y creaban personajes con los que jugaban; era su isla.

Al principio, a Georgie no le gustaban las visitas de los amigos de mi marido; luego se habituó a ellas. Y más tarde, por ejemplo, cuando venía Evaristo Carriego, le gustaba quedarse abajo con las personas grandes para escuchar al poeta recitar sus propios versos o bien El misionero de Almafuerte. Entonces se quedaba ahí con los ojos enormes.

Al regresar de nuestro primer viaje a Europa se hizo de grandes amigos. Así, le resultó muy penoso cuando tuvimos que partir de nuevo a Londres, donde mi marido debía tratarse los ojos. Georgie estaba enamorado de una muchacha que había conocido en casa de unos amigos y a quien dedicó algunos versos de Fervor de Buenos Aires. Hubo un tiempo en que no le gustaban en absoluto los niños. Pero cuando su hermana Norah los tuvo, los quiso apasionadamente.

Yo le leo todo a Georgie desde los siete años. Y cuando escribe, me dicta. Hay algunas cosas que no me las ha leído, como el poema Los dones, tan triste, donde habla de sus ojos. Pero yo lo leí cuando estuvo impreso. “¿Cómo lo hiciste?”, le pregunté, y él me contestó: ‘Sí, se lo dicté a alguien en la biblioteca porque pensé que te causaría pena’”. En efecto, disimula todo lo relacionado con su mala vista, lo disimula mucho. Siempre está de buen humor, pero yo sé bien que en el fondo hay otra cosa…

Tengo que contarle cómo conoció a Victoria Ocampo. Fue luego de esa famosa conferencia sobre “El idioma de los argentinos” que La Prensa publicó al día siguiente; esa misma noche, Victoria le escribió una carta: “Usted supo decir lo que yo siempre he pensado de la lengua española y que no he podido decir. Lo quiero hablar”. Quedó espantado: él, un jovencito: “¿Qué voy a poder decirle a Victoria? ¡A Victoria Ocampo!”. Lo tranquilicé: “Pero ella te dice ahí de qué vas a hablarle”. La carta llegó el sábado y ella lo invitaba a Georgie a almorzar al día siguiente. Fue. Y, naturalmente, hablaron mucho. Luego Victoria vino a casa. Georgie siempre tuvo por ella al mismo tiempo que un gran afecto, mucho respeto. Georgie también es gran amigo de Silvina Ocampo y de su marido Adolfo Bioy Casares, a quien conoció antes de casarse.

Cuando era chico, dibujaba animales, boca abajo. Siempre comenzaba al revés, por las patas. Dibujaba sobre todo tigres, que eran sus animales favoritos. Luego de los tigres y de otros animales salvajes pasó a los animales prehistóricos de los que leía, durante dos años lo que era posible leer. Más tarde se apasionó por las cosas egipcias y entonces leyó todo lo que pudo hasta el momento en que se abalanzó sobre la literatura china; tiene una gran cantidad de libros sobre ese tema. En suma, le gusta todo lo que es misterioso. Así fue como escribió muchas conferencias sobre la Cábala; aun los israelitas le han preguntado cómo sabía tantas cosas sobre la Cábala. Después de eso vino la época de Dante, sobre el cual escribió mucho; creo que con ello se podría hacer un libro. Profundizó el tema enormemente  y afirma que La Divina Comedia es la obra más extraordinaria de la literatura. ¡Se la tuve que leer en italiano!

Cuando estaba en el colegio, Georgie se aplicaba a sus deberes y a sus lecciones. Pero las matemáticas le costaron. En cambio le gustaba la historia y, naturalmente, la literatura, así como la gramática y la filosofía. Solía leer con avidez los libros de esta última disciplina, y hablaba sobre ellos con su padre, dado que mi marido, aunque era abogado, seguía un curso sobre psicología inglesa en el Instituto de Lenguas Vivas. Comenzaron a hablar de filosofía cuando Georgie tenía diez años. Mi marido, que murió en 1938, estaba muy orgulloso de su hijo; también él había escrito poemas y la primera traducción española en verso del Rubayat de Omar Khayam. Trasladó a su hijo todo su interés por este dominio.

Goergie tuvo dos accidentes graves, uno de ellos cuando era niño. Se cayó del primer coche de un tranvía y las ruedas del segundo le pasaron a solo algunos centímetros de la cabeza; le cortaron algo de pelo, a los anteojos no le pasaron nada, pero se había golpeado la nariz. Tuvo otro accidente horrible, luego de lo cual comenzó a escribir cuentos fantásticos; creo que algo entonces cambió en su cerebro. En todo caso, estuvo cierto tiempo entre la vida y la muerte.

Eran vísperas de Navidad, y Georgie había ido a buscar a una invitada que debía venir a cenar. ¡Y Georgie no llegaba! Yo estaba loca, hasta el momento en que nos telefonearon de la Asistencia Pública. Mi marido y yo partimos inmediatamente. Ocurrió que, al no andar el ascensor, él había subido por la escalera muy rápido y no había visto una ventana abierta cuyo vidrio se le incrustó en la cabeza. Todavía se le ven las cicatrices. Como la herida no fue bien desinfectada, se agravó y al día siguiente tenía 40 grados de fiebre. La fiebre continuó y hubo finalmente que operarlo, en plena noche. Estuvo entre la vida y la muerte, durante dos semanas, con 40 y 42 grados de fiebre; al final de la primera me dijo: “Léeme una página”. Había delirado, veía entrar animales y monstruos por la puerta.

Le leí una página y entonces me dijo:

–Ya está.

–¿Cómo ya está?

–Sí, ya sé que no me voy a volver loco. Comprendí todo perfectamente.

Cuando volvió a casa se puso a escribir un cuento fantástico, el primero. Era en 1938, tenía 39 años. El libro que yo le había leído en la clínica era las Crónicas marcianas de Bradbury (que él prologó más tarde). Y luego, solo, escribió cuentos fantásticos que me dan un poco de miedo porque no los comprendo muy bien. Un día le dije: ¿Por qué no escribes las mismas cosas de antes?”  Me contestó: “Dejá, dejá”. Y tenía razón.

Leonor Acevedo de Borges

Buenos Aires, 1964
Fuente: Diario La Opinión Cultural, domingo 15 de septiembre de 1974, pág. 3.

Fuente: El Historiador


Borges y su amigo Grillo


Hotel La Delicia - Adrogué

Borges y Grillo se conocieron en La Delicia, en 1948, y desde ese momento compartieron comidas, literatura y amistad. En poder de Della Paolera quedan testimonios y anécdotas difíciles de valorar. Desde su pequeño departamento poblado de libros, Félix della Paolera hace referencia a Borges como si se tratara de un amigo. Realmente fue así. Se conocieron en 1948, en el Hotel La Delicia, de Adrogué, y desde entonces permanecieron en contacto. Todos los sábados almorzaban juntos y conversaban sobre asuntos que tenían que ver con la literatura, una pasión compartida por ambos.

Los temas de estricta actualidad pasaban casi inadvertidos. Más que de los políticos de turno, hablaban sobre escritos y escritores, en una charla que para muchos sonaría erudita, pero que para ellos formaba parte de la vida cotidiana. Así lo expresa el libro Borges: develaciones. "Quienes fueron sus amigos pueden atestiguar la ínfima curiosidad que a Borges le provocaban los hechos cotidianos, la actualidad. Me gusta tanto la lectura que mis recuerdos más antiguos son menos de cosas vividas que de cosas leídas, dijo Borges en 1960."

"No hay una vida de Borges ajena a su literatura -afirma Félix-. De ahí que inapelablemente hubiera rehusado redactar sus memorias, las que -solía decirlo- eran innecesarias o estaban implícitas en sus cuentos y poemas." Por esto es que deliberadamente quiso apartarse de comentarios en los que la vida personal del escritor estuviese implícita.

A della Paolera le dicen Grillo porque de chico en lugar de dormir jugaba y cantaba. Todavía hoy duerme poco, y dedica esas horas de silencio y tranquilidad a la lectura.


Cuando conoció al escritor, éste ya tenía los ojos nublados. Leía a una distancia muy corta del libro, hasta que finalmente dejó de ver a los 55 años. Para escribir, dictaba, generalmente a su madre. Después, se dedicó a la poesía porque era más fácil de memorizar que la prosa. Y si se le ocurría algo caminando por la calle, por ejemplo, podía recordarlo exactamente para que después alguien tomase nota.

Después de que Borges perdió la vista, Félix iba a su casa después del almuerzo. "Me pedía que le leyera alguna cosa, como cuentos en inglés", dice.

El primer título de doctor honoris causa dado a Borges, en la Universidad de Cuyo, fue gestionado por Grillo. "En 1956, un grupo de izquierda, con el argumento de que Borges no tenía un título universitario, quiso que le sacasen la cátedra de literatura inglesa. Yo conocía al decano de la Facultad de Filosofía, y le conté el caso. Lo nombraron entonces doctor honoris causa de la Universidad, y quedó habilitado para enseñar donde quisiera."

Varias veces Borges dio charlas a los alumnos del taller literario que Félix tiene desde hace 20 años, y que todavía dirige. En su casa, conserva las grabaciones en los viejos cassettes, grabados de manera informal, por lo que la voz de Borges resulta a veces imperceptible. Pero en el momento en que el sonido mejora, el invitado, de muy buena gana, no elude ninguna pregunta, y da respuestas sorprendentes que muchas veces provocan carcajadas de la concurrencia.

-¿Usted ha probado marihuana alguna vez? -le pregunta un alumno.

-Sí -contesta Borges- y fracasé. Y cocaína también, dos veces, y también fracasé. No sentí nada. Entonces volví a las pastillas de menta. Pero claro, he fracasado con tantas cosas... Como con el Fausto, de Goethe, que me derrotó totalmente.

-¿En qué parte del mundo se sintió más cómodo -pregunta otro alumno.

-En Suiza -contesta-, porque nadie me conoce.

-Si tuviera un enemigo, ¿qué le diría?

-Le diría que tiene razón.

-¿A quién le gustaría conocer?

-A Greta Garbo.

"Tenía un gran sentido del humor y nunca esquivaba una pregunta, aunque no tuviera nada que ver con la literatura. No era para nada solemne", dice Félix. Y se escucha desde la grabación una anécdota relatada por el mismo Borges. "Cuando Goethe conoció al poeta Heine, tenía una gran expectativa en lo que iba a decirle en ese primer encuentro. Finalmente, Heine le dijo a Goethe: Me parece que las cerezas de Sajonia son muy buenas. Sí -contestó Goethe-, son muy buenas. Ese fue el diálogo inicial entre dos titanes de la literatura", concluye Borges, dando a entender que detrás de un genio hay un hombre o una mujer que también habla de trivialidades.


El propósito del libro Borges: develaciones es descubrir, a través de los recuerdos personales de Félix, aspectos literarios en la obra de Borges que sólo alguien muy cercano, a través de varios años de amistad, pudo conocer.

"La gente cree que Borges inventaba todo, pero muchas personas y lugares eran reales. El modificaba un poquito la realidad. Se macanea tanto sobre Borges que he querido hacer algo de mucha precisión, destruyedo hipótesis falsas y documentando todo", dice.

El texto del libro -editado por la Fundación Eduardo Costantini- está en primera persona. Son los recuerdos de Grillo de lo que fueron sus encuentros con Borges. Se desprenden comentarios que echan luz sobre sus escritos y prueban que no todo en el mundo de Borges eran ficciones.

Por ejemplo: "Vivía en Adrogué un peluquero, Faustino Cammarota, modelo de don Isidro Parodi, el protagonista del libro que junto a Bioy escribieron. Ambos, el real y el ficticio, cebaban, en un jarrito enlozado celeste, el mate".

En principio, el libro iba a contar con la participación del mismo Borges. En 1980, el escritor, la fotógrafa Julie Méndez Ezcurra y Félix della Paolera se reunieron en Adrogué con el fin de comenzar este proyecto en común. Se trataba de un libro en el que Borges aparecería fotografiado en algunos lugares citados por él mismo en cuentos y poemas.

Este primer proyecto quedó trunco, ya que murieron Méndez Ezcurra y el mismo Borges, pero el archivo fotográfico quedó en manos del fotógrafo Facundo de Zuviría, y juntos, con Félix, retomaron la iniciativa de registrar los lugares reales dentro de los laberintos borgeanos.

"Al retomar la tarea interrumpida, y al no poder contar ya con la presencia de Borges en imagen, decidimos incluir parajes de Buenos Aires y de otras ciudades mencionadas en su poesía y en su narrativa, para relacionar así los textos con su encuadre fisonómico real", dice della Paolera en el pretexto de este libro, que cuenta con un prólogo de María Kodama.

Adrogué también es protagonista de esta historia.

"Adrogué fue el escenario de algunas de sus mejores ficciones y de ciertos personajes que el lector puede suponer imaginarios, pero que en realidad existieron", escribe della Paolera.

Y se ve una foto del escritor al lado de una escultura conmemorativa, emplazada donde estuvo el Hotel La Delicia, que aparece citado en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, y también en La muerte y la brújula (en este cuento se llamaba Quinta de Triste-le-Roy).

"Adrogué, a principios de siglo, fue un lugar de veraneo de moda, donde solían descansar personalidades de la época. Borges iba mucho, incluso vivió un año en el Hotel La Delicia -dice Grillo-. El cariño de Borges hacia Adrogué, mencionado en sus cuentos, poesía y ensayos, lo llevaba a hacerle bromas a Victoria Ocampo, devota de San Isidro, diciéndole que los hechos importantes ocurrían en el Sur", escribe en su libro.

"El Hotel La Delicia era una enorme quinta de más de una cuadra, llena de eucaliptos y de pinos. Creo que tengo una foto de un álbum viejo que conseguí -dice, y acto seguido trae una fotocopia de un viejo libro en donde se ve el edificio-. Era un hotel típicamente belle époque, demolido vaya a saber por qué, vaya a saber por quién. En la Argentina es así. ¡Han demolido tantas cosas!", comenta.

Pero antes de que se demoliera, una tarde de marzo de 1948 él y Borges se instalaron en la galería para tomar un poco de aire. "Lo había conocido esa mañana. En ese entonces, todavía no era famoso. Nos quedamos charlando hasta el amanecer, cuando apareció un huésped permanente que se llamaba Mr. William Foy. Las coincidencias con Herbert Ashe, el personaje de Tlön, Uqbar... eran demasiadas: tanto Ashe como Foy vivían en el hotel de Adrogué, eran ingenieros del ferrocarril y, como escribió Borges de Ashe, "padecía de irrealidad como tantos ingleses". Allí estaba la persona que había dado lugar al personaje.

Fue Grillo el que le contó a Borges la historia de los hermanos Iberra, que vivían en Turdera, cerca de Adrogué, y eran tenidos por matones. Los Iberra fueron citados en varios cuentos y poesías, y Grillo y Borges visitaron su rancho en 1964 y 1980.

¿Por qué le gustaban a Borges las historias de malevos? "Borges pertenecía a una familia de antepasados militares. El, en cambio, era un hombre no violento, dedicado a la literatura. Pero sentía cierta nostalgia por la acción de sus antepasados."

Otro recurso que Borges solía utilizar era modificar levemente los nombres de los personajes y de los lugares. En Milonga para Jacinto Chiclana, reemplazó el nombre real, Florencio Chiclana, por Jacinto, que también tiene connotación floral.

En el cuento El Sur, publicado en 1956, su único protagonista, Juan Dahlmann, sufre un accidente igual al padecido por Borges el 24 de diciembre de 1938 al golpearse la frente contra el marco de una ventana abierta mientras subía rápidamente por la escalera. También afecta a Dahlmann la grave infección que él sufrió y su lenta convalecencia. El infortunio de su personaje ocurrió a fin de febrero de 1939, sólo dos meses después de la fecha verdadera.

Otras pistas no son tan explícitas. Hay una irónica referencia a sus propios hábitos de escritura en una nota a pie de página de Pierre Menard, autor del Quijote. Allí dice: "Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto".

"A quienes han tenido en sus manos el original o la fotocopia de algún manuscrito de Borges no se les escapará que solía escribir con tinta negra en cuadernos cuadriculados Lanceros Argentinos, que sus tachaduras eran tan densas que impedían reconocer las palabras testadas y que su caligrafía resultaba casi microscópica", escribe Grillo.

El libro hace referencia a ciertas repeticiones borgeanas, que eran premeditadas. "Borges tenía muy buena memoria. No repetía por casualidad. No es que se copiase a sí mismo, sino que una vez que se ha encontrado una forma acertada de decir las cosas, para qué innovar", explica Félix. Por ejemplo, el hecho de que varios de sus personajes mueren por la rotura de un aneurisma. "Quizás -afirma- se debe a la calidad sonora de la palabra aneurisma, más agradable al oído que cáncer."

Según della Paolera, Borges no dejó herederos. "Sus invenciones resultan intransferibles, dado que se sustentan en una vida concentrada en explorar las posibilidades y los límites de la palabra, y, por lo tanto, demandarían a cualquier seguidor una vocación y una pasión análogas a las suyas; es decir, alguien que con igual intensidad se interesara a la vez por la linguística, las etimologías, la metafísica, la teología, los mitos, la literatura comparada, las enciclopedias, las lenguas arcaicas. No es fácil encontrar esos discípulos."

Pero lo que ha proliferado son los libros sobre su vida y obra. "Borges agradecía esas interpretaciones sobre su obra. Y decía, con ironía, que lo enriquecían, porque le atribuían intenciones que no había tenido", explica.

"Creo que el enmascaramiento parcial de personajes y lugares en nada impide el goce de sus ficciones para el lector que no pueda advertir esos juegos, aunque también otorgue un placer adicional a quien sea capaz de reconocerlos", concluye Grillo y ofrece, a modo de regalo de cumpleaños, estas develaciones recién salidas de la imprenta.

Estas son algunas citas de Borges; develaciones que, justamente, quitan el velo de solemnidad que muchas veces se le endilga al escritor.

-A Borges le gustaba fluctuar entre el ocultamiento y el desocultamiento; distorsionaba parcialmente los hechos, desfiguraba ciertos trazos, pero nunca el dibujo íntegro, escondía la identidad sin omitir algún indicio que permitiera reconstruirla.

-Cuando se le requería una opinión sobre el Papa, podía contestar en el acto: "Es un funcionario que no me interesa" y frustrar así no sólo la intención de arrancarle un juicio ético, sino de remarcar también el carácter burocrático de la institución eclesiástica (nombramientos, ascensos, traslados...), tan ajeno al debate metafísico y teológico que sí le interesaba.

-En una ocasión, trataron de que diera su parecer, sin duda harto conocido, sobre la figura de Perón. Antes de que el cronista terminara de hablar, Borges comentó: "Nunca me han importando los millonarios", desbaratando de ese modo el designio ideológico de la pregunta.

-Interrogado sobre la censura, velozmente respondió que muchas veces ha servido para estimular la metáfora y agregó el ejemplo de libros que pudieron soslayar la vigilancia de los censores mediante el cambio de nombres o la apelación al simbolismo.

Fuente :
La Nación-Revista
Paula Urien Aldao
Domingo 22 de agosto de 1999

Para entender a Borges


Christopher Domínguez Michael
(Fragmento)

Es sorprendente leer en la Historia de la literatura hispanoamericana (1961), de Enrique Anderson Imbert, libro que todavía se reimprime, que Jorge Luis Borges, según el profesor argentino, “consciente de su originalidad, renunció a ser popular, hizo una literatura que ignora al lector común”. El juicio de Anderson Imbert resultó, como ya preveerá el propio lector, falso y por varios motivos. Si Borges, para empezar, hubiera renunciado “a ser popular” escribiendo los cuentos y los ensayos que escribía, el tiro le habría salido por la culata. A partir de 1960, cuando le dieron el Premio Internacional de Literatura Formentor, que compartió con el dramaturgo irlandés Samuel Beckett, sus libros inundaron el mundo, demandados precisamente por ese “lector común” al que cortejaron otros autores actualmente desprovistos del carisma póstumo de Borges. Pienso en Anatole France o Ernest Heming­way, por ejemplo, clásicos expulsados del canon como hay santos bajados del altar.
Y si por “lector común” entendemos al que Virginia Woolf definía como tal y que Anderson Imbert probablemente no despreciaba, es decir, a la mujer o al hombre presumiblemente jóvenes, que sin ser necesariamente escritores, profesores o críticos, leen por placer y con perplejidad, ten­dremos que durante la segunda mitad del siglo XX esos lectores le dieron a Borges una fama y fortuna que él mismo nunca habría sospechado.
La obra de Borges se convirtió para el lector común en un equivalente de esa Enciclopedia Británica que Georgie, como le llamaron sus familares y amigos durante toda su vida, no se cansaba de “fatigar” en la biblioteca de su padre. Es una enciclopedia, la de Borges, en la que caben muchas de las maravillas de la literatura antigua y moderna. Ernesto Sabato, un escritor contemporáneo suyo con el que él no se llevó nunca muy bien, hizo una enumeración caótica —una manera de expresar la variedad del cosmos que el propio Borges practicaba— de lo que podía encontrarse en su obra: “manus­critos de heresiarcas, naipes de truco, Quevedo y Stevenson, letras de tango, demostraciones matemáticas, Lewis Carroll, aporías eleáticas, Franz Kafka, laberintos cretenses, arrabales porteños, Stuart Mill, De Quincey y guapos de chambergo requintado”.
“La mezcla”, continúa Sabato, “es aparente: son siempre las mismas ocupaciones metafísicas, con diferente ropaje: un partido de truco pue­de ser la inmortalidad, una biblioteca puede ser el eterno retorno, un compadrito de Fray Bentos justifica a Hume. A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o el falso Basílides.”
¿Cómo abordar la obra de Borges sin confundirse? Hay que seguir el orden, un tanto desordenado, que él le dio a su propia obra, ir de libro en libro, usando sólo como material de consulta las diferentes ediciones de sus obras completas, que él mismo recopiló sin preocuparse porque fueran realmente completas y que sus herederos no han terminado de recoger y no han organizado de manera convincente. Tampoco conviene leer separada, en la medida de lo posible, su poesía de su prosa, pues algunos de sus libros (como El hacedor, Historia de la noche, Los conjurados) son misceláneas perfectas de cuentos y poemas mientras que la clasificación comercial anglosajona de ficción y no-ficción es la primera que se torna inútil frente a Borges, au­tor de falsas reseñas y relatos que parecen ensayos. Y de cuentos que él prefería llamar ficciones.
La cronología se debe seguir sólo relativamente: Borges mismo des­creía de la historia de la literatura. A grandes rasgos, podemos clasificar su obra en las siguientes regiones:

1. La poesía de juventud. Aparece corregida por el propio Borges lo mismo en sus Obras completas que en su Obra poética en tres tomos: Fer­vor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Mar­tín (1929).

2. Los ensayos de juventud. Borges prohibió la reedición de los tres pri­meros durante su vida: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1929). Evaristo Carriego (1930), bio­grafía fragmentaria de un poeta popular, fue la primera obra en prosa de la que no se arrepintió.

3. Los ensayos, relatos y poemas de madurez: Historia universal de la infamia (1935), Historia de la eternidad (1936), Ficciones (1944), El Aleph (1949), Otras inquisiciones (1952) y El hacedor (1960), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la sombra (1969), El otro, el mismo (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) y La moneda de hierro (1976).

4. Los relatos, poemas y ensayos de los últimos años: El informe de Brodie (1970), El libro de arena (1975), Prólogo con un prólogo de prólogos (1975), Historia de la noche (1977), Siete noches (1977), La cifra (1981), Nueve ensayos dantescos (1982), La memoria de Shakespeare (1983), Vein­ticinco de agosto 1983 y otros cuentos (1983) y Los conjurados (1985).

5. Obra crítica recuperada. Es una parte importantísima del conjunto, que empezó a publicarse con Textos cautivos (Ensayos y reseñas en El Hogar, 1936-1939), siguió con Borges en Sur, 1931-1980 (1997) y con tres tomos de Textos recobrados, aparecidos en 1997, 2001 y 2003. Estos tomos, además de incluir toda clase de materiales inéditos o poco conocidos, lo mismo que correspondencia de juventud, iluminan a Borges como reseñista y editor literario.

6. Los prólogos escritos por Borges para las bibliotecas de autor que se hicieron en su honor: Prólogos con un prólogo de prólogos de 1975, Bi­blioteca personal de 1988 y Prólogos de la Biblioteca de Babel, de 2001.

7. La obra de Borges en colaboración es amplia y está reunida en un solo tomo (no del todo completo): Obras completas en colaboración (1991). De este gran cuerpo se agruparían aparte los cuentos, las crónicas y una no­vela (Un modelo para la muerte, 1946) que Borges escribió con Adolfo Bioy Casares, usando los seudónimos comunes de H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Dos fantasías memo­rables (1946), Los orilleros. El paraíso de los creyentes (dos obras de teatro, 1955), Crónicas de Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de Bustos Do­mecq (1977).

8. En colaboración con sus amigas, pues para Borges las mujeres fue­ron esenciales en su vida de escritor, escribió varios títulos, que atañen generalmente a temas de divulgación en los cuales se encuentran ideas literarias y opiniones decisivas del escritor: Antiguas literaturas germánicas (con Delia Ingenieros, 1951), El Martín Fierro (1953) y Manual de zoología fantástica (con Margarita Guerrero y a partir de la edición de 1967 titulado El libro de los seres imaginarios), Leopoldo Lugones (con Betina Edelberg, 1953), La her­mana de Eloísa (con Luisa Mercedes Levinson, 1955), Introducción a la lite­ratura inglesa y Literaturas germánicas medievales (con María Esther Vázquez, 1965 y 1966), Introducción a la literatura norteamericana (con Esther Zem­borain de Torres, 1967), Qué es el budismo (con Alicia Jurado, 1976), Breve antología anglosajona y Atlas (con María Kodama, 1976 y 1984).

9. Además de “Two English Poems” publicados en El otro, el mismo, de una importancia emblemática, Borges escribió en inglés una única Auto­biografía (1970 y traducida al español en 1999) y dictó sus conferencias en Harvard (traducidas como Arte poética, 2000), ambos volúmenes de gran importancia.

10. Hay finalmente algo que podría llamarse el “universo expandido” de Borges, que va desde su propio Borges oral (1979) hasta sus abundantes conversaciones recogidas por interlocutores suyos como Antonio Carrizo (Bor­ges el memorioso, 1981), Fernando Mateo (El otro Borges: entrevistas 1960-1986), Victoria Ocampo (Diálogos con Borges, 1969), Fernando Sorrentino (Siete conversaciones con Borges, 1973), Ma­ría Esther Vázquez, (Borges: imá­genes, memo­rias, diálogos, 1977, y Borges: sus días y su tiempo, 1984) y Oswaldo Ferrari (En diálogo, I y II, 2005), para hablar solamente de lo pu­blicado originalmente en español. Al universo expandido pertenecen, además, los poemas y cuentos de atribución dudosa y las parodias que circulan por la red.

11. El monumental Borges (2006), de Bioy Casares, también puede ser considerado obra de Borges, en la medida en que re­gistra, transcritas por su amigo, medio siglo de conversaciones sobre todo lo humano y lo divino, es decir, sobre lo literario. En este libro indispensable y polémico (polémico porque no que­da explícito cómo lo recopiló Bioy Casares y qué grado de colaboración le ofreció Borges) quien habla, esencialmente, es Borges y lo ha­ce en toda libertad, desde la privanza y la in­timidad. Quien tenga una imagen piadosa de Borges quizá debe de abstenerse de leer este voluminoso diario.

Hablemos del joven Borges y sus poemas sin olvidar que, en sus pri­meros años, fue lo que se esperaba que fuera, al menos en su apariencia, un joven escritor en las primeras décadas del siglo pasado: vanguardista, provocador, gregario, ávido de construirse una identidad ejerciendo la distancia activa con la tradición, organizando cenáculos ardientes y revistas efímeras, observador entusiasta de los experimentos sociales. En una “Invocación a James Joyce”, poema aparecido en Elogio de la sombra (1969), recordará aquellos tiempos: “Fuimos el imaginismo, el cubismo, / los conventículos y sectas / que las crédulas universidades veneran.” “Ceniza”, concluye Borges, “la labor de nuestras manos/ y un fuego ardiente nuestra fe.”
Como la figura principal del ultraísmo hispanoamericano —jefatura que le fue reconocida de inmediato—, Borges creyó, durante esos pocos años o meses que en la juventud son decisivos, que la poesía debía concentrarse en lo esencial, la metáfora. Como ultraísta Borges tuvo, además, la suerte de ser discípulo de Rafael Cansinos-Asséns, un escritor español orgullosísimo de su origen judío, traductor de Las mil y una noches y de las obras comple­tas de Goethe, de Balzac y de Dickens. También en el movimiento ultraísta conoció al español Guillermo de Torre, historiador de la vanguardia y esposo, desde 1928, de la pintora Norah Borges, hermana menor de Jorge Luis. Y por uno de sus juegos de espejos propios de la vida literaria, de la tertulia rival a la de Cansinos-Asséns, Borges recibió la influencia del genial Ramón Gómez de la Serna, que sería de los primeros en reconocer su talento y escribir sobre él. El extrovertido RAMÓN —así nada más se le conocía en ambas orillas del Atlántico— le enseñó al tímido Borges las maneras que, aprovecharía casi medio siglo después, del gran escritor internacional, a la vez nuevo y tradicional. La lección de Cansinos-Asséns sería más profunda y quizá más perdurable: a Borges, que en su día fue nacionalista, le enseñó el orgu­llo de ser extranjero en su tierra. Al olvidado Cansinos-Asséns, Borges lo alcanzó a visitar, en Madrid, en 1963. A Gómez de la Serna, muerto ese mis­mo año en Buenos Aires, Borges le alcanzó a dar una última entrevista.
Una vez que volvió definitivamente a la Argentina en 1923, Borges publicó, uno tras otro, sus tres primeros libros de poemas: Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, el resultado del amor loco que le despertó Buenos Aires, su ciudad natal que conocía poco. Fue Néstor Ibarra, su primer traductor al francés tenido también por haber sido su primer discípulo, quien dijo que Borges dejó de ser ultraísta tan pronto es­cribió su primer poema ultraísta. Más allá de las imágenes y los tropos de la vanguardia, aquellos primeros poemas no sólo son con frecuencia excelentes sino son una lectura cuya hondura sentimental —y no pocas veces hasta ingenua—sorprenderá a quien espera toparse con el escritor frío y ce­rebral pintado por quienes, con mala fe o un conocimiento precario de su obra, lo caricaturizaron.
Borges sabía mucho de sí mismo —no todos los escritores lo saben y si lo saben no lo dicen con propiedad— y definió así, en su Autobiografía, la esencia de Fervor de Buenos Aires: “El libro era esencialmente romántico, aunque fue escrito en un estilo escueto y abundaba en metáforas lacónicas. Celebraba los atardeceres, los sitios solitarios, los rincones desconocidos; se aventuraba hasta la metafísica de Berkeley y hasta la historia familiar; regis­traba primeros amores.”
Paseándose por Buenos Aires, Borges se identifica con Walt Whitman, el gran poeta de los Estados Unidos que había descubierto en alguna página de las revistas alemanas de poesía durante los años de Ginebra. Como Whitman, va creando Borges una geografía imaginaria que a veces coincidirá —en su largo trecho de poeta— con los viejos barrios de su ciudad natal y, en otras, con el mapa inverosímil de las civilizaciones antiguas. Borges es fantástico cuando quiere ser realista y su realismo es muchas veces fantástico. En el joven poeta fascinado por el atardecer ya aparecen —según veo en mis notas al margen de sus primeros poemas— obsesiones que lo acompañarán hasta su último libro de poemas, La cifra, publicado antes de su muerte, como aquello de que lo que le ocurre a un hombre le ocurre a todos. Borges confiesa haberse atormentado con Dostoievski, como tantos jóvenes lectores. Pero nunca creyó culpables —como el novelista ruso— a todos los hombres de algún pecado original.
Ni en Madrid ni en Buenos Aires les interesaban mayor cosa a los ul­traís­tas “los ferrocarriles, los motores, los aeroplanos o los ventiladores eléctricos”, lo cual libró a Borges de los amaneramientos más toscos de la vanguardia e hizo que naciera, en él, de manera natural, un poeta en el más amplio sentido de la palabra, es decir, no sólo quien escribe verso —medido o libre— sino quien resguarda la totalidad del lenguaje y es, como esperaban los griegos que lo fuera el poeta, el contador de historias. A través de los cuentos y los ensayos, Borges continúo una misión poética nombrando antiguas cosas —una flor que viene de la tierra de los sueños, una espada aparecida en la Odisea— con el mismo deslumbramiento con que había descubierto Buenos Aires tras sus años de infancia, adolescencia y juventud en Europa.
Durante varios años de su vida Borges dejó de escribir relatos, pero nunca abandonó la poesía. En 1955 los oftalmólogos le prohibieron leer y escribir dada la gravedad que tomaba su ceguera. Borges aprendió entonces a memorizar sus textos y a dictarlos. Como es más fácil memorizar y dictar un poema rimado, le dio preferencia a las formas tradicionales, como los sonetos y las décimas. Era una cortesía para su madre, doña Leonor, que fue su amanuense como para los amigos y las amigas que lo ayudaban. Pero aun en la vanguardia, Borges fue un poeta de temperamento tradicional, lo cual, dado el amor del siglo XX por sí mismo, por su vanidosa modernidad y sus “inocentes novedades ruidosas”, provoca que a veces no se le mencione entre los cuatro o cinco gran­des poetas hispanoamericanos donde yo creo que tiene un lugar.
Si Borges fue tolerante con sus poemas de juventud y con el joven poeta que los escribió, reuniéndose con él a través de conmovidos encuentros imaginarios, en cuentos y poemas, fue inclemente con esos tres prime­ros libros de ensayos —Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928)— cuya reedición no autorizó jamás. No fue sino hasta después de su muerte que María Kodama, su viu­da, los hizo publicar. Aparecerán, se anuncia, en el tomo pendiente, el quinto, de sus Obras completas.
Borges rechazaba esos ensayos, capitales para comprender el sentido de su obra de madurez por razones ante las cuales no sé si el lector pueda ser benevolente. A los 25 años padecía, según confesó después, del mal de “querer ser argentino” y atiborró, en consecuencia, ese par de libros de localismos, ansioso también de ser una suerte de escritor barroco, como sus admirados Thomas Browne, el inglés, y Diego de Torres de Villarroel, el español. Aunque la estructura de la frase ensayística es ya la suya, aparece todavía hinchada y a veces hasta descompuesta, como si fermentara. Fue el ensayista Alfonso Reyes, entonces embajador de México en la Argentina, quien le aconsejó a Borges —consejo por el cual le manifestaba pública gratitud— cómo podar esa vegetación. Pero ese argentinismo barroco sólo era el síntoma de un mal mayor, que llamado criollismo o regionalismo era la variante que a Borges le tocó padecer del nacionalismo que se generalizó en el mundo durante los años treinta, enfermedad que le avergonzaba haber sufrido.
En “El escritor argentino y la tradición”, conferencia incluida en Dis­cusión, Borges ajustó cuentas con el asunto, con un ingenio firme que a otro espíritu menos severo le hubiera bastado para perdonarse sus errores de juventud. Conviene recordar a Borges —y así lo presenta Sergio Pastormelo en Borges crítico (2007)— como el más peleonero de los escritores argentinos, un polemista consuetudinario que se aviene poco a la imagen, difundida durante sus gloriosos años finales de peregrinaje, del sabio y ocurrente gurú.
Dijo en aquella conferencia que la hipótesis en la que se basaba el nacionalismo literario argentino tenía un origen falso: creer que la literatura gauchesca y, sobre todo, el Martín Fierro (1872), de José Hernández, su libro capital, contaban la epopeya del pueblo argentino. Los voceros de esta tesis eran el venerado poeta Leopoldo Lugones, con cuya obra Borges sostuvo una relación muy ambigüa, y Ricardo Rojas, el aparatoso historiador de la literatura argentina.
No, decía Borges, la literatura gauchesca es obra de refinados intelectua­les nacionalistas; los héroes de la pampa retratados por Hernández, o por Ricardo Güiraldes en Don Segundo Sombra (1926), hablan a través de literatos que, como lo había hecho el propio Borges, se nutren de diccionarios de argentinismos. Los poetas populares, agrega, nunca son deliberadamen­te populares. No en balde dice Alan Pauls, interpretando a Borges, que los nacionalistas son los verdaderos turistas que recorren sus patrias en busca de lo exótico y de lo pintoresco. En la Argentina de aquella época se batían los nacionalistas contra los cosmopolitas, como en México, donde el crítico Jor­ge Cuesta libró una batalla similar. En “El escritor argentino y la tradición”, Borges concluía recordando a los escritores irlandeses a quienes les basta sentirse irlandeses para diferenciarse de los ingleses: “Creo que los argentinos, como los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.”
El nacionalismo se le pasó a Borges y se convirtió en una de las doctri­nas que abominaba. Y a la distancia, en aquellos libros condenados, se pue­den encontrar ensayos esenciales sobre Norah Lange (escritora argentina de origen noruego que fue uno de sus grandes amores), sobre el filósofo Berkeley y sobre su maestro Cansinos-Asséns. Tiene mucha importancia, a su vez, el orgullo por sus ancestros, explícito en El tamaño de mi esperanza y cultivado en él por su madre. Estela Canto, en Borges a contraluz (1993), se burla un poco de doña Leonor, orgullosa del linaje familiar que incluía a personajes históricos de segundo orden, situación que, dado el reducido número de viejos criollos que poblaron el Río de la Plata, era bastante común. Impor­ta, y mucho, que Borges escribiera en honor de su linaje algunos de sus poemas más bellos, no exentos de polémica, dada la admiración que sentía por la parada y el porte militares, afición que el siglo XX y sus guerras han tornado de dudoso gusto. El mismo Borges, en sus últimos años confrontado a la devastación dejada por la dictadura impuesta en la Argentina entre 1976 y 1983, diluyó un tanto ese orgullo y vindicó el pacífico anarquismo conserva­dor de don Jorge Borges, su padre.
Es cosa de leer, en ese tono épico y legendario, poemas de los que Borges se sentía particularmente orgulloso, como “Rosas” (en Fervor de Buenos Aires), “El general Quiroga va en coche a la muerte” (en Luna de enfrente), “Isidoro Acevedo” (en Cuaderno San Martín), como antecedentes del muy famoso “Poema conjetural” (en El otro, el mismo), que expresa lo que el doctor Francisco Laprida, asesinado el 22 de septiembre de 1829, piensa antes de morir. Ése era el museo familiar de Borges, como dice Rodríguez Monegal.
Evaristo Carriego (1929) fue siempre reconocido como un “hijo legítimo” por Borges. Carriego, un poeta popular vecino de la familia Borges y amigo de su padre, le ofrecía a Borges un motivo insólito para ensayar en la confluencia entre temas diversos que, según Pauls, son la biografía fallida, el ejercicio de historia o de antropología urbana, “manualcito de crítica literaria”, ficción que vacila, colección de cuadros de costumbres. Yo desta­caría de Evaristo Carriego la biografía imaginaria, más que fallida y el culto, tan borgesiano, por el poeta menor, por el escritor cuyo fracaso sólo anuncia el nuestro, el mal poeta que solamente se le adelanta al ge­nio en llegar pri­mero al olvido. De ese culto destacan poemas de Borges como “A un poeta me­nor de la antología” (en El otro, el mismo), “A un poeta menor de 1899” (del libro anterior, también). Borges “se inventa” a Ca­rriego como después se inventará a Kafka, el escritor más influ­yen­te del siglo XX, y esa igualdad con la que trata a uno y otro se­rá muy convincente. Tomando una idea crítica del poeta T.S. Eliot, dirá Borges, en “Kafka y sus precursores”, que “cada escritor crea a sus precursores. Su la­bor modifica nuestra concepción del pasado como ha de modifi­car el futuro.” (Otras inquisicio­nes, 1952)
En Discusión Borges remata el tema del nacionalismo y de la literatura gauchesca, argumenta su admiración poética por Whitman, se interesa por la Cábala y en un ensayo muy leído, “La postulación de la realidad”, toma posición ante la querella de los clásicos y de los románticos, entre la narra­ción de lo nuevo y la invención circunstancial, querella entre la literatura explicada como fijeza y la literatura vivida como fiebre, batalla del orden contra la alucinación. El romántico quiere expresarse; los clásicos quieren que las imágenes sean del bien público. En Edgar Allan Poe —tras una búsqueda de varios años— habría de encontrar Borges a esa figura paradójica que superaba el conflicto atávico entre clásicos y románticos, al transferir —como indica Pastormelo— los privilegios del autor al lector, disociando, a su vez, a la poesía del sentimiento poético. Contradictorio, Poe no fue exactamente un teórico de la li­teratura —como tampoco lo fue Borges— sino un escritor creyente en valores propios de las religiones del romanticismo (Dios, el más allá, el alma inmortal, la belleza platónica) al mismo tiempo que explicaba (a la vez neoclásico y moderno) que la poesía podía deducirse “solamente”, en la práctica, de una serie de procedimientos. En Borges mismo puede observarse esa tensión: no es el mismo, argumenta Pastormelo, el autor escéptico de los años treinta que denuncia las supersticiones del lector y el viejo poeta que le canta a la inspiración y a los dones del amor y del destino.
Con Discusión (originalmente publicado en 1932 pero enriquecido con otros ensayos a lo largo de los años) Borges acabó por convertirse, redundantemente, en un escritor discutido, admirado y hasta insultado. El escritor francés Pierre Drieu la Rochelle afirmó, en una conocida declaración, que Borges bien había valido su visita a la Argentina, todo ello en el contexto de una “Discusión sobre Jorge Luis Borges” publicada por la revista Megáfono. A esa fama como escritor de culto contribuyó la fundación, en 1931, de la revista Sur, de la cual Borges acabó por convertirse, más que Victoria Ocam­po (1892-1979), la artífice y dueña de la revista, en el sello de la casa. Con los años, Victoria, escritora con un valor propio y admirable mecenas, se avi­no a reconocer, primero con reticencia y luego un tanto golosamente, el im­previsto genio de Borges.
En 1936 y por un par de años, Borges dio un paso más allá en la conquista de ese público de los lectores comunes, que acabaría siendo el suyo, al empezar a publicar reseñas literarias en El Hogar, una revista de amplia circulación. Estas reseñas, dedicadas lo mismo a narradores de ciencia-ficción como Olaf Stapledon y Karel Capek, a escritores policiacos como Ellery Queen o a Rimbaud, Joyce, Eliot, Chesterton, H.L. Mencken o Huxley, se convirtieron, una vez reeditadas en libro tras la muerte de Borges bajo el título de Textos cautivos (1986), en un verdadero archivo de su canon literario. Nunca ha quedado claro si el alto nivel de esas reseñas borgesianas estaba respaldado por la difusión, ahora improbable, de la buena literatura entre el público argentino o si “Borges trataba a los lectores de El Hogar como si fueran Borges...”, según dice Pastormelo.
Piezas maestras de la brevedad, ensayos engañosamente simples los aparecidos en El Hogar, se impusieron, subrepticiamente, en el ánimo de los lectores que una década después convertirían a Borges en el más importante de los escritores argentinos. Sus escasas ventas (él dijo, famosamente, que Historia universal de la infamia, al aparecer en 1935, sólo vendio 37 ejemplares) resultaron, en retrospectiva, algo así como un depósito a mediano plazo del cual vivirían, para el resto de la posteridad, Borges y su público.
A la Historia universal de la infamia, que tanto hará por establecer la ambigüedad borgesiana entre el ensayo y la ficción, seguirá Historia de la eternidad (1936), donde aparece, entre otros temas tratados ya en el estilo maduro de Borges, “El acercamiento a Almotásim”, una falsa reseña, en toda la regla, que engañó, con su invención de una novela alegórica y policíaca, al propio Adolfo Bioy Casares (1915-1999), quien desde principio de la década se había convertido en el mejor amigo y en el gran cómplice de Bor­ges. Meditaciones sobre el Eterno retorno, de Nietzsche, o los prolegómenos de una teoría literaria que omite al original inexistente en nombre de la traducción, como en “Los traductores de las 1001 noches”, aparecían, en Historia de la eternidad, como el resultado de una extraña batalla ganada, la de quien imponía la lectura de sus cuentos como ensayos y de sus ensayos como cuentos.
Los primeros buenos lectores de Borges —y ello se comprueba leyendo las antologías críticas que dan cuenta de su recepción— destacaron, a veces sin saber bien a qué atribuirla, su originalidad, y así lo sostuvieron Cansinos-Asséns, Gómez de la Serna o el crítico Valery Larbaud, admirador pionero de la literatura de América Latina. Sin embargo no fue sino hasta la publicación de Ficciones (aparecido en 1944 como resultado de la unión de dos libros previos: El jardín de los senderos que se bifurcan y Artificios) y de El Aleph (1949) que Borges se convirtió, primero en la Argentina y lue­go en el resto del mundo, empezando por Francia, en Borges. En su país, dejó de creerse que él y su literatura no fuesen argentinos y se inició un proceso contrario, paradójico: quien se había burlado de su pretensión juvenil de ser argentino sobre todas las cosas, al escapar del nacionalismo, acabó por ser identificado, por la vía negativa, con una suerte de argentinismo absoluto. La literatura mundial vio cómo, desde la periferia, se imponía, como un clásico inesperado, y en un equívoco escritor tenido por súper-europeo.
Historia universal de la infamia estuvo compuesta, en su origen, de una “serie de bosquejos”, al decir del propio Borges, que, con su proverbial falsa modestia, llama a las suyas “tímidas variaciones” de las vidas patibularios de asesinos e impostores. Más que meras parodias tomadas del acervo universal de la nota roja del que provie­nen, los de este libro son verdaderos cuentos que el autor deseaba ajustar al gran público del suplemento cultural sabatino de Crítica en cuya redacción Borges participa activamente.
Borges empezó por ser un extraño tipo de reportero literario que se nutría lo mismo de la inventiva de Stevenson, tenida en exclusividad como lectura para jóvenes, que de los filmes de Joseph Von Sternberg (director de El ángel azul, entre otros), como confiesa en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia. Pero también era —es preciso subrayarlo— un narrador “normal”, es decir, un realista a quien la experiencia vívida le era esencial. Una breve y especiosa visita a las tierras de un pariente en Uruguay, el escritor comunista Enrique Amorim, permitió que Borges mirara por primera vez gauchos “al natural” y hasta que fuese testigo circunstancial de un asesinato, experiencia de la que extrajo no sólo material para “El hombre de la esquina rosada”, uno de sus primeros cuentos, sino para varias más de sus ficciones. Una y otra vez, entrevistado, el viejo Borges dijo que si sus cuentos eran tenidos por “impersonales” ello se debía quizás a su torpeza pero no a una frialdad deliberada.
1938 fue el año de las dos muertes: la de su padre y la del poeta Lugones. También la fecha de un accidente doméstico que adquiriría dimensión novelesca. Tras chocar, por distracción, con el quicio de una ventana en el rellano de una escalera, a Borges, la herida, mal atendida, se le infectó, provocándole una septicemia que lo condujo al hospital tras varias noches de delirios afiebrados. Borges temió perder el habla o la capacidad de leer y, para probarse a sí mismo que se había recuperado, ensayó escribir algo nuevo: de allí nació Ficciones, el libro donde aparecen sus primeros cuentos, por así llamarlos, clásicos. Borges y su madre —como es natural en un recuerdo familiar— dieron versiones distintas de un accidente que Rodríguez Monegal interpreta como una verdadera palanca de Arquímides que, al mover a Borges, hubo de trastocar el orden de toda la literatura.
Todo resumen de Ficciones le recordará al lector la riqueza del deta­lle, las dosis bien administradas de lo real y de lo ficticio que caracterizan el arte de Borges, lo mismo que el condimento de la falsa erudición y de la fantasía humorística que han hecho la fama de los cuentos más representativos de Ficciones, algunos de los cuales aparecieron previamente en revistas literarias. Los más comentados y celebrados son “Pierre Menard, autor del Quijote”; “Funes, el memorioso”, esa pesadilla minuciosa; “Tlön, Uqbar, Or­bis Tertius”, la crónica de cómo una sociedad secreta inventa una civiliza­ción completa que aparece y desaparece de las enciclopedias; “La biblioteca de Babel”, símbolo de la obra de Borges y, metafóricamente, de su vida en­tera, o “La muerte y la brújula” y “El jardín de los senderos que se bifurcan”, muestras de esa lectura metafísica que hizo Borges de la literatura policiaca y que hará decir a Bioy Casares en 1942:

Es verdad que el pensamiento —que es más inventivo que la realidad, pues ha inventado varias para explicar una sola— tiene antecedentes literarios capaces de preocupar. Pero los antecedentes de estos ejercicios de Borges (...) están en la mejor tradición de la filosofía y en las novelas policiales. Tal vez el género policial no haya producido un libro. Pero ha producido un ideal: un ideal de in­vención, de rigor, de elegancia (en el sentido que se da a la palabra en las mate­máticas) para los argumentos. Destacar la importancia de la construcción: éste es, quizá, el significado del género en la historia de la literatura.

Ficciones nombra el género que impondrá a Borges como el autor de una literatura que parecía imponer una nueva manera de leer: al escribir “miniaturas paródicas” que son relecturas del Quijote o de la Divina comedia, Borges cumple radicalmente con la primera función atribuido al clásico, la de mantener a los vivos y en discusión a los venerables maestros antiguos y al convertirse él mismo en un clásico ejemplifica con la movilidad del ca­non, con las lecturas incesantes. Ello es notorio al leer la reacción, del todo entregada que los cuentos van provocando tanto en Reyes, el antiguo maestro de Borges, como en Bioy Casares, el discípulo aventajado que asocia pa­ra siempre su nombre al de Borges. Dice Reyes en 1943: “Borges es un mago de las ideas. Transforma todos los motivos que toca y los lleva a otro registro mental.”

Capítulo del libro del mismo título del sello de Nostra Ediciones -Mexico

Fuente : Critica
Revista cultural de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
Lunes 9 de agosto de 2010

Jean-Pierre Bernés publico en Paris “La vie commence” un libro con los recuerdos de sus encuentros con Borges.

Le temps des rencontres
Un écrivain et son traducteur


Le spectre de Jorge Luis Borges hante une maison, à Arcachon…

Cette maison-musée, c'est celle de Jean-Pierre Bernés, ami et traducteur de Jorge Luis Borges. “Il me demandait de laisser des erreurs dans certaines traductions de ses textes antérieures aux miennes. Ça le faisait rire”, raconte le Français, qui vient de publier des souvenirs intimes sur le fantasque écrivain argentin.


Jean-Pierre Bernés, dans son antre. (Photo Rodolphe Escher pour Télérama)

Un autre monde. Dans cette grande maison, à Audenge, dans le « cul » du bassin d'Arcachon, le temps semble s'être arrêté. On n'y entend pas les tubes d'été des stations balnéaires voisines et plus huppées, mais des airs de tango. Jean-Pierre Bernés, son propriétaire, a le crâne rasé et l'air d'un moine bouddhiste. Son accent du Sud invite naturellement des sonorités espagnoles et des expressions typiquement argentines, et l'homme admet volontiers, comme on le lui a suggéré, que cette demeure familiale, où il a accumulé documents et souvenirs littéraires sur Borges, est à la fois un couvent, une prison ou déjà une tombe. Cela ne le perturbe pas : il vit ailleurs, il vit avant, ignore l'informatique, utilise encre et papier, sinue dans le labyrinthe de sa grande maison aux murs tapissés de tableaux d'ancêtres et de ceintures de mariées marocaines. Une maison dont chaque pièce est un musée dans lequel les frères Goncourt, japoniaiseries mises à part, auraient trouvé leur bonheur.

L'autre habitant de cet antre singulier est un Argentin, né en 1899 et mort en 1986, un écrivain dont le nom résonne dans toutes les histoires de la littérature : Jorge Luis Borges, le poète aveugle. « Bien sûr, dit Jean-Pierre Bernés, c'est la plus belle rencontre de ma vie. » Plus qu'une rencontre en fait, une marque du destin. Après Normale Sup et l'agrégation d'espagnol, préparée en même temps qu'un diplôme de relations internationales à Sciences Po en 1964 et une thèse d'Etat en études hispaniques, Bernés devient professeur à Nanterre, à Rabat, au Maroc, et à la Sorbonne. La « bifurcation », terme qu'il affectionne, intervient quand, pendant cinq ans, le jeune homme se retrouve attaché culturel à l'ambassade française de Buenos Aires. Il rêve alors de rencontrer Borges, qui figurait au programme de ses enseignements. Il rencontre d'abord un sphinx : après un dîner mondain, alors qu'il raccompagne le poète, celui-ci lui pose une devinette : « Comment est-il possible que l'on puisse faire rimer jusqu'au et Vasco ? Lorsque vous aurez trouvé l'auteur, vous me ferez signe. » Et Mallarmé, autre poète acoustique, de devenir le passeur entre ces deux hommes.

Pendant des années de complicité, où les confidences intimes se disent toutefois en espagnol, ils parlent la langue de Voltaire, échangent des références, dissertent sur la littérature, se récitent des poèmes, chantent des tangos, plutôt ceux des gouapes que les tangos trop sirupeux, « ces lamentations de cocus » que Borges abhorrait. Dans son appartement de Buenos Aires, Bernés organise des dîners, il est l'invité de ceux des autres, dont les sœurs Ocampo, les vestales argentines de la revue Sur, aristocrates, éditrices et poétesses.

“Pour Borges, j'étais la France, le pays
de la littérature, nous récitions Ronsard
ou Montaigne, son auteur fétiche.”

C'était le temps des salons littéraires, fréquentés par la cantatrice Régine Crespin, la danseuse Maïa Plissetskaïa, où les silhouettes de Roger Caillois, de Wladimir d'Ormesson ou de Drieu La Rochelle se perpétuaient dans les commentaires élogieux ou acides. Et, au milieu de tout ce monde, Borges, réfugié dans le silence, scandant des tangos et savourant des desserts. « Pour lui, dit Bernés, j'étais la France, le pays de la littérature, je lui lisais La Chanson de Roland, nous récitions Ronsard ou Montaigne, son auteur fétiche, qu'il était fier de côtoyer dans l'édition de la Pléiade. »

Borges, il ne suffisait pas de le traduire, comme le fit Bernés dans ses deux tomes de la Pléiade, il fallait aussi décrypter ses silences et comprendre le regard de ses yeux morts. « Il était une éponge littéraire, donnait des surnoms à tout le monde, y compris les plus cruels, et aimait semer des indices ici ou là. Il me demandait de laisser des erreurs dans certaines traductions de ses textes antérieures aux miennes. Ça le faisait rire. Il disait que son œuvre serait enrichie par les erreurs de traduction et que le traducteur et le lecteur écriraient la version définitive. Il avait une mémoire des textes ahurissante. Aveugle, il dictait, puis écoutait en corrigeant plusieurs fois la ponctuation, en commençant par les points, les virgules, puis les majuscules. » Jean-Pierre Bernés se lève pour aller chercher un livre, montrer une dédicace, une photographie sur laquelle il pose au côté de Borges et où les rôles s'inversent, lui, les yeux fermés, et l'aveugle, les yeux ouverts.

“Il disait quelque chose, puis attendait
votre réponse. Chez lui, tout était
ludique et pervers.”

Lit-il des œuvres contemporaines ? Très peu, avoue-t-il. Il suit le conseil de Borges : passé 60 ans, il faut relire les grands textes, Dante ou Montaigne. Rester un capitaine Nemo dont la bibliothèque s'est arrêtée avant l'immersion dans le temps. Quant aux romans, c'est de la petite eau. Borges avait son idée sur la question : « Vous commencez par "Il pleuvait". Vous racontez des déjeuners, des petits déjeuners, des menus, des coucheries, le suicide de la belle-sœur à la fin, et vous remplissez de descriptions trois cents ou quatre cents pages, c'est mieux. N'oubliez pas les coucheries et les desserts ! » Et de conseiller à Bernés : « Ne lisez pas de romans, ne lisez que les titres. » Bernés sourit, énigmatique : « Il disait quelque chose, puis attendait votre réponse. Chez lui, tout était ludique et pervers. »

Quand on lui demande si le spectre de Borges, omniprésent dans la demeure, ne le hante pas trop, s'il ne se sent pas étouffé par cet écrivain qu'il fréquenta tant d'années et qui finit ses jours à Genève, Bernés nous regarde, incrédule : « J'ai eu la chance de connaître la fin d'une génération extraordinaire. J'étais l'intime de gens qui rivalisaient de culture, qui se détestaient ou s'aimaient en secret. Un jour je dirai tout. Mais je ne publierai la biographie de Borges qu'après ma mort et celle de l'autre. » « L'autre », c'est la Kodama, la veuve de Borges qui intenta deux procès à Bernés, qu'elle perdit. « Borges disait : "On ne sait rien de l'intimité de Dante, de Cervantès ou de Shakespeare ; moi, je veux qu'on sache, il faudra dire !" Je dirai donc, reprend Bernés, car Borges me condamnait à être sa mémoire. » Il s'installe alors au piano et interprète la milonga – musique ancêtre du tango – préférée de Borges, puis un air de Gershwin. « Caramba ! » aurait dit Borges.

Fuente : Gilles Heuré
Télérama n° 3160



Ses dialogues avec Borges

Exégète passionné de Jorge Luis Borges, Jean-Pierre Bernès publie aux éditions du Cherche Midi les souvenirs d'années de rencontres avec le maître argentin.
Jean-Pierre Bernès : « Borges avait 40 ans de plus que moi et la naissance de cette amitié littéraire coulait de source ». photo archives chantal moreau
Jean-Pierre Bernès : « Borges avait 40 ans de plus que moi et la naissance de cette amitié littéraire coulait de source ». photo archives chantal moreau
Audenge
Gironde

«Nous nous sommes tant parlés… » Le 14 juin 1986, Jorge Luis Borges, l'écrivain argentin, décédait à Genève, à l'âge de 87 ans. Avant de mourir, il travaille avec son ami Jean-Pierre Bernès, spécialiste de son œuvre.

Jean-Pierre Bernès a connu Borges lorsqu'il était en poste à Buenos Aires comme attaché culturel à l'ambassade de France, de 1975 à 1979. Il a aussi passé une année entière auprès de lui à Genève, à la fin de la vie de Borges et tous deux ont établi pour la Pléiade, des œuvres complètes du maître argentin : « Grâce à la Pléiade, je vais coudoyer tous mes amis, Montaigne, Dante, Shakespeare, et Cervantes, s'était exclamé Borges », raconte Jean-Pierre Bernès. Cette amitié entre les deux hommes ? « Borges m'a condamné à être sa mémoire. »
Une maison musée



Aujourd'hui, Jean-Pierre Bernès s'est retiré à Audenge, dans une maison musée extraordinaire. Une « survivante » du XVIIIe siècle, avec sa longue galerie basse, son parc, ses pièces à la fois sombres et majestueuses. Là, se côtoient, dans un ordre que seul le maître de céans connaît, les souvenirs : des tonnes d'ouvrages - « Je suis toujours à la recherche de documents inédits » - de grands pianos, des lustres somptueux, des mélanges de souvenirs argentins, berbères, russes…

L'ami de Borges fut professeur de littérature - il a enseigné vingt-cinq ans à la Sorbonne - et depuis sa « retraite » audengeoise, s'est consacré à l'œuvre de ce génie de la littérature. Il fut d'ailleurs le dernier traducteur de Borges. En publiant « La vie commence » (1) il a souhaité raconter les liens étroits qui l'unissaient au grand écrivain, le faire vivre, revivre : « Borges est en train de ressusciter ! », lance-t-il.

Jean-Pierre Bernès est né à Beyrouth et il arrivait à l'âge de 18 mois avec sa famille à Audenge. Il y vit désormais quasiment seul. Aux côtés de sa « vieille gouvernante » aveugle, Amanda, 95 ans. « C'est elle qui me dit, en parlant de moi : ''Ce pauvre monsieur est un saint, il est devenu le cuisinier de sa cuisinière…'' Elle m'a suivi partout, elle a connu Borges, lequel lui disait toujours qu'elle était la reine des "postres", des desserts. »
Les belles années

Jean-Pierre Bernès parle « avec cet accent gascon que je ne renierai jamais ». Chemise boutonnée jusqu'au col, cravate, port d'une extrême droiture. Il l'avoue volontiers : « Borges avait 40 ans de plus que moi et la naissance de cette amitié littéraire coulait de source. Enfant, mes parents m'ont toujours interdit de jouer avec les petits Audengeois. Mes amis, c'étaient les adultes. Aussi quand j'ai rencontré Borges à Buenos Aires, j'ai tout de suite été attiré par ses amis, j'ai cru retrouver des copains d'enfance, tant ils étaient plus âgés que moi ! »

Car Jean-Pierre Bernès a eu la chance de vivre les belles années de Buenos Aires à l'époque de sa grande effervescence culturelle, fréquentant dîners et concerts. Il rencontre Victoria Ocampo, célèbre femme de lettres, et sa sœur Silvina, elle aussi écrivain, devient l'intime de ce cercle où Borges est le centre, où l'on dîne de littérature. Le soir, on joue du piano, où l'on chante, on parle livres, on chante, on s'amuse. La musique, le chant ? « J'ai eu un Prix d'excellence de piano et un autre de chant, dit-il. Et je prends encore plaisir à jouer du tango pour ma vieille gouvernante. »
Bifurcations du destin

Borges, encore ? « Un homme pudique. Tous les messages qu'il voulait faire passer, il le faisait avec la littérature. La rencontre devait se faire. Ma grand-mère qui vivait en Argentine, était la meilleure amie de sa grand- mère. Le destin est fait de symétries inattendues. ''Sachez lire les mystérieuses bifurcations du destin'' me répétait sans cesse Borges. »

Jean-Pierre Bernès, dans ce phrasé précis qu'il manie à la perfection, évoque, encore, et toujours Borges. Est-ce lui qui parle, ou est-ce Borges qui nous parle ?

Des regrets de cette vie Argentine ? « Non, je vis dans un autre monde, je suis installé dans l'éternité. » Une « éternité » où Jean-Pierre Bernès s'échappe de temps en temps pour chanter, chez lui, de la musique religieuse, ou encore donner, de ci de là, un concert public de tango : « Mon vieux maître Borges s'était autoproclamé archéologue du tango ! », lance-t-il.

(1) Jean-Pierre Bernès : « J. L. Borges : La vie commence ». Éditions Le Cherche Midi, 198 pages.


Fuente : Journal Sud Ouest - 15 de Agosto de 2010

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