INTRODUCCIÓN LA EDAD DE LA NADA DE PETER WATSON

Libro La edad de la nada

Citas
    «El impulso tendente a buscarle un sentido a la experiencia, a conferirle forma y orden, es evidentemente tan real y acuciante como la más familiar de nuestras necesidades biológicas».
    CLIFFORD GEERTZ

    «Tenemos la sensación de que incluso en el caso de que se llegaran a responder todas las preguntas científicas posibles , los problemas de la vida seguirían totalmente intactos».
    LUDWIG WITTGENSTEIN

    «La reflexión vinculada con la forma en que ha de vivirse implica un uso más básico y urgente del intelecto humano que el del descubrimiento de cualquier tipo de hecho».
    MARY MIDGLEY

    «Los seres humanos no podrían soportar una vida carente de sentido».
    CARL JUNG

    «La vida no puede aguardar a que las ciencias alcancen a explicar de forma científica el universo. No podemos posponer el acto de vivir hasta que nos encontremos listos para responder a sus misterios».
    ORTEGA Y GASSET

    «Debemos apostar por la existencia de un significado».
    JAMES WOOD, parafraseando a GEORGE STEINER

    «El significado no es una red de seguridad».
    SEAMUS HEANEY, parafraseando a WYSTAN HUGH AUDEN

    «¿Qué tiene de admirable el hecho de dejarse guiar por la necesidad de tener paz de espíritu?»
    JOHN GRAY

    «La religión está siendo sustituida por la terapia, de modo que “el Cristo salvador” se está convirtiendo en “el Cristo terapeuta”».
    GEORGE CAREY, siendo obispo de Canterbury

    «Es posible que la existencia carezca de sentido. Y sin embargo, la pasión de vivir es más fuerte que la explicación de la vida».
    JOHN PATRICK DIGGINS

    «Un mundo significativo es aquel que tiene un futuro que se extiende más allá de la incompleta vida personal del individuo, de modo que una vida que acierta a sacrificarse en el momento idóneo es una vida bien empleada, mientras que una vida que se atesora con excesivo celo, que se preserva a costa de la ignominia, es una vida totalmente echada a perder».
    LEWIS MUMFORD

    «… el problema del sentido de la vida… surge porque tenemos la capacidad de situarnos en una perspectiva desde la cual nuestras más imperiosas preocupaciones personales resultan insignificantes».
    THOMAS NAGEL

    «Si Dios no existe, todo queda permitido».
    FIODOR DOSTOIEVSKI

    «Todas las religiones comparten un mismo lamento».
    OLIVIER ROY

    «Pero ¿hay realmente algo que ocupe el lugar que un día ocupara Dios?»
    IRIS MURDOCH

    «No hay nada que expresar, nada con lo que expresarlo, nada desde lo que expresarlo, ningún deseo de expresarlo —al margen de la obligación de hacerlo—».
    SAMUEL BECKETT

    «Estamos evolucionando, y de un modo que la ciencia es incapaz de medir, hacia fines que la teología no se atreve a considerar».
    EDWARD MORGAN FORSTER

    «Estamos en el mundo para hacer el bien a nuestros semejantes. Lo que no sé es para qué están aquí esos semejantes nuestros».
    WYSTAN HUGH AUDEN

    «El que tenga más juguetes al morir gana».
    ESLOGAN MATERIALISTA

    «Un ser humano no es alguien que vaya en pos de la felicidad, sino más bien una persona que busca una razón para ser feliz».
    VIKTOR FRANKL

    «¡No se trata sólo de que no crea en Dios y de que, como es lógico, albergue la esperanza de que no exista! Es que no quiero que haya Dios; no quiero que el universo tenga ese carácter, como espero saber mostrar».
    THOMAS NAGEL

    «El concepto de “rojez” y el de “redondez” son unas nociones mucho más imaginativas que las de Dios, el positrón y la democracia constitucional».
    RICHARD RORTY

    «Una vida que no incluya entre sus expectativas la posibilidad de morir por algo que nos parezca merecer la pena es probablemente poco fructífera».
    TERRY EAGLETON

    «El valor último de nuestras vidas es adverbial, no adjetivo. Tiene el valor de la realización, no el de aquello que pudiera permanecer una vez eliminada la realización».
    RONALD D WORKIN

    «La felicidad es algo que nos es dado imaginar, pero no experimentar».
    LESZEK KOŁAKOWSKI

    «Hay otro mundo, pero está en éste».
    PAUL ÉLUARD

    «Los hombres han de vivir como profecías vivientes de los tiempos venideros antes que cegados por el temor de Dios o por la luz de la razón».
    RICHARD RORTY

    «Los filósofos han especulado acerca de lo que ellos mismos denominaban el sentido de la vida. (En la actualidad, ése es el cometido de místicos y cómicos)».

 RONALD DWORKIN


Introducción

    ¿ECHAMOS ALGO EN FALTA EN NUESTRAS VIDAS? ¿HEMOS DE CULPAR A NIETZSCHE DE ELLO?

    En el verano de 1990, el escritor Salman Rushdie llevaba ya más de un año viviendo de forma clandestina. Esto se produjo como consecuencia de la fetua —esto es, de la decisión jurídica islámica— emitida por el ayatolá Jomeini, supremo líder religioso iraní, el 14 de febrero de 1989. Ese edicto del imán decía lo siguiente: «Quiero informar a los musulmanes dignos del mundo de que el autor del libro titulado Los versos satánicos , que ha sido compilado, impreso y publicado en oposición al islam, al profeta y al Corán, así como todos cuantos hayan participado en su publicación teniendo conocimiento de su contenido, han sido declarados madhur el dam [“aquellos cuya sangre debe ser derramada”]. Hago un llamamiento a todos los musulmanes celosos para que los ejecuten, dondequiera que los encuentren, a fin de que nadie se atreva a insultar de nuevo al islam».
    Se mire por donde se mire, este acontecimiento fue una monstruosidad, tanto más terrible cuanto que Jomeini proclamaba ejercer su autoridad sobre el conjunto de los musulmanes. No obstante, y por errada que fuese, fue preciso hacer frente a la amenaza, de modo que se proporcionó a Rushdie protección policial y un Jaguar blindado, aunque la incumbencia de procurarse un refugio seguro recayera sobre su propia persona. En julio de ese año, la policía le sugirió una nueva sutileza destinada a incrementar su seguridad: el uso de una peluca. «De ese modo podrá usted caminar por

la calle sin llamar la atención», le dijeron. Al poco tiempo se presentó en su domicilio el mejor fabricante de pelucas de la Policía Metropolitana de Londres y se llevó una muestra de su cabello. Una vez confeccionado el adminículo, le llegó a casa «metida en una caja de cartón pardo, como un animalito amodorrado». Tras colocársela, la policía le dijo que «tenía un aspecto espléndido», así que decidieron «salir a dar una vuelta». Enfilaron el coche por la calle Sloane hasta llegar a la esquina con Knightsbridge y aparcaron en las inmediaciones de los muy elegantes grandes almacenes Harvey Nichols. Nada más abandonar el Jaguar «todo el mundo se giró, mirándole con expresión sorprendida, y a varios de los presentes se les iluminó el rostro con una amplia sonrisa que en algunos casos acabó por estallar en carcajada». «“Fíjate”, se oyó decir a un hombre, “es el cabrón de Rushdie con peluca”». [1]

    Es una anécdota divertida pese a las sombrías circunstancias en las que se produjo, y Rushdie la refiere, a regañadientes, en su libro de memorias titulado Joseph Anton (el seudónimo que eligió para el caso) —obra cuya publicación no habría de considerar segura sino hasta 2012, cerca de un cuarto de siglo después de proclamada la fetua original.
    Es indudable que en ese angustioso período de tiempo faltaba algo en la vida de Rushdie, la más preciosa de las realidades: su libertad. Sin embargo, no era eso exactamente lo que tenía en mente el filósofo alemán Jürgen Habermas al redactar su célebre ensayo «An Awareness of What Is Missing: Faith and Reason in a Post-secular Age», publicado en el año 2008. También a él le preocupaba el impacto de la religión en nuestras vidas, pero prefirió apuntar a algo que tal vez no resulte menos valioso —y que en cualquier caso se revela mucho más difícil de identificar.

LA AUSENCIA DE «AMÉN»: LOS TÉRMINOS DE NUESTRA EXISTENCIA Y LA IDEA DE UN TODO MORAL
   

    Habermas entrevió por primera vez la idea de ese algo ausente al asistir a un funeral oficiado en memoria de Max Frisch, el escritor y dramaturgo suizo, en la iglesia de San Pedro de Zúrich el día 9 de abril de 1991. Karin Pilliod, compañero de Frisch, inició el servicio fúnebre con la lectura de una breve declaración escrita por el finado. En ella se decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Dejemos hablar a nuestros seres más queridos, y sin que haya un “amén”. Agradezco a los ministros de San Pedro de Zúrich que nos hayan concedido permiso para colocar el féretro en el templo mientras duren las exequias. Las cenizas se esparcirán en un punto sin determinar». Se trataba de un diálogo entre dos amigos, pero no se hallaba presente ningún sacerdote, y no hubo bendición. Los deudos eran fundamentalmente personas que apenas tenían tiempo para la Iglesia y la religión. El propio Frisch había sido el encargado de establecer el menú del ágape que se sirvió a continuación.
    Muchos años después (en 2008), Habermas dejaría escrito que en esa época la ceremonia no le pareció encerrar nada de particular, pero que, andando el tiempo, acabó por considerar que tanto la forma, como el lugar y el desarrollo del funeral, habían sido efectivamente peculiares . «Estaba claro que Max Frisch, que era agnóstico y que rechazaba toda profesión de fe, había percibido la incómoda inconveniencia de un enterramiento no religioso, y que al elegir aquel lugar estaba declarando públicamente que la ilustrada era moderna había sido incapaz de hallar una alternativa a las fórmulas religiosas con las que abordamos el postrer rite de passage con el que damos por clausurada la vida».
    Y esto más de cien años después de que Nietzsche anunciara la muerte de Dios.
    Para Habermas, la experiencia de este acontecimiento —el funeral de Frisch— iba a convertirse en la base conceptual de «La conciencia de lo que falta». En dicho ensayo, Habermas rastrea la evolución del pensamiento desde la Era Axial hasta la época moderna, argumentando que, pese a que no sea posible «salvar la escisión existente entre el conocimiento laico y el conocimiento revelado», el hecho de que las tradiciones religiosas sean —o lo fueran en el año 2008— una «fuerza todavía vigente» ha de significar necesariamente que su fundamento racional es mayor de lo que aciertan a suponer sus críticos laicos, dándose además la circunstancia de que esta «razón», según Habermas, radica en el atractivo religioso de lo que él llama «solidaridad», es decir, en la idea de un «todo moral», de un mundo de ideales capaces de unirnos colectivamente, en «la noción de un Reino de Dios en la tierra». Es esto, dice Habermas, lo que viene a constituirse en exitoso contrapunto de la razón laica, generando la «incómoda» conciencia de que falta algo. En efecto, Habermas decía en ese artículo que los principales monoteísmos habían tomado varias ideas de la Grecia clásica —igualando así la importancia de Atenas con la de Jerusalén— y basado su llamamiento tanto en la razón griega como en la fe, siendo ésa una de las razones de su persistencia.
    Habermas es una de las mentes más fértiles, peculiares y provocativas del diálogo intelectual surgido tras la segunda guerra mundial, y sus ideas sobre esta materia cuentan con el respaldo de las similares nociones que manejan otros filósofos estadounidenses coetáneos a él, como Thomas Nagel y Ronald Dworkin. En su reciente libro titulado Secular Philosophy and the Religious Temperament el propio Nagel lo expresará de este modo: «La existencia es una cosa formidable, y la rutina diaria, por indispensable que resulte, parece una respuesta insuficiente a esa condición, un déficit de conciencia. Por extravagante que pueda sonar, el temperamento religioso considera que una vida de carácter meramente humano resulta insuficiente, dado que ello equivale, bien a asumir una ceguera parcial frente a nuestra existencia, bien a rechazar los términos de la misma. La conciencia religiosa demanda algo más completo, aun sin saber en qué puede consistir».


    Para mucha gente, la pregunta más relevante es, a decir de Nagel, la siguiente: «¿Cómo puede incorporar uno a su propia vida el pleno reconocimiento de la relación que le une con el universo en su conjunto?». [*] Entre los ateos, mantiene nuestro autor, la ciencia física es el principal medio que nos permite entender el universo en su globalidad, «aunque siga pareciéndonos ininteligible [como factor] capaz de dar sentido a la existencia humana considerada en su totalidad […]. Tenemos conciencia de ser un producto del mundo y de su historia, individuos cuya existencia se genera y sostiene de un modo que difícilmente acertamos a entender, de forma que, en cierto sentido, lo que toda vida individual representa va bastante más allá de sí misma». Al mismo tiempo, Nagel coincide con el filósofo británico Bernard Williams en la idea de que es preciso «resistirse» al «impulso transcendente» que nos viene acompañando al menos desde los tiempos de Platón, así como en la convicción de que el verdadero objeto de la reflexión filosófica ha de estribar en la consecución de una descripción cada vez más exacta del mundo «con independencia de toda perspectiva». Y continúa: «Las señas de identidad de la filosofía son la reflexión y una aguzada autoconciencia, no la máxima transcendencia de la óptica humana […]. No existe ningún punto de vista cósmico, y por consiguiente no hay ningún examen de la significación cósmica cuya verificación pueda saldarse con un éxito o un fracaso». [2]
    En una obra posterior, titulada Mind & Cosmos (y publicada en el año 2012), Nagel irá todavía más lejos al argumentar que la explicación que ofrece el neodarwinismo respecto de la evolución de la naturaleza, la vida, la conciencia, la razón y los valores morales —esto es, la actual ortodoxia científica— «es casi con toda certeza falsa». Pese a ser ateo, Nagel percibe que tanto el materialismo como el teísmo resultan inadecuados en tanto que «concepciones transcendentes», pero al mismo tiempo reconoce que nos es imposible abandonar la búsqueda «de un punto de vista transcendente que permita dar cuenta del lugar que ocupamos en el universo». Por consiguiente, Nagel contempla la posibilidad (pese a no poder basarse prácticamente en ninguna prueba, como él mismo admite) de que «la vida no sea un mero fenómeno físico», sino que incluya algunos «elementos teleológicos».
    Según la hipótesis de la teleología natural, escribe Nagel, existiría una suerte de «predisposición cósmica tendente al surgimiento de la vida, la conciencia y el valor, una predisposición que sería inseparable de esos tres elementos». También admite que «es poco probable que dicha posibilidad pueda ser tomada en serio en el actual clima intelectual» —y de hecho ha sido muy criticado por este argumento.
    En el capítulo 26 debatiremos con mayor detalle acerca de esta argumentación, pero resulta pertinente traerla a colación aquí porque muestra que, ciento treinta y tantos años después del célebre anuncio nietzscheano de «la muerte de Dios», son muchas las personas (aunque en modo alguno pueda decirse que lo hagan todas) que continúan tratando de encontrar una forma de contemplar el mundo en el que habitamos que no responda a los tradicionales puntos de vista religiosos.
    Casi simultáneamente, en el año 2013, Nagel asistiría a la publicación de Religion without God , obra en la que Ronald Dworkin, el filósofo estadounidense y colega suyo, vendría a coincidir con sus planteamientos. También en este caso habremos de abordar el fuste principal del argumento en el capítulo 26, pero los extremos más importantes que defiende Dworkin son que la expresión «ateísmo religioso» no constituye un oxímoron (o que ya no lo es, en cualquier caso); que para él y otros de su mismo parecer la religión no «implica necesariamente una creencia en Dios», sino que «atañe más bien al significado de la vida humana y a lo que implica la vida buena»; y que los ingredientes centrales de una actitud vital plenamente religiosa consisten en sostener que la vida posee un sentido intrínseco y que la naturaleza es inherentemente bella. Estas convicciones no pueden separarse del resto de la vida personal, ya que permean la existencia y generan sentimientos de dignidad, compunción y estremecimiento —siendo el misterio un importante componente de ese estremecimiento—. Además, Dworkin sostiene que son muchos los científicos que, al verse confrontados a la inconcebible vastedad del espacio y la asombrosa complejidad de las partículas atómicas, experimentan una reacción emocional que muchos describen en unos términos muy próximos a los de la religión tradicional —calificándolos de «numinosos», por ejemplo.
    Esto presenta un cariz novedoso, a pesar de que en el capítulo 15 tendremos oportunidad de comprobar que John Dewey ya había anticipado parte de esta argumentación en el período de entreguerras y de que a finales de la década de 1950 y principios de la de 1960 Michael Polanyi ya hubiera apuntado en esa dirección. [3] El factor más significativo, por el momento, habrá de girar en torno al hecho de que estos tres filósofos —desde ambas orillas del Atlántico y hallándose cada uno en la cima de su carrera— estén diciendo prácticamente lo mismo, aunque en diferentes formas. Los tres comparten el punto de vista de que, más de quinientos años después de que la ciencia comenzara a socavar buena parte de los cimientos del cristianismo y otras importantes confesiones religiosas, sigue percibiéndose una extraña incomodidad, como decía Habermas; una ceguera o «insuficiencia», según Nagel; o aun un misterio, un estremecimiento y un sentimiento numinoso, de acuerdo con la exposición de Dworkin, respecto de la relación existente entre la religión y el mundo laico. Los tres filósofos coinciden con Bernard Williams en que es preciso resistirse al impulso «transcendente», pero todos reconocen también, irónicamente, que no es posible eludir la búsqueda de la transcendencia, y que, en consecuencia, son muchas las personas que tienen la sensación de que les falta «algo». En eso consiste, afirman, el moderno aprieto en que se encuentra el mundo laico.
    Resulta extraordinario en muchos sentidos que estos tres individuos —todos ellos enormemente respetados— hayan llegado de forma independiente, aunque con una diferencia de pocos meses, a unas conclusiones similares, a saber, que hace cuatrocientos o quinientos años, dependiendo del punto en el que iniciemos la cuenta —ya sea en la época de Galileo y Copérnico—, o hace ciento treinta —si situamos en Nietzsche el punto de arranque—, la secularización sigue sin cubrir todas nuestras necesidades, ya que continúa adoleciendo de la grave falta de… algo.
    El filósofo canadiense Charles Taylor no tiene la menor duda de lo que es ese algo. En dos larguísimos libros — Fuentes del yo (publicado en 1989) y Una edad secularizada (de 2007)—, Taylor sostiene en reiteradas ocasiones que las personas actuales, que viven en un mundo secularizado y desprovisto de fe, notan la carencia y la pérdida de algo importante, vital incluso —posiblemente la cosa más importante que exista—, a saber, por emplear las palabras del propio Taylor, una sensación de totalidad, de culminación, de plenitud de sentido, la percepción de algo más elevado. Esas personas notan una falta de completitud y advierten que el mundo moderno padece «una ceguera generalizada» que le impide ver que «la vida tiene un propósito más allá del meramente utilitario». [4]
    Taylor sostiene que el florecimiento humano —una vida colmada— únicamente puede alcanzarse a través de la religión (en su caso, el cristianismo). De lo contrario, el mundo queda «desencantado», la vida se convierte en un «relato menoscabado» al que le han sido amputadas algunas partes importantes. Al carecer de todo sentido de «transcendencia», sin percepción del «carácter sagrado de lo cósmico», todo cuanto nos queda son los «valores meramente humanos», unos valores que Taylor considera «tristemente inadecuados». La «edad de oro», dice, se ha desvanecido; nos embarga «una sensación de malestar, de vacuidad, un ansia de sentido»; la vida cotidiana nos provoca una terrible sensación de monotonía, imbuida como está de la futilidad de lo ordinario, cuando lo cierto es que sólo «mediante una recuperación de la transcendencia» podremos colmar esa necesidad de significado. [5]


    EL CONTRASTE ENTRE LOS YOES POROSOS Y LOS YOES PROTEGIDOS

    Taylor lleva esta argumentación más lejos que cualquiera de los anteriores filósofos. Sostiene que el humanismo ha fracasado, que la «búsqueda de la felicidad», una preocupación plenamente actual, es una idea o un ideal mucho más débil que el de «plenitud», el de «florecimiento» o el de transcendencia; que hace uso de un «lenguaje menos sutil», lo que da pie a que las experiencias vividas sean también menos sutiles; y que carece de «inspiración espiritual» y de espontaneidad o inmediatez, al hallarse desprovista de «armonía» y de «equilibrio», revelándose en último término enfermiza.
    El individuo moderno, afirma Taylor, posee un yo «protegido» en lugar de un yo «poroso». El yo poroso mantiene una actitud abierta a todos los sentimientos y experiencias que le procura el mundo «de ahí afuera». Al yo protegido moderno, por el contrario, se le niegan esas experiencias debido a que nuestra educación científica sólo nos enseña conceptos y a que nuestras experiencias son intelectuales, emocionales, sexuales, etcétera, pero no experiencias de la «totalidad». A los individuos modernos se les ha negado una «narrativa maestra» que les permita hallar el lugar que les es propio, y de ese modo, al no disponer de ella, «es posible que su sensación de pérdida no llegue a sosegarse nunca». Sin estos factores, prosigue, no hay perspectiva de que una vida humana, sea ésta la que sea, logre concebir un «sentimiento de grandeza», del que pudiera llegar a brotar una perspectiva de culminación «más elevada». Nos acucia la sensación de que hay «algo más», y por lo tanto no nos es posible en ningún caso sentirnos «cómodos» con el descreimiento.
    ¡Uf! Es posible que los escépticos den en enarcar las cejas al leer estos planteamientos, pero no hay duda de que sintonizan con lo que un gran número de personas sienten o piensan. Además, los autores como Taylor encuentran respaldo para sus argumentos en el dato estadístico de que a comienzos del siglo  XXI hay cada vez más y más gente que está poniendo las miras —o volviendo a ponerlas— en la religión, dado que la secularización lleva algún tiempo declinando, tras haber alcanzado su punto culminante en las décadas de 1960 y 1970. Richard Kearney ha tenido incluso la idea de dar un nombre a este proceso, denominándolo anateísmo. [6] Más adelante volveremos a hablar del (ambiguo) significado que tienen esas estadísticas en el momento presente, pero de lo que no hay duda es de que en el año 2014 la batalla que libran los pensadores religiosos y los ateos está siendo tan feroz (y de hecho tan amarga) como viene siendo habitual desde hace ya muchos años.
    Por su parte, los ateos militantes —según el retrato con el que se los está caracterizando— adoptan en su mayoría una postura darwiniana. Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, por no mencionar sino a los más conocidos, siguen las tesis de Charles Darwin al considerar que los seres humanos son una especie biológica surgida por vías enteramente naturales, habiendo evolucionado gradualmente a partir de animales «inferiores», en un universo que, de manera similar, también ha venido desarrollándose a lo largo de los últimos trece mil millones y medio de años, tras brotar de una «singularidad» llamada «Gran Explosión», la cual es a su vez un proceso de ocurrencia natural (pese a constituir un acontecimiento en el que las leyes de la naturaleza se desmoronen) que algún día alcanzaremos a comprender. Dicho proceso no precisa del concurso de ninguna entidad sobrenatural.
    En los últimos asaltos de este combate, Dawkins y Harris han recurrido a la ciencia darwiniana para explicar el panorama moral en el que nos desenvolvemos, mientras que Hitchens ha dado en describir algunas instituciones, como la biblioteca, o prácticas, como la de «comer con un amigo», diciendo que, en la vida moderna, constituyen episodios tan gratificantes como la plegaria o el hecho de acudir a la iglesia, a la sinagoga o a la mezquita.
    Puede perdonarse que el lector medio —y especialmente que el lector medio joven — dé en pensar que en esto viene a resumirse toda la enjundia del debate. Es decir, que todo consiste, bien en abrazar una religión, bien en asumir el darwinismo y sus implicaciones. Steve Stewart-Williams ha llevado a sus últimas consecuencias lógicas este razonamiento al decir, en su libro del año 2010 —titulado Darwin, God and the Meaning of Life — que no existe Dios, que el universo es totalmente natural y, en tal sentido, accidental, de modo que la vida no puede tener propósito alguno y no hay más significación última que aquella que nosotros mismos alcancemos a elaborar como individuos.
    No obstante, y a pesar de que, entre los ateos, sean los darwinistas quienes más ruido estén haciendo en la actualidad (y con motivo, dado el volumen de investigaciones biológicas que se ha venido acumulando a lo largo de las últimas décadas), sus planteamientos no son los únicos que es preciso tener en cuenta. La cuestión es que, desde que el escepticismo religioso comenzara a ganar fuerza en los siglos  XVII y  XVIII , y en particular desde que Nietzsche anunciara «la muerte de Dios» en el año 1882 (añadiendo, además, que sus matarifes habíamos sido nosotros, los seres humanos), han sido muchas las personas que se han planteado la difícil pregunta de cómo vivir en lo sucesivo sin una entidad sobrenatural en la que poder confiar.
    Filósofos, poetas, dramaturgos, pintores y psicólogos, por no señalar más que algunas de las profesiones que en inglés comienzan por la letra «p», han tratado de pensar hasta el final de qué forma podríamos arreglárnoslas para vivir, sea de manera individual o en común, en una época en la que únicamente podemos contar con nosotros mismos. Son muchos los autores —y pienso por ejemplo en Dostoievski, T. S. Eliot o Samuel Beckett— que han manifestado su espanto ante el sombrío mundo que ha dejado tras de sí, a su juicio, la expulsión de la idea de Dios. Debido quizá al hecho de que el horror tiende a captar lo mejor de nuestra atención, lo cierto es que estos jeremías han seducido la imaginación popular. No obstante, La edad de la nada se propone concentrar sus esfuerzos en esas otras almas —en cierto modo más intrépidas— que en lugar de aguardar y abandonarse a los fríos y tenebrosos páramos de un mundo sin Dios han consagrado su energía creativa a concebir fórmulas para proseguir la andadura con confianza en uno mismo, capacidad inventiva, esperanza, cordura y entusiasmo . Por eso el presente libro habrá de focalizar su empeño en aquellos que, en palabras de Wordsworth, «No debemos afligirnos, pues encontraremos fuerza en el recuerdo». [*]
    Esta aspiración, la de comprender cómo podrá vivirse sin Dios, la de hallar significación en un mundo laico, es —tan pronto como le entrega uno sus energías intelectuales— un tema grandioso que han abordado superficialmente algunos de los más audaces escritores, artistas y científicos modernos, pese a que, hasta ahora, sus tesis y dificultades nunca hayan sido reunidas, hasta donde yo sé, en una narrativa global. Una vez establecido ese compendio, su estudio nos ofrece un relato denso y colorido, y así espero saber mostrarlo, un conjunto de ideas originales que no obstante se solapan y que muchos lectores, estoy seguro de ello, habrán de encontrar entretenidas y provocativas, además de juiciosas e incluso consoladoras.
    De hecho, si hemos de procurar obtener algún consuelo se debe especialmente a que el debate sobre la fe, sobre aquello que se echa en falta en la vida de la gente, ha degenerado en los últimos años hasta convertirse en una abigarrada mezcla de discursos tan absurdos como letales.

TRANSCENDENCIA FRENTE A POBREZA
    
    De este análisis se desprende un buen número de conclusiones. En primer lugar, podemos decir que la teoría original de la secularización era totalmente correcta, pero que han sido muchas las sociedades que no han recorrido (o no han acertado a recorrer) la misma senda de industrialización y urbanización que siguieron en su día las naciones occidentales. En segundo, y posiblemente más importante, lugar podemos decir que hoy nos encontramos en condiciones de afirmar que la mejor forma de entender la religión «pasa más por comprenderla como un fenómeno sociológico que al modo de un fenómeno teológico». [15] Lejos de ver en la «transcendencia» el ingrediente o la experiencia fundamental de la fe, como sostienen Peter Berger y otros autores, la pobreza y la inseguridad existencial revelan ser los factores explicativos de mayor relevancia. Teniendo en cuenta todos estos hechos, y uniéndolos con los descubrimientos del PNUD —esto es, que la distancia entre los países ricos y los pobres continúa agrandándose y que, de manera muy similar, también está creciendo la «inseguridad existencial registrada en unos 50 países o más»—, llegaremos a la conclusión de que el «éxito» de la religión es en realidad un subproducto derivado del hecho de que algunas naciones hayan fracasado en su malogrado intento de modernizar sus sociedades y reducir las inseguridades de sus poblaciones. Desde este punto de vista, la expansión de la religión no constituye un elemento que pueda representar un motivo de orgullo para nosotros —en tanto que comunidad internacional decidida a procurar ayudarse mutuamente—, con lo que todo triunfalismo vinculado con la reactivación religiosa resulta, según este análisis, improcedente.
    El último punto a tratar es más sutil. De hecho, si nos fijamos en el «aroma» de las religiones que prosperan actualmente, si nos detenemos a observar sus características teológicas, intelectuales y emocionales, ¿qué encontramos? Lo que detectamos es, en primer lugar, que son las Iglesias establecidas —es decir, aquellas que cuentan con una teología más finamente elaborada y que no siempre guarda relación con lo transcendente— las que están perdiendo seguidores, siendo sustituidas por las confesiones evangélicas, los movimientos pentecostales, las teologías de la prosperidad, el pietismo carismático y los fundamentalismos de uno u otro tipo. En el año 1900, el 80% de los cristianos del mundo vivían en Europa y en Estados Unidos, mientras que en la actualidad el 60% de las personas de esta fe se encuentran en los países en vías de desarrollo. [16]
    ¿Cómo hemos de enfocar los mensajes evangelistas relativos a las profecías y el poder de sanación de Dios? Si tales extremos se pudieran verificar con la suficiente frecuencia, no hay duda de que estos movimientos acabarían colonizando el mundo mucho más de lo que ya lo han hecho, dado que estarían ofreciendo una explicación de las enfermedades mejor que la que pudiera procurarnos, por ejemplo, cualquier planteamiento de base científica. ¿Qué hemos de pensar del «don de lenguas», una expresión bíblica que viene a conferir una presunta dignidad a un fenómeno que, bajo cualquier luz de carácter racional, roza la patología psíquica? En febrero de 2011, una reportera que estaba informando en directo a través de un canal de televisión estadounidense comenzó a proferir súbitamente un torrente de palabras incomprensibles. Aquello captó un amplísimo interés, tanto en otros canales de la competencia como en Internet, suscitando a un tiempo comentarios impertinentes y empáticos, pero nadie sugirió ni por un momento que la periodista hubiese tenido una experiencia religiosa (y ella misma tampoco lo entendió de ese modo). El debate se centró en las regiones del cerebro de esa profesional que podían haberse visto afectadas para generar un brote de «tipo epiléptico» de tal naturaleza.
    ¿Cómo calificar a las Iglesias que predican la bendición material? ¿Qué papel desempeña la «transcendencia» en su ideología? La teología de la prosperidad apunta directamente al sentimiento de inseguridad existencial.
    Para la mentalidad de un ateo, lo que sugieren todas estas ramificaciones religiosas —la violenta intolerancia del fundamentalismo islámico, la terca ignorancia de los creacionistas que proliferan en algunas regiones de Estados Unidos, el don de lenguas de los evangelistas, las «sanaciones» carismáticas, el culto religioso que se rinde a las motocicletas en la India— es nada menos que un salto atrás. La explicación sociológica más simple, evidente y racional de estos acontecimientos no viene sino a resaltar su tosca vulgaridad.
    Comparadas con las aclaraciones sociológicas relativas a la reactivación del sentimiento religioso, las descripciones de naturaleza psicológica parecen marrar en cierta medida el golpe. En su libro titulado God Is Back , John Micklethwait y Adrian Wooldridge sostienen que existe «un considerable número de pruebas de que, con independencia de las riquezas que posean, los cristianos tienen una mejor salud y una mayor felicidad que sus prójimos laicos». David Hall, un facultativo que ejerce en el Centro médico de la Universidad de Pittsburgh, mantiene que el mero hecho de acudir semanalmente a misa puede llegar a añadir dos o tres años de esperanza de vida a la persona. En el año 1997, un estudio realizado en siete mil personas mayores por el Centro médico de la Universidad de Duke descubrió que la observancia religiosa «podría» fortalecer el sistema inmunológico y reducir la presión sanguínea. En 1992 únicamente había tres facultades de medicina en Estados Unidos que contaran con programas destinados a examinar la posible relación entre la espiritualidad y la salud. En el año 2006 el número había pasado a ser de 141. [17]
    Micklethwait y Wooldridge afirman lo siguiente: «Uno de los resultados más sorprendentes que se desprenden de los periódicos sondeos sobre el grado de felicidad observable en Estados Unidos, según los estudios que realiza el Foro del Centro de Investigaciones Pew, es que los estadounidenses que asisten a los servicios religiosos una o más veces por semana son más felices (con un 43% de personas que afirman sentirse muy felices) que los ciudadanos que únicamente acuden a la iglesia una vez al mes o menos (con 31% de individuos que se declaran felices) y que sus compatriotas que sólo van a misa muy rara vez, o nunca (entre los que hay un 26% de afirmaciones de felicidad)… La correlación puesta de manifiesto entre el grado de felicidad y la frecuentación del templo se ha mantenido razonablemente estable desde que Pew iniciara esta serie de sondeos en la década de 1970, y revela ser también una tendencia más sólida que la del vínculo detectado entre la felicidad y la salud». [18]
    Al decir de Micklethwait y Wooldridge, estos estudios también muestran que la religión no sólo puede contrarrestar la incidencia de las conductas negativas sino promover también el bienestar. «Hace veinte años, Richard Freeman, un economista de la Universidad de Harvard, descubrió que los cuatro jóvenes negros que examinaba, y que solían acudir con regularidad a la iglesia, tenían mayores probabilidades de no faltar a clase y menores posibilidades de cometer delitos o consumir drogas». Desde entonces se han realizado multitud de estudios sobre el particular —entre los que cabe destacar el informe elaborado en el año 1991 por la Comisión nacional estadounidense de la infancia—, llegándose a la conclusión de que la participación en la vida religiosa se asocia con una reducción de los índices de delincuencia y consumo de estupefacientes. James Q. Wilson (1931-2012), que posiblemente sea el más destacado criminólogo de Estados Unidos, ya resumió con toda concisión en su momento «la montaña de pruebas [de carácter social y científico]» que existen en esta materia, diciendo: «Independientemente de cuál sea la clase social a la que se pertenezca, la religión reduce la conducta desviada». Y por último, Jonathan Gruber, «un economista de convicciones laicas» que trabaja en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, ha argumentado, «sobre la base de un ingente volumen de materiales probatorios», que la asistencia a los servicios religiosos genera un incremento de los ingresos.
    Dos observaciones resultan pertinentes en este caso. La primera es que todos estos ejemplos proceden de Estados Unidos y, como ya empieza a comprenderse con claridad, este país es excepcional en un gran número de aspectos, de modo que no puede decirse en forma alguna que sus resultados puedan considerarse característicos de lo que pudiera estar sucediendo en otros lugares. La segunda observación resulta posiblemente más relevante para la cuestión que estamos tratando aquí. Aun en el supuesto de que los resultados de algunos de esos sondeos que muestran los beneficios de la fe fueran ciertos, la pregunta es la siguiente: ¿qué es exactamente lo que se pretende argumentar con ello? ¿Que Dios recompensa a la gente que acude regularmente a la iglesia, accediendo con frecuencia a que sean más felices, a que tengan una mejor salud y a que incrementen, hasta cierto punto, sus riquezas? De ser ése el caso, y teniendo en cuenta que Dios es omnipotente y bondadoso, ¿qué ocurre con el 57% de las personas que escuchan misa habitualmente y sin embargo no son felices? Visitan el templo, así que, ¿por qué Dios (siendo todopoderoso y benigno) les ha discriminado negativamente? Y en este mismo sentido, ¿cómo es que hay algunos individuos felices entre quienes no acuden a la iglesia? El 26% de los no practicantes afirma serlo, pese a que sólo muy rara vez, o nunca, se anime a pisar una iglesia. Y para empezar, ¿cómo sabemos si la felicidad o la desdicha de estas personas es independiente o no de sus hábitos cultuales? Sea como fuere, estas cifras muestran que las personas desgraciadas superan en número, y por una significativa mayoría, a los individuos felices —incluso entre los sujetos que practican los ritos religiosos—. Podríamos preguntar por tanto: ¿qué juego se trae Dios entre manos?
    Lo que todavía resulta más atinado, y revelador, es que estos argumentos defienden los beneficios psicológicos de la fe, no sus ventajas teológicas. Podría argumentarse —y así lo han hecho en el pasado los teólogos— que la felicidad no es el objetivo que persiguen las personas religiosas, y desde luego no la meta de los cristianos piadosos, dado que la clave de bóveda de su sistema de creencias sostiene que únicamente puede aspirarse a la salvación en la otra vida. Hay por tanto, en todo este ejercicio tendente a procurar probar los beneficios de la fe en cualquiera de sus niveles, algo que huele a…, bueno, a querer dar forma a los indicios a fin de que concuerden con la conclusión que se deseaba obtener desde el principio. En The Righteous Mind , Jonathan Haidt lleva más lejos el planteamiento al afirmar que «el florecimiento humano requiere orden social e integración» y que el mejor modo de lograrlos es por medio de la religión, la cual actúa al modo de «un elemento al servicio del sentimiento de grupo, el tribalismo y el nacionalismo». Sin embargo, también añade que las investigaciones muestran que las personas religiosas acostumbran a ser mejores vecinos y ciudadanos que las que no lo son, y no porque tiendan a rezar, a leer las Escrituras o a creer en el infierno («Se ha revelado que estas creencias y prácticas importan muy poco»), sino porque mantienen una «estrecha relación» con otros individuos de convicciones religiosas similares. También en este caso la religión se concibe al modo de un fenómeno psicológico, y no teológico.
    Sea como fuere, la vasta imagen de conjunto que se describe en la sociología de Norris e Inglehart tiende realmente a anular las pruebas de naturaleza psicológica. Vale la pena citar por extenso la conclusión a la que llegan estos autores:
    La crítica [de la teoría de la secularización] depende demasiado de las anomalías que ella misma selecciona [ignorando al mismo tiempo algunas llamativas singularidades]. Además, también se centra excesivamente en lo que sucede en Estados Unidos (que resulta ser un caso chocantemente anómalo) en lugar de comparar sistemáticamente los datos, cotejándolos con lo que ocurre en un amplio abanico de sociedades pobres […]. Tanto los filósofos como los teólogos han tratado de averiguar el sentido y el propósito de la vida desde los albores de la historia. Sin embargo, para la gran mayoría de la población, obligada a vivir en los márgenes de la subsistencia, la principal función de la religión ha consistido siempre en atender la necesidad de consuelo y en procurar una sensación de certidumbre. [19]
    Por consiguiente, el primer extremo que hemos de dejar sentado en este libro es que, aunque en el arranque del siglo  XXI haya algunas personas que proclamen que «¡Dios ha vuelto!», lo cierto es que la actual situación es bastante más compleja y considerablemente más espinosa de lo que sugiere esa simple afirmación. Y contrariamente a lo que desearían creer muchas personas devotas, tampoco es verdad que el ateísmo esté retrocediendo —al menos no en el mundo desarrollado.
    Al mismo tiempo, son también muchas las personas que piensan que Charles Taylor tiene razón al afirmar, en su libro del año 2007 — Una edad secularizada —, que la modernidad implica en cierto sentido un «relato menoscabado», una pérdida o un angostamiento de la experiencia, un «desencantamiento» del mundo que «nos deja inmersos en un universo insípido, rutinario, chato…». Un universo que se rige más por normas que por pensamientos, de acuerdo con un proceso que culmina en una burocracia gestionada por un conjunto de «especialistas sin alma, de hedonistas sin corazón», añadiendo que los ateos llevan «una vida más pobre, una vida que de algún modo es menos “plena” que la de los creyentes», que los ateos «ansían» algo más, algo superior a lo que es capaz de ofrecer el autónomo poder de la razón, y que viven ciegos y sordos a esos milagrosos momentos en los que «Dios irrumpe en lo real», como sucede en las obras de Dante o Bach, o aun en la catedral de Chartres, pongo por caso. [20]
    Muchos ateos desestimarían las manifestaciones de Taylor sin pensárselo dos veces, pero no puede decirse que sea el único en considerar las cosas desde este punto de vista. A continuación enumeraré otra copiosa remesa de obras publicadas desde el cambio de siglo: pienso en textos como los de Luc Ferry, El hombre-dios. El sentido de la vida , publicado en el año 2002; en John Cottingham y su On the Meaning of Life , de 2003; en El sentido de la vida y las respuestas de la filosofía , de Julian Baggini, 2004; en Looking in the Distance: The Human Search for Meaning , publicada por Richard Holloway ese mismo año; en Roy F. Baumeister y The Cultural Animal: Human Nature, Meaning and Social Life , de 2005; en el libro de John F. Haught, Is Nature Enough? Meaning and Truth in the Age of Science , de 2006; en El sentido de la vida , de Terry Eagleton, escrito en 2007; en Owen J. Flanagan, The Really Hard Problem: Meaning in a Material World , de 2007; o en Deleuze and the Meaning of Life , publicado por Claire Colebrook en 2010.
    Ahora bien, hubo un tiempo en el que una expresión como «el sentido de la vida» únicamente habría podido emplearse de forma irónica o con intención cómica. Utilizarla en serio se habría considerado embarazoso. En el año 1983, la película de Monty Python, titulada justamente así, El sentido de la vida , se atrevería a proporcionar varias respuestas, de entre las que cabe destacar las de «ser amable con los peces», «llevar más sombreros» o «dejar de comer grasas». Sin embargo, da la impresión de que en el siglo  XXI «el sentido de la vida» ha dejado de constituir un tema incómodo.
    ¿A qué se debe esto? ¿Pudiera ser que Taylor tuviera al menos parte de razón —en el sentido de que muchas de las formas de pensamiento que se han concebido a lo largo de los últimos 130 años han demostrado no poseer todas las respuestas—? Desde luego, muchas de las ideologías e «-ismos» del mundo moderno se han derrumbado o convertido en callejones sin salida: el imperialismo, el nacionalismo, el socialismo, el marxismo, el comunismo, el estalinismo, el fascismo, el maoísmo, el materialismo, el conductismo, la segregación racial… Y en época muy reciente, tras el «desplome crediticio» del año 2008 y su turbulenta estela, incluso el capitalismo ha empezado a convertirse en foco de atención.

EL FENÓMENO NIETZSCHE
    
    A finales de marzo de 1883, Friedrich Nietzsche —que por entonces tenía 39 años de edad y residía en Génova— no se encontraba nada bien. Acababa de regresar de Suiza para volver a instalarse en su antiguo alojamiento de la calle Salita delle Battistine, pero no había conseguido con ello ningún alivio inmediato de las migrañas, los problemas de estómago y el insomnio que padecía. Hallándose previamente descompuesto (aunque también confortado) por el fallecimiento, el mes anterior, de su otrora gran amigo, el compositor Richard Wagner, con quien había terminado riñendo, sufrió un grave episodio de gripe, recetándole al efecto el médico genovés que le atendía la toma de varias dosis diarias de quinina. Se daba además la nada habitual circunstancia de que la ciudad había quedado cubierta por el manto blanco de una copiosa nevada, acompañada de unos «extraños truenos y fucilazos», y parece ser que esto también contribuyó a alterar su ánimo y a dificultar su recuperación. Incapaz de dar los estimulantes paseos que formaban parte de su rutina y le ayudaban a pensar, el día 22 de marzo seguía languideciendo en casa, postrado en cama. [26]
    Lo que agravaba todavía más esta «negra melancolía», como él mismo diría, era el hecho de que hubieran transcurrido ya cuatro semanas desde que enviara su último manuscrito a su editor, Ernst Schmeitzner, radicado en la localidad alemana de Chemnitz, que parecía no tener la menor prisa en sacar a la luz su nuevo libro, titulado Así habló Zaratustra . Nietzsche había enviado a Schmeitzner una iracunda carta de reproche, consiguiendo que se le respondiera con disculpas —pero un mes después tuvo al fin la oportunidad de conocer las verdaderas razones del retraso—. Así lo refiere el propio Nietzsche en una de sus cartas: «Teubner, el impresor de Leipzig, había dejado a un lado el manuscrito del Zaratustra a fin de poder atender un encargo urgente de quinientos mil himnarios, ya que tenía que entregarlos a tiempo para la Pascua». Evidentemente, aquella sabrosa ironía no pasó inadvertida a los ojos de Nietzsche. «La idea de que su intrépido Zaratustra, aquel “loco” que contaba con el temple necesario para proclamar ante los sonámbulos que le rodeaban: “¡Dios ha muerto!”, hubiera de quedar momentáneamente asfixiado bajo el peso conjunto de medio millón de libros repletos de himnos cristianos le pareció a Nietzsche algo absolutamente “cómico”». [27]
    En la respuesta que dieron a la obra sus primeros lectores hubo un poco de todo. Heinrich Köselitz, que era amigo de Nietzsche, y a quien se le enviaban, como un hábito de ya larga tradición, las pruebas de los manuscritos a fin de que los leyera y corrigiera, quedó maravillado, manifestando la esperanza de que «este extraordinario libro» alcanzara a gozar algún día de una difusión tan amplia como la de la Biblia. Muy distinta fue la reacción de los tipógrafos de Leipzig, que quedaron tan espantados por lo que leían que llegaron a plantearse incluso la posibilidad de negarse a componer el libro.
    El mundo jamás ha olvidado que Nietzsche fue quien exclamó: «¡Dios ha muerto!» —y algunas personas jamás se lo perdonarán—, añadiendo a renglón seguido: «y somos nosotros quienes le hemos dado muerte». De hecho, ya lo había dicho antes, en La gaya ciencia , publicada el año anterior, pero el conciso estilo del Zaratustra llamó mucho más la atención.
    Pero ¿por qué Nietzsche? ¿Cuál es la razón de que haya sido su grito el que, por encima de todos los demás, haya acabado recordándose, quedando grabado en la memoria colectiva? A fin de cuentas, la fe en Dios ya llevaba algún tiempo decreciendo. Para algunos, quizá incluso para muchos, la creencia en Dios —o en los dioses, o aun en los seres sobrenaturales del tipo que fuera— nunca había constituido una actitud acertada. En la mayor parte de las crónicas históricas del escepticismo, o de la duda, el relato arranca en el siglo  XVIII con Edward Gibbon y David Hume, pasando después por Voltaire y la Revolución Francesa, y prendiendo después en Kant, en Hegel y en los románticos alemanes, para culminar con la crítica bíblica germana, las tesis de Auguste Comte y el «importantísimo avance del positivismo». A mediados del siglo  XIX vendrían Ludwig Feuerbach y Karl Marx, junto con Søren Kierkegaard y Arthur Schopenhauer; por no hablar de los estragos causados en la fe por las ciencias geológicas y biológicas desarrolladas por autores como Charles Lyell, Robert Owen, Robert Chambers, Herbert Spencer, y, más que cualquier otro, Charles Darwin.
    En la mitad de los casos se añadiría a dichos relatos históricos una buena dosis de narraciones relativas a algunos de los individuos célebres que habían acabado perdiendo la fe, como por ejemplo George Eliot, Leslie Stephen o Edmund Gosse. También hubo escritores que no dejaron de creer, pero que no fueron ciegos a los síntomas de que la fe estaba desapareciendo. Entre estos últimos destaca la figura de Matthew Arnold, quien habría de lamentar, en la década posterior a la publicación del Origen de las especies de Darwin —en un poema titulado «Dover Beach»—, «el melancólico, constante y lejano rumor» del océano de la fe. Otros relatos subrayan la gran antigüedad de las posturas escépticas, y en este caso hemos de incluir en el reparto a Epicuro y a Lucrecio, a Sócrates y a Cicerón, a Al-Rawandi y a Rabelais. No es éste el lugar para proceder a un repaso de estas narrativas. Nuestro interés habrá de centrarse en el proceso y en las circunstancias que terminarían culminando en la proclamación, notablemente audaz, de Nietzsche (pese a que debamos tener siempre presente que el anuncio se pone en boca de un loco).

APOSTAR POR LA DUDA PARA TRATAR DE CONSEGUIR UN MUNDO MEJOR
   
    A. N. Wilson dice que la duda fue «la enfermedad victoriana», y Jennifer Michael Hecht mantiene, en su historia de la duda, que el período comprendido entre los años 1800 y 1900 es «seguramente, de toda la historia de la humanidad, el lapso de tiempo en el que mejor documentada se halla la generalización de la incertidumbre». Fue, dice nuestra autora, un siglo en el que «se apostó por la duda para tratar de conseguir un mundo mejor». «Los más cultos defensores de la duda tuvieron la sensación de que había llegado el momento de dejar de dudar de la religión: había sonado la hora de empezar a edificar algo en lo que se pudiera creer de verdad, un mundo feliz. Estas personas conjeturaron que sería un mundo mejor porque el dinero y las energías que anteriormente se habían entregado al medro religioso irían a parar ahora a la producción de alimentos, ropa, medicinas e ideas. También creyeron poder divisar un horizonte más lejano que el que se hubieran atrevido a contemplar las épocas precedentes, dado que las visiones antiguas habían quedado corregidas». [33]
    Owen Chadwick, que fuera catedrático Regius de historia moderna en la Universidad de Cambridge y antiguo presidente de la Academia británica, daría en proponer, primero en las Conferencias Gifford y más tarde en The Secularization of Europe in the Nineteenth Century (obra publicada en el año 1975), que la apuesta en favor de una duda destinada a intentar conseguir un mundo mejor implicaba la asunción de dos procesos paralelos: uno de carácter social y otro de índole intelectual. Como él mismo dice, a lo largo del siglo  XIX hubo dos tipos de inquietud: «una inquietud social, debida fundamentalmente a la irrupción de la nueva maquinaria, al surgimiento de grandes ciudades y a una generalizada transferencia de población; y una inquietud mental, derivada por un lado de la ingente cantidad de conocimientos nuevos que estaban ofreciendo la ciencia y la historia, y debida, por otro, a las disputas causadas por esa avalancha de novedades». Y lo que es quizá más importante todavía: los dos sentimientos de agitación se fusionaban con facilidad. Las dos decisivas décadas en las que se concretó esta «fusión», señala Chadwick, fueron las comprendidas entre los años 1860 y 1880, lo que coincide exactamente con el período conducente a la publicación del Zaratustra de Nietzsche.

Primera parte
    LOS PROLEGÓMENOS DE LA CONTIENDA: CUANDO LA FILOSOFÍA IMPORTABA

Capítulo 2

    LA VIDA NO CAMINA EN UNA SOLA DIRECCIÓN

    Para Estados Unidos, la guerra de secesión supuso en muchos sentidos un punto de inflexión. Aunque muy pocos lo comprendieran en esa época, el dilema nacional asociado con la esclavitud había prolongado el atraso del país, de modo que, en último término, el choque permitió sacar pecho a las fuerzas del capitalismo y el industrialismo. Sólo una vez terminada la contienda dispuso la nación de la libertad de movimientos necesaria para cumplir sus promesas iniciales.
    Desde el punto de vista europeo, la población del joven estado seguía siendo muy reducida, y sin embargo, el salvaje Oeste mantenía su condición de escenario abierto, circunstancias ambas que introducían un elemento de notable incertidumbre. Los ritmos migratorios estaban cambiando, y en todas partes se percibía la preocupación por las cuestiones relativas a la raza, la tribu, la nacionalidad, la afiliación étnica y la igualdad religiosa —que no era en modo alguno un asunto de entidad secundaria—. La vida intelectual, como todo lo demás, seguía en proceso de formación, y en este sentido Estados Unidos tuvo que moldearse a sí mismo, concibiendo nuevas ideas allí donde le resultaban necesarias y valiéndose en cambio de las nociones venidas del Viejo Mundo siempre que las encontrara a mano y se le antojaran relevantes. Sin embargo, la joven nación norteamericana no carecía de confianza.
    En el siglo XIX , la misión de asimilar las ideas europeas, adaptándolas al contexto estadounidense, fue llevada a cabo por un puñado de individuos. Todos ellos residían en Nueva Inglaterra y se conocían personalmente, alumbrando así a varias manos lo que podríamos denominar la peculiar tradición moderna del pensamiento estadounidense. Entre ellos figuraban nombres como los de Ralph Waldo Emerson, Oliver Wendell Holmes, William James, Benjamin y Charles Peirce, y John Dewey. Sus ideas habrían de transformar los hábitos reflexivos de los estadounidenses (y del resto del mundo), labrando los conceptos empleados, tanto entonces como ahora, para entender la educación, la democracia, la libertad, la justicia, la tolerancia y, evidentemente, la divinidad.

Capítulo 3

    LA VOLUPTUOSIDAD DE LOS OBJETOS

    Puede decirse que el pragmatismo, que ha constituido el eje argumental del capítulo anterior, fue en gran parte una escuela filosófica surgida en Estados Unidos. En el presente capítulo habremos de ocuparnos por tanto de todo un conjunto de pensadores europeos a quienes no se les ocurriría darse a sí mismos el nombre de pragmatistas, pese a que sus ideas muestren algo más que una semejanza coyuntural con las de sus colegas americanos, como tendremos ocasión de exponer con claridad. Los nombres que nos disponemos a invocar aquí son los de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Paul Valéry, Paul Cézanne, André Gide y Edmund Husserl —siendo este último el más descollante de todos por lo que a nuestro objeto de análisis respecta.
    La figura de Husserl no ha recibido un trato excesivamente amable por parte de la historia. Hasta cierto punto esto se debe al hecho de que la rama filosófica que él concibiera acabara conociéndose bajo una denominación un tanto abrumadora, ya que responde por «fenomenología» —una de esas palabras grandilocuentes que tanto «nos asustan», como diría James Joyce—. Sin embargo, la premisa básica de la fenomenología no es sólo muy sencilla sino también extremadamente importante, dado que en ella viene a sustentarse otra escuela de pensamiento que ya era por entonces —al igual que ahora— tan hostil a la ciencia como a la religión.
    Paul Valéry (1871-1945), el gran polímata francés de finales del siglo  XIX —poeta, ensayista y filósofo—, acertaría a resumir en los siguientes términos uno de los elementos fundamentales de la fenomenología: «Tiene uno la impresión de hallarse ante la posibilidad de una nueva religión, una religión cuya cualidad esencial viene dada en este caso por la emoción poética». En realidad, la meta de Husserl apuntaba a un objetivo bastante más ambicioso que ése.

Capítulo 4
    EL CIELO: NO ES UN LUGAR SINO UNA DIRECCIÓN

    «Entre los años 1880 y 1930 iba a llevarse a cabo, tanto en Europa como en Estados Unidos, uno de los experimentos culturales más importantes de la historia del mundo». Esta afirmación de Robert Hughes aparece en su libro titulado El impacto de lo nuevo. El arte en el siglo  XX . En la explicación que añade señala que, en tiempos de nuestros abuelos y nuestros bisabuelos (así como en los de nuestras abuelas y bisabuelas como es obvio), «las artes plásticas disfrutaban de una importancia social que no les es posible invocar ya en la actualidad». A juicio de Hughes, este tipo de manifestaciones no obedecían a ninguna propensión al autoensalzamiento, y para probarlo procede a enumerar las pérdidas sobrevenidas con el cambio de tendencia: «Las bajas son: el entusiasmo, el idealismo, la confianza, la fe en la vasta extensión de los territorios a explorar y, sobre todo, la convicción de que el arte, en su más desinteresada y noble expresión, era capaz de encontrar las metáforas necesarias para explicar a los pobladores del mundo venidero las características de una cultura radicalmente diferente». [1]

Capítulo 5
    VISIONES DEL EDÉN: EL CULTO AL COLOR, AL METAL, A LA VELOCIDAD Y AL INSTANTE

    Pablo Picasso, verdadero arquetipo del artista moderno, nació en el año 1881. En sus primeros veintiún años de vida habría de ser testigo de la más pasmosa serie de innovaciones tecnológicas que el mundo haya contemplado jamás, unas innovaciones que habrían de transformar tanto la forma de la guerra como las vías de la paz: la ametralladora accionada por retroceso, inventada en 1882; la primera fibra sintética, fabricada en 1883; la turbina de vapor en 1884; la película fotográfica recubierta de resinas en 1885; el motor eléctrico, la cámara de cajón Kodak y el neumático Dunlop, ideas llevadas todas ellas a la práctica en 1888; la cordita, [*] que vio la luz en 1889; el motor diésel en 1892; el motor Ford en 1893; el cinematógrafo y el disco de gramófono en 1894… Al año siguiente Wilhelm Röntgen descubría los rayos X, Marconi ponía a punto la radiotelegrafía, los hermanos Lumière presentaban al mundo la cámara de cine y Freud publicaba la primera de sus teorías sobre la histeria y el inconsciente. Pero la secuencia no se detiene ahí: se prolonga con el hallazgo del radio, del electrón y de la grabación magnética del sonido, con las primeras transmisiones radiadas de la voz humana, con el primer vuelo a motor, con la teoría especial de la relatividad, con la teoría fotónica de la luz, con el descubrimiento de los genes… Consideradas en conjunto, todas estas innovaciones alumbraban la mayor transformación de la imagen humana del universo desde los tiempos de Isaac Newton. Así habría de proclamarlo en el año 1913 el escritor francés Charles Péguy: «El mundo ha cambiado menos desde la venida de Jesús que en los últimos treinta años». [1]
    Junto a estos cambios revolucionarios, llevados fundamentalmente a cabo en Europa y Estados Unidos en el medio siglo que media entre los años 1880 y 1930, iba a verificarse también uno de los más importantes experimentos culturales de toda la historia de la humanidad. Y si admitimos que el arte poseía en esa época una importancia social que ya no puede continuar reivindicando en la actualidad, no debería sorprendernos descubrir que tuviera mucho que decir respecto a cómo era preciso vivir entonces —o para ser más exactos: respecto a cómo debían vivir los seres humanos ahora que se hallaban inmersos en la novedosa tecnología surgida y en el nuevo mundo que estaba viendo la luz a causa de ella, respecto a cómo existir y salir adelante en un mundo sin Dios—. Aun siendo verdad que en los cuadros y las esculturas del período ese contenido normativo acostumbraba a manifestarse en forma implícita , también lo es que las directrices culturales se hallaban efectivamente ahí, en las obras de arte de la época, y que podemos afirmar incluso que su presencia era abundante.
    Si nos detenemos en el plano más elemental y dejamos a un lado un pequeñísimo número de excepciones (como las de Marc Chagall o Georges Rouault), podemos decir que el arte modernista es un arte de carácter laico, pues los temas religiosos brillan por su ausencia. En el trascendental libro de Robert Hughes titulado El impacto de lo nuevo —libro en el que se aborda el examen del período comprendido entre los años 1874 y 1991— se indica por ejemplo que, de las 268 ilustraciones relevantes de la época, únicamente nueve pueden considerarse de carácter religioso (como sucede, pongo por caso, con La Madonna de Edvard Munch’s, con la catedral de Antonio Gaudí en Barcelona, o con la capilla que Mark Rothko diseñaría para la familia de Menil, conservada hoy en el espacio de la Colección que poseen los herederos de John y Dominique de Menil en Houston). El arte moderno es una celebración de la laicidad.
    Este hecho, con ser importante —y crucial incluso—, no puede considerarse totalmente nuevo. Tanto el siglo  XVIII como el  XIX habían contado con abundantes obras de temática profana. No obstante, lo que sí resultaba novedoso, lo que vino a constituir un avance verdaderamente rompedor, fue lo sucedido en el terreno pictórico con las revoluciones que supusieron el impresionismo, las fragmentadas composiciones de Paul Cézanne, el puntillismo de Georges Seurat y las obras cubistas de Georges Braque y Pablo Picasso. En estos lienzos se experimentará con los cimientos mismos de la realidad, con las bases del contemplar, de la forma de entender la observación, igualándose en esto a los experimentos que se estaban efectuando, prácticamente por la misma época, en el ámbito de la física y que estaban dando a conocer al mundo todo un conjunto de nuevas unidades elementales de la naturaleza —como por ejemplo los rayos X, las ondas de radio o el electrón—. La pintura habría de quedar abrumada por estas innovaciones, que no tardarían en transformar la idea misma del arte y el modo en que era preciso entender nuestra propia realidad.
    Ni la Iglesia —ni Dios— habrían de participar en esta nueva forma de auto-comprensión que había pasado a fundarse ahora, ciñéndose al ejemplo de las nuevas ciencias, en enfoques de carácter experimental . En lugar de atenerse a los antiguos cánones, las telas producidas a lo largo de estas cinco décadas se dedicarían a explorar los elementos constitutivos de la experiencia visual —como el color, la luz o la forma—, dando así nacimiento a una innovación tras otra en un proceso que podría resumirse diciendo que constituía, en esencia, una especie de tributo optimista al novedoso mundo que estaba viendo la luz por esos mismos años. Sin embargo, no todo el mundo veía las cosas desde un ángulo tan positivo, y habría incluso quien optara por una actitud de total escepticismo, pero podemos decir, en términos generales, que los artistas de finales del siglo  XIX y principios del  XX habrían de mostrar una actitud exuberante en el disfrute de sus nuevas libertades, deleitándose con las reconfortantes comodidades que acababan de ponerse a su disposición.
    Es muy fácil pasar por alto estos extremos. Ni a los impresionistas ni a ninguno de sus continuadores inmediatos parecía preocuparles lo más mínimo la muerte de Dios. Esta vida, con todas sus novedades (por emplear en realidad una palabra que resulta inadecuada, ya que no viene sino a banalizar algo que de hecho era un conjunto de innovaciones de carácter radicalmente transformador), resultaba más que suficiente. Como puede apreciarse en sus lienzos, todos estos artistas juzgaban que las condiciones creadas por la vida recién estrenada propiciaban un mundo de abundancia —y muchos se contentarían con ello.

LA MAGIA DEL METAL Y EL CULTO A LAS MÁQUINAS
   
El puro júbilo del color en el que venían a confluir los anhelos y ambiciones de tantos artistas de principios del siglo  XX habría de irradiar un optimismo, como ya se ha señalado, íntimamente vinculado con el nuevo mundo que estaba aflorando por esos años, un optimismo que también habrían de compartir —anunciándolo a bombo y platillo— los futuristas, encabezados por el italiano Filippo Tommaso Marinetti (1876-1944), un hombre que parecía participar de las proclamadas virtudes de las máquinas de la época, tan acusado era su carácter incansable y su capacidad de repetirse. Su influencia no tardaría en rebasar notablemente las fronteras de su país natal, llegando a regiones tan remotas como la lejana Rusia, «donde el culto futurista de la máquina, junto con la prometeica sensación de que la tecnología habría de ser la solución de todos los males sociales, acabaría convirtiéndose en el objetivo principal que los constructivistas se dieran a sí mismos después del año 1913». Marinetti había concebido un enfoque con el que resultaba posible entender como «arte» todo tipo de conducta humana, consiguiendo así, una vez más, añadir nueva intensidad a la vida y propiciando al mismo tiempo la avalancha de happenings , acontecimientos y performances o muestras escénicas que tanto habrían de abundar en años posteriores.
    Marinetti no sólo estaba convencido de que el enemigo de su nueva cosmovisión era el pasado —y fundamentalmente la religión tradicional—, sino que pensaba también que la tecnología había alumbrado realmente una nueva clase de individuo —caracterizado por ser un visionario inventor de máquinas— y que eso mismo había venido a trazar sobre una nueva planta el conjunto de la cartografía cultural, hasta el punto de alumbrar toda una serie de experiencias y libertades con las que nadie se había atrevido siquiera a soñar hasta entonces, lo cual estaba transformando a su vez la conciencia. «La maquinaria es poder; significa liberarse de los condicionantes históricos». En el manifiesto que acababan de publicar poco antes, en el año 1909, los futuristas ya habían anunciado sus intenciones: «Nos proponemos elogiar el amor al peligro, proclamar el hábito de la energía y la audacia. La valentía, la intrepidez y la rebeldía habrán de ser los ingredientes esenciales de nuestra poesía. Afirmamos que la magnificencia del mundo ha recibido el don de una nueva maravilla, la maravilla de la velocidad… Ensalzamos a las grandes multitudes a las que hace vibrar el trabajo, el placer y las revueltas». [8]
    Este mensaje iba a acabar bastante corrompido a causa del dato bruto de la primera guerra mundial, ya que, en ella, la terrible velocidad de las ametralladoras (capaces de efectuar cuatrocientos disparos por minuto) tendió a revelarse bastante más letal que promotora de cualquier forma de experiencia edificante, por no mencionar que los tanques y los submarinos contribuirían a resaltar aún más el hecho de que la obsesión que llevaba a los futuristas a adorar a las máquinas resultaba, como mínimo, un tanto improcedente. Sin embargo, Fernand Léger —que en términos estrictos no podría ser considerado un futurista por su culto a las máquinas y al metal— no iba a dejar que la guerra le desalentara. Hijo de un campesino de Normandía, había combatido en las trincheras durante la contienda, experimentando en tal circunstancia una grandiosa revelación visual: «el brillo de la culata de un cañón de 75 milímetros herido por el sol, la magia de la luz que incide en un trozo de acero».
    Lo primero que hizo fue aplicar su nueva visión de las cosas al entorno inmediato en el que se encontraba, esto es, a los soldados con los que convivía en el frente, dedicándose a pintar series repetitivas de hileras de cuerpos, cascos, medallas e insignias, todos ellos presentados en forma de otros tantos tubos de metal. Lo que Léger encontraba seductor en el metal no era su carácter inhumano, sino casi lo contrario: su adaptabilidad. En una de sus mayores composiciones —titulada Tres mujeres (y pintada en el año 1921)—, de la que ya hemos hablado anteriormente, todos los cuerpos y los muebles de la tela han sido simplificados hasta quedar geométricamente desnudos, representados como si estuviesen hechos de cilindros de metal. «Se trata de uno de los óleos más didácticos que existen…, pues encarna la idea de una sociedad entendida al modo de una máquina, un pensamiento que engendra armonía y viene a poner fin al sentimiento de soledad». En una palabra: nos hallamos ante una forma de redención laica. No sólo «se nos ofrece [aquí] una metáfora de las relaciones humanas [sino que] se las presenta como un mecanismo dotado de la precisión de un reloj». Todo parece estar en su sitio: tanto las mujeres como el gato parecen sentirse perfectamente a gusto consigo mismos; la escena destila una plácida atmósfera, y, a pesar del metálico relumbre de las superficies, parece hallarse muy lejos del tormento industrial que solemos asociar con el acero y el hierro. En términos visuales no guarda la menor semejanza con ninguna de las estaciones de tren pintadas por Monet, pero el sentimiento subyacente no dista demasiado de aquel etéreo maridaje de vapor, viajes y ferrocarriles. Volvemos a encontrarnos, una vez más, en un mundo que ha dejado atrás sus catedrales.
    El período bélico habría de asistir asimismo al surgimiento y desarrollo de un movimiento conocido con el nombre de dadaísmo, cuya intención era progresar —o tratar de progresar— partiendo de la base del júbilo que ya habían celebrado los pintores afincados en el sur de Francia en los años inmediatamente anteriores a la guerra. Uno de los significados de la palabra Dada, que da origen al dadaísmo, viene a señalar que la corriente se inició con «una gozosa afirmación eslava», con un «¡Da, da! —¡Sí, sí!— a la vida». Hans Arp, un innovador que cultivaba el arte abstracto y que tuvo ocasión de trabajar en Zúrich durante la Gran Guerra, junto con James Joyce y Vladimir Ilich Lenin, decía lo siguiente de aquel período: «Buscábamos una forma elemental de arte que pudiera salvar al género humano de la furiosa locura que constituía a nuestros ojos aquella época…, deseábamos dar al mundo un arte anónimo y colectivo» —y en este caso, ese carácter colectivo constituía el factor decisivo—. [9] El mito nuclear de la vanguardia artística e intelectual de este período sostenía que mediante la transformación del lenguaje artístico se conseguiría reformar el ámbito de la experiencia, mejorando así las condiciones de la vida social. Los dadaístas iban a adherirse a este planteamiento con tanta fuerza como los futuristas. No obstante, los partidarios del dadaísmo iban a centrar sus esfuerzos en el juego, por considerar que se trataba de la más elevada de todas las actividades humanas —y una perfecta antítesis de la guerra—, destacando al mismo tiempo que el azar era también uno de los medios de propiciar la ocurrencia de lo que pretendían provocar.
    El juego como realidad transformadora cuenta con una larga historia en la filosofía occidental, pues se remonta al menos a los tiempos de Friedrich Schiller, autor que ensalzaba las virtudes del juego diciendo que se trataba de la actividad más desinteresada —y por consiguiente también la más pura— a la que el hombre pudiera aspirar jamás. El nuevo modo de comprender la infancia que había surgido con Freud —que la había descrito como el primigenio campo de batalla en el que dirimen sus tensiones los instintos— también debía entenderse, por similares razones, como un estado puro u original, un estado que —de poder alcanzarse o emularse— podía terminar brindándonos, y con la mayor claridad, la clave de los más simples y fundamentales elementos estructurales de nuestra naturaleza psicológica.

EL PASADO CARECE DE SIGNIFICACIÓN

    La meta del juego y la danza era la espontaneidad, entendida como una forma de dejar que el inconsciente «hablara» sin distorsiones. Y lo que permitía este tipo de manifestaciones, al menos en teoría, era el azar. De este modo, el arte, a imitación del juego, procedía, por ejemplo, a desgarrar aleatoriamente distintos pedazos de papel, confiriéndoles una forma totalmente fortuita y a dejar donde buenamente vinieran a caer los objetos más dispares. Con ese mismo ánimo se componían poemas elaborados con palabras sacadas al azar de una bolsa de tela. «Todas y cada una de las palabras que damos en declamar y cantar aquí», decía el poeta alemán Hugo Ball, «representan al menos una cosa: que esta humillante era no ha conseguido ganarse nuestro respeto».
    El más lírico de los dadaístas fue sin duda Kurt Schwitters, que descubría destellos de belleza en los detritos de la ciudad moderna —o que al menos acertaría a producir con ellos un buen número de obras de arte—. Emplearía para ello periódicos viejos, pedazos de madera, tapas de cajas de cartón, mondadientes —queriendo señalar con ello, entre otras cosas, que un mundo de abundancia genera, necesariamente, un abundante volumen de residuos—. Este tipo de obras resaltaban, como ya hicieran en su momento los impresionistas, la breve pero intensa forma en que se manifestaba la vida en unas ciudades (todavía relativamente nuevas) que estaban convirtiéndose rápidamente en vastas heredades urbanas, en parcelas pavimentadas en las que enormes masas de desconocidos se veían arrojados a un reducido y cuadriculado espacio, amontonados como sardinas en lata y obligados a soportar una imprevista, y muchas veces indeseada, yuxtaposición. Una de la mejores obras de Schwitters, la Catedral de la miseria erótica , completada en 1923, sugiere un conglomerado de recuerdos —unos recuerdos, por lo demás, que acabarán siendo desechados junto con los materiales mismos que les dan soporte—. El pasado carecía de significación, y lo nuevo revelaba ser demasiado nuevo.
    Hasta aquí nos hemos ocupado de las corrientes artísticas de carácter optimista, cuyos artífices, como hemos visto, eran en muchos casos franceses y por lo tanto católicos —nominalmente al menos—, o educados en esa tradición. Las naciones protestantes protagonizarán en cambio una reacción notablemente menos optimista, como habremos de constatar en Holanda, los países escandinavos y Alemania.
    El expresionismo era la forma artística predilecta de aquellos que, siendo distintos a los impresionistas y a los fauvistas, se hallaban no obstante simultáneamente perplejos y preocupados por los cambios que se estaban produciendo, entre los cuales destacaba, evidentemente, el dato de la muerte de Dios. A diferencia de lo que veíamos en obras como el Canal de Gravelines , Tarde de domingo o El taller rojo , el expresionismo habrá de ser el arte de la lucha , el arte de la ansiedad, el arte de lo que significa saberse vivo en un universo indiferente (en lugar de en un mundo de benéfica abundancia). Lo que le hacen sentir a uno los expresionistas —y se trata además de una idea que no sólo iba a recorrer de punta a cabo el siglo, sino que estaba destinada a cruzar más tarde el Atlántico— es que todo el mundo puede contemplar el explícito encuentro con la pintura, la pugna emprendida para lograr que la obra de arte cumpla su cometido y conseguir que signifique lo que el artista quería que significara. Lo que se nos dice en el arte expresionista, lo que vemos en él —más que en cualquier otra forma de manifestación estética—, es que tras la muerte de Dios todo cuanto queda es el yo. En cierta forma, puede decirse que el artista expresionista se siente abrumado por la vida, pues ésta se le viene encima como una tromba, anegando su mente hasta el punto de que el arte acaba siendo todo cuanto el individuo puede hacer, sea hombre o mujer, para impedir que las imágenes que se abalanzan sobre él o ella desaparezcan con su persona y se abismen en el caos. El artista expresionista se percibe a sí mismo como alguien imbuido de una responsabilidad: la que le impulsa justamente a ser un artista, a tener un comportamiento humano, a mostrar al resto del mundo el combate que supone el simple hecho de vivir el día a día.
    Esto queda patente y vívidamente claro en las obras del pintor holandés Vincent van Gogh, cuyas volutas y remolinos hechos con gruesa masa de pintura —los cielos de sus noches estrelladas, sus retorcidas montañas, sus floridos cipreses— prácticamente se salen del lienzo movidos por la energía misma que tratan de captar. Van Gogh no se sintió tan impresionado por los colores del sur de Francia como por la tremenda vibración energética que percibía como un chisporroteo en la atmósfera, en las peñas, en la vegetación. Casi diríase que Van Gogh intenta responder al verso en el que Federico García Lorca inquiere «¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?», [*] puesto que eso es justamente lo que el pintor hace en El sembrador (1888). La verdad del trigo consiste en que su siembra, su cultivo y su siega son un encuentro entre el hombre y la naturaleza, una confluencia en la que el ser humano es parte de la naturaleza, siendo así además que, desaparecido Dios, nuestro contacto con esa naturaleza se ve sujeto a revisión: el sol golpea implacable y todo en el cuadro aparece envuelto en una espesa, fragorosa, luminosidad —afirmación de la humana voluntad —. Las imágenes de Van Gogh resultan imponentes en sentido propio: se imponen al lienzo y se imponen al espectador. La tela parece decir: aquí estoy, puede que mis colores no sean los tuyos, ni mis formas las que tú tienes en mente, pero la composición muestra gracias a mí su fuerza , en una explosión de éxtasis. Los óleos del artista se apoderan de una perspectiva y la llevan al límite. Venid conmigo, grita Van Gogh, y os mostraré el alborozo de este mundo, ya esté inundado por el sol o bañado por la luz de las estrellas.
    No se entiende aquí el color como un vehículo de significado, es la luz, la energía y la intensidad las que aparecen cargadas de significación, como otras tantas confirmaciones de que es posible la fascinación, aunque únicamente podamos alcanzarla con esfuerzo, tras una brega física, azacaneándonos con el mismo denuedo que fatiga al sembrador. Debemos permanecer alertas, dispuestos a captar la energía del mundo y a emplearla en la materialización de nuestros propios designios. Y si deseamos la vida buena, dejar que el gozo nos traspase, hemos de administrar la energía que nos habita. [10]
    Sin embargo, la intensidad no sólo promete plenitud, también encierra riesgos. Como es bien sabido, Van Gogh habría de permanecer internado durante más de un año (entre 1889 y 1990) en un sanatorio mental del sur de Francia. Y no sería el único que se viera obligado a batallar con la inestabilidad. En una carta dirigida a un amigo, Edvard Munch, confiesa: «La enfermedad y la demencia fueron los negros ángeles de la guarda que mecieron mi cuna». [11] Y a pesar de que es muy probable que ni Van Gogh ni Munch tuvieran conocimiento de los últimos descubrimientos de la física de su tiempo (el concepto de energía se fraguó en la década de 1850), lo cierto es que la presencia de la energía en la naturaleza, su efecto en la percepción del mundo natural, así como las consecuencias potencialmente explosivas y desestabilizadoras de esa energía, adquieren corporeidad visible en sus pinturas, que nos invitan a entender de un modo nuevo la naturaleza, sugiriendo así que, tras la muerte de Dios, no habrá de quedarnos más remedio que redefinir nuestra relación con el entorno natural.
    La visión de Munch es mucho más sombría que la de Van Gogh. En Muerte en la alcoba (1895), Munch retrata a su familia en la habitación en la que falleció su hermana. Todos los personajes se hallan sumidos en un profundo pesar, tan intenso y palpable que parece que se nos está invitando a preguntar si se sienten realmente persuadidos o no, con independencia de sus convicciones religiosas, de la existencia de una vida tras la muerte. En Pubertad (realizada entre los años 1894-1895), una muchachita contempla su cuerpo desnudo y su incipiente sexualidad —como inminente anuncio del futuro, de su vida adulta— con una mezcla de espanto y perplejidad. Estos dos elementos, el horror y el desconcierto, recorren varias de las obras de Munch, como sucede en el caso de La voz (1893), obra en la que una mujer, vestida de purísimo blanco y con los castaños cabellos flotando en torno al rostro como un halo marchito, parece atrapada en un bosque, junto a un lago (o un fiordo), en el que el conjunto de los árboles, e incluso el reflejo del sol en el agua, han sido representados como otros tantos barrotes verticales, fálicos, carcelarios, implacables… El lienzo nos coloca frente a la condición moderna: somos a un tiempo ajenos a la naturaleza y prisioneros de su inapelable fuerza; seres solitarios. El resto de las personas que figuran en el cuadro, que surcan las aguas en dos canoas, también se hallan bloqueadas de modo muy semejante en una casilla distinta, insertos como una apretada cuña entre dos árboles —nuevos barrotes de otro confinamiento y eficaz impedimento de su avance.
    Y luego está El grito (pintado también en 1893), la imagen más icónica de Munch, sobre la que tantos ríos de tinta se han vertido. Menos se ha hecho notar, en cambio, que las dos figuras que se observan al fondo del puente que salva la ensenada o el abismo que domina el cuadro no parecen oír el grito. Son el trasunto de un mundo indiferente. Se hallan en un plano alejado e indistinto, pero dado que uno de ellos lleva una larga túnica oscura o un abrigo, podrían ser clérigos.
    Son muchos los sentidos en que puede decirse que Munch es la definición misma del expresionismo: el malestar y la inseguridad alcanzan aquí una intensidad tal que al artista no le queda más remedio que replegarse sobre sí mismo, actuando como si el Yo fuera el único refugio seguro en un universo por lo demás indiferente. Munch consideraba que «la salvación habrá de venir del simbolismo», afirmación con la que quiere dar a entender que el estado de ánimo y el pensamiento se hallan por encima de todo, convirtiéndose en el fundamento mismo de la realidad. [12]
    Si examinamos las obras de otros grandes pintores expresionistas —como por ejemplo las angulosas, espigadas y espasmódicas figuras de Ernst Ludwig Kirchner, la flagrante desnudez de las víctimas que pinta Erich Heckel, el agarrotado alongamiento y la bronca turbación de los personajes de Max Beckmann, las densas pinceladas, sanguinolentas y carnosas de Chaim Soutine— conseguiremos situarnos, en palabras de un crítico de arte, ante «las compuertas del yo», abiertas de par en par en obediencia a un proceso estético al que acabaría conociéndose con el nombre de «individualismo expresivo». En otras palabras, la pugna del artista en su esfuerzo de autorrealización se define en parte como la consecución de una diferencia respecto de los demás , y únicamente puede lograrse, y aun con gran dificultad, explorando la distorsión, la violencia, la enfermedad, es decir, siguiendo una especie de vía negativa que no puede evitar caer en la unificación de la individualidad y el alejamiento, lo que desembocará en la inevitable decepción de la que hablaba Paul Valéry. En el expresionismo, las viscerales profundidades que desvelara en su día Freud han terminado por sustituir al alma como realidad última en la que poder hallar sentido. Lo que hacemos, en esencia, es procurar afanosamente la civilización de nuestros instintos, ya que éstos, como ya anticipara Nietzsche, pueden revelarse muy creativos, pero también muy destructores. Por consiguiente, esos instintos configuran una realidad que debe incitarnos tanto a la cautela como al entusiasmo. Siendo un arma de doble filo, la intensidad puede abrirnos camino en ambas direcciones.



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