Contenido:
1 Los inicios de la vida civilizada
2 La antigua Mesopotamia
3 El antiguo Egipto
4 Intrusos e invasores: la edad oscura del antiguo Oriente Próximo
5 El nacimiento de la civilización en Asia oriental
6 Los otros mundos de la Antigüedad
7 El final del mundo antiguo
Hace 10.000 años, la forma física del mundo era muy similar a la que tiene hoy. Los
perfiles de los continentes eran, a grandes rasgos, los que conocemos, y las
principales barreras y canales de comunicación naturales han sido constantes desde
entonces. En comparación con la agitación de los cientos de milenios que
precedieron al final del último período glacial, el clima ha sido también, desde esta
época, estable; a partir de ahora, el historiador solo ha de tener en cuenta sus
fluctuaciones a corto plazo. Ante el mundo se extendía una era (en la que aún
vivimos) en que la mayor parte de los cambios iban a deberse al hombre.
La civilización es uno de los grandes factores que aceleran estos cambios. Según un
historiador, esta comenzó al menos siete veces, con lo que quiso decir que cabe
distinguir al menos siete ocasiones en las que una mezcla determinada de destrezas
humanas y hechos naturales se unieron, haciendo posible un nuevo orden de vida
basado en la explotación de la naturaleza. Aunque todos estos comienzos ocurrieron
en un lapso de 3.000 años aproximadamente —apenas un momento, en
comparación con la inmensa escala de la prehistoria—, no fueron simultáneos ni
tuvieron idéntico éxito. Muy diferentes entre sí, algunos de ellos siguieron adelante
hasta obtener logros duraderos, mientras que otros declinaron o desaparecieron,
incluso después de florecimientos espectaculares. Pero todos ellos supusieron un
aumento asombroso de la proporción y la escala de los cambios en comparación con
cualquiera de los avances obtenidos en épocas anteriores.
Algunas de estas primeras civilizaciones siguen constituyendo auténticos cimientos
de nuestro propio mundo. Otras, por el contrario, ejercen actualmente poca o ninguna influencia, salvo quizá en nuestras imaginaciones y emociones cuando
contemplamos sus reliquias, que son lo único que nos queda de ellas. Sin embargo,
todas juntas determinaron gran parte del mapa cultural del mundo hasta nuestros
días gracias al poder de las tradiciones que se derivaron de ellas, aun cuando sus
logros en cuanto a ideas, organización social o tecnología hayan caído hace tiempo
en el olvido. La fundación de las primeras civilizaciones tuvo lugar
aproximadamente entre el 3500 y el 500 a.C., y sirve para establecer la primera de
las principales divisiones cronológicas de la historia universal.
Mapa comparativo de la extensión de los reinos e imperios de Sumeria (III milenio a.C.), Babilónico (II milenio a.C.) y Asirio (I milenio a.C.) |
1. Los inicios de la vida civilizada
Desde tiempo inmemorial existe en Jericó un manantial que alimenta lo que sigue
siendo un importante oasis. Sin duda esto explica por qué allí ha vivido el ser
humano casi continuamente durante cerca de 10.000 años. Los agricultores se
agruparon en sus proximidades al final de la prehistoria; su población debía de
ascender por aquel entonces a dos o tres mil personas. Antes del 6000 a.C., tenía
grandes depósitos de agua, posiblemente para la irrigación, y una enorme torre de
piedra que formaba parte de un complicado sistema de defensa que se mantuvo
mucho tiempo en buen estado. Es evidente que sus habitantes pensaban que tenían
algo que valía la pena defender: tenían propiedades.
Sin embargo, aunque Jericó era un lugar importante, no era el comienzo de una
civilización; faltaban aún demasiados elementos. Merece la pena que nos
detengamos un momento a considerar, al principio de la era de la civilización, qué
es lo que buscamos. De modo similar al problema que nos encontramos al tratar de
precisar en el tiempo la aparición de los primeros seres humanos, existe una zona
oscura en la que sabemos que se produce el cambio, pero todavía se puede
discrepar sobre el punto exacto en el que se cruzó la línea divisoria. En todo Oriente
Próximo, en torno al 5000 a.C., las poblaciones agrícolas tenían los excedentes
agrarios sobre los que podía levantarse eventualmente la civilización. Algunas de
ellas han dejado testimonios de una práctica religiosa compleja y de una elaborada
cerámica pintada, una de las formas de arte más extendidas en la era neolítica. En
algún momento en torno al 6000 a.C., se construían edificaciones de ladrillo en
Turquía, en Çatal Hüyük, un emplazamiento casi tan antiguo como Jericó. Pero, normalmente, entendemos por civilización algo más que rituales, arte o la presencia
de cierta tecnología, y sin duda algo más que la mera aglomeración de seres
humanos en el mismo lugar.
Definir la civilización es algo parecido a cuando se habla de «un hombre culto»;
todo el mundo puede reconocerlo cuando lo ve, pero no todos los observadores
reconocen a todos los hombres cultos como tales, ni hay un requisito formal (un
título universitario, por ejemplo) que sea un indicador necesario o infalible. Las
definiciones del diccionario tampoco sirven de ayuda para precisar qué es la
«civilización». La del Oxford English Dictionary es indiscutible, pero tan cauta como
inútil: «Un estado desarrollado o avanzado de la sociedad humana». Lo que nos
deja sin saber aún hasta qué punto desarrollado o avanzado y en qué aspectos.
Hay quien dice que una sociedad civilizada es diferente de otra no civilizada porque
tiene ciertos atributos, entre los que se han sugerido la escritura, las ciudades y las
edificaciones monumentales. Pero es difícil llegar a un acuerdo, y parece más
seguro no basarse en ninguna prueba de este tipo. Si, en cambio, examinamos
ejemplos de lo que todo el mundo coincide en llamar civilizaciones, y no casos
marginales y dudosos, entonces es evidente que lo que tienen en común es la
complejidad. Todas han llegado a un nivel de elaboración que permite una variedad
mucho mayor de actividad y de experiencia humanas que incluso una comunidad
primitiva acomodada. «Civilización» es el nombre que damos a una interacción muy
creativa entre seres humanos cuando se ha llegado a una masa crítica de potencial
cultural y a cierto excedente de recursos. En la civilización, esto libera las
capacidades humanas necesarias para un nivel verdaderamente nuevo de
desarrollo, y en gran medida dicho desarrollo es autosostenible.
En algún momento del cuarto milenio a.C. se sitúa el punto de partida de la historia
de las civilizaciones, y será útil establecer una cronología global aproximada para
empezar. Comenzamos con la primera civilización reconocible en Mesopotamia. El
siguiente ejemplo está en Egipto, donde se puede observar la existencia de
civilización en una fecha algo posterior, quizá alrededor del 3100 a.C. Otro caso en
Oriente Próximo es la civilización minoica de Creta, que aparece hacia el 2000 a.C.,
y a partir de esa época podemos olvidarnos de prioridades en esa parte del mundo,
que ya se ha convertido en un entramado de civilizaciones que interactúan entre sí. Mientras tanto, hacia esa misma época, quizá en torno al 2500 a.C., ha aparecido
otra civilización en la India que tiene, al menos en cierta medida, escritura. La
primera civilización de China comienza más tarde, hacia la mitad del segundo
milenio a.C. Más tarde aún llegan las civilizaciones mesoamericanas. Una vez
sobrepasado aproximadamente el año 1500 a.C., sin embargo, solo este último
ejemplo está lo suficientemente aislado como para que la interacción no constituya
una parte importante de la explicación de lo que ocurre. A partir de entonces, no
hay civilizaciones cuya aparición pueda explicarse sin el estímulo, el choque o el
legado que les proporcionan las que la precedieron. Así pues, de momento este
esquema preliminar es lo bastante completo para nuestros fines.
Es muy difícil hacer generalizaciones acerca de estas primeras civilizaciones (de
cuya aparición y conformación nos ocuparemos en los siguientes capítulos). Desde
luego, todas muestran un nivel bajo de logros tecnológicos, aun cuando sea
asombrosamente alto en comparación con el de sus antecesores no civilizados. A
este respecto, su forma y desarrollo estaban aún mucho más determinados por su
entorno que los de nuestra civilización. Pero habían empezado a romper
tímidamente las limitaciones de la geografía. La topografía del mundo ya era en
gran parte como la actual; los continentes habían adquirido la forma que tienen
ahora y las barreras y los canales de comunicación que proporcionaban iban a ser
constantes, pero había una capacidad tecnológica creciente para explotarlos y
trascenderlos. Los vientos y las corrientes marinas que orientaron las primeras
navegaciones, ya en el segundo milenio a.C., el ser humano estaba aprendiendo a
utilizarlos y a escapar de su fuerza determinante.
Esto sugiere, correctamente, que muy pronto las posibilidades del intercambio
humano fueron sumamente considerables, lo que hace muy poco aconsejable
dogmatizar sobre la aparición de la civilización en una forma normalizada en lugares
diferentes. Se ha hablado de entornos favorables, los valles fluviales por ejemplo;
obviamente, sus tierras ricas y fácilmente cultivables podían sostener poblaciones
muy densas de agricultores en poblados que después crecerían para formar las
primeras ciudades. Esto fue decisivo en Mesopotamia, Egipto, el valle del Indo y
China. Pero también han surgido ciudades y civilizaciones lejos de los valles
fluviales, en Mesoamérica, en la Creta minoica y, más tarde, en Grecia. Respecto a las dos últimas, existen muchas probabilidades de que hubiera una importante
influencia del exterior, pero Egipto y el valle del Indo también estuvieron en
contacto con Mesopotamia en los inicios de su evolución. La prueba de este contacto
indujo a que, hace unos años, se planteara la idea de que deberíamos buscar una
única fuente central de civilización de la que procedían todas las demás, concepto
que ya no es muy popular, pues nos lleva a enfrentarnos no solo al incómodo caso
del surgimiento de la civilización en un continente aislado como el americano, sino
también a la enorme dificultad de elaborar el calendario de esa supuesta difusión
precisamente cuando se está conociendo cada vez mejor la cronología más antigua
gracias a la datación por radiocarbono.
La respuesta más satisfactoria parece ser que, probablemente, la civilización es
siempre resultado de la conjunción de varios factores que predisponen a un área
particular para levantar algo lo bastante denso como para ser reconocido
posteriormente como civilización, pero que los diferentes entornos, las diferentes
influencias del exterior y los diferentes legados culturales del pasado significan que
los humanos no se movieron en todas las partes del mundo a la misma velocidad, ni
siquiera hacia las mismas metas. La idea de un patrón constante de «evolución»
social fue puesta en duda antes incluso que la idea de la «difusión» a partir de una
fuente civilizadora común. Sin duda, era esencial un marco geográfico favorable; en
las primeras civilizaciones, todo dependía de la existencia de un excedente agrícola.
Pero hubo otro factor igual de importante: la capacidad de los habitantes del lugar
para sacar partido de un entorno o enfrentarse a un reto, y aquí los contactos
externos podrían ser tan importantes como la tradición. China parece a primera
vista casi aislada del exterior, pero incluso allí existieron posibilidades de contacto.
La forma en que las diferentes sociedades generan la masa crítica de elementos
necesarios para crear una civilización sigue siendo, por tanto, muy difícil de
precisar.
Es más fácil decir algo generalmente cierto sobre las características de las primeras
civilizaciones que sobre la forma en que surgieron. Aquí tampoco hay afirmaciones
absolutas y universales verosímiles. Han existido civilizaciones sin escritura, siendo
como es indudable la utilidad de esta para conservar y utilizar la experiencia.
También ha habido capacidades más mecánicas repartidas de forma desigual: los mesoamericanos realizaron importantes proyectos de construcción sin tener
animales de tiro ni conocer la rueda, y los chinos lograron fundir el hierro casi 1.500
años antes que los europeos. Tampoco todas las civilizaciones siguieron los mismos
modelos de crecimiento; es enorme la disparidad de su capacidad de resistencia, no
digamos ya de su éxito.
Las primeras civilizaciones, como las posteriores, parecen tener como característica
positiva común el hecho de que modifican la escala humana de las cosas. Aúnan el
esfuerzo cooperativo de más hombres y mujeres que las sociedades anteriores y,
por lo general, lo hacen reuniéndolos físicamente en aglomeraciones también
mayores. La palabra «civilización» sugiere, a juzgar por su raíz latina, una conexión
con la urbanización. Cierto es que sería muy audaz el historiador que estuviera
dispuesto a trazar una línea precisa en el momento en que se produjo el paso de un
modelo denso de poblados agrícolas agrupados en torno a un centro religioso o un
mercado a la primera ciudad auténtica. Pero es perfectamente razonable decir que,
más que cualquier otra institución, la ciudad ha proporcionado la masa crítica que
da lugar a la civilización y ha fomentado la innovación mejor que cualquier otro
entorno anterior. Dentro de la ciudad, los excedentes de riqueza producidos por la
agricultura hicieron posibles otras cosas que caracterizan a la vida civilizada.
Sirvieron para el mantenimiento de una clase sacerdotal que elaboró una compleja
estructura religiosa, que condujo a la construcción de grandes edificios con
funciones distintas a las meramente económicas y, finalmente, a la literatura. Así,
se asignaron recursos mucho mayores que en épocas anteriores a algo distinto del
consumo inmediato, y ello llevó a nuevas iniciativas y experiencias. La cultura así
acumulada se convirtió gradualmente en un instrumento cada vez más efectivo para
cambiar el mundo.
Hay un cambio que resulta evidente enseguida: en distintas partes del mundo, los
seres humanos empezaron a diferenciarse entre sí cada vez más rápidamente. El
hecho más obvio de las primeras civilizaciones es que son asombrosamente
diferentes en cuanto a estilo, pero precisamente por ser tan obvio lo solemos pasar
por alto. La llegada de la civilización inaugura una era de diferenciación cada vez
más rápida de la vestimenta, de la arquitectura, de la tecnología, del
comportamiento, de las formas sociales y del pensamiento. Sus raíces están evidentemente en la prehistoria, cuando ya existían seres humanos con estilos de
vida diferentes, diferentes modelos de existencia, diferentes mentalidades, así como
diferentes características físicas. Con el surgimiento de las primeras civilizaciones,
esto se vuelve mucho más obvio, pero ya no es meramente producto del entorno
natural, sino de la capacidad creativa de la propia civilización. Solo con la llegada
del predominio de la tecnología occidental, en el siglo XX, ha empezado a disminuir
esta variedad. Desde las primeras civilizaciones hasta nuestros días, siempre ha
habido modelos de sociedad alternativos, incluso cuando apenas se conocían entre
sí.
Gran parte de esta variedad es muy difícil de recuperar; en algunos casos, lo único
que podemos hacer es ser conscientes de que está ahí. Al principio, son aún pocos
los testimonios sobre la vida intelectual, salvo las instituciones que hemos podido
recuperar, los símbolos que aparecen en el arte y las ideas que se expresan en la
literatura. En ellos están los presupuestos que constituyen las grandes coordenadas
en torno a las cuales se construye una visión del mundo, aun cuando las personas
que sostienen esa visión no sepan que están ahí (con frecuencia, la historia es el
descubrimiento de lo que el hombre no sabía de sí mismo). Muchos de ellos son
irrecuperables, e incluso cuando podemos empezar a captar las formas que
definieron el mundo de los hombres que vivieron en las civilizaciones antiguas, hay
que hacer un constante esfuerzo de imaginación para evitar el peligro de caer en el
anacronismo que nos rodea por todas partes. Ni siquiera la escritura revela mucho
de la mentalidad de unas criaturas tan parecidas y tan distintas a la vez de
nosotros.
Es en Oriente Próximo donde se hacen patentes por primera vez los estimulantes
efectos que producen las diferentes culturas unas sobre otras, y sin duda ahí está
gran parte de la historia de la aparición de las primeras civilizaciones. Un torbellino
de idas y venidas de pueblos a lo largo de 3.000 o 4.000 años enriqueció y alteró la
región donde comenzó nuestra historia. El Creciente Fértil iba a ser, durante la
mayor parte de la era histórica, un gran crisol de culturas, una zona no solo de
asentamiento sino también de tránsito, a través de la cual se vertió un flujo y
reflujo de personas e ideas. Al final, todo esto produjo un fértil intercambio de instituciones, lenguas y creencias del que se deriva gran parte del pensamiento y de
las costumbres del hombre de nuestros días.
No se puede explicar con exactitud por qué llegó tanta gente al Creciente Fértil,
pero la hipótesis más generalizada es que tuvo su raíz en la superpoblación de las
tierras de las que procedían los intrusos. La superpoblación es, a primera vista, una
idea curiosa de aplicar a un mundo cuya población total, alrededor del 4000 a.C., se
calcula que era de solo entre 80 y 90 millones de personas. En los siguientes 4.000
años aumentó en cerca del 50 por ciento hasta llegar a 130 millones, lo que supone
un crecimiento anual casi imperceptible en comparación con el que consideramos
normal ahora. Asimismo, ello es muestra tanto de la lentitud relativa con la que
aumentó nuestra especie su capacidad para explotar el mundo natural como de en
qué medida y con qué rapidez las nuevas posibilidades de civilización habían
reforzado ya la propensión del hombre a multiplicarse y prosperar en comparación
con la época prehistórica.
Este crecimiento era aún pequeño según criterios posteriores, porque siempre se
basó en un margen muy frágil de recursos y es esta fragilidad la que justifica que se
hable de superpoblación. La sequía o la desecación podían destruir de forma
dramática y repentina la capacidad de una zona para alimentarse, y ello miles de
años antes de que se pudieran traer con facilidad alimentos de otros lugares. El
resultado inmediato debió de ser a menudo el hambre, pero a largo plazo hubo
otros más importantes. Las perturbaciones consiguientes fueron los principales
motores de la historia antigua; el cambio climático era aún un factor determinante,
aunque de una forma mucho más local y específica. Las sequías, las tormentas
catastróficas, incluso unas cuantas décadas de temperaturas marginalmente
inferiores o superiores, podían obligar a los pueblos a emigrar y contribuir así a la
llegada de la civilización al reunir a personas de diferentes tradiciones. En conflicto y
cooperación aprendieron unos de otros, y aumentaron así el potencial total de sus
sociedades.
Los pueblos que se convirtieron en los actores de la historia antigua en Oriente
Próximo pertenecían todos a la familia humana de piel clara (a veces llamada
«caucásica»), que es una de las tres principales clasificaciones étnicas tradicionales
de la especie Homo sapiens (las otras dos son la negroide y la mongoloide). Las diferencias lingüísticas permiten una mayor distinción. Todos los pueblos del
Creciente Fértil en la época de las primeras civilizaciones pueden clasificarse en las
razas camitas que evolucionaron en África, al norte y el nordeste del Sahara; en los
semitas de la península Arábiga; en los indoeuropeos que, desde el sur de Rusia, se
habían propagado también en el 4000 a.C. a Europa e Irán, o en los verdaderos
«caucásicos» de Georgia. Estos son los dramatis personae de la historia antigua de
Oriente Próximo. Todos sus centros históricos están situados alrededor de la zona
donde aparecen la agricultura y la civilización en fecha tan temprana; la riqueza de
una zona tan bien colonizada debió de ejercer una gran atracción sobre los pueblos
periféricos.
Hacia el 4000 a.C., la mayor parte del Creciente Fértil estaba quizá ocupado por
caucásicos. Probablemente, por aquel entonces los pueblos semitas ya habían
empezado a penetrar también en la región, y su presión aumentó de tal manera
que, a mediados del tercer milenio a.C. (mucho después de la aparición de la
civilización), estarán bien instalados en la Mesopotamia central, junto a los tramos
intermedios del Tigris y el Éufrates. La interacción y rivalidad de los pueblos semitas
con los caucásicos, que lograron mantenerse en las tierras altas que rodeaban
Mesopotamia por el nordeste, es una cuestión con la que los investigadores se han
encontrado continuamente en la historia más antigua de la región. Hacia el 2000
a.C., los pueblos cuyas lenguas forman parte de lo que se denomina «grupo
indoeuropeo» habían entrado también en escena, y en dos direcciones. Los hititas
penetraron en Anatolia desde Europa, mientras desde el este avanzaban a su vez
los iranios. Entre el 2000 y el 1500 a.C., algunas ramas de ambos grupos lucharon
y se mezclaron con los pueblos semitas y caucásicos en el mismo Creciente,
mientras que los contactos de los camitas y los semitas subyacen en gran parte de
la historia política del antiguo Egipto. Este resumen es, desde luego, muy
impresionista, y su valor radica únicamente en que ayuda a indicar el dinamismo y
los ritmos básicos de la historia del antiguo Oriente Próximo. Muchos de los detalles
siguen siendo muy inciertos (como se verá), y poco puede decirse sobre lo que
mantuvo esta fluidez. Sin embargo, sea cual fuera su causa, este movimiento de
pueblos fue el fondo sobre el cual apareció y prosperó la primera civilización.
2. La antigua Mesopotamia
El lugar acerca del que hay mejores argumentos para considerarlo la cuna de la
primera civilización es la parte meridional de Mesopotamia, una tierra de 1.100
kilómetros de longitud formada por los dos valles fluviales del Tigris y el Éufrates.
Este extremo del Creciente Fértil estaba en el Neolítico densamente cubierto de
poblados agrícolas. Algunos asentamientos se hallan en el extremo sur, donde los
depósitos de siglos de drenaje de las tierras altas y las inundaciones anuales habían
formado un suelo de gran riqueza. Siempre debió de ser mucho más fácil cultivar la
tierra aquí que en otro lugar, dado que el suministro de agua podía ser continuo y
sin riesgos, y eso porque, a pesar de que las lluvias eran insignificantes e
irregulares, el lecho del río quedaba a menudo por encima del nivel de los llanos
circundantes. Se ha calculado que, hacia el 2500 a.C., la producción de grano en el
sur de Mesopotamia se podía comparar con la de los mejores campos de trigo
canadienses de la actualidad. En fecha temprana existió la posibilidad de cosechar
más de lo que se necesitaba para el consumo diario y obtener el excedente
indispensable para la aparición de la vida urbana. Además, el vecino mar
proporcionaba pesca.
El marco de la Mesopotamia meridional constituía un desafío, además de una
oportunidad. El Tigris y el Éufrates podían cambiar sus lechos; de forma repentina y
violenta, había que elevar las tierras pantanosas y bajas del delta por encima del
nivel de las aguas con obras de encauzamiento y construir canales para el drenaje.
Miles de años después, se podían ver aún en uso en Mesopotamia técnicas que
probablemente fueron las primeras empleadas para hacer las plataformas de cañas
y barro sobre las que se construyeron los primeros caseríos de la zona. Los terrenos
de cultivo solían agruparse donde el suelo era más rico. Los canales de drenaje y de
riego que necesitaban solo podían gestionarse adecuadamente si se hacían de forma
colectiva. Sin duda, la organización social del saneamiento de los pantanos fue otra
de las consecuencias. Sea como fuere, el logro aparentemente sin precedentes de
convertir en campos de cultivo una zona pantanosa debió de provocar una nueva
complejidad en la forma en que convivía la gente.
A medida que aumentaba la población de Mesopotamia, se fueron ocupando más
tierras para cultivar alimentos. Antes o después, hombres de diferentes poblaciones se encontrarían cara a cara con el intento de otros hombres de sanear unos
pantanos que antes los habían separado. Las diferentes necesidades de riego
incluso podrían haberlos puesto en contacto antes de esto. Solo había una
alternativa: combatir o cooperar. Cada una de ellas significaba una mayor
organización colectiva y una nueva acumulación de poder. En algún punto de este
camino, era lógico que la gente se agrupara en unidades mayores que las que había
hasta entonces para la autoprotección o la gestión del entorno. Un resultado físico
de ello es la ciudad, rodeada al principio de muros de barro para protegerse de las
inundaciones y los enemigos, y elevada sobre las aguas en una plataforma. Era
lógico que el lugar escogido fuera el santuario de la deidad local que respaldaba la
autoridad de la comunidad. Esta autoridad la ejercía un sumo sacerdote que se
convirtió en el gobernante de una pequeña teocracia que competía a su vez con
otras.
Un proceso similar a este explica la diferencia entre la Mesopotamia meridional en el
tercer y cuarto milenios a.C. y las demás zonas de cultura neolítica con las que,
para entonces, ya llevaba tiempo en contacto. Hay multitud de testimonios, como la
existencia de cerámica y altares característicos, de los vínculos que unían
Mesopotamia y las culturas neolíticas de Anatolia, Asiria e Irán. Todas ellas tenían
mucho en común, pero solo en una zona relativamente pequeña el modelo de vida
de poblado que era común a gran parte de Oriente Próximo comenzó a desarrollarse
rápidamente y se convirtió en algo distinto. Es en este contexto donde surgen el
primer urbanismo real, el de Sumer, y la primera civilización observable.
Sumer es el nombre antiguo del sur de Mesopotamia, que entonces se extendía
alrededor de 160 kilómetros menos al sur que actualmente. Sus habitantes no
hablaban lenguas semitas, a diferencia de sus vecinos del sudoeste, y tampoco eran
semitas sus vecinos septentrionales, los elamitas, que vivían al otro lado del Tigris.
Los especialistas siguen divididos respecto a cuándo llegaron los sumerios —es
decir, los que hablaban la lengua posteriormente llamada «sumeria»— a la zona;
podrían llevar ahí desde aproximadamente el 4000 a.C. Pero dado que sabemos que
la población del Sumer civilizado era una mezcla de razas, que quizá incluyera a los
anteriores habitantes de la región, y tenía una cultura que unía elementos foráneos
y locales, eso no importa mucho. La civilización sumeria tenía raíces profundas. La gente compartía desde hacía
tiempo una forma de vida no muy diferente de la de sus vecinos. Vivían en poblados
y tenían unos cuantos centros de culto importantes que se ocupaban
continuamente. Uno de ellos, en un lugar llamado Eridu, probablemente se originó
alrededor del 5000 a.C. Creció regularmente hasta bien entrada la época histórica y,
a mediados del cuarto milenio, había un templo que algunos creen que sirvió de
modelo original para la arquitectura monumental mesopotámica, aunque nada
queda de él salvo la plataforma sobre la que se erigió. Estos centros de culto
empezaron atendiendo a los que vivían cerca de ellos. No había auténticas ciudades,
sino lugares de devoción y peregrinaje. Puede que no tuvieran una población
residente considerable, pero eran habitualmente los centros alrededor de los cuales
cristalizaron más tarde las ciudades, lo que contribuye a explicar la estrecha
relación entre religión y gobierno que hubo siempre en la antigua Mesopotamia.
Mucho antes del 3000 a.C., algunos de estos lugares tenían templos realmente
grandes; en Uruk (llamada Erech en la Biblia) había uno especialmente magnífico,
con una decoración elaborada y unas impresionantes columnas de ladrillos de
adobe, de casi dos metros y medio de diámetro.
La cerámica es uno de los testimonios más importantes que unen la Mesopotamia
precivilizada a la época histórica, al proporcionar una de las primeras pruebas del
avance de algo culturalmente importante y cualitativamente diferente del Neolítico.
Las llamadas «cerámicas de Uruk» (el nombre procede del lugar donde fueron
halladas) resultan en ocasiones mucho más insulsas y menos impactantes que las
anteriores. En realidad, fueron producidas en serie siguiendo un modelo, hechas con
torno. Lo que esto implica es, evidentemente, que cuando se realizaron ya existía
una población de artesanos especializados, mantenida por una agricultura lo
bastante rica como para producir un excedente que podía ser intercambiado por sus
creaciones. Es este cambio con el que se puede dar por inaugurada la historia de la
civilización sumeria.
La civilización sumeria dura unos mil trescientos años (del 3300 al 2000 a.C.), más
o menos el mismo tiempo que nos separa de la época de Carlomagno. Al principio
se produjo la invención de la escritura, posiblemente el único invento de
importancia comparable a la de la agricultura antes de la era del vapor. La escritura había ido precedida de la invención de los sellos cilíndricos, sobre los que se
grababan pequeños dibujos que se imprimían en la arcilla; puede que la cerámica
degenerase, pero estos sellos constituyen uno de los grandes logros artísticos
mesopotámicos. Las escrituras más antiguas tienen forma de pictogramas o dibujos
simplificados (un paso hacia la comunicación no representativa), y aparecen sobre
tablillas de arcilla que se cocían después de ser grabadas con una caña. Las más
antiguas están en sumerio y son informes, listas de productos y recetas; su utilidad
es económica y no pueden leerse como una prosa continua. La escritura de estos
primeros cuadernos de notas y libros de contabilidad evolucionó lentamente hacia la
cuneiforme, mediante la cual las impresiones se grababan sobre la arcilla con la
sección en forma de cuña de una caña cortada. Esta escritura supone la ruptura
total con la forma pictográfica. Los signos y los grupos de signos representan en
esta etapa elementos fonéticos y posiblemente silábicos, y están compuestos todos
ellos de combinaciones de la misma forma cuneiforme básica. Como forma de
comunicación por signos, era más flexible que cualquier otra utilizada hasta
entonces, y Sumer la adoptó poco después del 3000 a.C.
Se sabe bastante de la lengua sumeria. Algunas de sus palabras han sobrevivido
hasta nuestros días; una de ellas es la forma original de la palabra alcohol, lo que
es sugerente. Pero su mayor interés está en su aparición en formas escritas. La
escritura debió de ser al mismo tiempo algo inquietante y estabilizador. Por una
parte, ofrecía enormes y nuevas posibilidades de comunicación; por otra,
estabilizaba la práctica porque permitía la consulta de anotaciones. Facilitó en gran
medida las operaciones complejas de regar las tierras y recoger y almacenar las
cosechas, fundamentales para una sociedad en crecimiento. La escritura contribuyó
también a una explotación más eficiente de los recursos. Asimismo, fortaleció
enormemente el gobierno y subrayó los lazos de este con las castas sacerdotales
que al principio monopolizaron la escritura. Resulta interesante que uno de los
primeros usos que se dio a los sellos parece estar relacionado con ello, dado que se
utilizaban para certificar de algún modo la cantidad de productos que se entregaban
en el templo. Quizá sirvieran al principio para dejar constancia de las operaciones
de una economía de redistribución centralizada, en la que la gente llevaba su producción al templo, donde recibían a su vez los alimentos o los materiales que
necesitaban.
Además de lo dicho, la invención de la escritura abre otra puerta del pasado al
historiador, que no solo puede estudiar las anotaciones administrativas, sino que
puede por fin hablar con cierta seguridad de mentalidades, ya que la escritura
preserva la literatura. La historia más antigua del mundo es la Epopeya de
Gilgamesh. Cierto es que su versión más completa solo se remonta al siglo VII a.C.,
pero la narración en sí aparece en la época sumeria y se sabe que fue escrita poco
después del 2000 a.C.
Gilgamesh fue un personaje real, un gobernante de Uruk, que se convirtió asimismo
en el primer héroe de la literatura universal, y aparece también en otros poemas. Es
la primera persona cuyo nombre debe aparecer en este libro. Para el lector
moderno, la parte más sorprendente de la epopeya es la que refiere la llegada de
una gran inundación que borra de la Tierra la especie humana salvo una familia
escogida, que sobrevive al construir un arca; de ella nace una nueva raza que
poblará el mundo cuando se retiren las aguas. Esto no formaba parte de las
versiones más antiguas de la epopeya, sino que era un poema distinto que contaba
una historia que aparece bajo numerosas formas en Oriente Próximo, aunque
resulta fácil entender su incorporación a la epopeya. La Baja Mesopotamia debió de
sufrir siempre muchos problemas con las inundaciones, que fueron sin duda una
gran lacra para el frágil sistema de irrigación del que dependía su prosperidad. Las
inundaciones tenían, quizá, el carácter de un desastre general, y debieron de
contribuir a fomentar el fatalismo pesimista que algunos especialistas consideran la
clave de la religión sumeria.
Este sombrío estado de ánimo domina la epopeya. Gilgamesh hace grandes cosas
en su incansable búsqueda de afirmación frente a las férreas leyes de los dioses que
aseguran el fracaso humano, pero estos triunfan al final y Gilgamesh también ha de
morir:
Los héroes, los hombres sabios, crecen y menguan como la luna nueva. Los
hombres dirán: « ¿Quién ha gobernado nunca con tanta fuerza y poder como
él?». Como en el mes de la oscuridad, el mes de las sombras, así sin él no hay luz. ¡Oh, Gilgamesh!, este era el significado de tu sueño. Recibiste el
trono, ese fue tu destino; la vida eterna no era tu destino.
Además de este tono y de que constituye la expresión del temperamento
religioso de una civilización, la epopeya contiene mucha información sobre los
dioses de la antigua Mesopotamia. Pero es difícil llegar a la historia a través
de ella, y no digamos ya relacionarla con el Gilgamesh histórico. En concreto,
las tentativas de identificar una única inundación catastrófica por medios
arqueológicos no han sido convincentes, aunque se dispone de multitud de
pruebas de la existencia de inundaciones periódicas. Del agua emerge
finalmente la tierra; quizá, entonces, lo que se nos ofrece es un relato de la
creación del mundo, del génesis. En la Biblia hebrea, la tierra emerge de las
aguas por voluntad de Dios, y este relato satisfizo a los europeos más cultos
durante mil años. Es fascinante especular con que podríamos deber gran
parte de nuestros antecedentes intelectuales a una reconstrucción mítica por
los sumerios de su propia prehistoria, cuando se crearon las tierras de cultivo
a partir de las marismas del delta de Mesopotamia. Pero esto es solo
especulación; la prudencia aconseja que nos conformemos con señalar sin
más los innegables paralelismos que hay entre la epopeya y una de las
mejores historias de la Biblia, la del arca de Noé.
La Epopeya de Gilgamesh apunta hacia la posible importancia de la difusión
de las ideas sumerias en Oriente Próximo, mucho después de que el foco de
la historia de la región se hubiera desplazado hacia la Alta Mesopotamia.
Versiones y partes de la epopeya —por ceñirnos, de momento, a ese texto—
han aparecido en los archivos y reliquias de muchos pueblos que dominaron
parcialmente la región en el segundo milenio a.C. Aunque posteriormente se
perdiera de vista hasta su redescubrimiento en la época moderna, Gilgamesh
fue durante unos dos mil años un nombre al que podía aludir la literatura en
muchas lenguas, de forma similar al modo en que, hasta hace poco, los
autores europeos podían dar por sentado que sus lectores entenderían una
alusión a la Grecia clásica. La lengua sumeria pervivió durante siglos en
templos y escuelas de escribas, de modo muy parecido a cómo vivió el latín
para las personas instruidas en la confusión de las culturas vernáculas en Europa tras la caída del mundo clásico occidental de Roma. La comparación
es sugerente, porque la tradición literaria y lingüística representa ideas e
imágenes que imponen, permiten y delimitan diferentes formas de ver el
mundo; que tienen, por así decir, su propio peso histórico.
Probablemente, las ideas más importantes que mantuvieron viva la lengua sumeria
fueron las religiosas. Ciudades como Ur y Uruk fueron semilleros de unas ideas que,
tras su transmutación en otras religiones de Oriente Próximo durante el primer y el
segundo milenios a.C., iban a influir, cuatro mil años después, en todo el mundo,
aunque en formas diferentes y casi irreconocibles. Existe por ejemplo, en la
Epopeya de Gilgamesh, una criatura ideal de la naturaleza, el hombre Enkidu; su
caída o pérdida de la inocencia tiene carácter sexual, al ser seducido por una
ramera, después de lo cual, pese a que el resultado para él es la civilización, pierde
su feliz relación con el mundo natural. La literatura permite observar indicios como
este en las mitologías de otras sociedades posteriores. En la literatura, la gente
empieza a hacer explícitos los significados antes ocultos en oscuras reliquias de
ofrendas sacrificiales, en figuras de arcilla y en las plantas de altares y templos. En
el antiguo Sumer, estos indicios ya revelan una organización del discurso humano
sobre lo sobrenatural mucho más compleja y elaborada que en cualquier otro lugar
de la Antigüedad. Los templos, que habían sido el foco de las primeras ciudades, se
fueron volviendo cada vez más grandes y espléndidos (en parte gracias a la
tradición de construir nuevos templos en montículos que abarcaban a sus
predecesores). Se ofrecían sacrificios en ellos para asegurar buenas cosechas.
Posteriormente, sus cultos se volvieron más complejos y se construyeron templos
de mayor magnificencia aún en lugares tan al norte como Assur, a casi quinientos
kilómetros del Tigris, y sabemos de uno construido con cedros traídos de Líbano y
cobre de Anatolia.
Ninguna otra sociedad antigua de la época concedía a la religión un lugar tan
destacado ni desviaba tanto de sus recursos colectivos para mantenerla. Se ha
sugerido que ello se debía a que ninguna otra sociedad antigua permitió que la
gente se sintiera tan totalmente dependiente de la voluntad de los dioses. El paisaje
de la Baja Mesopotamia de la Antigüedad era llano, monótono, de marismas, pantanos y agua. No había montañas para que los dioses moraran en ellas como los
hombres, solo un cielo vacío, el implacable sol del estío, vientos violentos contra los
que no había protección, el irresistible poder de la riada y los frustrantes ataques de
la sequía. Los dioses moraban en estas fuerzas elementales o en los «lugares altos»
que dominaban, solitarios, las llanuras, en las torres de ladrillo y zigurats que
recuerdan la bíblica torre de Babel. No sorprende, pues, que los sumerios se
consideraran un pueblo creado para trabajar para los dioses.
Hacia el 2250 a.C., había en Sumer un panteón de dioses que representaban más o
menos los elementos y fuerzas naturales, y que iba a ser la columna vertebral de la
religión mesopotámica. Este es el principio de la teología. Al principio, cada ciudad
tenía su dios particular. Posiblemente ayudados por los cambios políticos en las
relaciones de las ciudades, al final se organizaron en una especie de jerarquía que
reflejaba y afectaba a las ideas de la gente sobre la sociedad humana. Los dioses de
Mesopotamia, en el sistema desarrollado, se representan con forma humana. A cada
uno de ellos se le adjudicaba una actividad o papel especial; había un dios del aire,
otro del agua, otro del arado. Ishtar (como se la conoció más tarde bajo su nombre
semítico) era la diosa del amor y de la procreación, pero también de la guerra. En la
cúspide de la jerarquía había tres grandes dioses masculinos, cuyos papeles no son
fáciles de desentrañar: Anu, Enlil y Enki. Anu era el padre de los dioses. Enlil era, al
principio, el más importante; era el «Señor Aire», sin el cual nada podía hacerse.
Enki, dios de la sabiduría y del agua dulce que significaba literalmente la vida para
Sumer, era un maestro y dador de vida, que mantenía el orden configurado por
Enlil.
Estos dioses exigían actos de propiciación y sumisión en un complejo ritual. A
cambio de ello y de vivir una vida buena, concederían prosperidad y longevidad,
pero nada más. En medio de las incertidumbres de la vida mesopotámica, era
esencial el sentimiento de que existía un posible acceso a la protección. El hombre
dependía de los dioses para obtener tranquilidad en un universo caprichoso. Los
dioses —aunque ningún mesopotámico lo habría expresado así— eran la
conceptualización de un intento elemental de controlar el entorno, de resistir a los
repentinos desastres de las inundaciones y las tormentas de arena, de asegurar la
continuidad del ciclo de las estaciones mediante la repetición de la gran fiesta de la primavera, en la que los dioses se desposaban de nuevo y se volvía a representar el
acto de la creación. Después de eso, se aseguraba la existencia del mundo un año
más.
Una de las grandes exigencias que posteriormente llegó a plantear el ser humano a
la religión era que debía ayudarlo a enfrentarse al inevitable terror a la muerte. Por
lo que sabemos, los sumerios y quienes heredaron sus ideas religiosas apenas
pudieron obtener consuelo de sus creencias; al parecer, veían el mundo de la vida
después de la muerte como un lugar triste y tenebroso. Era «la casa donde se
sientan en la oscuridad, donde el polvo es su alimento y la arcilla su carne, se visten
como pájaros con alas por vestido, sobre cerrojo y puerta yacen el polvo y el
silencio». En estas creencias radica el origen de las ideas posteriores sobre Sheol, el
infierno. Al menos un ritual suponía en la práctica el suicidio, ya que varios reyes y
reinas sumerios de mediados del tercer milenio fueron acompañados hasta sus
tumbas por sus ayudantes, que fueron enterrados con ellos, quizá tras tomar alguna
bebida soporífera. Esto podría sugerir que los muertos iban a algún lugar donde
llevar un gran séquito y magníficas joyas sería tan importante como en la Tierra.
La religión sumeria tenía importantes aspectos políticos. Toda la tierra pertenecía en
última instancia a los dioses; el rey, probablemente un rey-sacerdote que en sus
orígenes debió de ser un jefe-guerrero, no era más que su representante. No había
ningún tribunal humano, desde luego, ante el que debiera rendir cuentas el rey.
Esta condición también supuso el nacimiento de una clase sacerdotal, integrada por
especialistas cuya importancia justificaba unos privilegios económicos que podían
permitir que cultivaran destrezas y conocimientos especiales. En este aspecto,
Sumer fue también la cuna de una tradición, la de los videntes, adivinos y sabios de
Oriente, que asimismo tenían a su cargo el primer sistema organizado de educación,
basado en la memorización y copia de la estructura cuneiforme.
Una de las consecuencias de la religión sumeria fue la primera representación real
del ser humano en el arte. Hubo un centro religioso en particular, Mari, donde
parece que existió una especie de afición a representar figuras humanas que
realizaban actos rituales. A veces están agrupadas en procesiones; se crea así uno
de los grandes temas del arte pictórico. Otros dos temas destacan también: la
guerra y el mundo animal. Algunos han detectado un significado profundo en las primeras representaciones de los sumerios, viendo en ellas las cualidades
psicológicas que hicieron posibles los asombrosos logros de su civilización, un
impulso profundo hacia la preeminencia y el éxito. Esto es también especulación. Lo
que podemos ver, asimismo por primera vez, en el arte sumerio es gran parte de
una vida cotidiana que en las épocas más antiguas permaneció oculta para
nosotros. Dados los amplios contactos que tenía Sumer y la semejanza básica de su
estructura con la de otros pueblos vecinos, no exageramos si decimos que a través
del arte sumerio podemos empezar a vislumbrar parte de la vida casi tal y como se
vivió en una extensa zona del antiguo Oriente Próximo.
Sellos, estatuas y pinturas muestran un pueblo en muchas ocasiones vestido con
una especie de falda de pieles — ¿de cabra o de oveja?—, un pliegue de la cual
llevaban a veces las mujeres sobre el hombro. Los hombres van a menudo, aunque
no siempre, totalmente afeitados. Los soldados visten la misma ropa y solo se les
distingue porque llevan armas y a veces un gorro puntiagudo de cuero. Parece que
el lujo consistía en disponer de tiempo para el ocio y en tener otras posesiones
además de la ropa, sobre todo joyas, de las que han sobrevivido gran cantidad. Su
finalidad parece ser con frecuencia indicar la posición social, y su presencia es
síntoma de una sociedad de complejidad creciente. También se ha conservado una
pintura que representa una fiesta en la que un grupo de hombres están sentados en
unos sillones con copas en las manos, mientras escuchan a un músico. En esos
momentos Sumer parece menos lejano.
El matrimonio sumerio tenía muchos elementos que serían familiares para las
sociedades posteriores. Lo esencial era el consentimiento de la familia de la novia.
Una vez fijados los términos a satisfacción de esta, el matrimonio creaba una nueva
unidad familiar monógama que quedaba inscrita en un contrato sellado. El cabeza
de familia era el marido patriarcal, que gobernaba tanto sobre su familia como
sobre sus esclavos, siguiendo un modelo observable hasta hace muy poco en la
mayor parte del mundo. Aunque hay matices interesantes. Los testimonios jurídicos
y literarios sugieren que, incluso en las épocas más antiguas, las mujeres sumerias
estaban menos oprimidas que las de muchas sociedades posteriores de Oriente
Próximo. Las tradiciones semíticas y no semíticas pueden discrepar al respecto. Las
historias sumerias sobre sus dioses sugieren una sociedad que era muy consciente
Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts
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del peligroso y siempre impresionante poder de la sexualidad femenina; los
sumerios fueron el primer pueblo que escribió sobre la pasión.
No siempre es fácil relacionar estas cosas con las instituciones, pero las leyes
sumerias dieron importantes derechos a las mujeres. Una mujer no era un mero
bien mueble; incluso la esclava que fuera madre de los hijos de un hombre libre
tenía derechos que la ley protegía. Las disposiciones sobre el divorcio daban a las
mujeres, además de a los hombres, la posibilidad de separarse, y establecían que
las esposas divorciadas recibieran un trato equitativo. Aunque el adulterio de una
esposa estaba castigado con la muerte, mientras que el del marido no, esta
diferencia ha de entenderse a la luz de la preocupación por la herencia y la
propiedad. Hasta mucho después de la época sumeria no empezaron las leyes
mesopotámicas a subrayar la importancia de la virginidad y a imponer el velo a las
mujeres respetables, signos ambos de endurecimiento y de la asignación de un
papel más restrictivo a la mujer.
Los sumerios mostraron también una gran capacidad inventiva para la técnica, y
otros pueblos les deberían muchas innovaciones. Fueron ellos quienes pusieron los
cimientos de las matemáticas, estableciendo la técnica de expresar el número
mediante la posición además de mediante el signo (del mismo modo que nosotros,
por ejemplo, podemos asignar a la cifra 1 el valor de una unidad, de una décima), y
hallaron un método de dividir el círculo en seis segmentos iguales. Conocían
también el sistema decimal, aunque no lo explotaron.
Al final de su historia como civilización independiente, los sumerios habían
aprendido a vivir en grandes grupos; se dice que una sola ciudad tenía treinta y seis
mil varones. Esto planteaba grandes exigencias a la capacidad de construcción,
aunque eran mayores aún las que planteaban las grandes estructuras
monumentales. A falta de piedra, los mesopotámicos meridionales habían
construido primero con cañas cubiertas de barro, y luego con ladrillos de barro
secados al sol. Al final del período sumerio, su tecnología del ladrillo era lo
suficientemente avanzada como para posibilitar la construcción de edificios muy
grandes con columnas y terrazas; el mayor de sus monumentos, el zigurat de Ur,
tenía una plataforma superior de treinta metros de altura y una base de sesenta
metros por cuarenta y cinco. El torno de alfarero más antiguo se halló en Ur; esta fue la primera forma en que el ser humano hizo uso del movimiento de rotación y
en este instrumento se basó la producción a gran escala de la cerámica, lo que la
convirtió en una ocupación masculina y no femenina, como lo fue la alfarería.
Pronto, hacia el 3000 a.C., se utilizó la rueda para el transporte. Otro invento de los
sumerios fue el vidrio, y había artesanos especializados que fundían el bronce a
principios del tercer milenio a.C.
La innovación sumeria plantea nuevos interrogantes: ¿de dónde procedía la materia
prima? No hay metales en la Mesopotamia meridional. Además, incluso en épocas
anteriores, durante el Neolítico, la región tuvo que obtener de otro lugar el sílex y la
obsidiana necesarios para construir los primeros aperos agrícolas. No cabe duda de
que existió una gran red de contactos exteriores, sobre todo con el Mediterráneo
oriental y con Siria, situados a gran distancia, pero también con Irán y Bahrein, en
el golfo Pérsico. Antes del 2000 a.C., Mesopotamia obtenía productos —aunque
posiblemente de forma indirecta— del valle del Indo. Junto con los testimonios que
proporcionan los documentos (que revelan contactos con la India antes del 2000
a.C.), se obtiene la impresión de que había un sistema de comercio internacional
vagamente emergente que iba creando importantes modelos de interdependencia.
Cuando, a mediados del tercer milenio, se agotó el abastecimiento de estaño de
Oriente Próximo, las armas de bronce mesopotámicas tuvieron que dar paso a las
de cobre puro.
Toda la economía se sostenía con una agricultura que fue, desde fecha muy
temprana, tan compleja como rica. Se cosechaban en abundancia cebada, trigo,
mijo y sésamo; puede que la cebada fuera el cultivo principal, lo que explicaría sin
duda los frecuentes indicios de la presencia de alcohol en la antigua Mesopotamia.
En el blando suelo de los lechos de las inundaciones, no hacían falta herramientas
de hierro para lograr un cultivo intensivo; las grandes contribuciones de la
tecnología fueron la práctica de la irrigación y el crecimiento del gobierno,
habilidades que fueron acumulándose con lentitud; el testimonio de la civilización
sumeria nos lo han dejado mil quinientos años de historia.
Hasta ahora se ha hablado de esta enorme extensión de tiempo como si no hubiera
ocurrido nada en ella, como si fuera un todo inmutable. Desde luego, no fue así.
Sean cuales sean las reservas que haya que albergar sobre la lentitud del cambio en el mundo antiguo, y aunque ahora nos pueda parecer muy estático, fueron quince
siglos de grandes cambios para los mesopotámicos; historia, en el auténtico sentido
de la palabra. Los especialistas han recuperado mucho de esta historia, pero no es
este el lugar de exponerla con detalle, especialmente cuando gran parte de ella
sigue en discusión, gran parte permanece en tinieblas e incluso su datación es
muchas veces solo aproximada. Lo único que nos hace falta aquí es relacionar el
primer período de la civilización mesopotámica con sus sucesores y con lo que
ocurría simultáneamente en otros lugares.
Cabe distinguir tres grandes fases en la historia de Sumer. La primera, que
transcurrió entre el 3360 a.C. y el 2400 a.C., se ha llamado «período arcaico». Su
contenido narrativo es una sucesión de guerras entre ciudades-estado, sus
ascensiones y caídas. Las ciudades fortificadas y la aplicación de la rueda a la
tecnología militar en torpes carros de cuatro ruedas son algunos testimonios de ello.
Hacia mediados de esta fase, que duró novecientos años, comenzaron a
establecerse con cierto éxito las dinastías locales. Al principio, parece que la
sociedad sumeria tuvo alguna base representativa, incluso democrática, pero el
aumento de la población condujo al surgimiento de reyes distintos de los primeros
sacerdotes gobernantes, que probablemente fueron al principio señores de la guerra
nombrados por las ciudades para dirigir sus fuerzas, y que posteriormente, una vez
desaparecido el peligro que les empujó al poder, se negaron a renunciar a este. De
ellos nacieron una serie de dinastías que combatieron entre sí hasta que la
repentina aparición de una gran personalidad inició una nueva fase.
Sargón I fue un rey de la ciudad semítica de Acad que conquistó Mesopotamia en el
2334 a.C. y que inauguró la era de la supremacía acadia. Existe una cabeza
esculpida que probablemente le representa; si es él, se trata de uno de los primeros
retratos reales que existen. Sargón I fue el primer rey de un largo linaje de
creadores de imperios; se cree que envió sus tropas hasta Egipto y Etiopía. Su
gobierno no se basaba en la superioridad relativa de una ciudad-estado sobre otra,
sino que creó un imperio unificado que integró las ciudades en un solo conjunto. Su
pueblo fue uno de los que, durante miles de años, presionaron desde el exterior a
las civilizaciones de los valles fluviales. Tomaron lo que quisieron de su cultura, pero se impusieron por la fuerza y legaron un nuevo estilo de arte sumerio caracterizado
por el tema de la victoria real.
El imperio acadio no supuso el final de Sumer, sino su segundo período principal.
Aunque en sí mismo fue una fase intermedia, tuvo importancia como expresión de
un nuevo nivel de organización. En la época de Sargón, ya ha aparecido un
auténtico Estado. La división entre la autoridad laica y la religiosa iniciada en el
antiguo Sumer fue fundamental. Aunque lo sobrenatural seguía impregnando todos
los aspectos de la vida cotidiana, se había consumado la separación de la autoridad
laica y de la sacerdotal. Testimonio físico de ello es la aparición de palacios junto a
los templos en las ciudades sumerias; la autoridad de los dioses respaldaba también
a sus ocupantes.
Aunque sigue sin saberse cómo los notables de las primeras ciudades se
convirtieron en reyes, probablemente la evolución del ejército profesional
desempeñó un papel importante en ello. En algunos monumentos de Ur se puede
ver una infantería disciplinada, que se mueve como una falange con los escudos
superpuestos y las lanzas en ristre. En Acad se llega a algo similar al punto
culminante del primer militarismo. Se decía que Sargón alimentaba a 5.400
soldados en su palacio. Este, sin duda, fue el final de un proceso que acumuló poder
sobre poder, y la conquista proporcionó los recursos para mantener una fuerza de
tal envergadura. Pero los principios podrían estar originalmente también en los
desafíos y necesidades especiales de Mesopotamia. A medida que crecía la
población, uno de los deberes principales del gobernante debió de ser movilizar la
mano de obra suficiente para realizar grandes obras de riego y de control de las
inundaciones. El poder para hacer estas obras podía también proporcionar soldados,
y a medida que las armas se fueron haciendo más complejas y costosas, lo más
probable es que el ejército se profesionalizara. Una de las causas del éxito acadio
fue que este pueblo utilizaba una nueva arma, el arco compuesto, fabricado con
tiras de madera y cuerno.
La hegemonía acadia fue relativamente breve. Transcurridos doscientos años, con el
bisnieto de Sargón fue derrocada, aparentemente por unos pueblos de montaña, los
guti, y comenzó el último período de Sumer, llamado «neosumerio» por los
especialistas. Durante otros doscientos años aproximadamente, hasta el 2000 a.C., la hegemonía pasó de nuevo a manos de los sumerios nativos. Esta vez su centro
fue Ur, y, aunque es difícil saber qué significaba en la práctica, el primer rey de la
Tercera Dinastía de Ur que ejerció esta ascendencia se llamaba a sí mismo rey de
Sumer y de Acad. El arte sumerio de este período muestra una nueva tendencia a
exaltar el poder del príncipe; la tradición de los retratos populares del período
arcaico casi desaparece. Se construyeron de nuevo templos, más grandes y
mejores, y parece que los reyes trataron de reflejar su grandeza en los zigurats. Los
documentos administrativos muestran que el legado acadio fue también fuerte; la
cultura neosumeria tiene muchos rasgos semíticos, y la aspiración a extender la
monarquía quizá sea reflejo de esta herencia. Las provincias que rindieron tributo a
los últimos reyes de Ur se extendían desde Susa, en las fronteras de Elam, en el
bajo Tigris, hasta Biblos, en la costa de Líbano.
Este fue el ocaso del primer pueblo que logró la civilización. Desde luego, no
desapareció, pero su individualidad estaba a punto de fundirse en la historia general
de Mesopotamia y de Oriente Próximo. Tras de sí dejaban su gran era creativa, que
ha centrado nuestra atención sobre un área relativamente pequeña; los horizontes
de la historia estaban a punto de ampliarse. Los enemigos abundaban en las
fronteras. Hacia el 2000 a.C. llegaron los elamitas, y Ur cayó ante ellos. ¿Por qué?
No lo sabemos. Había habido una hostilidad intermitente entre los pueblos durante
mil años, y algunos han visto en ella el resultado de una lucha por el control de las
rutas de Irán que pudiera garantizar el acceso a las tierras altas, donde había los
minerales que necesitaba Mesopotamia. En cualquier caso, fue el final de Ur. Con él
desapareció la característica tradición sumeria, fundida ya en los torbellinos de la
corriente de un mundo donde había más de una civilización. A partir de ahora, solo
sería visible de vez en cuando en las pautas que marcarían otros pueblos. Durante
quince siglos aproximadamente, Sumer creó el subsuelo de la civilización en
Mesopotamia, del mismo modo que sus antecesores precivilizados habían creado el
subsuelo físico sobre el que aquel se alzó. Dejó la escritura, edificios monumentales,
un concepto de justicia y legalidad, y las raíces de una gran tradición religiosa: un
legado considerable y la semilla de muchas cosas más. La tradición mesopotámica
tenía una larga vida ante sí, y en todas sus partes llevaba la marca de la herencia
sumeria. Mientras los sumerios construían su civilización, su influencia contribuía a introducir
cambios en otros lugares. En todo el Creciente Fértil habían ido apareciendo nuevos
reinos y pueblos, estimulados e instruidos por lo que veían en el sur y por el imperio
de Ur, así como por sus propias necesidades. La difusión de las formas civilizadas ya
era rápida, lo que hace muy difícil delimitar y clasificar con claridad los principales
procesos que se sucedieron en estos siglos. Lo que es peor, Oriente Próximo fue
durante largos períodos una gran confusión de pueblos, que se movían por razones
que a menudo no entendemos. Los propios acadios habían sido uno de los pueblos
que, procedentes originalmente de la gran reserva semítica de Arabia, terminaron
en Mesopotamia. Los guti, que participaron en el derrocamiento de los acadios, eran
caucásicos. De todos estos pueblos, el que más éxitos obtuvo fue el de los
amorritas, de estirpe semítica, que se había extendido por todas partes y que se
unió a los elamitas para derrotar a los ejércitos de Ur y destruir su supremacía. Se
habían establecido en Asiria (o Alta Mesopotamia), en Damasco y en Babilonia, en
una serie de reinos que llegaban incluso hasta las costas de Palestina. Se siguieron
disputando la Mesopotamia meridional, el antiguo Sumer, con los elamitas. En
Anatolia, sus vecinos eran los hititas, un pueblo indoeuropeo que cruzó los Balcanes
en el tercer milenio. Y en las fronteras de esta enorme confusión existía otra
antigua civilización, Egipto, y estaban los vigorosos pueblos indoeuropeos que
habían ocupado Irán. El panorama refleja un caos; toda la región es un
maremágnum de razas que penetran en ella desde todas partes, del que surgieron
modelos difíciles de distinguir entre sí.
La aparición de un nuevo imperio en Mesopotamia de célebre nombre, Babilonia,
marca un hito. Y, unido inseparablemente a él, otro nombre célebre: el de uno de
sus reyes, Hammurabi. Hammurabi ocuparía un lugar seguro en la historia si no
conociéramos de él más que su fama como legislador; su código es la plasmación
más antigua del principio jurídico del ojo por ojo. También fue el primer gobernante
que unificó toda Mesopotamia, y aunque el imperio fue efímero, la ciudad de
Babilonia sería desde entonces el centro simbólico de los pueblos semitas del sur.
Este imperio comenzó con el triunfo de una tribu amorrita sobre sus rivales en el
confuso período que siguió al hundimiento de Ur. Hammurabi se convirtió en
gobernante quizá en el 1792 a.C.; sus sucesores mantuvieron la unidad hasta aproximadamente el 1600 a.C., fecha en que los hititas destruyeron Babilonia, y
Mesopotamia quedó una vez más dividida entre pueblos rivales que llegaban a ella
desde todas partes.
En su momento de máximo esplendor, el primer imperio babilónico iba desde Sumer
y el golfo Pérsico hasta Asiria en el norte, la parte septentrional de Mesopotamia.
Hammurabi gobernó las ciudades de Nínive y Nimrud en el Tigris y la de Mari en el
Éufrates, y controlaba ese río hasta su punto más próximo de Alepo. Con una
superficie de unos 1.000 kilómetros de largo por aproximadamente 160 de ancho,
era un gran Estado, el más grande, de hecho, aparecido en la región hasta
entonces, ya que el imperio de Ur había tenido un carácter menos preciso, más
tributario.
La estructura administrativa del imperio era compleja, y el código legislativo de
Hammurabi es justamente famoso, aunque parte de su importancia la debe al azar.
Al igual que probablemente se hacía con recopilaciones anteriores de sentencias y
normas de las que solo han sobrevivido fragmentos, el código de Hammurabi estaba
grabado en piedra y permanecía erigido en el patio de los templos para la consulta
pública. Pero, con una mayor extensión y de una forma más ordenada que
recopilaciones anteriores, este código reunía unos 282 artículos, que se ocupaban
de forma exhaustiva de un amplio abanico de cuestiones: salarios, divorcio,
honorarios médicos y muchos asuntos más. No era una legislación original, sino una
exposición de las leyes vigentes, y hablar de un «código» podría ser engañoso si no
se recuerda este aspecto. Hammurabi reunió normas ya existentes; no dictó esas
leyes ex novo. Este cuerpo de leyes «consuetudinarias» proporcionó una de las
mayores continuidades de la historia de Mesopotamia.
Parece que la familia, las tierras y el comercio eran las principales preocupaciones
de esta recopilación de normas, que ofrece el retrato de una sociedad que va mucho
más allá de la regulación basada en los lazos de parentesco, la comunidad local y el
gobierno de los jefes del poblado. En la época de Hammurabi, el proceso judicial se
había emancipado del templo y ejercían unos tribunales no sacerdotales, en los que
se sentaban los notables de la ciudad y cuyas sentencias podían ser apeladas ante
el propio rey. La estela de Hammurabi (la columna de piedra sobre la que se grabó su código) establecía claramente que su finalidad era asegurar la justicia haciendo
pública la ley:
Que el hombre oprimido que tenga un pleito
venga a presencia de mi estatua
y lea atentamente mi estela inscrita.
desafortunadamente, parece que sus condenas se endurecieron en comparación con
la práctica sumeria anterior, pero en otros aspectos, como en las leyes que afectan
a la mujer, la tradición sumeria sobrevivió en Babilonia.
Las disposiciones del código de Hammurabi sobre la propiedad incluían leyes sobre
la esclavitud. Babilonia, como todas las civilizaciones antiguas y muchas de la era
moderna, dependía de la esclavitud. Muy posiblemente, el origen de esta sea la
conquista; sin duda, la esclavitud era la suerte que esperaba probablemente a los
perdedores de cualquiera de las guerras de la Antigüedad, así como a sus mujeres e
hijos. Pero, en la época del primer imperio babilónico, ya existían mercados
regulares de esclavos y había una estabilidad en el precio que indicaba un comercio
bastante habitual. Los esclavos procedentes de ciertos distritos eran especialmente
apreciados por sus cualidades. Aunque la propiedad del amo sobre el esclavo era
prácticamente absoluta, algunos esclavos babilonios disfrutaban de una notable
independencia, tomaban parte en negocios e incluso eran dueños a su vez de otros
esclavos. Tenían derechos según la ley, si bien eran escasos.
Es difícil valorar lo que significaba en la práctica la esclavitud en un mundo que no
comparte nuestro presupuesto de que la esclavitud carece de justificación. Las
generalidades se disuelven a la luz de los testimonios sobre la diversidad de cosas
que podían hacer los esclavos; si bien para la mayoría la vida era dura,
probablemente lo era para todos en aquella época. Realmente, resulta difícil no
sentir lástima por las vidas de los cautivos llevados como esclavos ante los reyes
conquistadores que se pueden contemplar en decenas de monumentos
conmemorativos, desde el «estandarte real» de Ur, de mediados del tercer milenio,
hasta los relieves de piedra que relatan las conquistas asirias, de mil quinientos
años después. El mundo antiguo basaba la civilización en la explotación del hombre por el hombre; que no se sintiera su gran crueldad solo significaba que no era
concebible ninguna otra forma posible de vivir.
La civilización babilónica se convirtió en su momento en una leyenda de opulencia.
La pervivencia de la asociación de una imagen determinada de la vida urbana —la
mundana y perversa ciudad del placer y del consumo— con el nombre de Babilonia
es un legado que indica la escala y la riqueza de su civilización, aunque se debe en
su mayor parte a un período posterior. Sin embargo, queda lo suficiente como para
ver la realidad que se oculta tras este mito, incluso del primer imperio babilónico. El
gran palacio de Mari es un ejemplo notable: muros de doce metros de espesor
rodeaban los patios, y unas trescientas habitaciones formaban un complejo que
vertía sus aguas residuales en tuberías revestidas de betún y enterradas a nueve
metros de profundidad. Ocupaba una superficie de unos 140 por unos 180 metros, y
es el testimonio más notable de la autoridad de la que llegó a gozar el monarca. En
este palacio también se han hallado grandes cantidades de tablillas de arcilla cuya
escritura revela las actividades de las que se ocupaba el gobierno en aquel período.
Se han conservado muchas más tablillas del primer imperio babilónico que de sus
antecesores o de sus sucesores más inmediatos, y se ha dicho que sus detalles nos
permiten conocer mejor su civilización que la de algunos países europeos que
existieron hace mil años. También aportan testimonios sobre la vida intelectual en
Babilonia. Fue entonces cuando la Epopeya de Gilgamesh adoptó la forma en que la
conocemos actualmente. Los babilonios dieron a la escritura cuneiforme una forma
silábica, aumentando así enormemente su flexibilidad y utilidad. Su astrología
impulsó la observación de la naturaleza y dejó otro mito, el de la sabiduría de los
caldeos, nombre con el que a veces se denomina erróneamente a los babilonios.
Con la esperanza de comprender sus destinos mediante el estudio de las estrellas,
los babilonios crearon una ciencia, la astronomía, e hicieron una importante serie de
observaciones que fueron otro legado de peso de su cultura. Después de siglos de
observaciones desde sus inicios en Ur, hacia el año 1000 a.C. era posible predecir
los eclipses lunares, y en dos o tres siglos más se había determinado con bastante
exactitud la trayectoria del sol y de algunos planetas en relación con las posiciones
de las estrellas, aparentemente inmóviles. Esta tradición científica se reflejó en las
matemáticas, y crearon también una geometría algebraica de gran utilidad práctica. La astronomía se inició en el templo, en la contemplación de los movimientos
celestiales que anunciaban la llegada de las fiestas de la fertilidad y la siembra, y la
religión babilónica se mantuvo próxima a la tradición sumeria. Al igual que las
ciudades antiguas, Babilonia tenía un dios cívico, Marduk, que gradualmente fue
ganando preponderancia entre sus rivales mesopotámicos, aunque fue un largo
proceso. Hammurabi decía (lo que es significativo) que Anu y Enlil, los dioses
sumerios, habían otorgado el liderazgo del panteón mesopotámico a Marduk, del
mismo modo que le habían ordenado gobernar a todos los hombres para su bien.
Las vicisitudes posteriores (a veces acompañadas por el secuestro de su estatua por
los invasores) oscurecieron la posición de Marduk, pero después del siglo XII a.C.
no volvió a ser cuestionado en general. Mientras, la tradición sumeria siguió viva
hasta entrado el primer milenio a.C. en el uso del sumerio en la liturgia babilónica,
en los nombres de los dioses y en los atributos de los que estos gozaban. La
cosmogonía babilónica empezaba, como la de Sumer, con la creación del mundo de
un erial acuoso (el nombre del dios significa «lodo») y con la fabricación final del ser
humano como esclavo de los dioses. En una de sus versiones, los dioses hicieron a
los hombres como si fueran ladrillos, a partir de moldes de arcilla. Era una
representación del mundo acorde con la monarquía absoluta, en que los reyes
ejercían un poder como el de los dioses sobre unos hombres que se afanaban
penosamente en construir sus palacios y sostenían una jerarquía de funcionarios y
grandes hombres que era reflejo de la jerarquía celeste.
El logro de Hammurabi no le sobrevivió mucho tiempo. Los acontecimientos en el
norte de Mesopotamia señalaban la aparición de un nuevo poder aun antes de que
Hammurabi creara su imperio. Hammurabi derribó un reino amorrita que se había
establecido en Asiria al final de la hegemonía de Ur. Pero fue un éxito temporal.
Siguieron casi mil años en los que Asiria iba a ser campo de batalla y recompensa,
que eclipsaron finalmente a la Babilonia de la que estaba separada; el centro de
gravedad de la historia mesopotámica se había desplazado definitivamente desde el
antiguo Sumer hasta el norte. Los hititas, que se establecieron en Anatolia en el
último cuarto del tercer milenio a.C., presionaron lentamente en los dos siglos
siguientes; en este tiempo, adoptaron la escritura cuneiforme, que adaptaron a su
propia lengua indoeuropea. Hacia el 1700 a.C., gobernaban las tierras situadas el sur contra
una Babilonia ya debilitada y reducida a la antigua tierra de Acad. Su sucesor
completó el avance; Babilonia cayó y fue saqueada, y la dinastía y los logros de
Hammurabi llegaron a su fin. Pero, entonces, los hititas se retiraron y otros pueblos
gobernaron y se disputaron Mesopotamia durante cuatro misteriosos siglos de los
que poco sabemos, salvo que la separación de Asiria y Babilonia, que iba a ser tan
importante en el siguiente milenio, se hizo definitiva.
En el 1162 a.C., la estatua de Marduk fue de nuevo retirada de Babilonia por los
conquistadores elamitas. Para entonces, se había iniciado ya una era sumamente
confusa y el foco de la historia universal se había desplazado desde Mesopotamia.
La historia del imperio asirio aún continuó, pero sobre el fondo de una nueva oleada
de migraciones en los siglos XII y XIII a.C. en las que otras civilizaciones
intervinieron más directa y profundamente que los sucesores de los sumerios. Sin
embargo, esos sucesores, que los conquistaron y desplazaron, construyeron sobre
los cimientos de Sumer. Tanto en el aspecto técnico como en el intelectual, el
jurídico y el teológico, Oriente Próximo, que en el 1000 a.C. fue absorbido por el
torbellino de la política mundial —el término no era en aquella época demasiado
drástico—, aún llevaba el sello de quienes construyeron la primera civilización. Su
herencia se transmitiría, a su vez, en formas extrañamente transmutadas, a otros
pueblos.
3. El antiguo Egipto
Mesopotamia no fue el único gran valle fluvial que alumbrara una civilización, pero el único ejemplo temprano que rivaliza con ella en antigüedad y duración es el de Egipto. Durante miles de años después de su desaparición, los vestigios físicos de la primera civilización del valle del Nilo fascinaron a la gente y dieron alas a su imaginación; incluso los griegos quedaron perplejos ante la leyenda de la sabiduría oculta de una tierra donde los dioses eran mitad humanos, mitad animales, y aún hoy hay quien pierde el tiempo tratando de discernir el significado sobrenatural de la disposición de las pirámides. El antiguo Egipto siempre ha sido nuestra mayor herencia visible de la Antigüedad. La riqueza de sus restos arqueológicos es uno de los motivos por los que sabemos más de los egipcios que de gran parte de la historia mesopotámica. Por otro lado, existe también una importante diferencia entre ambas civilizaciones: la sumeria apareció primero, y la egipcia pudo beneficiarse de su experiencia y ejemplo. El significado exacto de esto ha dado origen a innumerables debates. Se han visto aportaciones mesopotámicas en el primer arte egipcio: en la presencia de sellos cilíndricos en los comienzos de la historia egipcia, en la semejanza de las técnicas constructivas de monumentos con ladrillos y en la deuda de los jeroglíficos, la escritura pictográfica de Egipto, con la antigua escritura sumeria. Que hubo importantes y fructíferos vínculos entre el antiguo Sumer y Egipto parece incuestionable, pero lo que probablemente nunca se sabrá es cómo y cuándo se produjo el primer encuentro de los pueblos del Nilo con Sumer. Al menos parece probable que, cuando se produjo, la influencia sumeria se transmitiera por medio de los pueblos del delta y del bajo Nilo. En cualquier caso, estas influencias actuaron en un entorno que siempre diferenció radicalmente la experiencia egipcia de la de cualquier otro centro de civilización: el que proporcionaba el propio Nilo, corazón de la prehistoria y de la historia de Egipto. Egipto quedaba definido por el Nilo y los desiertos que lo flanqueaban; era el país que regaba el río, un oasis disperso y alargado. En la época prehistórica debió de ser también un gran pantano, de casi mil kilómetros de longitud y, salvo en el delta, de solo unos pocos kilómetros de ancho. Desde el principio, las inundaciones anuales del río fueron el mecanismo básico de la economía y fijaron el ritmo de la vida en sus riberas. La agricultura enraizó gradualmente en los lechos de lodo que se acumulaban año tras año, pero las primeras comunidades debieron de ser precarias y su entorno, semiacuático; gran parte de su vida ha quedado enterrada para siempre en los lechos de lodo del delta. Lo que queda de esta primera época son objetos fabricados y utilizados por los pueblos que vivieron en los bordes de las zonas de inundación o en las escasas áreas rocosas del interior del valle o de sus flancos. Antes del 4000 a.C., estos habitantes empezaron a sentir el impacto de un importante cambio climático; se acumuló la arena procedente de los desiertos y se produjo la desecación. Pertrechados con unas técnicas agrícolas elementales, los hombres pudieron bajar a trabajar los suelos del llano enriquecidos por las inundaciones. Desde el principio, por tanto, el río fue el dador de vida para Egipto. Era más una deidad benévola cuya generosidad infinita se recibiría con agradecimiento, que la peligrosa y amenazadora fuente de inundaciones repentinas y catastróficas en medio de las cuales lucharon los hombres de Sumer para obtener tierras del lodazal. Era un entorno en el que la agricultura (aunque se estableció más tarde que en el Mediterráneo oriental o Anatolia) producía beneficios rápidos y abundantes, y que quizá hizo posible una «explosión» demográfica que liberó sus recursos humanos y naturales. Aunque, como muestran las señales de contactos en el cuarto milenio a.C., la influencia sumeria podría haber servido como factor de estímulo, no cabe decir que fuera decisiva; en el valle del Nilo siempre hubo un potencial para la civilización que quizá no necesitó ningún estímulo externo para desarrollarse. Al menos está claro que, cuando surgió finalmente la civilización egipcia, tuvo un carácter único que la diferencia de todo lo que podemos encontrar en otros lugares. Las raíces más profundas de esta civilización deben estudiarse a partir de la arqueología y de la tradición posterior, que muestran la presencia de unos pueblos de lengua camita en el Alto Egipto (en el sur, es decir, Nilo arriba) en la época neolítica. Desde alrededor del 5000 a.C., estos pueblos cazaban, pescaban y recolectaban en el valle, y finalmente emprendieron su cultivo. Vivían en poblados agrupados en torno a centros comerciales y, al parecer, pertenecían a unos clanes que tenían animales como símbolo o tótem, que reproducían en su cerámica. Esta fue la base de la organización política que finalmente se estableció en Egipto, que empezó con el surgimiento de unos jefes de clanes que controlaban las regiones habitadas por sus seguidores. Ya en sus comienzos, estos pueblos contaban con varios logros tecnológicos importantes, aunque no parece que fueran unos agricultores tan avanzados como los de otros lugares del antiguo Oriente Próximo. Sabían construir embarcaciones de papiro, trabajar materiales duros como el basalto y convertir el cobre en pequeños artículos para el uso cotidiano. Eran, por así decir, bastante competentes mucho antes del surgimiento de la escritura, había artesanos especializados y, a juzgar por sus joyas, existían diferencias muy marcadas de clase o posición social. Entonces, en algún momento alrededor del cuarto milenio, se produjo una intensificación de las influencias externas, aparentemente primero en el norte, en el delta. Los indicios de comercio y de contactos con otras regiones se multiplican, sobre todo con Mesopotamia, cuya influencia aparece en el arte de esta época. Mientras tanto, la caza y la agricultura ocasional dan paso a un cultivo más intenso. En el arte aparece el bajorrelieve, que será tan importante después en la tradición egipcia; los objetos de cobre son más abundantes. Todo parece surgir de pronto, al mismo tiempo, casi sin antecedentes, y a esta época pertenece la estructura política básica del futuro imperio. En algún momento del cuarto milenio se unieron dos imperios, uno al norte y otro al sur, uno en el Bajo Egipto y otro en el Alto Egipto. Un dato de interés que lo diferencia de Sumer es la inexistencia de ciudades-estado. Egipto parece pasar directamente de la precivilización al gobierno de zonas extensas. Las primeras ciudades egipcias eran los mercados de los agricultores; las comunidades agrarias y los clanes se unieron en grupos que constituyeron la base de las posteriores provincias. Egipto sería una unidad política setecientos años antes de que lo lograra Mesopotamia, e, incluso después, su experiencia de la vida urbana iba a ser muy limitada. De los reyes de los dos Egiptos sabemos poco hasta alrededor del 3200 a.C., pero podemos suponer que eran los triunfadores finales de siglos de luchas para consolidar el poder sobre grupos cada vez mayores de personas. Es hacia esa misma época cuando comienza a haber testimonios escritos, y dado que la escritura existe desde el mismo comienzo de la historia egipcia, podemos reconstruir un relato mucho más histórico del desarrollo de su civilización que en el caso de Sumer. En Egipto, la escritura se utilizó desde su aparición no solo como un instrumento administrativo y económico, sino también para registrar acontecimientos en monumentos y reliquias concebidos para que perduraran. Hacia el 3200 a.C., los testimonios indican que un gran rey del Alto Egipto, Menes, conquistó el norte. Egipto se unificó, por tanto, en un enorme Estado de casi mil kilómetros de longitud, que seguía el río hasta Abu Simbel. Iba a ser incluso mayor y a extenderse más, aguas arriba del gran río que era su corazón, y también iba a sufrir rupturas periódicas, pero este es efectivamente el comienzo de una civilización que sobreviviría hasta la era clásica de Grecia y Roma. Durante casi tres mil años —mil más de lo que hasta ahora ha durado la cristiandad— Egipto fue una entidad histórica, y durante la mayor parte de este tiempo, fuente de maravillas y objeto de admiración. En un período tan largo ocurrieron muchas cosas, de las que no lo sabemos en modo alguno todo, pero son la estabilidad y la capacidad de conservación de la civilización egipcia lo que más nos sorprende de ella, no sus vicisitudes. A grandes rasgos, la época de mayor esplendor de esa civilización tuvo lugar alrededor del 1000 a.C. Antes de esa fecha, cabe visualizar fácilmente la historia egipcia en cinco grandes etapas. Tres de ellas se denominan, respectivamente, Imperio Antiguo, Imperio Medio e Imperio Nuevo, separadas entre sí por otras dos denominadas Primer Período Intermedio y Segundo Período Intermedio. En términos muy generales, los tres «imperios» son períodos de éxito o al menos de gobierno consolidado, y las dos etapas intermedias son transiciones caracterizadas por la debilidad y la desorganización, debidas a causas externas e internas. Es como una especie de pastel dividido en capas, con tres pisos de sabores diferentes separados por dos de mermelada informe. Esta no es en modo alguno la única forma de entender la historia egipcia, ni a todos los efectos la mejor. Muchos especialistas utilizan una forma alternativa de establecer la cronología del antiguo Egipto, en función de más de treinta dinastías de faraones, sistema que tiene la gran ventaja de estar relacionada con criterios objetivos; evita las discrepancias, perfectamente oportunas pero molestas, sobre si, por ejemplo, las primeras dinastías han de situarse en el «Imperio Antiguo» o distinguirse como un período «arcaico» diferente, o sobre la línea que hay que trazar al principio o al final del Período Intermedio. Sin embargo, un esquema en cinco partes, si a ellas unimos un preludio arcaico, es suficiente para entender la historia del Egipto antiguo. Las fechas y dinastías de cada período se exponen a continuación.
Dinastías
I - II Período dinástico temprano, 3000 - 2686 a.C. III - VIII Imperio Antiguo, 2686 - 2150 a.C. IX - XI Primer Período Intermedio, 2160 - 2055 a.C. XII - XIV Imperio Medio, 2055-1650 a.C. XV - XVII Segundo Período Intermedio, 1650-1550 a.C. XVIII - XX Imperio Nuevo, 1550 - 1069 a.C.
Al igual que en la historia mesopotámica, también se produce una especie de ruptura cuando Egipto queda atrapado en medio de una gran serie de trastornos que se originan fuera de sus fronteras, a los que cabe razonablemente aplicar el manido término «crisis». Cierto es que la antigua tradición egipcia no llega realmente a su fin hasta varios siglos después, y algunos egipcios modernos insisten en la continuidad del sentido de la identidad entre los egipcios desde la época de los faraones. Sin embargo, el principio del primer milenio puede servir para fijar cómodamente el punto en que la historia se interrumpe, aunque solo sea porque a partir de entonces los grandes logros de los egipcios empezaron a quedar atrás. Los grandes logros de Egipto fueron sobre todo obra del Estado monárquico y en él se centraron. La forma de Estado era en sí misma la expresión de la civilización egipcia. El primer foco fue Menfis, la capital del Imperio Antiguo, cuya construcción se inició en vida de Menes. Posteriormente, con el Imperio Nuevo, la capital estuvo normalmente en Tebas, aunque hubo también períodos de incertidumbre sobre su ubicación. Menfis y Tebas fueron grandes centros religiosos y complejos palaciegos; no progresaron realmente hacia un auténtico urbanismo. La ausencia de ciudades con anterioridad a esta época tuvo también importancia política. Los reyes egipcios no surgieron, a diferencia de los de Sumer, como los «grandes hombres» de la comunidad de una ciudad-estado que originariamente delegara en ellos la capacidad de obrar en su nombre. Tampoco fueron simplemente hombres que, como los demás, estuvieran sometidos a los dioses que gobernaban a todos los hombres, grandes o pequeños. La tensión entre palacio y templo no existía en Egipto, y cuando surgió, la monarquía egipcia no tuvo rival. Los faraones serían dioses, no sirvientes de los dioses. No fue hasta el Imperio Nuevo cuando empezó a aplicarse el título de «faraón» a la persona del rey; anteriormente, el término se utilizaba para indicar la residencia del rey y de su corte. Sin embargo, los monarcas egipcios ya tenían desde mucho antes la autoridad que tanto iba a impresionar al mundo antiguo, y que se manifiesta en el tamaño con que son representados en los primeros monumentos. Esta autoridad la heredaron en definitiva de los reyes prehistóricos, que poseían un carácter sagrado especial por su poder para asegurar la prosperidad mediante el éxito en la agricultura. Tales poderes se atribuyen aún hoy a algunos reyes africanos hacedores de lluvia; en el antiguo Egipto, el centro era el Nilo. Se creía que los faraones controlaban la subida y la bajada de sus aguas; la propia vida, ni más ni menos, para las comunidades ribereñas. Los primeros rituales que conocemos de la monarquía egipcia se refieren a la fertilidad, al riego y al aprovechamiento de las tierras. Las primeras representaciones de Menes le muestran excavando un canal. Con el Imperio Antiguo aparece la idea de que el rey es el señor absoluto de la tierra. Pronto se le venerará como descendiente de los dioses, los señores originales de la tierra, y se convierte en un dios, en Horus, hijo de Osiris, asumiendo los poderosos y terribles atributos del creador divino del orden. A sus enemigos se los representa colgados en filas como cadáveres de aves de caza, o arrodillados suplicando que, como a los enemigos menos afortunados, no se les rompa ritualmente el cráneo. La justicia es «lo que ama el faraón» y el mal, «lo que odia el faraón»; este es divinamente omnisciente, y no necesita código ni ley, pues es el guía. Más tarde, con el Imperio Nuevo, se representaba a los faraones con la estatua heroica de los grandes guerreros de otras culturas contemporáneas; se les muestra en sus carros, como poderosos hombres de la guerra, aplastando a sus enemigos y sacrificando con pulso firme animales de presa. Quizá pueda inferirse cierta secularización de este cambio, pero no sitúa a la monarquía egipcia fuera del ámbito de lo sagrado y terrible. «Es un dios cuyos tratos dan la vida, el padre y la madre de todos los hombres, único en sí mismo, sin igual», escribía uno de los altos funcionarios del faraón aún en el 1500 a.C. Hasta el Imperio Medio, solo el faraón esperaba vivir después de la muerte. Egipto, más que ningún otro Estado de la Edad del Bronce, siempre hizo hincapié en la encarnación del dios en el rey, aun cuando las realidades de la vida en el Imperio Nuevo y la aparición del hierro cuestionaran cada vez más dicho concepto. Después, los desastres que asolaron Egipto a causa de los extranjeros harían imposible seguir creyendo que el faraón fuera el dios de todo el mundo. Mucho antes del Imperio Nuevo, el Estado egipcio adquirió otra armazón institucional: una compleja e impresionante jerarquía de burócratas. En su cúspide estaban los visires, los gobernadores provinciales y los altos funcionarios, que procedían principalmente de la nobleza; algunos de los más importantes eran enterrados con una pompa que rivalizaba con la de los faraones. Las familias menos eminentes proporcionaban los miles de escribas necesarios para proveer de personal y atender una compleja administración dirigida por el jefe de los funcionarios. El carácter distintivo de esta burocracia puede percibirse en los textos literarios que enumeran las virtudes necesarias para ser un buen escriba: dedicación al estudio, autocontrol, prudencia, respeto a los superiores y consideración escrupulosa al carácter sagrado de los pesos, las medidas, los bienes raíces y las formas jurídicas. Los escribas recibían su formación en una escuela especial en Tebas, donde no solo se enseñaban la historia y la literatura tradicionales y el dominio de diversas formas de escritura, sino, al parecer, también agrimensura, arquitectura y contabilidad. La burocracia dirigía un país en el que la mayor parte de sus habitantes eran campesinos. La vida de estos no podía ser del todo cómoda, ya que servían de mano de obra para las grandes obras públicas de la monarquía y proporcionaban los excedentes de los que podían subsistir la clase noble, la burocracia y un gran aparato religioso. Pero la tierra era rica y estaba cada vez mejor controlada por técnicas de riego establecidas en un período predinástico, que fueron probablemente una de las primeras manifestaciones de la capacidad inigualada de movilizar el esfuerzo colectivo, que sería una de las características del gobierno egipcio. Verduras, cebada y trigo eran los principales cultivos de los campos que recorrían los canales de riego, y la dieta que estos hacían posible era complementada por las aves de corral, el pescado y la caza (todo lo cual figura en abundancia en el arte egipcio). El ganado se empleaba para la tracción y el arado, al menos ya en el Imperio Antiguo. Con pocos cambios, esta agricultura siguió siendo la base de la vida en Egipto hasta la época moderna, y fue suficiente para convertirla en el granero de los romanos. En el excedente de esta agricultura se basaba también la espectacular y notable forma egipcia de ostentación, un amplio conjunto de grandes obras públicas de piedra de antigüedad inigualable. En el antiguo Egipto, las casas y los edificios agrícolas se construían con los ladrillos de adobe que ya se utilizaban en tiempos predinásticos; no estaban concebidos para desafiar la eternidad. Los palacios, las tumbas y los monumentos conmemorativos de los faraones eran otro asunto; estaban construidos de piedra, de la que se disponía en abundancia en algunas zonas del valle del Nilo. Aunque se labraba cuidadosamente con herramientas, primero de cobre y después de bronce, y a menudo estaba adornada con primorosos grabados y pinturas, la tecnología aplicada para utilizar este material no era nada complicada. Los egipcios inventaron la columna de piedra, pero su gran logro en construcción no fue tanto arquitectónico y técnico como social y administrativo. Sus creaciones se basaban en una concentración sin precedentes y casi inigualable de mano de obra. Bajo la dirección de un escriba, se utilizaba a miles de esclavos y a veces regimientos enteros de soldados para tallar y manipular las enormes masas de las construcciones egipcias. Con la única y elemental ayuda de palancas y trineos —no existían manivelas, poleas ni aparejos de poleas—, y mediante la construcción de colosales rampas de tierra, se edificaron una sucesión de monumentos que aún nos sorprenden. Los primeros fueron construidos durante la dinastía III; los más famosos son las pirámides de las tumbas de los reyes, de Saqqara, cerca de Menfis. Una de ellas, la «pirámide escalonada», fue la obra maestra del primer arquitecto cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, Imhotep, canciller del rey. Su obra fue tan impresionante que posteriormente se le deificó —como dios de la medicina—, además de ser reverenciado como astrónomo, sacerdote y sabio. Se le atribuye el comienzo de la edificación en piedra, y no es difícil creer que la construcción de algo tan novedoso como dicha pirámide, de sesenta metros de altura, se considerara la manifestación de un poder divino. Tanto esta como las demás pirámides se alzaron en una civilización que hasta entonces vivía solo en casas de barro. Más o menos un siglo después, se emplearon bloques de piedra de quince toneladas cada uno para la construcción de la pirámide de Keops, y fue en esta época (durante la dinastía IV) cuando se terminaron las mayores pirámides de Guiza. La construcción de la pirámide de Keops duró veinte años; la leyenda de que trabajaron en ella 100.000 hombres se considera actualmente una exageración, pero debieron de necesitarse muchos miles, y las enormes cantidades de piedra (entre 5 y 6 millones de toneladas) se trajeron de lugares situados hasta a 800 kilómetros de distancia. Esta colosal construcción está perfectamente orientada, y sus lados, de 228,6 metros de largo, tienen una diferencia de menos de veinte centímetros, solo un 0,09 por ciento de diferencia. No resulta sorprendente que las pirámides figuraran más tarde entre las siete maravillas del mundo, ni que sean las únicas de esas maravillas que sobreviven. Eran el mayor testimonio del poder y de la confianza en sí mismo del Estado faraónico. Naturalmente, no fueron los únicos grandes monumentos de Egipto. Cada una de ellas era solo la construcción dominante de un gran complejo de edificaciones agrupadas en torno a la residencia del rey después de su muerte. En otros emplazamientos había grandes templos, palacios y las tumbas del valle de los Reyes. Estas enormes obras públicas fueron, en sentido tanto real como figurado, lo más grande que dejaron los egipcios a la posteridad, y hacen menos sorprendente que después se considerara a los egipcios también unos grandes científicos; nadie creía que estos enormes monumentos no se basaran en las habilidades matemáticas y científicas más refinadas. Pero esta deducción no es válida, y de hecho no es cierta. Aunque los egipcios eran unos excelentes agrimensores, solo en tiempos recientes ha comenzado la ingeniería a requerir matemática más avanzada; y no hay duda de que esa técnica no fue necesaria para erigir las pirámides. Lo que sí era imprescindible era una notable competencia en la medición y la manipulación de ciertas fórmulas para calcular volúmenes y pesos, y hasta ahí llegaron las matemáticas egipcias, con independencia de lo que crean sus admiradores posteriores. Es sabido que los matemáticos modernos no tienen en mucha estima los logros teóricos de los egipcios, que, sin duda, no superaron a los babilonios en este arte. Los egipcios trabajaban con una numeración decimal que a primera vista parece moderna, pero, analizado en perspectiva, quizá su única contribución significativa a las matemáticas posteriores fuera la invención de las fracciones. Sin duda, unas matemáticas primitivas explican en parte lo estéril de las empresas astronómicas de los egipcios, otro campo en el que la posteridad, paradójicamente, les atribuiría grandes logros. Cierto es que sus observaciones eran lo bastante exactas como para permitir la predicción de la crecida del Nilo y el ritual alineamiento de los edificios, pero su astronomía teórica carecía de valor. En este ámbito también les superaban con creces los babilonios. Las inscripciones en las que se registró la ciencia astronómica egipcia suscitarían siglos de respeto entre los astrólogos, pero su valor científico era escaso y su capacidad predictiva solo alcanzaba un plazo relativamente corto. La única obra sólida basada en la astronomía egipcia fue el calendario. Los egipcios fueron el primer pueblo que fijó el año solar de 365,25 días, que dividieron en doce meses, cada uno de ellos de tres «semanas» de diez días, con cinco días sobrantes al final del año; una disposición, cabe observar, que se recuperaría en 1793, cuando los revolucionarios franceses trataron de sustituir el calendario cristiano por uno más racional. El calendario, aunque debía mucho a la observación de los astros, debió de reflejar también, en sus orígenes remotos, la observación del gran latido del corazón de la vida egipcia, las inundaciones del Nilo. Estas daban al agricultor egipcio un año de tres estaciones, cada una de ellas de unos cuatro meses de duración: una para la siembra, una de inundación y otra para la cosecha. Pero el infinito ciclo del Nilo también influyó en Egipto a niveles más profundos. La estructura y solidez de la vida religiosa del antiguo Egipto influyeron enormemente en otros pueblos. Heródoto creía que los griegos habían adquirido los nombres de sus dioses de Egipto; estaba equivocado, pero es interesante que lo pensara. Más tarde, los emperadores romanos consideraron los cultos a los dioses egipcios una amenaza y fueron prohibidos con frecuencia, aunque finalmente tuvieron que ser tolerados, tan grande era su atractivo. Los conjuros y la charlatanería con sabor egipcio atraían aún a los europeos cultos del siglo XVIII; una expresión más divertida e inocente de la fascinación por el mito del antiguo Egipto puede verse todavía en los rituales de los shriners, hermandades secretas de respetables hombres de negocios norteamericanos que desfilan en las grandes ocasiones por las calles de sus pequeñas ciudades vestidos con fez y pantalones bombachos. De hecho, el vigor de la religión egipcia tuvo cierta continuidad y esta, al igual que otros aspectos de su civilización, sobrevivió mucho tiempo a las formas políticas que la sostuvieron y le dieron cobijo. Sin embargo, aún hay algo a lo que es particularmente difícil enfrentarse. Palabras como vigor pueden ser malinterpretadas; la religión en el antiguo Egipto era mucho más un marco que lo impregnaba todo, tan dado por descontado como el sistema circulatorio del cuerpo humano, que una estructura independiente como la que posteriormente sería la Iglesia. Por supuesto, existían las figuras religiosas, sacerdotes asociados con lugares y cultos concretos, y ya en el antiguo Egipto algunos de esos sacerdotes tenían estatus social suficiente para asegurarse un entierro privilegiado. Pero sus templos eran almacenes y puntos de comercio además de lugares de culto, y muchos de los antiguos sacerdotes solían combinar sus obligaciones rituales con las de los escribanos, administradores y burócratas. No podían compararse con lo que posteriormente se asociaría al clero. La religión no se consideraba conscientemente una fuerza viva y en crecimiento, sino que, por el contrario, era un aspecto de la realidad, una descripción de un cosmos inmutable. Pero esta también podría ser una forma equívoca de expresarlo. Un importante libro sobre la visión del mundo de los primeros mesopotámicos y egipcios lleva el sugerente título de Antes de la filosofía; hemos de recordar que muchos conceptos y distinciones que damos por supuestos al evaluar las mentalidades de otras épocas (e incluso al hablar de ellas) no existían para los hombres en cuyas mentes tratamos de penetrar. La frontera entre religión y magia, por ejemplo, le importaba muy poco al antiguo egipcio, aunque fuera consciente de que una y otra tenían su propia eficacia. Se ha dicho que la magia estuvo siempre presente como una especie de cáncer en la religión egipcia; aunque la imagen es demasiado interpretativa, expresa bien la intimidad del vínculo. Otra distinción de la que carecía el antiguo Egipto era la que la mayoría de nosotros hacemos automáticamente entre el nombre y la cosa. Para el antiguo egipcio, el nombre era la cosa; el objeto real que nosotros separamos de su designación era idéntico a esta. Igual podría ocurrir con otras imágenes. Los egipcios vivían en el simbolismo como peces en el agua, dándolo por supuesto, por lo que, para comprenderlos, hemos de abrirnos paso a través de los presupuestos de nuestra propia era, poco propensa a dar valor a los símbolos. En la valoración del significado y la función de la religión en el antiguo Egipto interviene una visión completa del mundo. En principio, hay un abrumador testimonio de su importancia: durante casi todo el tiempo que duró su civilización, los antiguos egipcios mostraron una tendencia notablemente uniforme a buscar a través de la religión una forma de penetrar en la diversidad del flujo de la experiencia corriente, con el fin de llegar a un mundo inmutable más fácil de comprender por medio de la vida que vivían ahí los muertos. Quizá se detecte aquí también el latido del Nilo; todos los años, el río lo cubría todo para crearlo de nuevo, pero su ciclo era siempre recurrente, inmutable, la encarnación de un ritmo cósmico. El cambio supremo que amenazaba a la gente era la muerte, la máxima expresión de desintegración y flujo que era su experiencia común. La religión egipcia parece obsesionada desde sus inicios con ella: sus expresiones más conocidas son, después de todo, las momias y los ajuares funerarios de las cámaras mortuorias que se conservan en nuestros museos. En el Imperio Medio, llegó a creerse que todos los egipcios, no solo el rey, podían esperar una vida en otro mundo. Conforme a ello, a través del ritual y el símbolo, a través de la preparación de los argumentos que tendría que exponer ante sus jueces en el otro mundo, la gente podía prepararse para la otra vida con una razonable confianza en alcanzar el bienestar inmutable que ésta en principio ofrecía. La visión egipcia de la otra vida era, por tanto, diferente de la sombría versión de los mesopotámicos; la gente podía ser feliz en ella. La lucha por asegurar este resultado a tanta gente durante tantos siglos confiere a la religión egipcia una cualidad heroica. Es la explicación, también, del cuidado obsesivo y primoroso que muestran en la preparación de las tumbas y la conducción de los muertos a su lugar de eterno descanso. Sus expresiones más conocidas son la construcción de las pirámides y la práctica de la momificación. En el Imperio Medio se tardaban setenta días en preparar los ritos funerarios y la momificación de un rey. Parece ser que los egipcios creían que, después de la muerte, una persona podía esperar ser juzgada ante Osiris; si la sentencia era favorable, viviría en el reino de Osiris; si no lo era, se la abandonaría a merced de un monstruoso destructor, en parte cocodrilo, hipopótamo y león. Esto no significaba, sin embargo, que en vida los seres humanos solo tuvieran que aplacar a Osiris, ya que el enorme panteón egipcio tenía unos doscientos dioses y había varios cultos importantes. Muchos de ellos tenían su origen en deidades animales prehistóricas. Horus, el dios halcón, era también el dios de la dinastía, y probablemente llegó con los misteriosos invasores del cuarto milenio a.C. Estos animales sufrieron una lenta humanización, aunque incompleta; los artistas unieron sus cabezas de animales a cuerpos humanos. Estas criaturas totémicas adoptaban formas nuevas cuando los faraones buscaban, mediante la consolidación de sus cultos, alcanzar fines políticos. De esta forma, el culto de Horus se consolidó con el de Amón-Ra, el dios-sol, de quien procedía el faraón considerado su encarnación. Este era el culto oficial de la gran era de la construcción de las pirámides, y en modo alguno supuso el final de la historia. Horus sufrió posteriormente otra transformación, para aparecer como el hijo de Osiris, figura central de un culto nacional, y de su consorte Isis. Esta diosa de la creación y del amor era probablemente la más antigua de todos; sus orígenes, como los de otras deidades egipcias, se remontan a la era predinástica, y es uno de los resultados de la evolución de la ubicua diosa-madre de la que sobreviven testimonios en todo el Oriente Próximo del Neolítico. Isis perduraría largo tiempo, y su imagen, con el Horus niño en brazos, sobrevivió en la iconografía cristiana de la Virgen María. La religión egipcia es un tema sumamente complicado. Los cultos variaban de un lugar a otro, e incluso había variaciones ocasionales de tipo doctrinal y especulativo. La más famosa de ellas fue el intento de un faraón del siglo XIV de establecer el culto de Atón, otra manifestación del sol, en el que algunos han querido ver la primera religión monoteísta. Pero en todo ello se percibe un sentido recurrente de lucha por la síntesis, aun cuando a menudo esta sea la expresión del interés dinástico o político. Gran parte de la historia de la religión egipcia debe de ser, si pudiéramos descifrarla, la historia de los altibajos que sufrieron los cultos principales; en realidad, más política que religión. No solo eran parte interesada los faraones. Las instituciones que mantenían estas creencias estaban en manos de una clase sacerdotal hereditaria, iniciada en unos rituales en cuyos santuarios interiores casi nunca penetraban los adoradores comunes. Las estatuas de culto situadas en el altar del templo rara vez eran vistas salvo por los sacerdotes. Con el paso del tiempo, estos llegaron a tener importantes intereses creados en la popularidad y buen estado de sus cultos. Los dioses cobran gran importancia en el antiguo arte egipcio, pero este contiene muchos más temas. Se basaba en un naturalismo fundamental de la representación que, pese a las limitaciones de las convenciones de la expresión y del gesto, confiere a los dos milenios de arte clásico egipcio una hermosa simplicidad al principio y, más tarde, en un período más decadente, un encanto y una accesibilidad muy atractivos. Permitió la representación realista de escenas de la vida cotidiana en las que se muestran temas rurales de la agricultura, la pesca y la caza, a los artesanos trabajando en sus productos y a los escribas ejerciendo su oficio. Pero ni el contenido ni la técnica son en última instancia la característica más sorprendente del arte egipcio, sino su estilo duradero. Durante unos dos mil años, los artistas pudieron trabajar de forma satisfactoria dentro de la misma tradición clásica. Sus orígenes podrían deber algo a Sumer, y posteriormente se mostró capaz de tomar prestado de otras influencias extranjeras, pero la fuerza y solidez de la tradición central y nativa nunca decayeron. Debió de ser una de las características visuales más impresionantes de Egipto para un visitante de la Antigüedad; tal era su congruencia. Si exceptuamos las obras del Paleolítico Superior, de las que sabemos tan poco, es la tradición continua más larga y poderosa de toda la historia del arte. No resultó trasladable. Quizá los griegos tomaron la columna del antiguo Egipto, donde tuvo sus orígenes en el manojo de cañas mezcladas con barro del que el estriado es una reminiscencia. Lo que es evidente, aparte de esto, es que, aunque los monumentos de Egipto fascinaron siempre a artistas y arquitectos de otras tierras, el resultado, aun cuando estos los explotaron con éxito para sus propios fines, fue siempre superficial y exótico. El estilo egipcio nunca arraigó en ningún otro lugar; surge de tiempo en tiempo a lo largo de las épocas como motivo de decoración y embellecimiento: esfinges y serpientes en muebles, un obelisco aquí, una película allá. El arte egipcio solo hizo una gran contribución integral al futuro: el establecimiento, para el trazado de las enormes figuras grabadas y pintadas en los muros de tumbas y templos, de los cánones clásicos de proporción del cuerpo humano. Estos cánones pasarían, a través de los griegos, al arte occidental, y artistas como Leonardo seguirían sintiéndose fascinados por ellos, aunque para entonces la contribución era ya teórica y no estilística. Otro gran logro artístico que no quedó circunscrito a Egipto, aunque sí fue excepcionalmente importante allí, fue la caligrafía. Parece que los egipcios adoptaron deliberadamente el invento sumerio de representar los sonidos en lugar de las cosas, pero rechazaron la escritura cuneiforme e inventaron, en su lugar, la escritura jeroglífica. En vez de ordenar la misma forma básica de diferentes modos, que fue la técnica que había evolucionado en Mesopotamia, los egipcios escogieron deliberadamente pequeños dibujos casi naturalistas. Su escritura era mucho más decorativa que cuneiforme, pero también mucho más difícil de dominar. Los primeros jeroglíficos aparecen antes del 3000 a.C., y el último ejemplo conocido fue escrito en el 394. Casi cuatro mil años es una vida impresionantemente larga para una caligrafía. Pero aún pasarían otros catorce siglos y medio tras su desaparición hasta que los no iniciados pudieron leerla, hasta que un erudito francés descifrara las inscripciones de la «piedra Rosetta», llevadas a Francia tras su descubrimiento por un grupo de científicos que acompañaban al ejército francés en campaña por Egipto. Al parecer, ninguno de los autores clásicos de la Antigüedad que escribió sobre Egipto aprendió nunca a leer los jeroglíficos, pese al enorme interés que suscitaban. Pero ahora creemos que los jeroglíficos tuvieron importancia en el mundo y no solo en la historia egipcia, porque fueron un modelo para las escrituras semíticas del segundo milenio a.C., convirtiéndose así en un antepasado lejano del moderno alfabeto latino, difundido por todo el mundo en nuestra era. En el mundo antiguo, la capacidad de leer los jeroglíficos era la clave de la posición que ocupaba la casta sacerdotal y, conforme a ello, un secreto profesional celosamente guardado. Los jeroglíficos se utilizaron desde la época predinástica para los testimonios históricos, y, ya en la dinastía I, la invención del papiro —tiras de médula de caña entretejidas y prensadas hasta formar una superficie homogénea— proporcionó un medio cómodo para su difusión. He aquí una auténtica contribución al progreso de la humanidad. El invento del papiro tuvo mucha más importancia para el mundo que el jeroglífico; más barato que la piel (de la que se fabricaba el pergamino) y más cómodo (aunque más perecedero) que las tablillas de arcilla o de pizarra, constituyó la base más utilizada para la correspondencia y los documentos en Oriente Próximo hasta bien entrada la era cristiana, cuando el papel llegó al mundo mediterráneo desde el Lejano Oriente (y hasta el papel tomó su nombre del papiro). Poco después de la aparición del papiro, los escribas comenzaron a unir sus hojas en un largo rollo; así inventaron los egipcios el libro, además del material en el que se pudo escribir por primera vez y una escritura predecesora de la nuestra. Esta podría ser nuestra mayor deuda con los egipcios, dado que una enorme parte de lo que conocemos de la Antigüedad nos llega a través del papiro. Sin duda, la leyenda de la habilidad de quienes practicaban su religión y su magia y la espectacular plasmación de sus logros políticos en el arte y la arquitectura, explican en gran medida el continuo prestigio de Egipto. Pero, si se estudia comparativamente, su civilización no parece ni muy fértil ni muy sensible. La tecnología no es en modo alguno una prueba infalible —ni fácil de interpretar—, pero sugiere un pueblo lento para la adopción de nuevas destrezas, renuente a innovar una vez que dio el salto creativo hacia la civilización. La arquitectura en piedra es la única innovación destacada durante mucho tiempo tras la aparición de la escritura. Aunque el papiro y la rueda se conocían en la dinastía I, Egipto llevaba ya en contacto con Mesopotamia dos mil años cuando adoptó la noria de balancín, que en el otro valle fluvial se usaba desde hacía tiempo para regar las tierras. Quizá el peso de la rutina era insuperable, dado el trasfondo de inmutable seguridad que proporcionaba el Nilo. Aunque el arte egipcio representaba a obreros organizados en equipos para la subdivisión de los procesos de fabricación hasta un punto que recuerda en algo a la fábrica moderna, muchas herramientas importantes no llegaron a Egipto hasta bastante después que a otros lugares. No hay un testimonio definitivo de la presencia del torno de alfarería antes del Imperio Antiguo; y pese a toda la destreza de la orfebrería y la calderería, la fabricación de bronce no aparece hasta bien entrado el segundo milenio a.C. y el torno hubo de esperar a la era helenística. El taladro de arco era casi la única herramienta de que disponían los artesanos egipcios para la multiplicación y transmisión de la energía. Solo en la medicina muestran los egipcios una originalidad y unos logros indiscutibles que se remontan al menos hasta el Imperio Antiguo. Hacia el 1000 a.C., la preeminencia egipcia en este arte era internacional y justificadamente reconocida. Aunque la medicina egipcia nunca fue del todo separable de la magia (sobreviven gran número de prescripciones mágicas y de amuletos), tuvo un apreciable contenido de racionalidad y de pura observación empírica, y llegaba hasta el conocimiento de las técnicas contraceptivas. Su contribución indirecta a la historia posterior fue asimismo grande, con independencia de su eficiencia en la época; gran parte de nuestros conocimientos sobre los medicamentos y plantas que constituyen la materia médica los establecieron por vez primera los egipcios, y desde estos llegaron finalmente, a través de los griegos, hasta los científicos de la Europa medieval. Es digno de consideración que fueran los egipcios quienes iniciaran el uso de un remedio tan efectivo como el aceite de ricino. En este aspecto, Egipto superó con creces a Mesopotamia. Lo que puede concluirse sobre la salud de los antiguos egipcios es otra cosa. No parecen haberse preocupado tanto por el abuso del alcohol como los mesopotámicos, pero no es fácil deducir nada de ello. Algunos especialistas han dicho que hubo una tasa excepcionalmente alta de mortalidad infantil y existen pruebas innegables de algunas enfermedades entre los adultos; sea cual sea la explicación, los numerosos cuerpos momificados que han llegado hasta nosotros no revelan ningún caso de cáncer, raquitismo o sífilis. Por otra parte, parece que, ya en el segundo milenio, estaba muy arraigada la debilitadora enfermedad llamada esquistosomiasis, transmitida por trematodos y tan extendida en el Egipto actual. Desde luego, nada de esto arroja mucha luz sobre la práctica médica en el antiguo Egipto. Los testimonios que tenemos de prescripciones y curas recomendadas sugieren que era un cajón de sastre, ni mejor ni peor que la mayor parte de los desplegados en otros grandes centros de civilización en cualquier época anterior a la actual (aunque, al parecer, daban suma importancia a la práctica de purgas y enemas). A los egipcios que practicaban la momificación se les atribuyó una considerable habilidad para la conservación, aunque injustificada. Curiosamente, los resultados de su arte fueron después considerados de valor terapéutico en sí mismos; el polvo de momia fue durante siglos una cura eficaz para muchos males en Europa. Es interesante que también poseyeran conocimientos y técnicas rudimentarias de anticoncepción. De todas formas, desconocemos si dichos métodos resultaron eficaces en el control de la natalidad y, por tanto, en la reducción del infanticidio. La mayor parte de los egipcios eran agricultores, lo que trajo como consecuencia que Egipto permaneciera menos urbanizado que Mesopotamia. El panorama que de la vida egipcia ofrecen su literatura y su arte revela una población que vivía en el campo y que utilizaba pequeñas aldeas y templos como centros de servicios y no como morada. Egipto fue durante la mayor parte de la Antigüedad un país con un puñado de grandes centros de culto y administrativos como Tebas o Menfis, y donde el resto no eran más que poblados y mercados. La vida de los pobres era dura, aunque no siempre. La principal carga debió ser las levas para el trabajo. Cuando el faraón no necesitaba mano de obra, los agricultores disponían de mucho tiempo libre en las épocas en que esperaban que la inundación del Nilo hiciera su trabajo por ellos. La base agrícola era lo bastante rica, también, para sostener una sociedad compleja y diversificada con una gran variedad de artesanos, de cuyas actividades sabemos más que de las de sus homólogos mesopotámicos gracias a los grabados en piedra y a las pinturas. La gran división de la sociedad egipcia era entre los cultos, que podían entrar al servicio del Estado, y el resto de la población. La esclavitud era importante, pero se cree que era menos fundamental que el estamento de los agricultores, que trabajaban a marchas forzadas. La tradición de épocas posteriores subrayó la seducción y accesibilidad de las mujeres egipcias. Junto con otros testimonios, contribuye a ofrecer la impresión de una sociedad en la que la mujer era más independiente y disfrutaba de mayor categoría que en otras. Hay que conceder cierta credibilidad a un arte que representa a las mujeres de la corte vestidas con las hermosas y reveladoras ropas que tejían los egipcios, exquisitamente peinadas y enjoyadas, y llevando cuidadosamente aplicados los cosméticos a cuyo suministro prestó tanta atención el comercio egipcio. No debemos fiarnos demasiado de esto, pero nuestra impresión s es que la forma en que se trataba a las mujeres de la clase dirigente egipcia era importante, y que tenían dignidad e independencia. Los faraones y sus consortes — y otras parejas nobles— a veces también son representados en una actitud íntima que no se halla en ningún otro arte del antiguo Oriente Próximo antes del primer milenio a.C., y que nos sugiere la existencia de una auténtica igualdad emocional; difícilmente puede ser un aspecto casual. Las bellas y encantadoras mujeres que aparecen en muchas de las pinturas y esculturas egipcias podrían reflejar también cierta importancia política de su sexo, de la que carecía en otros lugares. El trono se heredaba teóricamente, y a menudo en la práctica, por línea materna. La heredera daba a su marido el derecho de sucesión; de ahí la gran expectación que suscitaba el matrimonio de las princesas. Muchos matrimonios reales eran entre hermano y hermana, sin que ello tuviera aparentemente efectos genéticos insatisfactorios. Algunos faraones se casaron con sus hijas, aunque quizá más para evitar que otra persona se casara con ellas que para asegurar la continuidad de la sangre divina. Esta posición debió de convertir a las mujeres de estirpe real en personajes influyentes por derecho propio. Algunas ejercieron un gran poder y hubo una que incluso ocupó el trono, dispuesta a aparecer ritualmente con barba y vestida con ropas masculinas, y tomando el título de faraón, aunque lo cierto es que no parece que esa innovación obtuviera una aprobación total. Hay también muchas mujeres en el panteón egipcio, sobre todo en el culto de Isis, lo que es revelador. La literatura y el arte subrayan un respeto por la esposa y madre que se extiende más allá de los confines del círculo de la nobleza. Tanto las historias de amor como las escenas de la vida familiar revelan lo que se consideraba al menos un modelo ideal para el conjunto de la sociedad, que hace hincapié en un tierno erotismo, en la relajación y la informalidad, y en cierta cualidad emocional de hombres y mujeres. Algunas mujeres sabían leer y escribir, e incluso existe una palabra egipcia para designar a la escriba, pero no había, desde luego, muchas ocupaciones abiertas a la mujer salvo las de sacerdotisa o prostituta. Si eran ricas, sin embargo, podían tener propiedades y sus derechos jurídicos parecen en muchos aspectos haber sido similares a los de las mujeres de la tradición sumeria. No es fácil generalizar sobre un período tan largo como el de la civilización egipcia, pero los testimonios que tenemos del antiguo Egipto dan la impresión de una sociedad que ofrece un gran potencial para la expresión personal de la mujer que no se halla entre muchos pueblos posteriores hasta la época moderna. Tan impresionantes son, retrospectivamente, la solidez y riqueza material de la civilización egipcia, tan aparentemente inmutables, que resulta aún más difícil que en el caso de Mesopotamia apreciar en su justo valor cuáles fueron sus relaciones con el mundo exterior o los altibajos de la autoridad dentro del valle del Nilo. Los períodos son muy extensos; solo el Imperio Antiguo, según el cálculo más a la baja, tiene una historia dos veces y media más larga que la de Estados Unidos, y muchas cosas ocurrieron en este tiempo. La dificultad estriba en saber con exactitud qué era lo que ocurría y cuál era su importancia. Durante casi mil años después de Menes, la historia de Egipto puede estudiarse prácticamente de forma aislada. Se la consideraría como una época de estabilidad en la que los faraones eran invulnerables. Pero ya en el Imperio Antiguo se detecta una descentralización de la autoridad; los funcionarios provinciales muestran una importancia e independencia crecientes. El faraón también tenía que llevar aún dos coronas y se le enterraba dos veces, una en el Alto Egipto y otra en el Bajo; esta división era todavía real. Las relaciones con sus vecinos no fueron destacables, aunque se organizaron una serie de expediciones contra los pueblos de Palestina hacia el final del Imperio Antiguo. En el Primer Período Intermedio, que llegó a continuación, se invirtieron los términos y fue Egipto el invadido, en lugar del invasor. Sin duda, la debilidad y la división contribuyeron a que los invasores asiáticos se establecieran en el valle del bajo Nilo; hay un extraño comentario acerca de que «los nacidos de alta cuna se llenan de lamentaciones, pero los pobres están jubilosos... hay miseria en toda la tierra... los extraños han entrado en Egipto». Aparecieron dinastías rivales cerca del actual El Cairo y el poder de Menfis se debilitó. El siguiente gran período de la historia egipcia fue el Imperio Medio, inaugurado efectivamente por el poderoso Amenemhat I, que reunificó el reino desde su capital, Tebas. Durante cerca de un cuarto de milenio después del 2000 a.C., Egipto disfrutó de una fase de recuperación cuya fama podría deberse en gran parte a la impresión (que nos llega a través de los testimonios) de los horrores del Período Intermedio. En el Imperio Medio hubo un renovado impulso hacia el orden y la cohesión social. La condición divina del faraón cambia sutilmente; no solo es Dios, sino que se subraya que desciende de dioses y que será padre de dioses. El orden eterno continuará inmutable después de que los malos tiempos hicieran dudar a los hombres. Es seguro también que se produjeron una expansión y un crecimiento materiales. Se realizaron grandes obras de saneamiento en las marismas del Nilo. Nubla, al sur, entre la primera y la tercera cataratas, fue conquistada y sus minas de oro, explotadas plenamente. Se fundaron asentamientos egipcios aún más al sur, en lo que posteriormente sería el misterioso reino de Cush. El comercio dejó unas huellas más detalladas que antes y se explotaron de nuevo las minas de cobre del Sinaí. También se produjo un cambio teológico: hubo cierta consolidación política. Pero el Imperio Medio terminó con disturbios políticos y muchas dinastías. El Segundo Período Intermedio, que duró aproximadamente doscientos años, estuvo marcado por otra incursión extranjera, mucho más peligrosa: la de los hicsos. Estos eran probablemente un pueblo semita, que aprovechó la ventaja militar del carro de guerra para establecerse en el delta del Nilo como señores supremos a quienes las dinastías tebanas rindieron tributo. No se sabe mucho de ellos. Al parecer, adoptaron las convenciones y métodos egipcios, e incluso mantuvieron al principio la burocracia existente, pero esto no llevó a la asimilación. En la dinastía XVIII, los egipcios expulsaron a los hicsos en una guerra de pueblos; este fue el inicio del Imperio Nuevo, cuyo primer gran éxito fue reforzar la victoria en los años que siguieron al 1570 a.C., persiguiendo a los hicsos hasta sus baluartes al sur de Canaán. Al final, los egipcios ocuparon gran parte de Siria y Palestina. El Imperio Nuevo tuvo en su apogeo tanto éxito internacional y dejó monumentos conmemorativos tan magníficos que resulta difícil no pensar que la dominación de los hicsos tuvo un efecto catártico o revitalizador. Durante la dinastía XVIII se produjo casi un renacimiento de las artes, una transformación de las técnicas militares con la adopción de instrumentos asiáticos como el carro de guerra y, por encima de todo, una enorme consolidación de la autoridad real. Durante su vigencia, una mujer, Hatshepsut, ocupó por primera vez el trono en un reinado que destacó por la expansión del comercio egipcio, o eso muestra al menos su templo mortuorio. El siguiente siglo trajo más gloria imperial y militar, al extender su consorte y sucesor, Tutmosis III, los límites del imperio egipcio hasta el Éufrates. Los monumentos que muestran la llegada de tributos y esclavos o los matrimonios con princesas asiáticas dan testimonio de una preeminencia egipcia que en el interior del país fue paralela a una nueva riqueza decorativa en los templos y a la aparición de una escultura en altorrelieve que produjo bustos y estatuas generalmente consideradas la cumbre del arte egipcio. Las influencias extranjeras también alcanzaron al arte egipcio en esta época; procedían de Creta. Hacia el final del Imperio Nuevo, los testimonios de los múltiples contactos con el extranjero comienzan a indicar algo más: el contexto del poder egipcio había cambiado ya de forma sustancial. La zona crucial fue la costa del Mediterráneo oriental, que incluso a Tutmosis III le había costado diecisiete años someter, teniendo que dejar sin conquistar un enorme imperio gobernado por los mitanos, que dominaban la Siria oriental y el norte de Mesopotamia. Sus sucesores cambiaron de táctica: una princesa mitana contrajo matrimonio con un faraón y, para proteger los intereses egipcios en esta zona, el Imperio Nuevo dependió de la amistad de su pueblo. Egipto estaba viéndose obligado a salir del aislamiento que lo había protegido durante tanto tiempo. Pero, en el norte, los mitanos sufrían a su vez la creciente presión de los hititas, uno de los pueblos más importantes de entre aquellos cuyas ambiciones y movimientos fueron disolviendo cada vez más el mundo de Oriente Próximo en la segunda mitad del segundo milenio a.C. Conocemos muchas de las preocupaciones del Imperio Nuevo, incluso al inicio de este proceso, debido a que están registradas en una de las colecciones más antiguas de correspondencia diplomática, la de los reinos de Amenhotep III y IV (h. 1400-1362 a.C.). Con el primero de estos reyes, Egipto alcanzó la cumbre de su prestigio y prosperidad. Fue la mejor era de Tebas. Amenhotep fue finalmente enterrado en una tumba de esta localidad, la mayor construida hasta entonces para un rey, aunque de ella no nos quedan más que fragmentos de las enormes estatuas que los griegos llamaron posteriormente «los colosos de Memnón» (legendario héroe presuntamente etíope). Amenhotep IV sucedió a su padre en 1379 a.C. Intentó una revolución religiosa, sustituyendo la antigua religión por el culto monoteísta al dios-sol Atón. Como muestra de su seriedad, cambió su nombre por el de Ajenatón y fundó una nueva ciudad en Amarna, casi quinientos kilómetros al norte de Tebas, cuyo templo, con su altar expuesto a los rayos solares, fue el centro de la nueva religión. Aunque no cabe duda de la seriedad del propósito de Ajenatón y de su piedad personal, su intento debió de estar abocado al fracaso desde el principio dado el conservadurismo religioso de Egipto, y puede que la persistencia del faraón tuviera motivos políticos y que tratara quizá de recuperar el poder usurpado por los sacerdotes de Amón-Ra. Sea cual sea la explicación, la oposición que Ajenatón provocó con su revolución religiosa contribuyó a paralizarle en otros frentes. Mientras tanto, la presión hitita producía claras señales de tensión en los territorios dependientes de Egipto; Ajenatón no pudo salvar a los mitanos, que perdieron todas sus tierras al oeste del Éufrates frente a los hititas en el 1372 a.C. y se enzarzaron en una guerra civil que presagió la desaparición de su reino, unos treinta años más tarde. La esfera de influencia egipcia se tambaleaba. Hubo otros motivos quizá, además de la indignación religiosa, que explican la exclusión posterior del nombre de Ajenatón de la lista oficial de reyes. El sucesor de Ajenatón llevó el nombre quizá más famoso que ha llegado hasta nosotros del antiguo Egipto, un nombre por lo demás significativo. Amenhotep IV cambió su nombre por el de Ajenatón porque deseaba borrar el recuerdo del culto al antiguo dios Amón; su sucesor y sobrino cambió el suyo, Tutankaton, por el de Tutankamón para reflejar la restauración del antiguo culto a Amón y la derrota del intento de reforma religiosa. Quizá el magnífico enterramiento que recibió Tutankamón en el valle de los Reyes fuera una muestra de gratitud, ya que su reinado fue breve y, por otro lado, poco digno de reseñar. Tras la muerte de Tutankamón, el Imperio Nuevo duró dos siglos más, pero impregnado de una atmósfera de declive continuo y acelerado, solo interrumpido ocasionalmente. De modo sintomático, la viuda de Tutankamón concertó su boda con un príncipe hitita, boda que finalmente no se celebró por el asesinato del novio. Los reyes posteriores se esforzaron por recuperar el terreno perdido y a veces lo consiguieron; oleadas de conquistadores avanzaron y retrocedieron en Palestina, y hubo un faraón que contrajo matrimonio con una princesa hitita, igual que sus antecesores se habían desposado con princesas de otros pueblos. Pero aparecían más enemigos nuevos; ni siquiera una alianza con los hititas servía ya de protección. El Egeo era un hervidero; sus islas «derramaban todos sus pueblos a la Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 107 Preparado por Patricio Barros vez» y «ninguna tierra resistió ante ellos», dicen los anales egipcios. Estos «pueblos del mar» fueron finalmente derrotados, pero la lucha fue dura. En algún momento de esa época se produjo un episodio de suma importancia para el futuro, cuya naturaleza exacta y cuya historicidad no pueden fijarse. Según sus textos religiosos, recopilados muchos siglos después, un pequeño pueblo semita, al que los egipcios llamaban «hebreos», dejó el delta y siguiendo a su jefe, Moisés, salió de Egipto en dirección a los desiertos del Sinaí. Desde aproximadamente el 1150 a.C., las señales de desorganización interna son también numerosas. Un rey, Ramsés III, murió a consecuencia de una conspiración en el harén; fue el último que consiguió cierto éxito en la contención de la creciente marea del desastre. Sabemos de huelgas y problemas económicos bajo sus sucesores, y está también el inquietante síntoma de los sacrilegios perpetrados durante una generación de saqueos de las tumbas reales de Tebas. El faraón perdió su poder frente a los sacerdotes y funcionarios, y el último de la dinastía XX, Ramsés XI, fue de hecho un prisionero en su propio palacio. La era del poder imperial de Egipto había terminado. También la de los hititas y la de otros imperios del final del segundo milenio. Desaparecía no solo el poder de Egipto, sino del mundo que fue el escenario de sus glorias. Sin duda, es en los cambios que afectan a todo el mundo antiguo donde hay que buscar gran parte de la explicación del declive de Egipto, aunque es imposible resistirse a la sensación de que los últimos siglos del Imperio Nuevo sacan a la luz unos puntos débiles que ya estaban presentes en la civilización egipcia en sus comienzos. No son fáciles de discernir a primera vista; la espectacular herencia de los monumentos egipcios y de una historia que no se computa en siglos sino en milenios, hace titubear el sentido crítico y amortigua el escepticismo. Pero la cualidad creativa de la civilización egipcia parece, al final, fracasar extrañamente. Se concentran unos recursos colosales de mano de obra bajo la dirección de unos hombres que, según los criterios de cualquier época, debieron de ser funcionarios destacados, y el resultado es la creación de los mayores sepulcros que ha visto jamás el mundo. Se emplea una técnica de exquisita calidad, y sus obras maestras son ajuares funerarios. Una élite sumamente culta que utiliza un lenguaje complejo y sutil y un material de comodidad insuperable, los emplea copiosamente, pero carece de ideas filosóficas o religiosas que legar al mundo comparables a las de los griegos o los judíos. Es difícil no percibir una esterilidad última, una nada, en el corazón de este brillante tour de force. En el otro platillo de la balanza ha de situarse la pura capacidad de resistencia de la antigua civilización egipcia; después de todo, funcionó durante un período muy largo, lo que es un dato espectacular. Aunque atravesó al menos dos fases de considerable declive, se recuperó de ellas aparentemente sin cambios. Sobrevivir en este ámbito es un gran logro material e histórico; lo que sigue sin estar claro es por qué se detuvo ahí. El poderío militar y económico de Egipto no supuso al final nada de importancia perenne para el mundo. Su civilización nunca se difundió con éxito al exterior. Quizá esto se deba a que su supervivencia debía mucho a su entorno. Si bien fue un éxito rotundo crear con tal rapidez unas instituciones que, con pocos cambios fundamentales, lograron durar tanto, esto lo podría haber conseguido probablemente cualquier civilización antigua que disfrutara de un grado similar de inmunidad frente a la intrusión. China iba a mostrar también una continuidad impresionante. Es importante recordar una vez más que todo cambio social y cultural en la Antigüedad era lento e imperceptible. Acostumbrados al cambio, nos cuesta percibir la enorme inercia que impregnaba todo sistema social de éxito (es decir, un sistema social que permitía que el hombre dominara efectivamente su entorno físico y mental) en casi todas las épocas anteriores a la más reciente. En el mundo antiguo, las fuentes de innovación eran mucho más escasas y ocasionales que ahora. El ritmo de la historia fue rápido en el antiguo Egipto en comparación con los tiempos prehistóricos; pero parece glacialmente lento si reflexionamos sobre lo poco que cambió la vida cotidiana entre Menes y Tutmosis III, un período que duró más de mil quinientos años, comparable, por tanto, al que nos separa del final del imperio romano. Los cambios señalados solo podían proceder de un desastre natural repentino y abrumador (y el Nilo era una salvaguardia fiable) o de la invasión o la conquista (y Egipto permaneció mucho tiempo en los límites del campo de batalla de los pueblos de Oriente Próximo, afectado solo ocasionalmente por sus idas y venidas). La tecnología y las fuerzas económicas solo podían ejercer con gran lentitud las presiones en favor del cambio que a nosotros nos parecen normales. En Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 109 Preparado por Patricio Barros cuanto a los estímulos intelectuales, apenas podían ser fuertes en una sociedad en que todo el aparato de la tradición cultural estaba encaminado a inculcar la rutina. Al final, la especulación sobre la naturaleza de la historia egipcia tiende siempre a volver a la gran imagen natural del Nilo, omnipresente a los ojos egipcios, y tan destacada, quizá, que no podía verse como la influencia colosal y única que era, ya que no necesitaban tener en cuenta un contexto más amplio que su valle. Mientras al fondo rugen siglos de guerras incomprensibles (pero finalmente decisivas) en el Creciente Fértil, la historia del antiguo Egipto continúa durante miles de años, prácticamente como una función de las implacables y beneficiosas crecidas y retiradas de las aguas del Nilo. En sus riberas, un pueblo agradecido y pasivo recogía la riqueza que el río le regalaba, de la que podía apartar lo que estimaba necesario para la verdadera empresa de la vida: la preparación adecuada de la muerte. 4. Intrusos e invasores: la edad oscura del antiguo Oriente Próximo Mesopotamia y Egipto son las piedras angulares de la historia escrita. Durante largo tiempo, estos dos primeros grandes centros de civilización dominan la cronología y pueden tratarse con comodidad de forma más o menos aislada. Pero es evidente que su historia no es toda la historia del antiguo Oriente Próximo, y no digamos ya del mundo antiguo. Poco después del 2000 a.C., los movimientos de otros pueblos ya estaban dividiendo este mundo en nuevos modelos; mil años más tarde, existían centros de civilización en otros lugares y nos encontramos bien adentrados en la era histórica. Por desgracia para el historiador, no hay una unidad simple y evidente para esta historia ni siquiera en el Creciente Fértil, que durante largo tiempo continuó mostrando más creatividad y dinamismo que ninguna otra parte del mundo. Solo hay una confusión de cambios cuyo comienzo se remonta al segundo milenio y que prosiguen hasta que surge el primero de una nueva sucesión de imperios, en el siglo IX a.C. Resulta difícil incluso trazar el esquema de las violentas agitaciones políticas que jalonan esta confusión, no digamos ya explicarlo; por suerte, no hace falta desentrañar aquí sus detalles. La historia se aceleraba y la civilización proporcionaba al ser humano nuevas oportunidades. En lugar de sumergirnos en la Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 110 Preparado por Patricio Barros avalancha de acontecimientos, vale la pena que tratemos de comprender algunas de las fuerzas de cambio que actuaban. Un mundo que se complica La más patente de estas fuerzas sigue siendo la de las grandes migraciones humanas. Su modelo básico no cambia mucho durante mil años aproximadamente después del 2000 a.C., ni tampoco los protagonistas étnicos. La dinámica fundamental es la que proporcionaba la presión de los pueblos indoeuropeos sobre el Creciente Fértil, tanto desde el este como desde el oeste. La variedad y el número de estos aumentan; no hace falta recordar aquí sus nombres, pero algunos de ellos nos llevan a los orígenes remotos de Grecia. Mientras tanto, los pueblos semitas se disputan con los indoeuropeos el valle de Mesopotamia; luchan con Egipto y con los misteriosos «Pueblos del Mar» por el Sinaí, Palestina y el Mediterráneo oriental. Otra rama indoeuropea se establece en Irán, donde surgirá finalmente el mayor de todos los imperios de la Antigüedad, el de Persia, que duró seis siglos. Otra rama empuja hacia la India. Estos movimientos explican gran parte de lo que subyace tras una pauta cambiante de imperios y reinos que se extienden a lo largo de los siglos. Aplicando criterios modernos, algunos de ellos duraron bastante; desde alrededor del 1600 a.C., los casitas, procedentes de Caucasia, gobernaron Babilonia durante cuatro siglos y medio, período comparable con el de toda la historia del imperio británico. Pero, si los comparamos con los criterios con que evaluamos a Egipto, estos gobiernos son criaturas efímeras, que nacen un día para desaparecer al siguiente. Lo sorprendente sería sin duda que los imperios y reinos de la Antigüedad no hubieran sido finalmente frágiles, ya que actuaban también muchas otras fuerzas nuevas que multiplicaban los revolucionarios efectos de los desplazamientos de poblaciones. Una de ellas, que ha dejado profundos rastros, fue el perfeccionamiento de la técnica militar. La fortificación y, presumiblemente, el arte del asedio ya habían alcanzado un nivel bastante elevado en Mesopotamia hacia el 2000 a.C. Entre los pueblos indoeuropeos que roían los bordes de la civilización que estas técnicas protegían, algunos tenían orígenes nómadas recientes; quizá por ese motivo pudieron revolucionar la guerra en campaña, aunque siguieron Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 111 Preparado por Patricio Barros desconociendo durante mucho tiempo el arte del asedio. La introducción del carro de guerra de dos ruedas y de la caballería transformó las operaciones en campo abierto. Los soldados de Sumer son representados en torpes carretas de cuatro ruedas tiradas por asnos, que probablemente no fueran más que un medio para transportar a los generales o para llevar a un jefe hasta la refriega, donde poder utilizar la lanza y el hacha. El auténtico carro es un vehículo de combate de dos ruedas tirado por caballos, en el que iban normalmente dos hombres, el conductor y otro que lo utilizaba como plataforma de armas arrojadizas, especialmente del arco compuesto fabricado con tiras de cuero. Los casitas fueron probablemente el primer pueblo que utilizó de esta forma el caballo, y sus gobernantes parecen tener un origen indoeuropeo. El acceso a los pastos altos del norte y el este del Creciente Fértil les abrió las puertas a las reservas de caballos de las tierras de los nómadas. En los valles fluviales, los caballos eran al principio escasos, preciadas posesiones de reyes o de grandes jefes, y los bárbaros disfrutaban por tanto de una gran superioridad militar y psicológica. Al final, sin embargo, el carro se utilizaba en los ejércitos de todos los grandes reinos de Oriente Próximo; era un arma demasiado valiosa para ser ignorada. Cuando los egipcios expulsaron a los hicsos, lo hicieron, entre otras cosas, empleando esta arma contra quienes les habían conquistado gracias a ella. La guerra cambió también con la aparición de los jinetes. Un soldado de caballería propiamente dicho no solo se mueve a caballo, sino que combate a caballo; este arte tardó mucho en desarrollarse, dada la complejidad de manejar al mismo tiempo un caballo y un arco o una lanza. La equitación procedía de las tierras altas iraníes, donde puede que se practicara ya en el 2000 a.C., y se difundió a través de Oriente Próximo y del Egeo mucho antes del final del siguiente milenio. Más tarde, después del 1000 a.C., apareció el jinete con armadura, que cargaba contra el enemigo imponiéndose a los soldados de infantería por efecto del peso y del impulso de su caballo. Su aparición significó el principio de una larga era en la que la caballería pesada fue un arma clave, aunque no pudo explotarse en todo su valor hasta siglos después, cuando la invención del estribo dio al jinete el control real de su caballo. En el segundo milenio a.C., los carros tenían algunas partes de hierro y pronto tuvieron llantas de este metal. Las ventajas militares del hierro son manifiestas, y no sorprende que su uso se difundiera con rapidez por Oriente Próximo y más lejos, pese a los intentos de limitarlo por parte de quienes lo poseían. Al principio, fueron los hititas. Tras su declive, el forjado del hierro se extendió con rapidez, no solo porque era un metal mejor para la fabricación de armas, sino porque el mineral de hierro, aunque escaso, era más abundante que el cobre o el estaño. El hierro supuso un gran estímulo para el cambio económico además del militar. En la agricultura, los pueblos que lo utilizaban podían cultivar suelos impenetrables a la madera o al sílex. Pero no se produjo una transferencia general y rápida al nuevo metal; el hierro era un complemento del bronce, del mismo modo que el bronce y el cobre lo habían sido de la piedra y del sílex en el juego de herramientas del hombre, y ello ocurrió en algunos lugares con más rapidez que en otros. Ya en el siglo XI a.C. se utilizaba el hierro para fabricar armas en Chipre (algunos han argumentado que allí también se producía acero), y desde esa isla su empleo se difundió al Egeo poco después del 1000 a.C. Esa fecha puede servir como división aproximada entre la Edad del Bronce y la del Hierro, pero no es más que un sostén útil para la memoria. Durante el período, la industria del hierro experimentó un rápido progreso en Irán, el Cáucaso, Siria y Palestina, desde donde se extendió a Mesopotamia. En la península Ibérica, la metalurgia del hierro fue introducida por poblaciones indoeuropeas. Aunque las herramientas de hierro fueron más numerosas a partir de entonces, hubo partes de lo que podríamos llamar el «mundo civilizado» que siguieron viviendo mucho tiempo en una cultura de la Edad del Bronce. Junto con el Neolítico en otros lugares, la Edad del Bronce pervivió hasta bien entrado el primer milenio a.C., y se desvaneció con gran lentitud. Después de todo, durante un largo período de tiempo hubo muy poco hierro disponible. La demanda de metal contribuye a explicar otro cambio: el nuevo y cada vez más complejo comercio, tanto dentro de la región como a gran distancia, en una de esas complejas interacciones que parecen conferir cierta unidad al mundo antiguo justo antes de su ruptura al final del segundo milenio a.C. El estaño, por ejemplo, tenía que transportarse desde Mesopotamia y Afganistán, así como desde Anatolia, hasta lo que ahora llamaríamos «centros de fabricación». El cobre de Chipre era otro Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 113 Preparado por Patricio Barros producto que conoció un amplio comercio, y la búsqueda de más minerales dio a Europa, pese a estar en los márgenes de la historia antigua, una nueva importancia. Para obtener cobre se perforaron pozos de extracción en lo que hoy es Serbia, a unos veinte metros de profundidad bajo tierra, incluso antes del 4000 a.C. Quizá no resulte sorprendente que algunos pueblos europeos llegaran a mostrar después un elevado nivel de aptitud a la hora de trabajar los metales, sobre todo en el batido de grandes láminas de bronce y en la forja de hierro (un material mucho más difícil de trabajar que el bronce hasta que se pudieron conseguir temperaturas lo bastante altas para fundirlo). El comercio a gran distancia depende del transporte. Al principio, los productos se llevaban a lomos de asnos y burros; la domesticación de caballos a mediados del segundo milenio a.C. hizo posible las caravanas comerciales de Asia y de la península Arábiga, que posteriormente parecerían de inmemorial antigüedad y que abrieron un entorno hasta entonces casi impenetrable, el del desierto. Salvo entre los pueblos nómadas, probablemente la rueda no tuvo más que una importancia local para el transporte, dada la exigua calidad de los primeros caminos. Las primeras carretas eran arrastradas por bueyes o asnos; quizá estuvieran en uso en Mesopotamia alrededor del 3000 a.C., en Siria en torno al 2250 a.C., en Anatolia doscientos o trescientos años después, y en la Grecia continental hacia el 1500 a.C. Probablemente, para acarrear grandes cantidades de productos, el transporte marítimo y fluvial era ya más barato y sencillo que el terrestre, lo que sería una constante de la vida económica hasta la invención de la locomotora de vapor. Mucho antes de que las caravanas empezaran a llevar hasta Mesopotamia y Egipto las gomas y resinas de las costas árabes del sur, las transportaban los barcos por el mar Rojo, y las mercancías iban y venían en navíos mercantes por el mar Egeo; es lógico, pues, que algunos de los progresos más importantes en el transporte se produjeran en la tecnología marítima. Sabemos que los pueblos neolíticos podían hacer largos viajes por mar en canoas, y existen incluso algunos testimonios sobre la navegación en el séptimo milenio a.C. Los egipcios de la dinastía III añadieron una vela a los barcos de navegación marítima; el mástil central y la vela cuadrada fueron el principio de una navegación marítima que no dependía solo de la energía humana. Las mejoras del aparejo Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 114 Preparado por Patricio Barros fueron llegando lentamente en los dos milenios siguientes. Se ha pensado que, durante este tiempo, se hizo alguna aproximación al aparejo de velas diversificadas, necesario para que los barcos navegaran en ángulo cerrado respecto al viento. No obstante, la mayor parte de los barcos de la Antigüedad tenían tan solo velas cuadradas. Debido a ello, la dirección de los vientos dominantes fue decisiva para fijar las pautas de la comunicación marítima. La única fuente de energía disponible, además del viento, era la humana; la invención del remo es antigua y proporcionó la fuerza motriz necesaria para realizar largas travesías por mar, además de para un manejo preciso. Es probable, sin embargo, que los remos se emplearan con más frecuencia en las guerras marítimas, y la vela en lo que, en fecha tan temprana, cabe llamar «navegación mercantil». En el siglo XIII a.C., navegaban por el Mediterráneo oriental barcos capaces de transportar más de doscientos lingotes de cobre, y unos cuantos siglos más tarde, algunos de estos barcos iban equipados con cubiertas estancas para facilitar el almacenamiento. Incluso en épocas recientes se intercambiaban o hacían trueques de productos, y sin duda esto fue lo que significó el comercio durante la mayor parte de la Antigüedad. Pero la invención del dinero supuso un gran paso adelante. Al parecer, esto ocurrió en Mesopotamia, donde ya se daban valores de cómputo en medidas de grano o de plata antes del 2000 a.C. Los lingotes de cobre parecen haber sido tratados como unidades monetarias en todo el Mediterráneo a finales de la Edad del Bronce. El primer medio de intercambio sellado oficialmente que ha llegado a nuestros días procede de Capadocia, tiene forma de lingote de plata y pertenece a finales del tercer milenio a.C.; una auténtica moneda de metal. Aunque el dinero fue un invento importante y que habría de difundirse, hemos de esperar hasta el siglo VII a.C. para ver las primeras monedas. Los mecanismos monetarios refinados (y Mesopotamia tenía un sistema de crédito y letras de cambio en épocas muy tempranas) ayudarían a promover el comercio, pero no eran indispensables; los pueblos del mundo antiguo podían pasar sin él. Los fenicios, un pueblo comerciante de habilidad y perspicacia legendarias, no tuvieron moneda hasta el siglo VI a.C.; Egipto, con una economía centralizada de impresionante riqueza, no adoptó una moneda hasta dos siglos después, y la Europa celta, para todo su comercio de productos de metal, no acuñó moneda hasta dos siglos más tarde aún. Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 115 Preparado por Patricio Barros Mientras tanto, las personas intercambiaban productos sin dinero, aunque es difícil estar muy seguros de lo que esto significa. Aunque hubo un importante aumento del volumen de productos que se transportaban por el mundo hacia el 1000 a.C., no todo este tráfico podría calificarse de «comercio» según los parámetros actuales. Sabemos poco sobre la organización económica de aquellos tiempos. Toda función especializada —la fabricación de cerámica, por ejemplo— supone un mecanismo que por una parte distribuya sus productos y, por otra, asegure la subsistencia del especialista mediante la redistribución al mismo y a sus compañeros de los alimentos que necesitan para sobrevivir, y quizá de otros productos. Pero esto no exige un «comercio», ni siquiera en forma de trueque. Se ha observado que muchos pueblos de la época histórica realizaban esta distribución a través de sus jefes; estos hombres presidían un almacén común, eran en cierto modo «propietarios» de todo lo que poseía la comunidad, y de él extraían y repartían las partes necesarias para mantener el buen funcionamiento de la sociedad. Esto podría ser lo que subyacía tras su centralización de productos y provisiones en los templos sumerios; también explicaría la importancia del registro y sellado de los depósitos almacenados en ellos, y de ahí la primera asociación de escritura y contabilidad. En cuanto al intercambio económico entre comunidades, generalizar con seguridad sobre sus primeras fases es aún más arriesgado. En la era histórica, podemos ver muchas actividades en desarrollo que suponen la transferencia de bienes, no todas ellas encaminadas al beneficio monetario. El pago de tributos, los regalos simbólicos o diplomáticos entre gobernantes y las ofrendas votivas eran algunas de sus formas. Hasta el siglo XIX, el imperio chino concebía su comercio exterior como un tributo del mundo exterior, y los faraones entendían de forma similar el comercio con el Egeo, a juzgar por las pinturas funerarias. En el mundo antiguo, estas transacciones podían incluir la transferencia de objetos normalizados como trípodes, vasijas de cierto peso o anillos de tamaño uniforme, que presentan por tanto, en época tan temprana, algunas de las características de la moneda. A veces estos objetos eran útiles; otras, eran meros símbolos. Lo único seguro es que el movimiento de bienes aumentó y que gran parte de este incremento adoptó finalmente la forma de intercambios lucrativos que ahora denominamos «comercio». Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 116 Preparado por Patricio Barros Las nuevas ciudades debieron de contribuir en cierta medida a ello. Sin duda, estas brotaron en todo el antiguo Oriente Próximo en parte gracias al crecimiento de la población, y son testimonio del éxito de la explotación de las posibilidades agrícolas, pero también de un creciente parasitismo. La tradición literaria de la alienación del hombre de campo en la ciudad aparece ya en el Antiguo Testamento. Pero la vida urbana también ofrecía una nueva intensidad de creatividad cultural, una nueva aceleración de la civilización. Una señal de dicha aceleración es la difusión de la escritura. Hacia el año 2000 a.C., esta capacidad estaba circunscrita aún en gran medida a las civilizaciones de los valles fluviales y sus zonas de influencia. La escritura cuneiforme se había difundido por Mesopotamia y se empleaba para escribir en dos o tres lenguas; en Egipto, las inscripciones monumentales eran jeroglíficas y la escritura cotidiana se hacía sobre papiro en una forma simplificada llamada «hierática». Aproximadamente mil años después, el panorama había cambiado. Podían hallarse pueblos con escritura en todo Oriente Próximo, y también en Creta y Grecia. La escritura cuneiforme se había adaptado con gran éxito a más lenguas aún; hasta el gobierno egipcio la adoptó para su diplomacia. También se inventaron otras escrituras. Una, en Creta, nos acerca a la frontera de la modernidad, ya que revela, hacia el 1500 a.C., a un pueblo cuya lengua era el griego. Hacia el 800 a.C., con la adopción de un alfabeto semítico, el fenicio, existía ya el medio por el que se transmitiría la primera literatura occidental, y también, quizá, la primera manifestación de ella que ha llegado hasta nosotros: los poemas atribuidos a Homero. Las cuestiones localizadas no se prestan a una cronología precisa; se trata de cambios que no se aprecian bien si la historia se circunscribe demasiado a unos países concretos. Pero los países y pueblos, aunque sometidos a fuerzas diversas, fueron volviéndose cada vez más distintos. La escritura fija la tradición; a su vez, la tradición expresa la conciencia de sí misma de una comunidad. Presumiblemente, las tribus y los pueblos siempre han percibido su identidad; esa conciencia se ve muy reforzada cuando los estados adoptan formas más continuas e institucionalizadas. La disolución de los imperios en unidades más viables es una historia conocida desde Sumer hasta la época moderna, pero hay zonas que surgen una y otra vez como núcleos duraderos de tradición. Incluso en el segundo milenio Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 117 Preparado por Patricio Barros a.C., los estados se vuelven más sólidos y muestran una mayor capacidad de resistencia. Estaban aún lejos de alcanzar ese amplio y continuo control de sus pueblos cuyas posibilidades solo se han revelado en su plenitud en la época moderna. Pero, aun en los registros más antiguos, parece haber una tendencia irrefrenable hacia una mayor regularidad en el gobierno y una mayor institucionalización del poder. Los reyes se rodean de burocracias, y los recaudadores de impuestos buscan recursos para acometer empresas cada vez mayores. La ley se convierte en una idea aceptada generalmente; ahí donde penetra, se produce una limitación, aun cuando al principio solo fuera implícita, del poder del individuo y un aumento del que ostenta el legislador. Por encima de todo, el Estado se expresa a través de su poder militar; el problema de alimentar, equipar y administrar unos ejércitos profesionales permanentes se resuelve hacia el 1000 a.C. Cuando el Estado se hace poderoso, la historia de las instituciones gubernamentales y sociales comienza a salirse de las categorías generales de las primeras civilizaciones. A pesar del nuevo cosmopolitismo, que permitió unas relaciones y una influencia recíproca más fructíferas y fáciles, las sociedades tomaron caminos muy diversos. En el ámbito del pensamiento, la expresión más llamativa de esa diversidad es la religión. Aunque algunos han creído ver en la era preclásica una tendencia hacia sistemas más simples y monoteístas, el hecho más evidente es la existencia de un enorme y variado panteón de deidades locales y especializadas, que en su mayoría coexistían pacíficamente, con solo algún indicio ocasional de que un dios estaba celoso de su distinción. También hay un nuevo ámbito para la diferenciación en otras expresiones de la cultura. Antes de que comenzara la civilización, el arte ya se había establecido como una actividad autónoma no necesariamente vinculada a la religión o a la magia (pese a que a menudo siguieron estándolo). Ya se ha hablado de la primera literatura, y también empezamos a vislumbrar algo de otras manifestaciones culturales. Existe la posibilidad del juego; aparecen tableros de juego en Mesopotamia, Egipto y Creta. Quizá la gente ya hiciera apuestas. Reyes y nobles cazaban con pasión, y en sus palacios les entretenían músicos y bailarines. En cuanto a los deportes, el boxeo parece remontarse a la Creta de la Edad del Bronce, una isla donde se practicaba también un deporte único y probablemente ritual, el salto del toro. En estos aspectos es más evidente que en otros que no debemos prestar mucha atención a la cronología, y mucho menos a fechas particulares, aun cuando podamos estar seguros de ellas. La noción de una civilización individual es cada vez menos útil en la zona de la que nos venimos ocupando; hay demasiada interrelación para que esa idea tenga el peso que puede poseer en Egipto y Sumer. En algún momento entre el 1500 y el 800 a.C., se produjeron grandes cambios que no hemos de permitir que se escapen a través de la red tejida para capturar la historia de las dos primeras grandes civilizaciones. En el Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental de los siglos en torno al año 1000 a.C., confusos y turbulentos, estaba formándose un nuevo mundo diferente del de Sumer y del Imperio Antiguo egipcio.
3. El antiguo Egipto
Mesopotamia no fue el único gran valle fluvial que alumbrara una civilización, pero el único ejemplo temprano que rivaliza con ella en antigüedad y duración es el de Egipto. Durante miles de años después de su desaparición, los vestigios físicos de la primera civilización del valle del Nilo fascinaron a la gente y dieron alas a su imaginación; incluso los griegos quedaron perplejos ante la leyenda de la sabiduría oculta de una tierra donde los dioses eran mitad humanos, mitad animales, y aún hoy hay quien pierde el tiempo tratando de discernir el significado sobrenatural de la disposición de las pirámides. El antiguo Egipto siempre ha sido nuestra mayor herencia visible de la Antigüedad. La riqueza de sus restos arqueológicos es uno de los motivos por los que sabemos más de los egipcios que de gran parte de la historia mesopotámica. Por otro lado, existe también una importante diferencia entre ambas civilizaciones: la sumeria apareció primero, y la egipcia pudo beneficiarse de su experiencia y ejemplo. El significado exacto de esto ha dado origen a innumerables debates. Se han visto aportaciones mesopotámicas en el primer arte egipcio: en la presencia de sellos cilíndricos en los comienzos de la historia egipcia, en la semejanza de las técnicas constructivas de monumentos con ladrillos y en la deuda de los jeroglíficos, la escritura pictográfica de Egipto, con la antigua escritura sumeria. Que hubo importantes y fructíferos vínculos entre el antiguo Sumer y Egipto parece incuestionable, pero lo que probablemente nunca se sabrá es cómo y cuándo se produjo el primer encuentro de los pueblos del Nilo con Sumer. Al menos parece probable que, cuando se produjo, la influencia sumeria se transmitiera por medio de los pueblos del delta y del bajo Nilo. En cualquier caso, estas influencias actuaron en un entorno que siempre diferenció radicalmente la experiencia egipcia de la de cualquier otro centro de civilización: el que proporcionaba el propio Nilo, corazón de la prehistoria y de la historia de Egipto. Egipto quedaba definido por el Nilo y los desiertos que lo flanqueaban; era el país que regaba el río, un oasis disperso y alargado. En la época prehistórica debió de ser también un gran pantano, de casi mil kilómetros de longitud y, salvo en el delta, de solo unos pocos kilómetros de ancho. Desde el principio, las inundaciones anuales del río fueron el mecanismo básico de la economía y fijaron el ritmo de la vida en sus riberas. La agricultura enraizó gradualmente en los lechos de lodo que se acumulaban año tras año, pero las primeras comunidades debieron de ser precarias y su entorno, semiacuático; gran parte de su vida ha quedado enterrada para siempre en los lechos de lodo del delta. Lo que queda de esta primera época son objetos fabricados y utilizados por los pueblos que vivieron en los bordes de las zonas de inundación o en las escasas áreas rocosas del interior del valle o de sus flancos. Antes del 4000 a.C., estos habitantes empezaron a sentir el impacto de un importante cambio climático; se acumuló la arena procedente de los desiertos y se produjo la desecación. Pertrechados con unas técnicas agrícolas elementales, los hombres pudieron bajar a trabajar los suelos del llano enriquecidos por las inundaciones. Desde el principio, por tanto, el río fue el dador de vida para Egipto. Era más una deidad benévola cuya generosidad infinita se recibiría con agradecimiento, que la peligrosa y amenazadora fuente de inundaciones repentinas y catastróficas en medio de las cuales lucharon los hombres de Sumer para obtener tierras del lodazal. Era un entorno en el que la agricultura (aunque se estableció más tarde que en el Mediterráneo oriental o Anatolia) producía beneficios rápidos y abundantes, y que quizá hizo posible una «explosión» demográfica que liberó sus recursos humanos y naturales. Aunque, como muestran las señales de contactos en el cuarto milenio a.C., la influencia sumeria podría haber servido como factor de estímulo, no cabe decir que fuera decisiva; en el valle del Nilo siempre hubo un potencial para la civilización que quizá no necesitó ningún estímulo externo para desarrollarse. Al menos está claro que, cuando surgió finalmente la civilización egipcia, tuvo un carácter único que la diferencia de todo lo que podemos encontrar en otros lugares. Las raíces más profundas de esta civilización deben estudiarse a partir de la arqueología y de la tradición posterior, que muestran la presencia de unos pueblos de lengua camita en el Alto Egipto (en el sur, es decir, Nilo arriba) en la época neolítica. Desde alrededor del 5000 a.C., estos pueblos cazaban, pescaban y recolectaban en el valle, y finalmente emprendieron su cultivo. Vivían en poblados agrupados en torno a centros comerciales y, al parecer, pertenecían a unos clanes que tenían animales como símbolo o tótem, que reproducían en su cerámica. Esta fue la base de la organización política que finalmente se estableció en Egipto, que empezó con el surgimiento de unos jefes de clanes que controlaban las regiones habitadas por sus seguidores. Ya en sus comienzos, estos pueblos contaban con varios logros tecnológicos importantes, aunque no parece que fueran unos agricultores tan avanzados como los de otros lugares del antiguo Oriente Próximo. Sabían construir embarcaciones de papiro, trabajar materiales duros como el basalto y convertir el cobre en pequeños artículos para el uso cotidiano. Eran, por así decir, bastante competentes mucho antes del surgimiento de la escritura, había artesanos especializados y, a juzgar por sus joyas, existían diferencias muy marcadas de clase o posición social. Entonces, en algún momento alrededor del cuarto milenio, se produjo una intensificación de las influencias externas, aparentemente primero en el norte, en el delta. Los indicios de comercio y de contactos con otras regiones se multiplican, sobre todo con Mesopotamia, cuya influencia aparece en el arte de esta época. Mientras tanto, la caza y la agricultura ocasional dan paso a un cultivo más intenso. En el arte aparece el bajorrelieve, que será tan importante después en la tradición egipcia; los objetos de cobre son más abundantes. Todo parece surgir de pronto, al mismo tiempo, casi sin antecedentes, y a esta época pertenece la estructura política básica del futuro imperio. En algún momento del cuarto milenio se unieron dos imperios, uno al norte y otro al sur, uno en el Bajo Egipto y otro en el Alto Egipto. Un dato de interés que lo diferencia de Sumer es la inexistencia de ciudades-estado. Egipto parece pasar directamente de la precivilización al gobierno de zonas extensas. Las primeras ciudades egipcias eran los mercados de los agricultores; las comunidades agrarias y los clanes se unieron en grupos que constituyeron la base de las posteriores provincias. Egipto sería una unidad política setecientos años antes de que lo lograra Mesopotamia, e, incluso después, su experiencia de la vida urbana iba a ser muy limitada. De los reyes de los dos Egiptos sabemos poco hasta alrededor del 3200 a.C., pero podemos suponer que eran los triunfadores finales de siglos de luchas para consolidar el poder sobre grupos cada vez mayores de personas. Es hacia esa misma época cuando comienza a haber testimonios escritos, y dado que la escritura existe desde el mismo comienzo de la historia egipcia, podemos reconstruir un relato mucho más histórico del desarrollo de su civilización que en el caso de Sumer. En Egipto, la escritura se utilizó desde su aparición no solo como un instrumento administrativo y económico, sino también para registrar acontecimientos en monumentos y reliquias concebidos para que perduraran. Hacia el 3200 a.C., los testimonios indican que un gran rey del Alto Egipto, Menes, conquistó el norte. Egipto se unificó, por tanto, en un enorme Estado de casi mil kilómetros de longitud, que seguía el río hasta Abu Simbel. Iba a ser incluso mayor y a extenderse más, aguas arriba del gran río que era su corazón, y también iba a sufrir rupturas periódicas, pero este es efectivamente el comienzo de una civilización que sobreviviría hasta la era clásica de Grecia y Roma. Durante casi tres mil años —mil más de lo que hasta ahora ha durado la cristiandad— Egipto fue una entidad histórica, y durante la mayor parte de este tiempo, fuente de maravillas y objeto de admiración. En un período tan largo ocurrieron muchas cosas, de las que no lo sabemos en modo alguno todo, pero son la estabilidad y la capacidad de conservación de la civilización egipcia lo que más nos sorprende de ella, no sus vicisitudes. A grandes rasgos, la época de mayor esplendor de esa civilización tuvo lugar alrededor del 1000 a.C. Antes de esa fecha, cabe visualizar fácilmente la historia egipcia en cinco grandes etapas. Tres de ellas se denominan, respectivamente, Imperio Antiguo, Imperio Medio e Imperio Nuevo, separadas entre sí por otras dos denominadas Primer Período Intermedio y Segundo Período Intermedio. En términos muy generales, los tres «imperios» son períodos de éxito o al menos de gobierno consolidado, y las dos etapas intermedias son transiciones caracterizadas por la debilidad y la desorganización, debidas a causas externas e internas. Es como una especie de pastel dividido en capas, con tres pisos de sabores diferentes separados por dos de mermelada informe. Esta no es en modo alguno la única forma de entender la historia egipcia, ni a todos los efectos la mejor. Muchos especialistas utilizan una forma alternativa de establecer la cronología del antiguo Egipto, en función de más de treinta dinastías de faraones, sistema que tiene la gran ventaja de estar relacionada con criterios objetivos; evita las discrepancias, perfectamente oportunas pero molestas, sobre si, por ejemplo, las primeras dinastías han de situarse en el «Imperio Antiguo» o distinguirse como un período «arcaico» diferente, o sobre la línea que hay que trazar al principio o al final del Período Intermedio. Sin embargo, un esquema en cinco partes, si a ellas unimos un preludio arcaico, es suficiente para entender la historia del Egipto antiguo. Las fechas y dinastías de cada período se exponen a continuación.
Dinastías
I - II Período dinástico temprano, 3000 - 2686 a.C. III - VIII Imperio Antiguo, 2686 - 2150 a.C. IX - XI Primer Período Intermedio, 2160 - 2055 a.C. XII - XIV Imperio Medio, 2055-1650 a.C. XV - XVII Segundo Período Intermedio, 1650-1550 a.C. XVIII - XX Imperio Nuevo, 1550 - 1069 a.C.
Al igual que en la historia mesopotámica, también se produce una especie de ruptura cuando Egipto queda atrapado en medio de una gran serie de trastornos que se originan fuera de sus fronteras, a los que cabe razonablemente aplicar el manido término «crisis». Cierto es que la antigua tradición egipcia no llega realmente a su fin hasta varios siglos después, y algunos egipcios modernos insisten en la continuidad del sentido de la identidad entre los egipcios desde la época de los faraones. Sin embargo, el principio del primer milenio puede servir para fijar cómodamente el punto en que la historia se interrumpe, aunque solo sea porque a partir de entonces los grandes logros de los egipcios empezaron a quedar atrás. Los grandes logros de Egipto fueron sobre todo obra del Estado monárquico y en él se centraron. La forma de Estado era en sí misma la expresión de la civilización egipcia. El primer foco fue Menfis, la capital del Imperio Antiguo, cuya construcción se inició en vida de Menes. Posteriormente, con el Imperio Nuevo, la capital estuvo normalmente en Tebas, aunque hubo también períodos de incertidumbre sobre su ubicación. Menfis y Tebas fueron grandes centros religiosos y complejos palaciegos; no progresaron realmente hacia un auténtico urbanismo. La ausencia de ciudades con anterioridad a esta época tuvo también importancia política. Los reyes egipcios no surgieron, a diferencia de los de Sumer, como los «grandes hombres» de la comunidad de una ciudad-estado que originariamente delegara en ellos la capacidad de obrar en su nombre. Tampoco fueron simplemente hombres que, como los demás, estuvieran sometidos a los dioses que gobernaban a todos los hombres, grandes o pequeños. La tensión entre palacio y templo no existía en Egipto, y cuando surgió, la monarquía egipcia no tuvo rival. Los faraones serían dioses, no sirvientes de los dioses. No fue hasta el Imperio Nuevo cuando empezó a aplicarse el título de «faraón» a la persona del rey; anteriormente, el término se utilizaba para indicar la residencia del rey y de su corte. Sin embargo, los monarcas egipcios ya tenían desde mucho antes la autoridad que tanto iba a impresionar al mundo antiguo, y que se manifiesta en el tamaño con que son representados en los primeros monumentos. Esta autoridad la heredaron en definitiva de los reyes prehistóricos, que poseían un carácter sagrado especial por su poder para asegurar la prosperidad mediante el éxito en la agricultura. Tales poderes se atribuyen aún hoy a algunos reyes africanos hacedores de lluvia; en el antiguo Egipto, el centro era el Nilo. Se creía que los faraones controlaban la subida y la bajada de sus aguas; la propia vida, ni más ni menos, para las comunidades ribereñas. Los primeros rituales que conocemos de la monarquía egipcia se refieren a la fertilidad, al riego y al aprovechamiento de las tierras. Las primeras representaciones de Menes le muestran excavando un canal. Con el Imperio Antiguo aparece la idea de que el rey es el señor absoluto de la tierra. Pronto se le venerará como descendiente de los dioses, los señores originales de la tierra, y se convierte en un dios, en Horus, hijo de Osiris, asumiendo los poderosos y terribles atributos del creador divino del orden. A sus enemigos se los representa colgados en filas como cadáveres de aves de caza, o arrodillados suplicando que, como a los enemigos menos afortunados, no se les rompa ritualmente el cráneo. La justicia es «lo que ama el faraón» y el mal, «lo que odia el faraón»; este es divinamente omnisciente, y no necesita código ni ley, pues es el guía. Más tarde, con el Imperio Nuevo, se representaba a los faraones con la estatua heroica de los grandes guerreros de otras culturas contemporáneas; se les muestra en sus carros, como poderosos hombres de la guerra, aplastando a sus enemigos y sacrificando con pulso firme animales de presa. Quizá pueda inferirse cierta secularización de este cambio, pero no sitúa a la monarquía egipcia fuera del ámbito de lo sagrado y terrible. «Es un dios cuyos tratos dan la vida, el padre y la madre de todos los hombres, único en sí mismo, sin igual», escribía uno de los altos funcionarios del faraón aún en el 1500 a.C. Hasta el Imperio Medio, solo el faraón esperaba vivir después de la muerte. Egipto, más que ningún otro Estado de la Edad del Bronce, siempre hizo hincapié en la encarnación del dios en el rey, aun cuando las realidades de la vida en el Imperio Nuevo y la aparición del hierro cuestionaran cada vez más dicho concepto. Después, los desastres que asolaron Egipto a causa de los extranjeros harían imposible seguir creyendo que el faraón fuera el dios de todo el mundo. Mucho antes del Imperio Nuevo, el Estado egipcio adquirió otra armazón institucional: una compleja e impresionante jerarquía de burócratas. En su cúspide estaban los visires, los gobernadores provinciales y los altos funcionarios, que procedían principalmente de la nobleza; algunos de los más importantes eran enterrados con una pompa que rivalizaba con la de los faraones. Las familias menos eminentes proporcionaban los miles de escribas necesarios para proveer de personal y atender una compleja administración dirigida por el jefe de los funcionarios. El carácter distintivo de esta burocracia puede percibirse en los textos literarios que enumeran las virtudes necesarias para ser un buen escriba: dedicación al estudio, autocontrol, prudencia, respeto a los superiores y consideración escrupulosa al carácter sagrado de los pesos, las medidas, los bienes raíces y las formas jurídicas. Los escribas recibían su formación en una escuela especial en Tebas, donde no solo se enseñaban la historia y la literatura tradicionales y el dominio de diversas formas de escritura, sino, al parecer, también agrimensura, arquitectura y contabilidad. La burocracia dirigía un país en el que la mayor parte de sus habitantes eran campesinos. La vida de estos no podía ser del todo cómoda, ya que servían de mano de obra para las grandes obras públicas de la monarquía y proporcionaban los excedentes de los que podían subsistir la clase noble, la burocracia y un gran aparato religioso. Pero la tierra era rica y estaba cada vez mejor controlada por técnicas de riego establecidas en un período predinástico, que fueron probablemente una de las primeras manifestaciones de la capacidad inigualada de movilizar el esfuerzo colectivo, que sería una de las características del gobierno egipcio. Verduras, cebada y trigo eran los principales cultivos de los campos que recorrían los canales de riego, y la dieta que estos hacían posible era complementada por las aves de corral, el pescado y la caza (todo lo cual figura en abundancia en el arte egipcio). El ganado se empleaba para la tracción y el arado, al menos ya en el Imperio Antiguo. Con pocos cambios, esta agricultura siguió siendo la base de la vida en Egipto hasta la época moderna, y fue suficiente para convertirla en el granero de los romanos. En el excedente de esta agricultura se basaba también la espectacular y notable forma egipcia de ostentación, un amplio conjunto de grandes obras públicas de piedra de antigüedad inigualable. En el antiguo Egipto, las casas y los edificios agrícolas se construían con los ladrillos de adobe que ya se utilizaban en tiempos predinásticos; no estaban concebidos para desafiar la eternidad. Los palacios, las tumbas y los monumentos conmemorativos de los faraones eran otro asunto; estaban construidos de piedra, de la que se disponía en abundancia en algunas zonas del valle del Nilo. Aunque se labraba cuidadosamente con herramientas, primero de cobre y después de bronce, y a menudo estaba adornada con primorosos grabados y pinturas, la tecnología aplicada para utilizar este material no era nada complicada. Los egipcios inventaron la columna de piedra, pero su gran logro en construcción no fue tanto arquitectónico y técnico como social y administrativo. Sus creaciones se basaban en una concentración sin precedentes y casi inigualable de mano de obra. Bajo la dirección de un escriba, se utilizaba a miles de esclavos y a veces regimientos enteros de soldados para tallar y manipular las enormes masas de las construcciones egipcias. Con la única y elemental ayuda de palancas y trineos —no existían manivelas, poleas ni aparejos de poleas—, y mediante la construcción de colosales rampas de tierra, se edificaron una sucesión de monumentos que aún nos sorprenden. Los primeros fueron construidos durante la dinastía III; los más famosos son las pirámides de las tumbas de los reyes, de Saqqara, cerca de Menfis. Una de ellas, la «pirámide escalonada», fue la obra maestra del primer arquitecto cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, Imhotep, canciller del rey. Su obra fue tan impresionante que posteriormente se le deificó —como dios de la medicina—, además de ser reverenciado como astrónomo, sacerdote y sabio. Se le atribuye el comienzo de la edificación en piedra, y no es difícil creer que la construcción de algo tan novedoso como dicha pirámide, de sesenta metros de altura, se considerara la manifestación de un poder divino. Tanto esta como las demás pirámides se alzaron en una civilización que hasta entonces vivía solo en casas de barro. Más o menos un siglo después, se emplearon bloques de piedra de quince toneladas cada uno para la construcción de la pirámide de Keops, y fue en esta época (durante la dinastía IV) cuando se terminaron las mayores pirámides de Guiza. La construcción de la pirámide de Keops duró veinte años; la leyenda de que trabajaron en ella 100.000 hombres se considera actualmente una exageración, pero debieron de necesitarse muchos miles, y las enormes cantidades de piedra (entre 5 y 6 millones de toneladas) se trajeron de lugares situados hasta a 800 kilómetros de distancia. Esta colosal construcción está perfectamente orientada, y sus lados, de 228,6 metros de largo, tienen una diferencia de menos de veinte centímetros, solo un 0,09 por ciento de diferencia. No resulta sorprendente que las pirámides figuraran más tarde entre las siete maravillas del mundo, ni que sean las únicas de esas maravillas que sobreviven. Eran el mayor testimonio del poder y de la confianza en sí mismo del Estado faraónico. Naturalmente, no fueron los únicos grandes monumentos de Egipto. Cada una de ellas era solo la construcción dominante de un gran complejo de edificaciones agrupadas en torno a la residencia del rey después de su muerte. En otros emplazamientos había grandes templos, palacios y las tumbas del valle de los Reyes. Estas enormes obras públicas fueron, en sentido tanto real como figurado, lo más grande que dejaron los egipcios a la posteridad, y hacen menos sorprendente que después se considerara a los egipcios también unos grandes científicos; nadie creía que estos enormes monumentos no se basaran en las habilidades matemáticas y científicas más refinadas. Pero esta deducción no es válida, y de hecho no es cierta. Aunque los egipcios eran unos excelentes agrimensores, solo en tiempos recientes ha comenzado la ingeniería a requerir matemática más avanzada; y no hay duda de que esa técnica no fue necesaria para erigir las pirámides. Lo que sí era imprescindible era una notable competencia en la medición y la manipulación de ciertas fórmulas para calcular volúmenes y pesos, y hasta ahí llegaron las matemáticas egipcias, con independencia de lo que crean sus admiradores posteriores. Es sabido que los matemáticos modernos no tienen en mucha estima los logros teóricos de los egipcios, que, sin duda, no superaron a los babilonios en este arte. Los egipcios trabajaban con una numeración decimal que a primera vista parece moderna, pero, analizado en perspectiva, quizá su única contribución significativa a las matemáticas posteriores fuera la invención de las fracciones. Sin duda, unas matemáticas primitivas explican en parte lo estéril de las empresas astronómicas de los egipcios, otro campo en el que la posteridad, paradójicamente, les atribuiría grandes logros. Cierto es que sus observaciones eran lo bastante exactas como para permitir la predicción de la crecida del Nilo y el ritual alineamiento de los edificios, pero su astronomía teórica carecía de valor. En este ámbito también les superaban con creces los babilonios. Las inscripciones en las que se registró la ciencia astronómica egipcia suscitarían siglos de respeto entre los astrólogos, pero su valor científico era escaso y su capacidad predictiva solo alcanzaba un plazo relativamente corto. La única obra sólida basada en la astronomía egipcia fue el calendario. Los egipcios fueron el primer pueblo que fijó el año solar de 365,25 días, que dividieron en doce meses, cada uno de ellos de tres «semanas» de diez días, con cinco días sobrantes al final del año; una disposición, cabe observar, que se recuperaría en 1793, cuando los revolucionarios franceses trataron de sustituir el calendario cristiano por uno más racional. El calendario, aunque debía mucho a la observación de los astros, debió de reflejar también, en sus orígenes remotos, la observación del gran latido del corazón de la vida egipcia, las inundaciones del Nilo. Estas daban al agricultor egipcio un año de tres estaciones, cada una de ellas de unos cuatro meses de duración: una para la siembra, una de inundación y otra para la cosecha. Pero el infinito ciclo del Nilo también influyó en Egipto a niveles más profundos. La estructura y solidez de la vida religiosa del antiguo Egipto influyeron enormemente en otros pueblos. Heródoto creía que los griegos habían adquirido los nombres de sus dioses de Egipto; estaba equivocado, pero es interesante que lo pensara. Más tarde, los emperadores romanos consideraron los cultos a los dioses egipcios una amenaza y fueron prohibidos con frecuencia, aunque finalmente tuvieron que ser tolerados, tan grande era su atractivo. Los conjuros y la charlatanería con sabor egipcio atraían aún a los europeos cultos del siglo XVIII; una expresión más divertida e inocente de la fascinación por el mito del antiguo Egipto puede verse todavía en los rituales de los shriners, hermandades secretas de respetables hombres de negocios norteamericanos que desfilan en las grandes ocasiones por las calles de sus pequeñas ciudades vestidos con fez y pantalones bombachos. De hecho, el vigor de la religión egipcia tuvo cierta continuidad y esta, al igual que otros aspectos de su civilización, sobrevivió mucho tiempo a las formas políticas que la sostuvieron y le dieron cobijo. Sin embargo, aún hay algo a lo que es particularmente difícil enfrentarse. Palabras como vigor pueden ser malinterpretadas; la religión en el antiguo Egipto era mucho más un marco que lo impregnaba todo, tan dado por descontado como el sistema circulatorio del cuerpo humano, que una estructura independiente como la que posteriormente sería la Iglesia. Por supuesto, existían las figuras religiosas, sacerdotes asociados con lugares y cultos concretos, y ya en el antiguo Egipto algunos de esos sacerdotes tenían estatus social suficiente para asegurarse un entierro privilegiado. Pero sus templos eran almacenes y puntos de comercio además de lugares de culto, y muchos de los antiguos sacerdotes solían combinar sus obligaciones rituales con las de los escribanos, administradores y burócratas. No podían compararse con lo que posteriormente se asociaría al clero. La religión no se consideraba conscientemente una fuerza viva y en crecimiento, sino que, por el contrario, era un aspecto de la realidad, una descripción de un cosmos inmutable. Pero esta también podría ser una forma equívoca de expresarlo. Un importante libro sobre la visión del mundo de los primeros mesopotámicos y egipcios lleva el sugerente título de Antes de la filosofía; hemos de recordar que muchos conceptos y distinciones que damos por supuestos al evaluar las mentalidades de otras épocas (e incluso al hablar de ellas) no existían para los hombres en cuyas mentes tratamos de penetrar. La frontera entre religión y magia, por ejemplo, le importaba muy poco al antiguo egipcio, aunque fuera consciente de que una y otra tenían su propia eficacia. Se ha dicho que la magia estuvo siempre presente como una especie de cáncer en la religión egipcia; aunque la imagen es demasiado interpretativa, expresa bien la intimidad del vínculo. Otra distinción de la que carecía el antiguo Egipto era la que la mayoría de nosotros hacemos automáticamente entre el nombre y la cosa. Para el antiguo egipcio, el nombre era la cosa; el objeto real que nosotros separamos de su designación era idéntico a esta. Igual podría ocurrir con otras imágenes. Los egipcios vivían en el simbolismo como peces en el agua, dándolo por supuesto, por lo que, para comprenderlos, hemos de abrirnos paso a través de los presupuestos de nuestra propia era, poco propensa a dar valor a los símbolos. En la valoración del significado y la función de la religión en el antiguo Egipto interviene una visión completa del mundo. En principio, hay un abrumador testimonio de su importancia: durante casi todo el tiempo que duró su civilización, los antiguos egipcios mostraron una tendencia notablemente uniforme a buscar a través de la religión una forma de penetrar en la diversidad del flujo de la experiencia corriente, con el fin de llegar a un mundo inmutable más fácil de comprender por medio de la vida que vivían ahí los muertos. Quizá se detecte aquí también el latido del Nilo; todos los años, el río lo cubría todo para crearlo de nuevo, pero su ciclo era siempre recurrente, inmutable, la encarnación de un ritmo cósmico. El cambio supremo que amenazaba a la gente era la muerte, la máxima expresión de desintegración y flujo que era su experiencia común. La religión egipcia parece obsesionada desde sus inicios con ella: sus expresiones más conocidas son, después de todo, las momias y los ajuares funerarios de las cámaras mortuorias que se conservan en nuestros museos. En el Imperio Medio, llegó a creerse que todos los egipcios, no solo el rey, podían esperar una vida en otro mundo. Conforme a ello, a través del ritual y el símbolo, a través de la preparación de los argumentos que tendría que exponer ante sus jueces en el otro mundo, la gente podía prepararse para la otra vida con una razonable confianza en alcanzar el bienestar inmutable que ésta en principio ofrecía. La visión egipcia de la otra vida era, por tanto, diferente de la sombría versión de los mesopotámicos; la gente podía ser feliz en ella. La lucha por asegurar este resultado a tanta gente durante tantos siglos confiere a la religión egipcia una cualidad heroica. Es la explicación, también, del cuidado obsesivo y primoroso que muestran en la preparación de las tumbas y la conducción de los muertos a su lugar de eterno descanso. Sus expresiones más conocidas son la construcción de las pirámides y la práctica de la momificación. En el Imperio Medio se tardaban setenta días en preparar los ritos funerarios y la momificación de un rey. Parece ser que los egipcios creían que, después de la muerte, una persona podía esperar ser juzgada ante Osiris; si la sentencia era favorable, viviría en el reino de Osiris; si no lo era, se la abandonaría a merced de un monstruoso destructor, en parte cocodrilo, hipopótamo y león. Esto no significaba, sin embargo, que en vida los seres humanos solo tuvieran que aplacar a Osiris, ya que el enorme panteón egipcio tenía unos doscientos dioses y había varios cultos importantes. Muchos de ellos tenían su origen en deidades animales prehistóricas. Horus, el dios halcón, era también el dios de la dinastía, y probablemente llegó con los misteriosos invasores del cuarto milenio a.C. Estos animales sufrieron una lenta humanización, aunque incompleta; los artistas unieron sus cabezas de animales a cuerpos humanos. Estas criaturas totémicas adoptaban formas nuevas cuando los faraones buscaban, mediante la consolidación de sus cultos, alcanzar fines políticos. De esta forma, el culto de Horus se consolidó con el de Amón-Ra, el dios-sol, de quien procedía el faraón considerado su encarnación. Este era el culto oficial de la gran era de la construcción de las pirámides, y en modo alguno supuso el final de la historia. Horus sufrió posteriormente otra transformación, para aparecer como el hijo de Osiris, figura central de un culto nacional, y de su consorte Isis. Esta diosa de la creación y del amor era probablemente la más antigua de todos; sus orígenes, como los de otras deidades egipcias, se remontan a la era predinástica, y es uno de los resultados de la evolución de la ubicua diosa-madre de la que sobreviven testimonios en todo el Oriente Próximo del Neolítico. Isis perduraría largo tiempo, y su imagen, con el Horus niño en brazos, sobrevivió en la iconografía cristiana de la Virgen María. La religión egipcia es un tema sumamente complicado. Los cultos variaban de un lugar a otro, e incluso había variaciones ocasionales de tipo doctrinal y especulativo. La más famosa de ellas fue el intento de un faraón del siglo XIV de establecer el culto de Atón, otra manifestación del sol, en el que algunos han querido ver la primera religión monoteísta. Pero en todo ello se percibe un sentido recurrente de lucha por la síntesis, aun cuando a menudo esta sea la expresión del interés dinástico o político. Gran parte de la historia de la religión egipcia debe de ser, si pudiéramos descifrarla, la historia de los altibajos que sufrieron los cultos principales; en realidad, más política que religión. No solo eran parte interesada los faraones. Las instituciones que mantenían estas creencias estaban en manos de una clase sacerdotal hereditaria, iniciada en unos rituales en cuyos santuarios interiores casi nunca penetraban los adoradores comunes. Las estatuas de culto situadas en el altar del templo rara vez eran vistas salvo por los sacerdotes. Con el paso del tiempo, estos llegaron a tener importantes intereses creados en la popularidad y buen estado de sus cultos. Los dioses cobran gran importancia en el antiguo arte egipcio, pero este contiene muchos más temas. Se basaba en un naturalismo fundamental de la representación que, pese a las limitaciones de las convenciones de la expresión y del gesto, confiere a los dos milenios de arte clásico egipcio una hermosa simplicidad al principio y, más tarde, en un período más decadente, un encanto y una accesibilidad muy atractivos. Permitió la representación realista de escenas de la vida cotidiana en las que se muestran temas rurales de la agricultura, la pesca y la caza, a los artesanos trabajando en sus productos y a los escribas ejerciendo su oficio. Pero ni el contenido ni la técnica son en última instancia la característica más sorprendente del arte egipcio, sino su estilo duradero. Durante unos dos mil años, los artistas pudieron trabajar de forma satisfactoria dentro de la misma tradición clásica. Sus orígenes podrían deber algo a Sumer, y posteriormente se mostró capaz de tomar prestado de otras influencias extranjeras, pero la fuerza y solidez de la tradición central y nativa nunca decayeron. Debió de ser una de las características visuales más impresionantes de Egipto para un visitante de la Antigüedad; tal era su congruencia. Si exceptuamos las obras del Paleolítico Superior, de las que sabemos tan poco, es la tradición continua más larga y poderosa de toda la historia del arte. No resultó trasladable. Quizá los griegos tomaron la columna del antiguo Egipto, donde tuvo sus orígenes en el manojo de cañas mezcladas con barro del que el estriado es una reminiscencia. Lo que es evidente, aparte de esto, es que, aunque los monumentos de Egipto fascinaron siempre a artistas y arquitectos de otras tierras, el resultado, aun cuando estos los explotaron con éxito para sus propios fines, fue siempre superficial y exótico. El estilo egipcio nunca arraigó en ningún otro lugar; surge de tiempo en tiempo a lo largo de las épocas como motivo de decoración y embellecimiento: esfinges y serpientes en muebles, un obelisco aquí, una película allá. El arte egipcio solo hizo una gran contribución integral al futuro: el establecimiento, para el trazado de las enormes figuras grabadas y pintadas en los muros de tumbas y templos, de los cánones clásicos de proporción del cuerpo humano. Estos cánones pasarían, a través de los griegos, al arte occidental, y artistas como Leonardo seguirían sintiéndose fascinados por ellos, aunque para entonces la contribución era ya teórica y no estilística. Otro gran logro artístico que no quedó circunscrito a Egipto, aunque sí fue excepcionalmente importante allí, fue la caligrafía. Parece que los egipcios adoptaron deliberadamente el invento sumerio de representar los sonidos en lugar de las cosas, pero rechazaron la escritura cuneiforme e inventaron, en su lugar, la escritura jeroglífica. En vez de ordenar la misma forma básica de diferentes modos, que fue la técnica que había evolucionado en Mesopotamia, los egipcios escogieron deliberadamente pequeños dibujos casi naturalistas. Su escritura era mucho más decorativa que cuneiforme, pero también mucho más difícil de dominar. Los primeros jeroglíficos aparecen antes del 3000 a.C., y el último ejemplo conocido fue escrito en el 394. Casi cuatro mil años es una vida impresionantemente larga para una caligrafía. Pero aún pasarían otros catorce siglos y medio tras su desaparición hasta que los no iniciados pudieron leerla, hasta que un erudito francés descifrara las inscripciones de la «piedra Rosetta», llevadas a Francia tras su descubrimiento por un grupo de científicos que acompañaban al ejército francés en campaña por Egipto. Al parecer, ninguno de los autores clásicos de la Antigüedad que escribió sobre Egipto aprendió nunca a leer los jeroglíficos, pese al enorme interés que suscitaban. Pero ahora creemos que los jeroglíficos tuvieron importancia en el mundo y no solo en la historia egipcia, porque fueron un modelo para las escrituras semíticas del segundo milenio a.C., convirtiéndose así en un antepasado lejano del moderno alfabeto latino, difundido por todo el mundo en nuestra era. En el mundo antiguo, la capacidad de leer los jeroglíficos era la clave de la posición que ocupaba la casta sacerdotal y, conforme a ello, un secreto profesional celosamente guardado. Los jeroglíficos se utilizaron desde la época predinástica para los testimonios históricos, y, ya en la dinastía I, la invención del papiro —tiras de médula de caña entretejidas y prensadas hasta formar una superficie homogénea— proporcionó un medio cómodo para su difusión. He aquí una auténtica contribución al progreso de la humanidad. El invento del papiro tuvo mucha más importancia para el mundo que el jeroglífico; más barato que la piel (de la que se fabricaba el pergamino) y más cómodo (aunque más perecedero) que las tablillas de arcilla o de pizarra, constituyó la base más utilizada para la correspondencia y los documentos en Oriente Próximo hasta bien entrada la era cristiana, cuando el papel llegó al mundo mediterráneo desde el Lejano Oriente (y hasta el papel tomó su nombre del papiro). Poco después de la aparición del papiro, los escribas comenzaron a unir sus hojas en un largo rollo; así inventaron los egipcios el libro, además del material en el que se pudo escribir por primera vez y una escritura predecesora de la nuestra. Esta podría ser nuestra mayor deuda con los egipcios, dado que una enorme parte de lo que conocemos de la Antigüedad nos llega a través del papiro. Sin duda, la leyenda de la habilidad de quienes practicaban su religión y su magia y la espectacular plasmación de sus logros políticos en el arte y la arquitectura, explican en gran medida el continuo prestigio de Egipto. Pero, si se estudia comparativamente, su civilización no parece ni muy fértil ni muy sensible. La tecnología no es en modo alguno una prueba infalible —ni fácil de interpretar—, pero sugiere un pueblo lento para la adopción de nuevas destrezas, renuente a innovar una vez que dio el salto creativo hacia la civilización. La arquitectura en piedra es la única innovación destacada durante mucho tiempo tras la aparición de la escritura. Aunque el papiro y la rueda se conocían en la dinastía I, Egipto llevaba ya en contacto con Mesopotamia dos mil años cuando adoptó la noria de balancín, que en el otro valle fluvial se usaba desde hacía tiempo para regar las tierras. Quizá el peso de la rutina era insuperable, dado el trasfondo de inmutable seguridad que proporcionaba el Nilo. Aunque el arte egipcio representaba a obreros organizados en equipos para la subdivisión de los procesos de fabricación hasta un punto que recuerda en algo a la fábrica moderna, muchas herramientas importantes no llegaron a Egipto hasta bastante después que a otros lugares. No hay un testimonio definitivo de la presencia del torno de alfarería antes del Imperio Antiguo; y pese a toda la destreza de la orfebrería y la calderería, la fabricación de bronce no aparece hasta bien entrado el segundo milenio a.C. y el torno hubo de esperar a la era helenística. El taladro de arco era casi la única herramienta de que disponían los artesanos egipcios para la multiplicación y transmisión de la energía. Solo en la medicina muestran los egipcios una originalidad y unos logros indiscutibles que se remontan al menos hasta el Imperio Antiguo. Hacia el 1000 a.C., la preeminencia egipcia en este arte era internacional y justificadamente reconocida. Aunque la medicina egipcia nunca fue del todo separable de la magia (sobreviven gran número de prescripciones mágicas y de amuletos), tuvo un apreciable contenido de racionalidad y de pura observación empírica, y llegaba hasta el conocimiento de las técnicas contraceptivas. Su contribución indirecta a la historia posterior fue asimismo grande, con independencia de su eficiencia en la época; gran parte de nuestros conocimientos sobre los medicamentos y plantas que constituyen la materia médica los establecieron por vez primera los egipcios, y desde estos llegaron finalmente, a través de los griegos, hasta los científicos de la Europa medieval. Es digno de consideración que fueran los egipcios quienes iniciaran el uso de un remedio tan efectivo como el aceite de ricino. En este aspecto, Egipto superó con creces a Mesopotamia. Lo que puede concluirse sobre la salud de los antiguos egipcios es otra cosa. No parecen haberse preocupado tanto por el abuso del alcohol como los mesopotámicos, pero no es fácil deducir nada de ello. Algunos especialistas han dicho que hubo una tasa excepcionalmente alta de mortalidad infantil y existen pruebas innegables de algunas enfermedades entre los adultos; sea cual sea la explicación, los numerosos cuerpos momificados que han llegado hasta nosotros no revelan ningún caso de cáncer, raquitismo o sífilis. Por otra parte, parece que, ya en el segundo milenio, estaba muy arraigada la debilitadora enfermedad llamada esquistosomiasis, transmitida por trematodos y tan extendida en el Egipto actual. Desde luego, nada de esto arroja mucha luz sobre la práctica médica en el antiguo Egipto. Los testimonios que tenemos de prescripciones y curas recomendadas sugieren que era un cajón de sastre, ni mejor ni peor que la mayor parte de los desplegados en otros grandes centros de civilización en cualquier época anterior a la actual (aunque, al parecer, daban suma importancia a la práctica de purgas y enemas). A los egipcios que practicaban la momificación se les atribuyó una considerable habilidad para la conservación, aunque injustificada. Curiosamente, los resultados de su arte fueron después considerados de valor terapéutico en sí mismos; el polvo de momia fue durante siglos una cura eficaz para muchos males en Europa. Es interesante que también poseyeran conocimientos y técnicas rudimentarias de anticoncepción. De todas formas, desconocemos si dichos métodos resultaron eficaces en el control de la natalidad y, por tanto, en la reducción del infanticidio. La mayor parte de los egipcios eran agricultores, lo que trajo como consecuencia que Egipto permaneciera menos urbanizado que Mesopotamia. El panorama que de la vida egipcia ofrecen su literatura y su arte revela una población que vivía en el campo y que utilizaba pequeñas aldeas y templos como centros de servicios y no como morada. Egipto fue durante la mayor parte de la Antigüedad un país con un puñado de grandes centros de culto y administrativos como Tebas o Menfis, y donde el resto no eran más que poblados y mercados. La vida de los pobres era dura, aunque no siempre. La principal carga debió ser las levas para el trabajo. Cuando el faraón no necesitaba mano de obra, los agricultores disponían de mucho tiempo libre en las épocas en que esperaban que la inundación del Nilo hiciera su trabajo por ellos. La base agrícola era lo bastante rica, también, para sostener una sociedad compleja y diversificada con una gran variedad de artesanos, de cuyas actividades sabemos más que de las de sus homólogos mesopotámicos gracias a los grabados en piedra y a las pinturas. La gran división de la sociedad egipcia era entre los cultos, que podían entrar al servicio del Estado, y el resto de la población. La esclavitud era importante, pero se cree que era menos fundamental que el estamento de los agricultores, que trabajaban a marchas forzadas. La tradición de épocas posteriores subrayó la seducción y accesibilidad de las mujeres egipcias. Junto con otros testimonios, contribuye a ofrecer la impresión de una sociedad en la que la mujer era más independiente y disfrutaba de mayor categoría que en otras. Hay que conceder cierta credibilidad a un arte que representa a las mujeres de la corte vestidas con las hermosas y reveladoras ropas que tejían los egipcios, exquisitamente peinadas y enjoyadas, y llevando cuidadosamente aplicados los cosméticos a cuyo suministro prestó tanta atención el comercio egipcio. No debemos fiarnos demasiado de esto, pero nuestra impresión s es que la forma en que se trataba a las mujeres de la clase dirigente egipcia era importante, y que tenían dignidad e independencia. Los faraones y sus consortes — y otras parejas nobles— a veces también son representados en una actitud íntima que no se halla en ningún otro arte del antiguo Oriente Próximo antes del primer milenio a.C., y que nos sugiere la existencia de una auténtica igualdad emocional; difícilmente puede ser un aspecto casual. Las bellas y encantadoras mujeres que aparecen en muchas de las pinturas y esculturas egipcias podrían reflejar también cierta importancia política de su sexo, de la que carecía en otros lugares. El trono se heredaba teóricamente, y a menudo en la práctica, por línea materna. La heredera daba a su marido el derecho de sucesión; de ahí la gran expectación que suscitaba el matrimonio de las princesas. Muchos matrimonios reales eran entre hermano y hermana, sin que ello tuviera aparentemente efectos genéticos insatisfactorios. Algunos faraones se casaron con sus hijas, aunque quizá más para evitar que otra persona se casara con ellas que para asegurar la continuidad de la sangre divina. Esta posición debió de convertir a las mujeres de estirpe real en personajes influyentes por derecho propio. Algunas ejercieron un gran poder y hubo una que incluso ocupó el trono, dispuesta a aparecer ritualmente con barba y vestida con ropas masculinas, y tomando el título de faraón, aunque lo cierto es que no parece que esa innovación obtuviera una aprobación total. Hay también muchas mujeres en el panteón egipcio, sobre todo en el culto de Isis, lo que es revelador. La literatura y el arte subrayan un respeto por la esposa y madre que se extiende más allá de los confines del círculo de la nobleza. Tanto las historias de amor como las escenas de la vida familiar revelan lo que se consideraba al menos un modelo ideal para el conjunto de la sociedad, que hace hincapié en un tierno erotismo, en la relajación y la informalidad, y en cierta cualidad emocional de hombres y mujeres. Algunas mujeres sabían leer y escribir, e incluso existe una palabra egipcia para designar a la escriba, pero no había, desde luego, muchas ocupaciones abiertas a la mujer salvo las de sacerdotisa o prostituta. Si eran ricas, sin embargo, podían tener propiedades y sus derechos jurídicos parecen en muchos aspectos haber sido similares a los de las mujeres de la tradición sumeria. No es fácil generalizar sobre un período tan largo como el de la civilización egipcia, pero los testimonios que tenemos del antiguo Egipto dan la impresión de una sociedad que ofrece un gran potencial para la expresión personal de la mujer que no se halla entre muchos pueblos posteriores hasta la época moderna. Tan impresionantes son, retrospectivamente, la solidez y riqueza material de la civilización egipcia, tan aparentemente inmutables, que resulta aún más difícil que en el caso de Mesopotamia apreciar en su justo valor cuáles fueron sus relaciones con el mundo exterior o los altibajos de la autoridad dentro del valle del Nilo. Los períodos son muy extensos; solo el Imperio Antiguo, según el cálculo más a la baja, tiene una historia dos veces y media más larga que la de Estados Unidos, y muchas cosas ocurrieron en este tiempo. La dificultad estriba en saber con exactitud qué era lo que ocurría y cuál era su importancia. Durante casi mil años después de Menes, la historia de Egipto puede estudiarse prácticamente de forma aislada. Se la consideraría como una época de estabilidad en la que los faraones eran invulnerables. Pero ya en el Imperio Antiguo se detecta una descentralización de la autoridad; los funcionarios provinciales muestran una importancia e independencia crecientes. El faraón también tenía que llevar aún dos coronas y se le enterraba dos veces, una en el Alto Egipto y otra en el Bajo; esta división era todavía real. Las relaciones con sus vecinos no fueron destacables, aunque se organizaron una serie de expediciones contra los pueblos de Palestina hacia el final del Imperio Antiguo. En el Primer Período Intermedio, que llegó a continuación, se invirtieron los términos y fue Egipto el invadido, en lugar del invasor. Sin duda, la debilidad y la división contribuyeron a que los invasores asiáticos se establecieran en el valle del bajo Nilo; hay un extraño comentario acerca de que «los nacidos de alta cuna se llenan de lamentaciones, pero los pobres están jubilosos... hay miseria en toda la tierra... los extraños han entrado en Egipto». Aparecieron dinastías rivales cerca del actual El Cairo y el poder de Menfis se debilitó. El siguiente gran período de la historia egipcia fue el Imperio Medio, inaugurado efectivamente por el poderoso Amenemhat I, que reunificó el reino desde su capital, Tebas. Durante cerca de un cuarto de milenio después del 2000 a.C., Egipto disfrutó de una fase de recuperación cuya fama podría deberse en gran parte a la impresión (que nos llega a través de los testimonios) de los horrores del Período Intermedio. En el Imperio Medio hubo un renovado impulso hacia el orden y la cohesión social. La condición divina del faraón cambia sutilmente; no solo es Dios, sino que se subraya que desciende de dioses y que será padre de dioses. El orden eterno continuará inmutable después de que los malos tiempos hicieran dudar a los hombres. Es seguro también que se produjeron una expansión y un crecimiento materiales. Se realizaron grandes obras de saneamiento en las marismas del Nilo. Nubla, al sur, entre la primera y la tercera cataratas, fue conquistada y sus minas de oro, explotadas plenamente. Se fundaron asentamientos egipcios aún más al sur, en lo que posteriormente sería el misterioso reino de Cush. El comercio dejó unas huellas más detalladas que antes y se explotaron de nuevo las minas de cobre del Sinaí. También se produjo un cambio teológico: hubo cierta consolidación política. Pero el Imperio Medio terminó con disturbios políticos y muchas dinastías. El Segundo Período Intermedio, que duró aproximadamente doscientos años, estuvo marcado por otra incursión extranjera, mucho más peligrosa: la de los hicsos. Estos eran probablemente un pueblo semita, que aprovechó la ventaja militar del carro de guerra para establecerse en el delta del Nilo como señores supremos a quienes las dinastías tebanas rindieron tributo. No se sabe mucho de ellos. Al parecer, adoptaron las convenciones y métodos egipcios, e incluso mantuvieron al principio la burocracia existente, pero esto no llevó a la asimilación. En la dinastía XVIII, los egipcios expulsaron a los hicsos en una guerra de pueblos; este fue el inicio del Imperio Nuevo, cuyo primer gran éxito fue reforzar la victoria en los años que siguieron al 1570 a.C., persiguiendo a los hicsos hasta sus baluartes al sur de Canaán. Al final, los egipcios ocuparon gran parte de Siria y Palestina. El Imperio Nuevo tuvo en su apogeo tanto éxito internacional y dejó monumentos conmemorativos tan magníficos que resulta difícil no pensar que la dominación de los hicsos tuvo un efecto catártico o revitalizador. Durante la dinastía XVIII se produjo casi un renacimiento de las artes, una transformación de las técnicas militares con la adopción de instrumentos asiáticos como el carro de guerra y, por encima de todo, una enorme consolidación de la autoridad real. Durante su vigencia, una mujer, Hatshepsut, ocupó por primera vez el trono en un reinado que destacó por la expansión del comercio egipcio, o eso muestra al menos su templo mortuorio. El siguiente siglo trajo más gloria imperial y militar, al extender su consorte y sucesor, Tutmosis III, los límites del imperio egipcio hasta el Éufrates. Los monumentos que muestran la llegada de tributos y esclavos o los matrimonios con princesas asiáticas dan testimonio de una preeminencia egipcia que en el interior del país fue paralela a una nueva riqueza decorativa en los templos y a la aparición de una escultura en altorrelieve que produjo bustos y estatuas generalmente consideradas la cumbre del arte egipcio. Las influencias extranjeras también alcanzaron al arte egipcio en esta época; procedían de Creta. Hacia el final del Imperio Nuevo, los testimonios de los múltiples contactos con el extranjero comienzan a indicar algo más: el contexto del poder egipcio había cambiado ya de forma sustancial. La zona crucial fue la costa del Mediterráneo oriental, que incluso a Tutmosis III le había costado diecisiete años someter, teniendo que dejar sin conquistar un enorme imperio gobernado por los mitanos, que dominaban la Siria oriental y el norte de Mesopotamia. Sus sucesores cambiaron de táctica: una princesa mitana contrajo matrimonio con un faraón y, para proteger los intereses egipcios en esta zona, el Imperio Nuevo dependió de la amistad de su pueblo. Egipto estaba viéndose obligado a salir del aislamiento que lo había protegido durante tanto tiempo. Pero, en el norte, los mitanos sufrían a su vez la creciente presión de los hititas, uno de los pueblos más importantes de entre aquellos cuyas ambiciones y movimientos fueron disolviendo cada vez más el mundo de Oriente Próximo en la segunda mitad del segundo milenio a.C. Conocemos muchas de las preocupaciones del Imperio Nuevo, incluso al inicio de este proceso, debido a que están registradas en una de las colecciones más antiguas de correspondencia diplomática, la de los reinos de Amenhotep III y IV (h. 1400-1362 a.C.). Con el primero de estos reyes, Egipto alcanzó la cumbre de su prestigio y prosperidad. Fue la mejor era de Tebas. Amenhotep fue finalmente enterrado en una tumba de esta localidad, la mayor construida hasta entonces para un rey, aunque de ella no nos quedan más que fragmentos de las enormes estatuas que los griegos llamaron posteriormente «los colosos de Memnón» (legendario héroe presuntamente etíope). Amenhotep IV sucedió a su padre en 1379 a.C. Intentó una revolución religiosa, sustituyendo la antigua religión por el culto monoteísta al dios-sol Atón. Como muestra de su seriedad, cambió su nombre por el de Ajenatón y fundó una nueva ciudad en Amarna, casi quinientos kilómetros al norte de Tebas, cuyo templo, con su altar expuesto a los rayos solares, fue el centro de la nueva religión. Aunque no cabe duda de la seriedad del propósito de Ajenatón y de su piedad personal, su intento debió de estar abocado al fracaso desde el principio dado el conservadurismo religioso de Egipto, y puede que la persistencia del faraón tuviera motivos políticos y que tratara quizá de recuperar el poder usurpado por los sacerdotes de Amón-Ra. Sea cual sea la explicación, la oposición que Ajenatón provocó con su revolución religiosa contribuyó a paralizarle en otros frentes. Mientras tanto, la presión hitita producía claras señales de tensión en los territorios dependientes de Egipto; Ajenatón no pudo salvar a los mitanos, que perdieron todas sus tierras al oeste del Éufrates frente a los hititas en el 1372 a.C. y se enzarzaron en una guerra civil que presagió la desaparición de su reino, unos treinta años más tarde. La esfera de influencia egipcia se tambaleaba. Hubo otros motivos quizá, además de la indignación religiosa, que explican la exclusión posterior del nombre de Ajenatón de la lista oficial de reyes. El sucesor de Ajenatón llevó el nombre quizá más famoso que ha llegado hasta nosotros del antiguo Egipto, un nombre por lo demás significativo. Amenhotep IV cambió su nombre por el de Ajenatón porque deseaba borrar el recuerdo del culto al antiguo dios Amón; su sucesor y sobrino cambió el suyo, Tutankaton, por el de Tutankamón para reflejar la restauración del antiguo culto a Amón y la derrota del intento de reforma religiosa. Quizá el magnífico enterramiento que recibió Tutankamón en el valle de los Reyes fuera una muestra de gratitud, ya que su reinado fue breve y, por otro lado, poco digno de reseñar. Tras la muerte de Tutankamón, el Imperio Nuevo duró dos siglos más, pero impregnado de una atmósfera de declive continuo y acelerado, solo interrumpido ocasionalmente. De modo sintomático, la viuda de Tutankamón concertó su boda con un príncipe hitita, boda que finalmente no se celebró por el asesinato del novio. Los reyes posteriores se esforzaron por recuperar el terreno perdido y a veces lo consiguieron; oleadas de conquistadores avanzaron y retrocedieron en Palestina, y hubo un faraón que contrajo matrimonio con una princesa hitita, igual que sus antecesores se habían desposado con princesas de otros pueblos. Pero aparecían más enemigos nuevos; ni siquiera una alianza con los hititas servía ya de protección. El Egeo era un hervidero; sus islas «derramaban todos sus pueblos a la Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 107 Preparado por Patricio Barros vez» y «ninguna tierra resistió ante ellos», dicen los anales egipcios. Estos «pueblos del mar» fueron finalmente derrotados, pero la lucha fue dura. En algún momento de esa época se produjo un episodio de suma importancia para el futuro, cuya naturaleza exacta y cuya historicidad no pueden fijarse. Según sus textos religiosos, recopilados muchos siglos después, un pequeño pueblo semita, al que los egipcios llamaban «hebreos», dejó el delta y siguiendo a su jefe, Moisés, salió de Egipto en dirección a los desiertos del Sinaí. Desde aproximadamente el 1150 a.C., las señales de desorganización interna son también numerosas. Un rey, Ramsés III, murió a consecuencia de una conspiración en el harén; fue el último que consiguió cierto éxito en la contención de la creciente marea del desastre. Sabemos de huelgas y problemas económicos bajo sus sucesores, y está también el inquietante síntoma de los sacrilegios perpetrados durante una generación de saqueos de las tumbas reales de Tebas. El faraón perdió su poder frente a los sacerdotes y funcionarios, y el último de la dinastía XX, Ramsés XI, fue de hecho un prisionero en su propio palacio. La era del poder imperial de Egipto había terminado. También la de los hititas y la de otros imperios del final del segundo milenio. Desaparecía no solo el poder de Egipto, sino del mundo que fue el escenario de sus glorias. Sin duda, es en los cambios que afectan a todo el mundo antiguo donde hay que buscar gran parte de la explicación del declive de Egipto, aunque es imposible resistirse a la sensación de que los últimos siglos del Imperio Nuevo sacan a la luz unos puntos débiles que ya estaban presentes en la civilización egipcia en sus comienzos. No son fáciles de discernir a primera vista; la espectacular herencia de los monumentos egipcios y de una historia que no se computa en siglos sino en milenios, hace titubear el sentido crítico y amortigua el escepticismo. Pero la cualidad creativa de la civilización egipcia parece, al final, fracasar extrañamente. Se concentran unos recursos colosales de mano de obra bajo la dirección de unos hombres que, según los criterios de cualquier época, debieron de ser funcionarios destacados, y el resultado es la creación de los mayores sepulcros que ha visto jamás el mundo. Se emplea una técnica de exquisita calidad, y sus obras maestras son ajuares funerarios. Una élite sumamente culta que utiliza un lenguaje complejo y sutil y un material de comodidad insuperable, los emplea copiosamente, pero carece de ideas filosóficas o religiosas que legar al mundo comparables a las de los griegos o los judíos. Es difícil no percibir una esterilidad última, una nada, en el corazón de este brillante tour de force. En el otro platillo de la balanza ha de situarse la pura capacidad de resistencia de la antigua civilización egipcia; después de todo, funcionó durante un período muy largo, lo que es un dato espectacular. Aunque atravesó al menos dos fases de considerable declive, se recuperó de ellas aparentemente sin cambios. Sobrevivir en este ámbito es un gran logro material e histórico; lo que sigue sin estar claro es por qué se detuvo ahí. El poderío militar y económico de Egipto no supuso al final nada de importancia perenne para el mundo. Su civilización nunca se difundió con éxito al exterior. Quizá esto se deba a que su supervivencia debía mucho a su entorno. Si bien fue un éxito rotundo crear con tal rapidez unas instituciones que, con pocos cambios fundamentales, lograron durar tanto, esto lo podría haber conseguido probablemente cualquier civilización antigua que disfrutara de un grado similar de inmunidad frente a la intrusión. China iba a mostrar también una continuidad impresionante. Es importante recordar una vez más que todo cambio social y cultural en la Antigüedad era lento e imperceptible. Acostumbrados al cambio, nos cuesta percibir la enorme inercia que impregnaba todo sistema social de éxito (es decir, un sistema social que permitía que el hombre dominara efectivamente su entorno físico y mental) en casi todas las épocas anteriores a la más reciente. En el mundo antiguo, las fuentes de innovación eran mucho más escasas y ocasionales que ahora. El ritmo de la historia fue rápido en el antiguo Egipto en comparación con los tiempos prehistóricos; pero parece glacialmente lento si reflexionamos sobre lo poco que cambió la vida cotidiana entre Menes y Tutmosis III, un período que duró más de mil quinientos años, comparable, por tanto, al que nos separa del final del imperio romano. Los cambios señalados solo podían proceder de un desastre natural repentino y abrumador (y el Nilo era una salvaguardia fiable) o de la invasión o la conquista (y Egipto permaneció mucho tiempo en los límites del campo de batalla de los pueblos de Oriente Próximo, afectado solo ocasionalmente por sus idas y venidas). La tecnología y las fuerzas económicas solo podían ejercer con gran lentitud las presiones en favor del cambio que a nosotros nos parecen normales. En Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 109 Preparado por Patricio Barros cuanto a los estímulos intelectuales, apenas podían ser fuertes en una sociedad en que todo el aparato de la tradición cultural estaba encaminado a inculcar la rutina. Al final, la especulación sobre la naturaleza de la historia egipcia tiende siempre a volver a la gran imagen natural del Nilo, omnipresente a los ojos egipcios, y tan destacada, quizá, que no podía verse como la influencia colosal y única que era, ya que no necesitaban tener en cuenta un contexto más amplio que su valle. Mientras al fondo rugen siglos de guerras incomprensibles (pero finalmente decisivas) en el Creciente Fértil, la historia del antiguo Egipto continúa durante miles de años, prácticamente como una función de las implacables y beneficiosas crecidas y retiradas de las aguas del Nilo. En sus riberas, un pueblo agradecido y pasivo recogía la riqueza que el río le regalaba, de la que podía apartar lo que estimaba necesario para la verdadera empresa de la vida: la preparación adecuada de la muerte. 4. Intrusos e invasores: la edad oscura del antiguo Oriente Próximo Mesopotamia y Egipto son las piedras angulares de la historia escrita. Durante largo tiempo, estos dos primeros grandes centros de civilización dominan la cronología y pueden tratarse con comodidad de forma más o menos aislada. Pero es evidente que su historia no es toda la historia del antiguo Oriente Próximo, y no digamos ya del mundo antiguo. Poco después del 2000 a.C., los movimientos de otros pueblos ya estaban dividiendo este mundo en nuevos modelos; mil años más tarde, existían centros de civilización en otros lugares y nos encontramos bien adentrados en la era histórica. Por desgracia para el historiador, no hay una unidad simple y evidente para esta historia ni siquiera en el Creciente Fértil, que durante largo tiempo continuó mostrando más creatividad y dinamismo que ninguna otra parte del mundo. Solo hay una confusión de cambios cuyo comienzo se remonta al segundo milenio y que prosiguen hasta que surge el primero de una nueva sucesión de imperios, en el siglo IX a.C. Resulta difícil incluso trazar el esquema de las violentas agitaciones políticas que jalonan esta confusión, no digamos ya explicarlo; por suerte, no hace falta desentrañar aquí sus detalles. La historia se aceleraba y la civilización proporcionaba al ser humano nuevas oportunidades. En lugar de sumergirnos en la Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 110 Preparado por Patricio Barros avalancha de acontecimientos, vale la pena que tratemos de comprender algunas de las fuerzas de cambio que actuaban. Un mundo que se complica La más patente de estas fuerzas sigue siendo la de las grandes migraciones humanas. Su modelo básico no cambia mucho durante mil años aproximadamente después del 2000 a.C., ni tampoco los protagonistas étnicos. La dinámica fundamental es la que proporcionaba la presión de los pueblos indoeuropeos sobre el Creciente Fértil, tanto desde el este como desde el oeste. La variedad y el número de estos aumentan; no hace falta recordar aquí sus nombres, pero algunos de ellos nos llevan a los orígenes remotos de Grecia. Mientras tanto, los pueblos semitas se disputan con los indoeuropeos el valle de Mesopotamia; luchan con Egipto y con los misteriosos «Pueblos del Mar» por el Sinaí, Palestina y el Mediterráneo oriental. Otra rama indoeuropea se establece en Irán, donde surgirá finalmente el mayor de todos los imperios de la Antigüedad, el de Persia, que duró seis siglos. Otra rama empuja hacia la India. Estos movimientos explican gran parte de lo que subyace tras una pauta cambiante de imperios y reinos que se extienden a lo largo de los siglos. Aplicando criterios modernos, algunos de ellos duraron bastante; desde alrededor del 1600 a.C., los casitas, procedentes de Caucasia, gobernaron Babilonia durante cuatro siglos y medio, período comparable con el de toda la historia del imperio británico. Pero, si los comparamos con los criterios con que evaluamos a Egipto, estos gobiernos son criaturas efímeras, que nacen un día para desaparecer al siguiente. Lo sorprendente sería sin duda que los imperios y reinos de la Antigüedad no hubieran sido finalmente frágiles, ya que actuaban también muchas otras fuerzas nuevas que multiplicaban los revolucionarios efectos de los desplazamientos de poblaciones. Una de ellas, que ha dejado profundos rastros, fue el perfeccionamiento de la técnica militar. La fortificación y, presumiblemente, el arte del asedio ya habían alcanzado un nivel bastante elevado en Mesopotamia hacia el 2000 a.C. Entre los pueblos indoeuropeos que roían los bordes de la civilización que estas técnicas protegían, algunos tenían orígenes nómadas recientes; quizá por ese motivo pudieron revolucionar la guerra en campaña, aunque siguieron Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 111 Preparado por Patricio Barros desconociendo durante mucho tiempo el arte del asedio. La introducción del carro de guerra de dos ruedas y de la caballería transformó las operaciones en campo abierto. Los soldados de Sumer son representados en torpes carretas de cuatro ruedas tiradas por asnos, que probablemente no fueran más que un medio para transportar a los generales o para llevar a un jefe hasta la refriega, donde poder utilizar la lanza y el hacha. El auténtico carro es un vehículo de combate de dos ruedas tirado por caballos, en el que iban normalmente dos hombres, el conductor y otro que lo utilizaba como plataforma de armas arrojadizas, especialmente del arco compuesto fabricado con tiras de cuero. Los casitas fueron probablemente el primer pueblo que utilizó de esta forma el caballo, y sus gobernantes parecen tener un origen indoeuropeo. El acceso a los pastos altos del norte y el este del Creciente Fértil les abrió las puertas a las reservas de caballos de las tierras de los nómadas. En los valles fluviales, los caballos eran al principio escasos, preciadas posesiones de reyes o de grandes jefes, y los bárbaros disfrutaban por tanto de una gran superioridad militar y psicológica. Al final, sin embargo, el carro se utilizaba en los ejércitos de todos los grandes reinos de Oriente Próximo; era un arma demasiado valiosa para ser ignorada. Cuando los egipcios expulsaron a los hicsos, lo hicieron, entre otras cosas, empleando esta arma contra quienes les habían conquistado gracias a ella. La guerra cambió también con la aparición de los jinetes. Un soldado de caballería propiamente dicho no solo se mueve a caballo, sino que combate a caballo; este arte tardó mucho en desarrollarse, dada la complejidad de manejar al mismo tiempo un caballo y un arco o una lanza. La equitación procedía de las tierras altas iraníes, donde puede que se practicara ya en el 2000 a.C., y se difundió a través de Oriente Próximo y del Egeo mucho antes del final del siguiente milenio. Más tarde, después del 1000 a.C., apareció el jinete con armadura, que cargaba contra el enemigo imponiéndose a los soldados de infantería por efecto del peso y del impulso de su caballo. Su aparición significó el principio de una larga era en la que la caballería pesada fue un arma clave, aunque no pudo explotarse en todo su valor hasta siglos después, cuando la invención del estribo dio al jinete el control real de su caballo. En el segundo milenio a.C., los carros tenían algunas partes de hierro y pronto tuvieron llantas de este metal. Las ventajas militares del hierro son manifiestas, y no sorprende que su uso se difundiera con rapidez por Oriente Próximo y más lejos, pese a los intentos de limitarlo por parte de quienes lo poseían. Al principio, fueron los hititas. Tras su declive, el forjado del hierro se extendió con rapidez, no solo porque era un metal mejor para la fabricación de armas, sino porque el mineral de hierro, aunque escaso, era más abundante que el cobre o el estaño. El hierro supuso un gran estímulo para el cambio económico además del militar. En la agricultura, los pueblos que lo utilizaban podían cultivar suelos impenetrables a la madera o al sílex. Pero no se produjo una transferencia general y rápida al nuevo metal; el hierro era un complemento del bronce, del mismo modo que el bronce y el cobre lo habían sido de la piedra y del sílex en el juego de herramientas del hombre, y ello ocurrió en algunos lugares con más rapidez que en otros. Ya en el siglo XI a.C. se utilizaba el hierro para fabricar armas en Chipre (algunos han argumentado que allí también se producía acero), y desde esa isla su empleo se difundió al Egeo poco después del 1000 a.C. Esa fecha puede servir como división aproximada entre la Edad del Bronce y la del Hierro, pero no es más que un sostén útil para la memoria. Durante el período, la industria del hierro experimentó un rápido progreso en Irán, el Cáucaso, Siria y Palestina, desde donde se extendió a Mesopotamia. En la península Ibérica, la metalurgia del hierro fue introducida por poblaciones indoeuropeas. Aunque las herramientas de hierro fueron más numerosas a partir de entonces, hubo partes de lo que podríamos llamar el «mundo civilizado» que siguieron viviendo mucho tiempo en una cultura de la Edad del Bronce. Junto con el Neolítico en otros lugares, la Edad del Bronce pervivió hasta bien entrado el primer milenio a.C., y se desvaneció con gran lentitud. Después de todo, durante un largo período de tiempo hubo muy poco hierro disponible. La demanda de metal contribuye a explicar otro cambio: el nuevo y cada vez más complejo comercio, tanto dentro de la región como a gran distancia, en una de esas complejas interacciones que parecen conferir cierta unidad al mundo antiguo justo antes de su ruptura al final del segundo milenio a.C. El estaño, por ejemplo, tenía que transportarse desde Mesopotamia y Afganistán, así como desde Anatolia, hasta lo que ahora llamaríamos «centros de fabricación». El cobre de Chipre era otro Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 113 Preparado por Patricio Barros producto que conoció un amplio comercio, y la búsqueda de más minerales dio a Europa, pese a estar en los márgenes de la historia antigua, una nueva importancia. Para obtener cobre se perforaron pozos de extracción en lo que hoy es Serbia, a unos veinte metros de profundidad bajo tierra, incluso antes del 4000 a.C. Quizá no resulte sorprendente que algunos pueblos europeos llegaran a mostrar después un elevado nivel de aptitud a la hora de trabajar los metales, sobre todo en el batido de grandes láminas de bronce y en la forja de hierro (un material mucho más difícil de trabajar que el bronce hasta que se pudieron conseguir temperaturas lo bastante altas para fundirlo). El comercio a gran distancia depende del transporte. Al principio, los productos se llevaban a lomos de asnos y burros; la domesticación de caballos a mediados del segundo milenio a.C. hizo posible las caravanas comerciales de Asia y de la península Arábiga, que posteriormente parecerían de inmemorial antigüedad y que abrieron un entorno hasta entonces casi impenetrable, el del desierto. Salvo entre los pueblos nómadas, probablemente la rueda no tuvo más que una importancia local para el transporte, dada la exigua calidad de los primeros caminos. Las primeras carretas eran arrastradas por bueyes o asnos; quizá estuvieran en uso en Mesopotamia alrededor del 3000 a.C., en Siria en torno al 2250 a.C., en Anatolia doscientos o trescientos años después, y en la Grecia continental hacia el 1500 a.C. Probablemente, para acarrear grandes cantidades de productos, el transporte marítimo y fluvial era ya más barato y sencillo que el terrestre, lo que sería una constante de la vida económica hasta la invención de la locomotora de vapor. Mucho antes de que las caravanas empezaran a llevar hasta Mesopotamia y Egipto las gomas y resinas de las costas árabes del sur, las transportaban los barcos por el mar Rojo, y las mercancías iban y venían en navíos mercantes por el mar Egeo; es lógico, pues, que algunos de los progresos más importantes en el transporte se produjeran en la tecnología marítima. Sabemos que los pueblos neolíticos podían hacer largos viajes por mar en canoas, y existen incluso algunos testimonios sobre la navegación en el séptimo milenio a.C. Los egipcios de la dinastía III añadieron una vela a los barcos de navegación marítima; el mástil central y la vela cuadrada fueron el principio de una navegación marítima que no dependía solo de la energía humana. Las mejoras del aparejo Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 114 Preparado por Patricio Barros fueron llegando lentamente en los dos milenios siguientes. Se ha pensado que, durante este tiempo, se hizo alguna aproximación al aparejo de velas diversificadas, necesario para que los barcos navegaran en ángulo cerrado respecto al viento. No obstante, la mayor parte de los barcos de la Antigüedad tenían tan solo velas cuadradas. Debido a ello, la dirección de los vientos dominantes fue decisiva para fijar las pautas de la comunicación marítima. La única fuente de energía disponible, además del viento, era la humana; la invención del remo es antigua y proporcionó la fuerza motriz necesaria para realizar largas travesías por mar, además de para un manejo preciso. Es probable, sin embargo, que los remos se emplearan con más frecuencia en las guerras marítimas, y la vela en lo que, en fecha tan temprana, cabe llamar «navegación mercantil». En el siglo XIII a.C., navegaban por el Mediterráneo oriental barcos capaces de transportar más de doscientos lingotes de cobre, y unos cuantos siglos más tarde, algunos de estos barcos iban equipados con cubiertas estancas para facilitar el almacenamiento. Incluso en épocas recientes se intercambiaban o hacían trueques de productos, y sin duda esto fue lo que significó el comercio durante la mayor parte de la Antigüedad. Pero la invención del dinero supuso un gran paso adelante. Al parecer, esto ocurrió en Mesopotamia, donde ya se daban valores de cómputo en medidas de grano o de plata antes del 2000 a.C. Los lingotes de cobre parecen haber sido tratados como unidades monetarias en todo el Mediterráneo a finales de la Edad del Bronce. El primer medio de intercambio sellado oficialmente que ha llegado a nuestros días procede de Capadocia, tiene forma de lingote de plata y pertenece a finales del tercer milenio a.C.; una auténtica moneda de metal. Aunque el dinero fue un invento importante y que habría de difundirse, hemos de esperar hasta el siglo VII a.C. para ver las primeras monedas. Los mecanismos monetarios refinados (y Mesopotamia tenía un sistema de crédito y letras de cambio en épocas muy tempranas) ayudarían a promover el comercio, pero no eran indispensables; los pueblos del mundo antiguo podían pasar sin él. Los fenicios, un pueblo comerciante de habilidad y perspicacia legendarias, no tuvieron moneda hasta el siglo VI a.C.; Egipto, con una economía centralizada de impresionante riqueza, no adoptó una moneda hasta dos siglos después, y la Europa celta, para todo su comercio de productos de metal, no acuñó moneda hasta dos siglos más tarde aún. Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 115 Preparado por Patricio Barros Mientras tanto, las personas intercambiaban productos sin dinero, aunque es difícil estar muy seguros de lo que esto significa. Aunque hubo un importante aumento del volumen de productos que se transportaban por el mundo hacia el 1000 a.C., no todo este tráfico podría calificarse de «comercio» según los parámetros actuales. Sabemos poco sobre la organización económica de aquellos tiempos. Toda función especializada —la fabricación de cerámica, por ejemplo— supone un mecanismo que por una parte distribuya sus productos y, por otra, asegure la subsistencia del especialista mediante la redistribución al mismo y a sus compañeros de los alimentos que necesitan para sobrevivir, y quizá de otros productos. Pero esto no exige un «comercio», ni siquiera en forma de trueque. Se ha observado que muchos pueblos de la época histórica realizaban esta distribución a través de sus jefes; estos hombres presidían un almacén común, eran en cierto modo «propietarios» de todo lo que poseía la comunidad, y de él extraían y repartían las partes necesarias para mantener el buen funcionamiento de la sociedad. Esto podría ser lo que subyacía tras su centralización de productos y provisiones en los templos sumerios; también explicaría la importancia del registro y sellado de los depósitos almacenados en ellos, y de ahí la primera asociación de escritura y contabilidad. En cuanto al intercambio económico entre comunidades, generalizar con seguridad sobre sus primeras fases es aún más arriesgado. En la era histórica, podemos ver muchas actividades en desarrollo que suponen la transferencia de bienes, no todas ellas encaminadas al beneficio monetario. El pago de tributos, los regalos simbólicos o diplomáticos entre gobernantes y las ofrendas votivas eran algunas de sus formas. Hasta el siglo XIX, el imperio chino concebía su comercio exterior como un tributo del mundo exterior, y los faraones entendían de forma similar el comercio con el Egeo, a juzgar por las pinturas funerarias. En el mundo antiguo, estas transacciones podían incluir la transferencia de objetos normalizados como trípodes, vasijas de cierto peso o anillos de tamaño uniforme, que presentan por tanto, en época tan temprana, algunas de las características de la moneda. A veces estos objetos eran útiles; otras, eran meros símbolos. Lo único seguro es que el movimiento de bienes aumentó y que gran parte de este incremento adoptó finalmente la forma de intercambios lucrativos que ahora denominamos «comercio». Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 116 Preparado por Patricio Barros Las nuevas ciudades debieron de contribuir en cierta medida a ello. Sin duda, estas brotaron en todo el antiguo Oriente Próximo en parte gracias al crecimiento de la población, y son testimonio del éxito de la explotación de las posibilidades agrícolas, pero también de un creciente parasitismo. La tradición literaria de la alienación del hombre de campo en la ciudad aparece ya en el Antiguo Testamento. Pero la vida urbana también ofrecía una nueva intensidad de creatividad cultural, una nueva aceleración de la civilización. Una señal de dicha aceleración es la difusión de la escritura. Hacia el año 2000 a.C., esta capacidad estaba circunscrita aún en gran medida a las civilizaciones de los valles fluviales y sus zonas de influencia. La escritura cuneiforme se había difundido por Mesopotamia y se empleaba para escribir en dos o tres lenguas; en Egipto, las inscripciones monumentales eran jeroglíficas y la escritura cotidiana se hacía sobre papiro en una forma simplificada llamada «hierática». Aproximadamente mil años después, el panorama había cambiado. Podían hallarse pueblos con escritura en todo Oriente Próximo, y también en Creta y Grecia. La escritura cuneiforme se había adaptado con gran éxito a más lenguas aún; hasta el gobierno egipcio la adoptó para su diplomacia. También se inventaron otras escrituras. Una, en Creta, nos acerca a la frontera de la modernidad, ya que revela, hacia el 1500 a.C., a un pueblo cuya lengua era el griego. Hacia el 800 a.C., con la adopción de un alfabeto semítico, el fenicio, existía ya el medio por el que se transmitiría la primera literatura occidental, y también, quizá, la primera manifestación de ella que ha llegado hasta nosotros: los poemas atribuidos a Homero. Las cuestiones localizadas no se prestan a una cronología precisa; se trata de cambios que no se aprecian bien si la historia se circunscribe demasiado a unos países concretos. Pero los países y pueblos, aunque sometidos a fuerzas diversas, fueron volviéndose cada vez más distintos. La escritura fija la tradición; a su vez, la tradición expresa la conciencia de sí misma de una comunidad. Presumiblemente, las tribus y los pueblos siempre han percibido su identidad; esa conciencia se ve muy reforzada cuando los estados adoptan formas más continuas e institucionalizadas. La disolución de los imperios en unidades más viables es una historia conocida desde Sumer hasta la época moderna, pero hay zonas que surgen una y otra vez como núcleos duraderos de tradición. Incluso en el segundo milenio Historia del Mundo www.librosmaravillosos.com John Morris Roberts Colaboración de Sergio Barros 117 Preparado por Patricio Barros a.C., los estados se vuelven más sólidos y muestran una mayor capacidad de resistencia. Estaban aún lejos de alcanzar ese amplio y continuo control de sus pueblos cuyas posibilidades solo se han revelado en su plenitud en la época moderna. Pero, aun en los registros más antiguos, parece haber una tendencia irrefrenable hacia una mayor regularidad en el gobierno y una mayor institucionalización del poder. Los reyes se rodean de burocracias, y los recaudadores de impuestos buscan recursos para acometer empresas cada vez mayores. La ley se convierte en una idea aceptada generalmente; ahí donde penetra, se produce una limitación, aun cuando al principio solo fuera implícita, del poder del individuo y un aumento del que ostenta el legislador. Por encima de todo, el Estado se expresa a través de su poder militar; el problema de alimentar, equipar y administrar unos ejércitos profesionales permanentes se resuelve hacia el 1000 a.C. Cuando el Estado se hace poderoso, la historia de las instituciones gubernamentales y sociales comienza a salirse de las categorías generales de las primeras civilizaciones. A pesar del nuevo cosmopolitismo, que permitió unas relaciones y una influencia recíproca más fructíferas y fáciles, las sociedades tomaron caminos muy diversos. En el ámbito del pensamiento, la expresión más llamativa de esa diversidad es la religión. Aunque algunos han creído ver en la era preclásica una tendencia hacia sistemas más simples y monoteístas, el hecho más evidente es la existencia de un enorme y variado panteón de deidades locales y especializadas, que en su mayoría coexistían pacíficamente, con solo algún indicio ocasional de que un dios estaba celoso de su distinción. También hay un nuevo ámbito para la diferenciación en otras expresiones de la cultura. Antes de que comenzara la civilización, el arte ya se había establecido como una actividad autónoma no necesariamente vinculada a la religión o a la magia (pese a que a menudo siguieron estándolo). Ya se ha hablado de la primera literatura, y también empezamos a vislumbrar algo de otras manifestaciones culturales. Existe la posibilidad del juego; aparecen tableros de juego en Mesopotamia, Egipto y Creta. Quizá la gente ya hiciera apuestas. Reyes y nobles cazaban con pasión, y en sus palacios les entretenían músicos y bailarines. En cuanto a los deportes, el boxeo parece remontarse a la Creta de la Edad del Bronce, una isla donde se practicaba también un deporte único y probablemente ritual, el salto del toro. En estos aspectos es más evidente que en otros que no debemos prestar mucha atención a la cronología, y mucho menos a fechas particulares, aun cuando podamos estar seguros de ellas. La noción de una civilización individual es cada vez menos útil en la zona de la que nos venimos ocupando; hay demasiada interrelación para que esa idea tenga el peso que puede poseer en Egipto y Sumer. En algún momento entre el 1500 y el 800 a.C., se produjeron grandes cambios que no hemos de permitir que se escapen a través de la red tejida para capturar la historia de las dos primeras grandes civilizaciones. En el Oriente Próximo y el Mediterráneo oriental de los siglos en torno al año 1000 a.C., confusos y turbulentos, estaba formándose un nuevo mundo diferente del de Sumer y del Imperio Antiguo egipcio.
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