Manuel Caballero: Rómulo Betancourt, político de nación.

 


Manuel Caballero: Rómulo Betancourt, político de nación. Caracas: Alfadil Ediciones/Fondo de Cultura Económica. 2004.


Tomás Straka

UCAB.

Las crisis son buenas épocas para los historiadores. En sociedades confundidas y asustadas existe la tendencia de volcarse sobre sí misma para atisbar clave destino que las ayude a planificar su porvenir. Es entonces cuando los que no leen libros de historia (salvo que se trate de manuales escolares, es decir, casi todo el mundo) empiezan a hacerlo y sus autores a ingresar al mundo más amplio de los medios de difusión masiva. Si además, cuando éstos ya de por si han ejercido el periodismo, saben escribir con sabrosura de cronistas y se manejan bien ante auditorios amplios por cierta experiencia política de su juventud, el camino a su fama se hace expedito. Tal es el caso de Manuel Caballero, autor del libro que se reseña en estas páginas.

Prolífico historiador si los ha habido, su obra suma decenas de títulos. Acaso porque la prensa-política, de opinión, pero también humorista fue desde el primer momento el vehículo de una existencia intelectual en la que la ciencia histórica y el gusto por la pluma desembocaron en un irrestricto compromiso con su tiempo y su colectivo, ha escrito tanto. Circunstancia que lo dota especialmente para este momento en el que los políticos trajinan a la historia más que nunca (lo que ya es decir bastante en un país como Venezuela, que casi no puede con el peso de sus ángeles tutelares, los héroes de la Emancipación), mientras muchos historiadores corren el riesgo- hay que admitirlo. Caballero es una de ellos- de escribir como políticos de tanto que los inquiere la sociedad. Es en esta coyuntura que Alfadil Ediciones, de Caracas, ha sacado a luz una “Colección Manuel Caballero” que ya suma siete títulos que van desde las tradicionales compilaciones de artículos y ensayos que el autor saca a luz casi anualmente, hasta, a nuestro juicio, su obra cumbre, Gómez, el tirano liberal, ensayo de la vida política del dictador que esta en su sexta edición (gran vendedor de libros en Caballero) y con el que ganó el Premio Nacional de Historia.

El libro de Betancourt que se reseña es, acaso, la continuación del de Gómez. No sólo se trata del otro personaje fundamental del siglo XX venezolano, sino del proyecto intelectual de quien ha querido entender la contemporaneidad venezolana a través de sus hechos, procesos y personajes.

Pero hay más. Caballero, recuérdese, tiene alma de político y vocación de periodista (de hecho, en 1979 ganó el Premio Nacional de Periodismo), de modo que su proyecto intelectual no podía sino responder a los urgentes reclamos de la hora. El fin de siglo con la quiebra del sistema de partidos ideado en gran medida por Betancourt y las constantes admoniciones de la Revolución Bolivariana a lo que llama el puntofijismo (por el Pacto de Punto Fijo, firmado en 1958 entre Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, líderes fundamentales para el momento y base de la democracia naciente), le devolvió una inusitada vigencia. Muchos –algunos de éstos, hay que admitir, nostálgicos por el poder perdido- lo presentan como la etapa luminosa de un sistema lleno de aciertos y oportunidades, anterior a su decadencia y corrupción; ciertamente como la etapa de más libertad, prosperidad y libertad vivida por la república desde 1830 hasta ese momento, tesis, a nuestro juicio, más que atendible; otros lo reivindican como el rostro democrático y civilista de nuestra historia frente al retorno de los militares a la vida política y a los zarpazos que el sistema representativo ha sufrido en los últimos años (y sus intentos sustitución por un “participativo” que aún genera dudas en vastos sectores).

Mientras, en la acera del frente, casi no quedan los enconados enemigos de Betancourt, especie muy numerosa hasta hace poco. El tiempo lo fue sacando de la diatriba política y desde finales de los setenta (cosa notable por estar aún vivo) al Betancourt político le fue sucediendo “el histórico” si es dable la equiparación con esa dicotomía entre el Cristo histórico y el teológico que aún ocupa ciertas disquisiciones. Hoy, ya casi todos lo ubican –a Rómulo- en su dimensión de personaje histórico de primera línea, a buen resguardo de las polémicas y pasiones que tapizaron toda su vida; tanto, que hasta los voceros del actual proceso si bien hablan muy mal del régimen anterior, se guardan de hacerlo de él: como con ciertos muertos solemnes, mejor es no meterse con su memoria, ni para mal ni para bien.

Caballero está consciente de eso y lo advierte desde el epígrafe de la obra, un párrafo de Miguel Otero Silva que merece ser citado como preludio a otro suyo que citaremos de seguidas:

“A poner manos a la obra de enjuiciar a Betancourt, los venezolanos no admiten buenos oficios ni términos medios. Unos lo repudian con rencorosa acrimonia:

-¡Betancourt es un bandido!

Otros dan la vida, si es llega el caso, en resguardo de su prestigio:

-¡Betancourt es un gran hombre!

Y si algún espíritu cartesiano se le ocurriera aplicar en esta emergencia el método de la duda universal para enrumbarse por el viaducto del análisis:

- Yo opino que Betancourt como político presenta sus aspectos positivos y sus aspectos negativos...

Bueno. A ese lo linchan entre los otros dos.” (p. 7)

A esta guisa, Manuel Caballero espeta:

“...Durante muchos años, nos opusimos a la acción política de Rómulo Betancourt, a su segundo gobierno (durante el primero éramos demasiado jóvenes para hacerlo) y a su creación, Acción Democrática. Lo hicimos con toda la vehemencia de que somos capaces; pero no venimos, con este libro, de regresos ni de arrepentimientos; tampoco es que ahora hayamos escogido el fácil observatorio de la imparcialidad. No somos jueces, y eso nos exonera de tener que situarnos en un lado u otro de los dos extremos en que, a la hora de juzgar a Betancourt, Miguel Otero Silva dividía a los venezolanos en el texto que sirve de epígrafe a este libro.

Nada de eso: ni renegados, ni jueces, ni observadores asexuados. Hemos, en dos palabras, tratado de estudiar al personaje y a su época en historiens... Lo cual quiere decir que tratamos de comprender al hombre y a su tiempo en sus contextos ideológicos y epocales; confrontando su acción con sus propios propósitos, no con los nuestros; su proyecto con su realización, no con lo que nosotros hubiésemos propuesto o deseado.” (p. 21)

Toda una clase de crítica histórica se resume en estas líneas. Se trata, entonces, de un ensayo de historia del pensamiento político y no de una diatriba de quien va a enfrentarse con Betancourt en la arena de la política, donde sí es válido rebatir sus ideas con base en las que trae el escritor. Pero eso mientras está vivo y en acción política. Después de eso, nadie tiene derecho a obligar a un personaje histórico a ser como hoy quisiéramos que fuera, a la luz de nuestras actuales preocupaciones. Como tampoco se puede condenarlo por no haber escogido la opción que personalmente más nos simpatiza de las que tuvo en vida, lo cual no es sino otra forma de decir lo mismo: por ejemplo, muchos comunistas le critican a Betancourt no haberlo sido; pero sólo el dogma de que serlo es lo correcto admite un análisis así (si es en clave histórica, porque en política es otra cosa); para otros, al contrario, más bien su paulatina pero sistemática ruptura con el comunismo representa un signo de clarividencia.

En el comentario que Caballero le hace a las fuentes –que acusan una largísima investigación documental y bibliográfica- lleva esto a su máxima expresión. La crítica de aquéllas que son demasiado complacientes, como la monografía de Robert Alexander, empalidece frente a lo que atiza sobre las que no han logrado desligarse del odio que el líder se granjeó en vida. Los comentarios al libro de Simón Sáez Mérida, La cara oculta de Rómulo Betancourt. El proyecto invasor de Venezuela por tropas norteamericanas (1997), son, en este sentido, una pieza que vale para la historia del pensamiento historiográfico venezolano. Es el reclamo a quien no ha sabido diferenciar entre el pasquín y la historia, de quien pasándose por historiador sigue escribiendo, a casi los setenta años, como el joven dirigente de AD enfrentando con el líder máximo del partido (vid pp. 444-445).

Pero todas estas ventajas metodológicas traen un ruido que a medida que pasan las páginas se puede hacer estruendoso. A fuer de apegarnos a lo verificable y observable en los documentos, lo más resaltante del libro puede convertirse, precisamente, lo que no tiene. Quien espere una biografía que penetre en un personaje de unas características tan singulares como Betancourt, de una personalidad tan excepcional (para lo admirable como para lo reprochable, según los visores), con esas ansias de poder, esa habilidad para enamorar o para hacerse odiar y para imponerse a los demás; con esa capacidad de lectura increíble, con esa motivación al logro que de muchacho lo hizo estudiante aventajado y luego trabajador incansable en la organización de un partido, en la toma del poder, en el mantenimiento en el mismo, en la estructuración de un régimen; quien espere ver al hombre de desvelos por trabajo, al obsesivo en sus fines que nada (riqueza, mujeres, la familia) lo distrajo realmente; que se ganó hasta la maldiciente fama de homosexual (no lo era, y no lo decimos por machismo: simplemente no lo era) por prescindir de burdeles para leer y trabajar por la revolución cuando frisaba los veintitantos (de viejo, según se dice, recuperó el tiempo el perdido; para algo debe servir el poder...); que tuvo una capacidad de virajes y reconciliaciones impresionantes sólo en la proporción en la que significaban dirimir los odios que sólo él podía granjear, como hizo con una de sus grandes contrincantes, la Iglesia Católica de la que, agnóstico como era, llegó a ser prácticamente un adalid cuando vio en eso un sostén para el régimen y un muro de contención ante comunismo; un hombre que a nadie dejaba indiferente, que posee tantas aristas y circunvalaciones como el lenguaje insólito (los “betancurismos”) que se inventó... Quien espere ese retrato de ese personaje y la panoplia de anécdotas, unas chispeantes, otras denigratorias, que siempre lo envuelven y embelesan a los lectores o a los auditorios donde se cuentan, se podrá decepcionar.

Pero Caballero, honesto, lo dice desde el principio: “la presente es menos una biografía personal que política. Es que desconfiamos mucho de esos ensayos biográficos que pretenden presentar a los personajes ‘en su dimensión humana’. La única dimensión de verdad humana es aquella donde interviene la inteligencia, incluso cuando actúan las pasiones. Esas biografías que pretenden hurgar el ‘lado humano’ de un personaje histórico, lo que suelen presentar es, mejor, el aspecto más animal del biografiado: que comía (o no) tres veces al día, que se enamoraba y hacía el amor (o no)...” (p. 20)

Releemos el párrafo y pudiéramos pensar que se trata de otra de las tantas boutades de un humorista avezado si no fuera porque, salvo esa suave ironía que halaga a las inteligencias con su sabor socrático y que agradecemos los lectores de toda su obra, cuando se trata de estudios, el sesudo profesor que también es –jubilado de la Escuela de Historia de la Universidad Central de Venezuela, todos cuantos fueron sus alumnos pueden dar cuenta de su rigurosidad- se cuida bien de andar con chistes; y porque en el libro, además, actúa en consecuencia. Sólo cuando se refiere a los primeros años del líder, ésos en los que su vida personal lo es todo porque no la tiene pública, podemos entrever algo del Betancourt hombre (porque lo animal también es condición humana, ¡ya estamos a este lado de Darwin, de Freud, de Kinsey!). Después se vuelve un ensayo de la evolución de sus ideas políticas; vemos cómo las va armando, desarmando, armando otra vez, amasando como un pan, masticando como un bolo alimenticio, hasta que al fin se las puede tragar y cristalizar plenamente, sobre todo después de su segunda presidencia (1959-64), cuando se vuelve el demiurgo de un nuevo sistema.

Pero eso puede dejar algo de insatisfacción. Todo se ve muy bidimensional, muy plano. Las solas latitud y longitud del líder. No es un hombre, es una máquina que piensa y escribe, lo que nos presenta Caballero; y aunque en verdad Betancourt tuvo mucho de eso, el lector siente que algo se le escapa, algo importante en quien muchos amaron no por sus ideas sino por “un no sé qué” carismático; en alguien que no tuvo una vida normal sino unas ansias de poder que lo hicieron excepcional, aveces severísmo hasta romperle el corazón y el alma a algunos, aveces generoso; con un valor físico a toda prueba, porque ni bombas ni tiros lo asustaban, con –hay que insistir- una capacidad de trabajo increíble para leer, escribir, organizar y combatir. El Betancourt de Caballero es un hombre que calcula, pero que no siente y eso en política no puede ser. Eso en un tipo que tramontó legendarias explosiones de rabia y hasta alguna buena depresión (que el autor sólo señala tangencialmente), que conservó y alimentó odios y amores como pocos lo han logrado, que se divorció ya viejo para volverse a casar, que amó a sus nietos con ternura de buen abuelo, que, venezolano al fin, amaba el béisbol; eso en un hombre con tantas muestras de haber tenido sangre en las venas, ciertamente que no puede ser. Y no puede ser, además, porque la política, sin pasión, no existe. Betancourt fue el animal político por excelencia.

El libro se lleva sus más de cuatrocientas páginas. Se leen, como en todos los ensayos de Caballero, de un tirón. Pero es para tanto que da el personaje, que a pesar de ello, en muchos aspectos nodales, como en su pensamiento petrolero, por poner un aspecto fundamental, apenas da un abreboca, somerísmo, de lo que encerró. Al mismo tiempo, la necesidad, suponemos, de abarcar en términos razonables el trabajo, llevó al autor a pasar por alto la narración de los hechos que le sirven de contexto. Cosa grave si se piensa que el texto es coeditado por el Fondo de Cultura Económica: el lector mexicano, el colombiano, el del resto del continente; y ni siquiera el venezolano no habituado a la historia (que acá es casi todo el mundo) tienen porqué saber lo que pasó el 18 de octubre de 1945, por poner un caso emblemático. La caída de la dictadura de Pérez Jiménez se pasa a vuelapluma y no queda en claro ni la participación de Betancourt ni la de nadie más: pareciera como si el régimen se cae por casualidad. Las negociaciones que lo reconcilian y luego prácticamente lo hermanan (lo subyugan, según muchos) a Estados Unidos durante el tercer exilio, no se tocan. Las guerrillas no son evaluadas en su justa dimensión, también se tocan muy rápidamente: apenas una descripción somera de hechos y muy poco del inmenso debate ideológico del momento, que es también el de la Guerra Fría, y que en Venezuela escindió irremediablemente a la izquierda con sus notables consecuencias para el proyecto de país que se ejecutó (y sigue ejecutándose). No es poca cosa que sea un ala disidente del AD la más entusiasmada con la aventura guerrillera: algo debe decirnos eso de la evolución del pensamiento político de Betancourt en el marco de su contexto más inmediato. Sus últimas batallas políticas por el control del partido o por las desviaciones del sistema en los setentas pasan desapercibidas ... y así por el estilo va quedando demasiada tela por cortar.

Pero no por eso deja de ser un libro importante. Termina de colocar a Betancourt como personaje de la historia nacional. Es, además, un ensayo serio, escrito con ánimo de historiador por el historiador más famoso de la actualidad, y que abre numerosas posibilidades de interpretación. Es un libro que el colectivo, en estos momentos de cambios y proclamada faena revolucionaria, debe agradecer. Aporta claves significativas para la comprensión de nuestra hora actual y de muchas de las certezas que nos siguen moviendo (ideas como las de democracia, revolución, socialismo; de hecho la idea de “revolución pacífica y democrática” es de Rómulo Betancourt) en la acepción específica que le damos los venezolanos. Y lo que no dice del personaje lo dice de un drama, de un proceso que sólo una pluma y un talento como los de Manuel Caballero hubieran podido captar tan bien.

Publicar un comentario

0 Comentarios