Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal Hannah Arendt

 

Hannah Arendt: “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal"
    Escrita en 1963, en 2001 se publicó la cuarta edición de la traducción al castellano (Editorial Lumen, Barcelona, trad. de Carlos Ribalta). Si bien la obra de Arendt transita en general por carriles filosóficos, en este Estudio –así lo llama la autora– aborda también, con su aguda inteligencia, cuestiones ético-jurídicas universales, a propósito del juicio que se llevó a cabo durante 1961 en la Ciudad de Jerusalén contra el ex Teniente Coronel de las S.S., Adolf Eichmann.
    Los primeros capítulos discurren acerca de la reconstrucción fáctica realizada durante el juicio, de la enorme maquinaria burocrática que funcionó entre 1933 y 1945 al servicio del nazismo, en la cual se incardinó, como un eslabón más, el propio Eichmann (hay un capítulo entero dedicado a su historia personal previa a su afiliación al partido nazi), y que se fue extendiendo a todo el continente europeo de la mano de las victorias del
Tercer Reich
. Allí, Arendt demuestra un profundo conocimiento de los circuitos de poder que a partir de fines de 1939 llevaron a emplear ese formidable aparato institucional, para lo que se conoció como la
solución final del problema judío
(para H.A., no fue sino hasta el 1º de septiembre de 1939 que el régimen nazi se convirtió en abiertamente totalitario y criminal), y que cobró un vigor irreversible a partir del famoso mitin de Wannsee, Berlín, en enero de 1942, al cual asistió el propio Eichmann, aunque cumpliendo un papel menor.
    Y es a partir de que los hechos están planteados, que comienzan los interrogantes que Arendt se propone despejar. ¿Qué es lo que se juzga al llevar al estrado a Eichmann?, ¿al nazismo, o a un hombre de carne y hueso?. Frente a ello, y pese a tener en contra al Estado y la prensa israelitas, Arendt opta por esto último, y para ello, deja en claro que el acusado no es el monstruo que se quiso presentar, sino uno más de entre tantos burócratas del nazismo, que a fuerza de eficiencia y ubicuidad pretendían escalar en la pirámide del poder estatal alemán. Un hombre ordinario, despreciado por muchos de sus colegas y jefes, inofensivo y hasta refractario al uso de la violencia en lo cotidiano, que mostró ser muy eficiente en las tareas que se le encomendaban, pero que pese a ello nunca pudo pasar de ser un obscuro Obersturmbann Führer a cargo de una subsección, muy lejos de los centros de poder donde se decidía cuándo, quiénes y cómo poblaciones enteras terminarían su existencia en los campos de exterminio del este europeo. Así y todo, Arendt coincide con lo decidido por el Tribunal: pena de muerte para el acusado. Y surge así un nuevo interrogante:
    ¿es admisible que el Estado imponga la pena máxima? Aquí la autora, como buena filósofa alemana, apela al pensamiento kantiano, buceando en las ideas de justicia absoluta y trascendental del pensador de Königsberg las razones para legitimar tan drástica decisión, además de apoyarse en lo que ya habían resuelto los tribunales de Nüremberg una década antes. Conectado con ello, Arendt no esquiva el principal argumento de los partidarios de que las penas no se impongan quia peccatum, sino ne peccetur
: ¿Puede volver a ocurrir el holocausto? A contrario de lo que los penalistas ―como el que escribe esta nota― estamos acostumbrados a repetir, Arendt contesta: sí, puede volver a ocurrir. Y enuncia el poderoso argumento de que todo paso que, para bien o para mal, dio la humanidad en su historia, está condenado a ser el umbral del siguiente hito en su camino hacia su salvación o destrucción, según el caso. Y advierte con toda razón, que los arsenales con armas de destrucción masiva que algunos estados alimentan de modo incesante, pueden ser el preludio que indique que su diagnóstico es acertado.
    Pero allí no se agota el enorme caudal de cuestiones que rozan con el derecho y la justicia. Uno de los que con más pasión trata la autora es el de la autoría por el dominio sobre un aparato verticalizado de poder. De la contemplación que efectúa Arendt de la maquinaria nazi, concluye razonando igual que los jueces en la sentencia:
el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal―que por lo general eran sonderkommandos, prisioneros colaboradores de los campos―. Eichmann aparece a mitad de camino entre ambos extremos. Otra cuestión de imprescindible tratamiento es la de la aparente imposibilidad de actuación de otro modo que a menudo se invocaba por parte de nazis acusados de delitos. ¿Cuál era la suerte corrida por el agente que se negaba a participar de actos aberrantes o genocidas? Con asombro, descubrimos con Arendt que no hay ni una sola prueba de actos de venganza o represalias severas por parte del régimen contra quien se negaba, por ejemplo, a asesinar a judíos. Tan solo traslados, trabas en la carrera, pero no mucho más. Sin perjuicio de ello, no han sido muchas las crónicas recogidas durante el juicio ―relata Arendt― de oficiales que desobedecieran tales órdenes. Al contrario, la enorme mayoría de los agentes estatales cumplieron con lo que se le pedía. Es que la autora nos recuerda con dureza, que en aquellos tiempos, todas las actuaciones estatales estaban respaldadas en leyes, decretos y reglamentos, cuando no en la propia palabra del
Führer, considerada ley suprema inclusive por prestigiosos constitucionalistas (por ej. Theodor Maunz). Es decir, que se daba la paradoja de que actos aberrantes y constitutivos de genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos, formaron parte entre 1933 y 1945 del ordenamiento jurídico del Estado. Lo criminal desde el punto de vista axiológico externo se convirtió en lo legal desde el punto de vista normativo interno. En palabras de la autora, estábamos en presencia de un Estado Criminal las reglas jurídicas de ese Estado Criminal, desobedecer una orden se convertía en un delito, en una violación a la norma estatal, aunque la norma dijese “debes participar en la matanza de judíos”. Ello, sumado al poderoso efecto que produce el ejercicio burocrático del poder estatal ―por el cual hasta lo abyecto es convertido en algo rutinario y desapasionado (banal), otro tema central de la obra en estudio―, explica, en el análisis de Arendt, la escasísima emergencia de héroes provenientes desde las propias entrañas del nazismo.

Antígona fue sofocada desde la raíz por el cerrado sistema social que engendró el totalitarismo nazi, sofocamiento en el cual ―según Arendt― tuvo un papel importantísimo la manipulación constante de los circuitos de comunicación social a través de una implacable e incesante propaganda favorable al régimen y denigratoria de los enemigos externos e internos (describe H.A. que tales campañas fueron tan penetrantes que ni siquiera el desembarco de Normandía removió la fe en el Führer por parte de la mayoría del pueblo alemán).
    Estas consideraciones se extienden al papel cumplido por los
Judenrat , Consejos Judíos con los que solía entenderse Eichmann, y que allanaron el camino para que la maquinaria de exterminio nazi funcionara a pleno; la autora pone la lupa sobre su actuación y emite un juicio lapidario: casi todos ellos traspasaron el límite entre “ayudar a huir” y “colaborar en la deportación” de sus representados, sin que la excusa del mal menor pueda ser admisible, dado que la raquítica cifra de sobrevivientes cancela dicha alegación (de acuerdo con H.A., en Hungría se salvaron 1.684 judíos gracias al sacrificio de 476.000 víctimas). Para peor, la autora cree haber demostrado que en aquellas naciones en donde hubo una oposición decidida a la deportación, los nazis carecieron de la convicción necesaria para doblegarla, comportamiento que la llevó a concluir que el ideal de “dureza” de los nazis (o la apariencia monolítica de todo régimen totalitario) no era más que un mito dirigido al autoengaño, que ocultaba el cruel deseo de sumirse en un estado de conformidad a cualquier precio. También reserva imputaciones a muchos de los Estados sometidos por el yugo nazi: con excepciones dignas de mención (Italia, Bulgaria y especialmente, Dinamarca), los poderes punitivos locales fueron puestos, no sin entusiasmo en algunos casos (por ej., Polonia, Rumania, Ucrania, Lituania), al servicio de las S.S. para el asesinato de judíos, ya sea en el mismo lugar de su captura, o luego de su reasentamiento
. Nos lleva así la autora hacia la verdadera magnitud del fenómeno del antisemitismo, latente en la cultura del centro y este europeos durante siglos y que implosionó bajo los designios de Hitler.
    No tan convincentes suenan a los oídos del jurista sus argumentaciones en torno a la justificación del secuestro de Eichmann en Buenos Aires para su juzgamiento por parte de un tribunal de un Estado en particular (Israel), aunque es rescatable su temprano reclamo para que en el futuro se constituya un tribunal penal internacional que juzgue este tipo de crímenes. Asimismo, Arendt enuncia las principales razones que permitieron al tribunal de enjuiciamiento esquivar el decisivo problema de la ausencia de lex praevia frente a los delitos de lesa humanidad o de genocidio. En todos estos temas, la elocuencia y profundidad de las reflexiones puestas de manifiesto por Arendt en este Estudio conmueven cualquier cimiento previo, y obligan al reexamen de las propias ideas sobre el particular.
    La obra además, tiende puentes permanentes con el terrorismo de estado que hemos padecido en nuestro país, como cuando aborda el papel cumplido por las distintas agencias y corporaciones (Iglesias, partidos políticos, universidades, medios de comunicación, etc.) frente a dicho fenómeno, o bien al pronosticar fatídicamente que los totalitarismos modernos no conceden a sus enemigos la muerte del mártir, sino la simple, silenciosa y anónima desaparición.
    En definitiva, la obra contiene profundas reflexiones sobre temas filosóficos y jurídico-penales que son universales y al mismo tiempo de una tremenda actualidad dado el pasado reciente de nuestra vida institucional latinoamericana, y que lo convierten, creemos, en una obra de lectura ineludible no ya para el jurista, sino para el ciudadano común, tan expuesto hoy en día a discursos indiferentes y hasta contrarios a la vigencia de los derechos humanos y al sostenimiento del Estado de Derecho.
    Daniel Rafecas.

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