Autore(a)s: Terry Eagleton
PRÓLOGO
La teoría literaria está bastante pasada de moda desde hace un par de décadas, de manera que los libros como este se están volviendo inusuales. Habrá personas que agradezcan eternamente esta circunstancia, la mayoría de las cuales no leerá jamás este prólogo. En las décadas de 1970 o 1980 habría sido difícil anticipar que treinta años más tarde la semiótica, el posestructuralismo, el marxismo, el psicoanálisis y otras corrientes semejantes acabarían convirtiéndose en su mayoría en idiomas extranjeros para los estudiantes. Por lo general, han quedado arrinconadas por un cuarteto de preocupaciones: el poscolonialismo, la multiculturalidad, la sexualidad y los estudios culturales. No son precisamente noticias muy alentadoras para los conservadores que se oponen a los estudios teóricos, que sin duda confiaban en que su declive augurara el retorno al statu quo ante .
El poscolonialismo, la multiculturalidad, la sexualidad y los estudios culturales no están, sin duda, vírgenes de teoría. Tampoco datan simplemente del declive de aquellos otros enfoques anteriores. Sucede más bien que han aflorado en toda su plenitud al rebufo de la teoría «pura» o la «alta» teoría a las que, en su mayor parte, han dejado atrás. Y no sólo las han dejado atrás, de hecho, sino que han contribuido a desplazarlas. En ciertos aspectos, se trata de una evolución que hay que acoger de buen grado. Hay varias formas de teorización (pero no de oscurantismo) que han sido abandonadas. Lo que en términos generales se ha producido es cierto desplazamiento desde el discurso hacia la cultura: desde las ideas en cierto estado abstracto o virginal hacia la investigación de lo que en las décadas de 1970 o 1980 habría sido imprudente llamar «el mundo real». No obstante, como sucede siempre, hay ventajas e inconvenientes. Seguramente, estudiar a los vampiros o la serie Padre de familia no es un asunto tan reconfortante desde el punto de vista intelectual como estudiar a Freud o a Foucault. Además, como sostuve en Después de la teoría , el declive de la popularidad de la «alta» teoría está estrechamente vinculado al declive de los destinos de la izquierda política. [1] Los años en que este pensamiento vivía su apogeo fueron aquellos en los que la izquierda, además, se sentía fuerte y optimista. A medida que la teoría fue replegándose poco a poco, la crítica radical desapareció gradual y sigilosamente. En su momento de máximo apogeo, la crítica cultural planteó algunas preguntas deslumbrantemente ambiciosas al orden social que combatía. Hoy día, cuando ese régimen es aún más global y poderoso que antes, el propio término «capitalismo» no quiere ensuciar los labios de quienes se ocupan de celebrar las diferencias, se abren a la «otredad» o examinan minuciosamente a los muertos vivientes. El hecho de que sea así atestigua el poderío de ese sistema, no su irrelevancia.
Sin embargo, hay cierto sentido en el que este libro también constituye una reprimenda para la teoría literaria. Buena parte de lo que defiendo, al margen del capítulo final, no se inspira tanto en la teoría literaria sino en una especie taxonómica muy distinta: la filosofía de la literatura. Con demasiada frecuencia, los teóricos de la literatura han hecho el vacío a este tipo de discurso y, al hacerlo, han desempeñado una función estereotípica en la tradicional disputa entre continentales y anglosajones. Si la teoría literaria nace en buena medida del primero de estos dos grupos del planeta, la filosofía de la literatura procede en su mayoría del segundo. Sin embargo, el rigor y la pericia técnica de la mejor parte de la filosofía de la literatura contrasta favorablemente con la relajación de cierta teoría literaria y ha abordado asuntos que en su mayor parte han dejado sin analizar los del otro bando (como, por ejemplo, cuál es la naturaleza de la ficción).
Por su parte, la teoría literaria sale bien librada de la comparación con el conservadurismo intelectual y la timidez de buena parte de la filosofía de la literatura, así como con sus, en ocasiones, fatídicas carencias de olfato crítico y audacia imaginativa. Si los teóricos son informales y raras veces llevan corbata, los filósofos de la literatura (quienes, en todo caso, son casi todos varones) raras veces se presentan en público sin ella. Un bando se comporta como si jamás hubiera oído hablar de Frege, mientras que el otro actúa como si nunca hubiera oído hablar de Freud. Los teóricos de la literatura suelen desestimar las cuestiones de la verdad, la referencia, el estatus de la ficción y otros asuntos similares, mientras que los filósofos de la literatura exhiben a menudo una acusada falta de sensibilidad hacia la textura del lenguaje literario. Así parece ser hoy día la curiosa (y bastante innecesaria) relación entre la filosofía analítica y el conservadurismo político y cultural, cosa que sin duda no sucedía antes con algunos de los principales exponentes de esta corriente de pensamiento.
Por su parte, los radicales suelen sospechar que preguntas como «¿se puede dar una definición de la literatura?» tienen un árido tinte academicista y ahistórico. Pero no todas las tentativas de definición tienen por qué tenerlo, del mismo modo que muchos miembros del bando radical coincidirían en lo que se refiere a la definición del modo de producción capitalista o la naturaleza del neoimperialismo. Como sugiere Wittgenstein, unas veces necesitamos una definición, y otras, no. En este aspecto queda de manifiesto también cierta ironía. Muchos de quienes pertenecen a una izquierda cultural, para la que las definiciones son elementos desfasados que hay que dejar para los académicos y profesores universitarios más conservadores, no son culpables seguramente de que, por lo que se refiere al arte y la literatura, la mayoría de esos académicos no crea en la posibilidad de que existan semejantes definiciones. Sucede únicamente que los más perspicaces ofrecen razones más contundentes y sugerentes que aquellos otros para quienes las definiciones son, por definición, fútiles.
Quizá los lectores se sorprendan, o acaso sientan cierta conmoción, cuando en este libro se vean inmersos desde el primer momento en una discusión escolástica medieval. Por emplear una expresión joycena, tal vez sea la propia peste a escolástica que yo mismo desprendo lo que contribuye a explicar mi interés por las cuestiones que se plantean en este libro. No cabe duda de que existe cierta relación entre el hecho de que me haya educado en el catolicismo y, por tanto, me hayan enseñado, entre otras cosas, a no desconfiar del poder del razonamiento analítico, y mi posterior trayectoria profesional como teórico de la literatura. Habrá quien también atribuya mi interés por la filosofía de la literatura al hecho de que he dilapidado demasiado tiempo del que he pasado en la Tierra en los baluartes atrozmente anglosajones de Oxford y Cambridge.Sin embargo, no hace falta ser un expapista o un exprofesor de Oxford o Cambridge para percibir la rareza de una situación en la que los profesores y los alumnos de literatura emplean palabras como «literatura», «ficción», «poesía», «narración» y otras semejantes sin ir en absoluto bien pertrechados para embarcarse en la discusión de lo que significan. Los teóricos de la literatura son aquellos a quienes esto resulta tan extraño, cuando no tan alarmante, como lo sería toparse con un médico que pudiera reconocer un páncreas al verlo pero fuera incapaz de explicar su funcionamiento. Además, hay muchas cuestiones importantes que el alejamiento de la teoría literaria han dejado en suspenso… y este libro pretende abordar algunas. Empiezo por analizar el asunto de si las cosas tienen una naturaleza genérica, lo que tiene una influencia obvia en la cuestión de si se puede hablar siquiera de «literatura». Después paso a analizar cómo se suele utilizar hoy día el término «literatura», examinando todos y cada uno de los rasgos que entiendo que son esenciales en el significado de la palabra. Uno de esos rasgos, el de la ficcionalidad, es lo bastante complejo como para reclamar para sí un capítulo especial. Por último, me ocupo de la cuestión de la teoría literaria preguntándome si se puede demostrar que sus diversas formas tienen en común rasgos esenciales. Si quisiera pecar de inmodestia, diría que el libro ofrece una explicación razonable de lo que significa realmente la literatura (al menos en la actualidad), además de llamar la atención por primera vez sobre lo que casi todas las teorías literarias tienen en común. Pero no soy un inmodesto, de modo que no lo diré.
Estoy muy agradecido a Jonathan Culler, Rachael Lonsdale y Paul O’Grady, todos los cuales me plantearon críticas y sugerencias muy inteligentes. También estoy en deuda con mi hijo Oliver Eagleton, que habló conmigo de la idea de fingir y me sacó de errores en una serie de aspectos vitales.
T. E.
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