Autore(a)s: Zygmunt Bauman
INTRODUCCIÓN
La historia de la modernidad (o, para el caso, cualquier historia) puede contarse de más de un modo. Este libro es una de esas historias.
Hablando de Aglaura, una de las extrañas, aunque misteriosamente familiares, ciudades enumeradas en Le città invisibili , el Marco Polo de Italo Calvino decía que poco sabría contar «fuera de las cosas que los propios habitantes de la ciudad repiten desde siempre», por más que sus relatos no concordasen con lo que él mismo creía estar contemplando. «Quisieras decir qué es, pero todo lo que hasta ahora se ha dicho de Aglaura aprisiona las palabras y te obliga a repetir en lugar de decir». Y así, parapetados a conciencia tras las murallas de la ciudad, construidas con las historias eternamente repetidas, al modo en que las murallas de ciertas ciudades están hechas de piedras, «los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no ven la Aglaura que crece en tierra». ¿Cómo podrían, en efecto, comportarse de otra manera? Después de todo, «la ciudad de que se habla tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras que la ciudad que existe en su lugar existe menos [1] ».
Si les preguntásemos a los residentes de Leonia, otra de Las ciudades invisibles de Calvino, responderían que su pasión consiste en «gozar de las cosas nuevas y diferentes». Ciertamente, «cada mañana la población se despierta entre sábanas frescas, se lava con jabones recién sacados de su envoltorio, se pone batas flameantes, extrae del refrigerador más perfeccionado latas todavía sin abrir, escuchando los últimos sonsonetes del último modelo de radio».
Sin embargo, cada mañana, «los restos de la Leonia de ayer esperan el carro de la basura», y un forastero como Marco Polo, mirando, por así decirlo, a través de las rendijas de las murallas de la historia de Leonia, se preguntaría si la auténtica pasión de los habitantes de Leonia no consiste más bien en «expulsar, apartar, purgarse de una recurrente impureza». De no ser así, no se entendería por qué los basureros son «acogidos como ángeles», aun cuando su tarea «se rodea de un respeto silencioso», lo cual resulta comprensible, pues, «una vez desechadas las cosas, nadie quiere tener que pensar más en ellas». Aunque la población de Leonia destaca por ir a la caza de las novedades, «una fortaleza de desperdicios indestructibles» circunda la ciudad y «la domina por todos lados como un circo de montañas».
Cabe preguntarse si los habitantes de Leonia ven esas montañas. Puede que algunas veces, especialmente cuando una inesperada ráfaga de viento transporta hasta sus impecables hogares un hedor que evoca un montón de basura, más que el frescor, el esplendor y la fragancia absolutos de las entrañas de las tiendas de novedades. Una vez que ha sucedido, les cuesta apartar su mirada; mirarán temblando hacia las montañas, con preocupación y temor, y quedarán horrorizados por lo que verán. Aborrecerán la fealdad de las montañas y las detestarán por emborronar el paisaje; por ser fétidas, asquerosas, ofensivas y absolutamente repugnantes, por albergar peligros conocidos y peligros que no se asemejan a nada antes visto, por almacenar los riesgos visibles y otros riesgos que no aciertan siquiera a imaginar. No les gustará lo que verán y no querrán seguir mirándolo. Odiarán las sobras de sus ensueños de ayer, tan apasionadamente como amaban las ropas completamente nuevas y el último grito en juguetes. Desearán que desaparezcan las montañas, que sean dinamitadas, aplastadas, pulverizadas o disueltas. Se quejarán de la pereza de los basureros, de la indulgencia de los capataces y de la complacencia de los jefes.
Incluso más que de los propios desperdicios, los habitantes de Leonia abominarían de la idea de su indestructibilidad. Se sentirían horrorizados al conocer la noticia de que las montañas, cuya desaparición desean con toda su alma, son reacias a degradarse, deteriorarse y descomponerse por sí mismas, amén de ser resistentes, si no inmunes, a los disolventes. Con tozuda esperanza en lo imposible, rehusarían aceptar la simple verdad de que los odiosos montones de basura sólo pueden no ser si (ellos mismos, los habitantes de Leonia) no les hacen ser . Se negarían a aceptar que (como reza el mensaje de Marco Polo que en Leonia no habrán de escuchar) «renovándose cada día la ciudad se conserva a sí misma en la única forma definitiva: la de los desperdicios de ayer que se amontonan sobre los desperdicios de anteayer y de todos sus días y años y lustros». Los leonianos no escucharían el mensaje de Marco Polo, ya que lo que dicho mensaje les diría (si estuvieran dispuestos a oírlo, claro está) es que, más que preservar lo que dicen amar y desear, sólo consiguen perpetuar la basura. Unicamente lo inútil, lo desagradable, lo venenoso y lo aterrador es lo bastante resistente como para permanecer ahí con el paso del tiempo.
Siguiendo el ejemplo de los aglauranos, podemos decir que los leonianos viven a diario en una Leonia que «crece sólo con el nombre de Leonia», felizmente ignorantes de esa otra Leonia que crece en tierra. Al menos desvían la mirada o cierran los ojos, afanándose por no verla. Exactamente igual que en el caso de los aglauranos, la ciudad de la que hablan «tiene mucho de lo que necesitan para existir». Y, lo que es aún más importante, contiene la historia de la pasión por lo novedoso, que no cejan de repetir día tras día, de suerte que la pasión de la que hablan puede renacer y reponerse eternamente y la historia de dicha pasión podría seguirse contando, oyendo, escuchando con avidez y creyendo de forma incondicional.
A un forastero como Marco Polo le lleva a preguntar cuál es, a la postre, la producción básica de los leonianos. ¿Las cosas encantadoras y completamente nuevas, tentadoramente recién salidas y seductoramente misteriosas en virtud de su no catada virginidad? ¿O más bien sus montones de basura, que no dejan de crecer? ¿Cómo explicar, por ejemplo, su pasión por la moda? ¿En qué consiste dicha moda en realidad? ¿Se trata de sustituir cosas menos adorables por otras más hermosas, o del gozo experimentado al arrojar las cosas al vertedero, una vez despojadas de su atractivo y su encanto? ¿Se tiran las cosas por causa de su fealdad o son feas porque se las ha destinado al basurero?
Delicadas cuestiones, a decir verdad. La tarea de responderlas no es menos ardua. Las respuestas dependerán de las historias que resuenen entre los muros erigidos a base de recuerdos de las historias contadas, repetidas, escuchadas, ingeridas y asimiladas.
Si las preguntas se dirigieran a un leoniano, las respuestas serían que han de producirse cosas cada vez más nuevas para reemplazar otras menos atractivas o útiles, o que han dejado de valer. Pero si preguntamos a Marco Polo, un viajante, un forastero escéptico, un observador externo y no involucrado, un desconcertado recién llegado, contestaría que en Leonia las cosas se declaran inútiles y se tiran con rapidez porque empiezan a atraer otros objetos de deseo nuevos y mejorados, y que están destinadas a ser desechadas para dejar sitio a esas otras más novedosas. Respondería que, en Leonia, la novedad de hoy es la que torna obsoleta y abocada al vertedero la novedad de ayer. Ambas respuestas suenan convincentes; ambas parecen expresar la historia vital de los leonianos. Por tanto, la elección depende, en última instancia, de que una historia se reitere hasta la saciedad o que, por el contrario, los pensamientos vaguen en libertad por el libre espacio de las historias…
Ivan Klima recuerda una cena con el director de la empresa Ford en su residencia de Detroit. El invitado preguntó al anfitrión, que alardeaba del creciente número de nuevos y flamantes automóviles Ford que salían de la cadena de montaje, «cómo se deshacían de todos los coches fuera de uso» y el director le contestó que «aquello no era difícil. Todo lo que se fabrica puede desaparecer sin dejar rastro, es un mero problema técnico. Y él mismo sonrió ante la idea de un mundo totalmente vacío, limpiado».
Después de la cena, Klima fue a ver cómo se abordaba aquel «problema técnico». Coches usados, coches declarados agotados y, por consiguiente, ya no deseados, eran estrujados por prensas gigantescas que los reducían con esmero a cajas de chapa. «Las cajitas de chapa, sin embargo, no desaparecen del mundo […] De la chapa, tal vez, fundirán nuevo hierro y nuevo acero para nuevos coches, y de este modo la basura se transformará luego en basura, ligeramente aumentada».
Una vez escuchada la historia y visto lo que declaraba abiertamente, Klima cavila: «No, eso no es sólo un problema técnico. Porque el espíritu de las cosas muertas levita sobre la tierra y sobre las aguas, y su aliento es de mal agüero [2] ».
Este libro está dedicado a eso que «no es un mero problema técnico». Trata de explicar qué es, además de ser técnico y, antes de nada, por qué es un problema.
Nuestro planeta está lleno.
Permítanme que me explique: este no es un enunciado de geografía física o humana. En términos del espacio físico y la propagación de la cohabitación humana, el planeta está lo que sea menos lleno. Por el contrario, el tamaño total de las tierras escasamente pobladas o despobladas, que se consideran inhabitables e incapaces de soportar vida humana, parece estar expandiéndose más que encogiéndose. Mientras que el progreso tecnológico ofrece (a un precio cada vez más alto, desde luego) nuevos medios de supervivencia en hábitats previamente estimados no aptos para el asentamiento humano, erosiona asimismo la capacidad de muchos hábitats de sostener las poblaciones que solían albergar y alimentar con anterioridad. Entretanto, el progreso económico torna inviables e impracticables modos de ganarse la vida antaño efectivos, incrementando así el tamaño de las tierras yermas que quedan en barbecho y abandonadas.
«El planeta está lleno» es un enunciado de sociología y ciencia política . No se refiere al estado de la tierra, sino a los medios y arbitrios de sus habitantes. Indica la desaparición de la «tierra de nadie», de los territorios susceptibles de definirse y/o tratarse como exentos de habitación humana, así como carentes de administración soberana y, por ende, abiertos a (¡pidiendo a gritos!) la colonización y el asentamiento. Tales territorios, en gran medida inexistentes hoy en día, durante la mayor parte de la historia moderna desempeñaron el papel crucial de vertederos para los desechos humanos, arrojados en volúmenes cada vez mayores en las partes del globo afectadas por los procesos de «modernización».
La producción de «residuos humanos» o, para ser más exactos, seres humanos residuales (los «excedentes» y «superfluos», es decir, la población de aquellos que o bien no querían ser reconocidos, o bien no se deseaba que lo fuesen o que se les permitiese la permanencia), es una consecuencia inevitable de la modernización y una compañera inseparable de la modernidad. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden (cada orden asigna a ciertas partes de la población existente el papel de «fuera de lugar», «no aptas» o «indeseables») y del progreso económico (incapaz de proceder sin degradar y devaluar los modos de «ganarse la vida» antaño efectivos y que, por consiguiente, no puede sino privar de su sustento a quienes ejercen dichas ocupaciones).
Durante la mayor parte de la historia moderna, sin embargo, vastas regiones del globo (regiones «retrasadas», «subdesarrolladas» si se miden conforme a las ambiciones del sector del planeta ya moderno, es decir, obsesivamente modernizador) permanecieron total o parcialmente inalteradas por las presiones modernizadoras, eludiendo así su efecto de «superpoblación». Confrontadas con los nichos del globo en vías de modernización, tales regiones («premodernas» y «subdesarrolladas») tendían a verse y tratarse como tierras capaces de absorber el exceso de población de los «países desarrollados»; destinos naturales para la exportación de «seres humanos superfluos» y conspicuos vertederos dispuestos para los residuos humanos de la modernización. La eliminación de residuos humanos producidos en las regiones «modernizadas» del globo, y aún «en vías de modernización», supuso el significado más profundo de la colonización y las conquistas imperialistas; ambas posibilitadas, y de hecho inevitables, por el diferencial de poder continuamente reproducido por la severa desigualdad en el «desarrollo» (eufemísticamente denominado «retraso cultural»), resultante a su vez del confinamiento de la moderna forma de vida a una sección «privilegiada» del planeta. Dicha desigualdad permitió a la parte moderna del globo buscar, y hallar, soluciones globales a problemas de «superpoblación» localmente producidos.
Esta situación pudo prolongarse en tanto en cuanto la modernidad (esto es, una modernización perpetua, compulsiva, obsesiva y adictiva) seguía siendo un privilegio. Una vez que la modernidad ha devenido, tal como estaba destinada y obligada a hacer, la condición universal de la humanidad, los efectos de su dominio planetario se han vuelto en su contra. En la medida en que el progreso triunfante de la modernización ha alcanzado las más remotas regiones del planeta, y la práctica totalidad de la producción y el consumo humanos se ha visto mediada por el dinero y el mercado, y los procesos de mercantilización, comercialización y monetarización de la subsistencia humana han penetrado por todos los rincones del globo, ya no están disponibles las soluciones globales a los problemas producidos localmente, o las salidas globales para los excesos locales. Sucede justo lo contrario: todas las localidades (incluidas, muy en especial, las altamente modernizadas) han de cargar con las consecuencias del triunfo global de la modernidad. Ahora se enfrentan a la necesidad de buscar (al parecer en vano) soluciones locales a problemas producidos globalmente .
Para abreviar la larga historia: la nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos . Mientras que la producción de residuos humanos persiste en sus avances y alcanza nuevas cotas, en el planeta escasean los vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos.
Como para hacer aún más compleja y amenazadora la situación, una nueva fuente poderosa de «seres humanos residuales» se ha añadido a las dos originales. La globalización se ha convertido en la tercera, y actualmente la más prolífica y menos controlada, «cadena de montaje» de residuos humanos o seres humanos residuales. Asimismo, ha dado un nuevo lustre al viejo problema y le ha imbuido de una significación totalmente nueva y una urgencia sin precedentes.
La propagación global de la forma de vida moderna liberó y puso en movimiento cantidades ingentes, y en constante aumento, de seres humanos despojados de sus hasta ahora adecuados modos y medios de supervivencia, tanto en el sentido biológico como sociocultural del término. Para las presiones de la población resultante, las viejas y familiares presiones colonialistas pero en sentido inverso, no hay salidas fácilmente disponibles: ni para su «reciclaje» ni para su «eliminación» segura. De ahí las alarmas concernientes a la superpoblación del globo terráqueo; de ahí también la nueva centralidad de los problemas de los «inmigrantes» y los «solicitantes de asilo» para la agenda política contemporánea, así como la importancia creciente del papel desempeñado por vagos y difusos «temores relativos a la seguridad» en las estrategias globales emergentes y en la lógica de las luchas por el poder.
La naturaleza de los procesos de globalización, esencialmente elemental, no regulada y políticamente incontrolada, ha desembocado en el establecimiento de un nuevo tipo de condiciones de «zona fronteriza» en el «espacio de flujos» planetario, al que se ha transferido una gran parte de la capacidad de poder antaño depositada en los Estados modernos soberanos. El quebradizo e irremediablemente precario equilibrio de los escenarios de zona fronteriza descansa, como es bien sabido, sobre la «vulnerabilidad mutuamente garantizada». De ahí las alarmas referentes al deterioro de la seguridad, que incrementan las ya abundantes ofertas de «temores relativos a la seguridad», al tiempo que desplazan las preocupaciones públicas y las salidas a la ansiedad individual lejos de las raíces económicas y sociales del problema y hacia preocupaciones relativas a la seguridad personal (física). A su vez, la próspera «industria de la seguridad» se convierte con rapidez en una de las principales ramas de la producción de desechos y en el factor clave en el problema de la eliminación de residuos.
Este es, bosquejado a grandes rasgos, el escenario de la vida contemporánea. Los «problemas de los residuos [humanos] y la eliminación de residuos [humanos]» pesan mucho y para siempre en la líquida, moderna y consumista cultura de la individualización. Saturan todos los sectores más relevantes de la vida social y tienden a dominar las estrategias vitales y a alterar las más importantes actividades de la vida, alentándolas a generar sus propios desechos sui generis : relaciones humanas malogradas, incapaces, inválidas o inviables, nacidas con la marca del residuo inminente.
Estos asuntos, y algunos de sus derivados, constituyen los temas fundamentales de esta obra. El análisis al que aquí se someten es embrionario. Mi principal preocupación, quizás incluso exclusiva, estriba en ofrecer un punto de vista alternativo, a partir del cual pueda hacerse balance de aquellos aspectos de la vida moderna que los recientes desarrollos han sacado de su anterior escondrijo y han puesto en el punto de mira, permitiendo una visión más adecuada de determinadas facetas del mundo contemporáneo, así como una mejor comprensión de la lógica a ellas subyacente. Este libro debería leerse como una invitación a dirigir otra mirada, en cierto modo diferente, al mundo moderno que todos compartimos y habitamos, y que supuestamente nos resulta demasiado familiar.
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