Conferencia de José Gutiérrez Terrazas en Maringá, Brasil
El programa de posgrado de Psicología de la Universidad Estatal de Maringá (UEM) organizó en noviembre de 2009 un ciclo de conferencias. Invitó para este evento al prestigioso psicoanalista español José Gutiérrez Terrazas, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Así presentaban al ponente «Terrazas es uno de los pocos analistas en el mundo que pone en práctica dentro de la atención clínica, las enseñanzas teóricas de Laplanche.» Los principales temas desarrollados que aquella conferencia fueron : El descentramiento originario y alteridad radical del inconsciente; El método psicoanalítico o Cómo leer a Freud.
EL DESCENTRAMIENTO ORIGINARIO Y LA ALTERIDAD RADICAL DEL INCONSCIENTE: ORIGEN Y CONSTITUCIÓN DEL APARATO PSÍQUICO.
VER ARTÍCULO EN FORMATO PDFEn el discurrir psicoanalítico y a consecuencia de una falta de rigor conceptual (debida a diversas causas, pero especialmente a la extrapolación, que no cultiva ni admite la especificidad y el límite del terreno propio, y a la defensa un tanto doctrinaria de los intereses por conservar a toda costa ese terreno) hemos defendido y continuamos defendiendo de modo repetitivo, siguiendo en ello al Freud menos preciso o menos sujeto a la exigencia metapsicológica impuesta por su objeto de estudio, que el sujeto infantil ya desde el inicio de su existencia aparece dotado con un cierto aparato psíquico, en el que está presente de entrada una determinada dinámica inconsciente. Conceptualización que la segunda tópica freudiana consolidó de modo que podríamos llamar axiomático por medio de la noción de un “ello”, planteado como punto de arranque del propio psiquismo.
Ahora bien, ese supuesto desbarata o arrasa con todo un descubrimiento fundamental del psicoanálisis, consistente en plantear que lo intrapsíquico (véase : ”la realidad psíquica inconsciente”, a diferenciar tanto de “la realidad material” como de “la realidad subjetiva o psicológica”) no se desarrolla de modo evolutivo-madurativo, yendo progresivamente desde lo primitivo a lo más evolucionado, sino por “après-coup” o por momentos estructurantes, que por definición comportan un devenir por saltos discontinuos o por momentos de “cristalización”.
Más aún, ¿cómo lo intrapsíquico se va a constituir de forma a-cronológica y por discontinuidad, si de entrada partimos de una continuidad entre lo que traemos y lo que recibimos, entre el organismo psicobiológico y el entorno o medio ambiente, o si partimos de una interacción simétrica entre la satisfacción autoconservativa y la satisfacción pulsional, si hacemos emerger ésta (la pulsional) de aquella (la autoconservativa)?
Dicho con otras palabras, ¿cómo lo pulsional se va establecer en abierta ruptura con lo instintivo, cómo puede establecerse una sexualidad infantil claramente anárquica, fragmentaria, sin finalidad, constituida por el fantasma y no por la relación con el objeto externo, desde y a partir de la dinámica instintiva?, ¿cómo en el instinto puede estar a la vez inmerso lo que se le opone y le coarta radicalmente?, en definitiva ¿cómo lo instintivo puede ser al mismo tiempo una cosa y su contraria o lo que le viene a contradecir por completo?
A mi juicio, eso sólo se puede plantear y defender desde la creencia doctrinaria, pero no desde la rigurosidad conceptual que nuestro objeto de estudio (la realidad intra-psíquica inconsciente) y nuestro método (el asociativo-disociativo, perfectamente apropiado para un objeto que no se deja abordar de otro modo, dada su naturaleza constitutiva y su modo de funcionamiento no establecidos por y desde la lógica racional) nos exigen. Exigencia que a su vez impone el plantear una clara discontinuidad o ruptura entre la naturaleza y lo humano[1], hasta el punto de que la vida intrapsíquica se funda sobre un trastorno del orden natural y de que esa discontinuidad o ruptura, necesariamente traumática, es el verdadero motor de la vida humana o, dicho con más precisión, lo que pone en movimiento la constitución de un aparato intrapsíquico, que no es equivalente a la mera subjetividad o realidad psicológica.
Creo que es fundamental tomar muy en consideración este último aspecto, que se mueve en la línea de la diferenciación establecida por Freud entre “realidad psíquica” y realidad no sólo “material” (o realidad correspondiente a lo que se deja observar directamente), sino también “realidad psicológica o subjetiva” (correspondiente a las percepciones procedentes del interior, a los sentimientos de placer-displacer, a los afectos, a las representaciones y a los razonamientos subjetivos).
Y es que la “realidad psíquica”, esa realidad que se mueve en el psiquismo humano de acuerdo con «los deseos inconscientes en su expresión última y más verdadera» (según la definición aportada por Freud en La interpretación de los sueños, O.C. Amorrortu, t.V, p.607, en la que se aclara a continuación que «esa realidad psíquica es una forma particular de existencia que no debe confundirse con la realidad material»), es del orden de un pensamiento sin sujeto propiamente dicho, pues en los orígenes del aparato psíquico esa realidad interna se va estableciendo sin que el espacio psíquico esté aún ocupado por un sujeto como tal. De ese modo, hay que decir que esa realidad es del orden de lo pre-subjetivo, así como tras la constitución del inconsciente va a ser del orden de lo para-subjetivo, en la medida en que lo inconsciente no está gobernado por la intencionalidad ni por la temporalidad, que es lo que caracteriza por excelencia a un sujeto propiamente dicho. De ahí entonces que esa realidad psíquica, que no procede de la autonomía del sujeto, constituya para éste y para el yo, que se hará cargo de la subjetividad, una alteridad radical.
Para entenderlo mejor, conviene tener en cuenta que el modelo de referencia de esta realidad psíquica es el de la alucinación primitiva, que no es alucinación del objeto o del pecho en cuanto objeto de la satisfacción, sino objeto o cosa en sí, que no simboliza nada, pues -como señala S.Bleichmar en Clínica psicoanalítica y neogénesis (cf. Amorrortu, Buenos Aires, 2000, p.104)- «en los primeros tiempos de la vida la alucinación no es necesariamente alucinación en ausencia, puede ser alucinación en presencia del objeto, vale decir, se alucina mientras se está con el objeto, se recubre el objeto con los signos de percepción[2] anteriores».
La alucinación primitiva es, pues, el modelo de una representación que produce un objeto psíquico que, proviniendo de afuera, ha perdido todo carácter referencial y que genera las condiciones de existencia del inconsciente en un realismo o en una alteridad radical (asunto que precisaré más adelante, pero puedo avanzar que me estoy refiriendo al núcleo de la realidad psíquica inconsciente, que no es patrimonio del sujeto, sino materialidad exterior a la subjetividad, aún cuando forme parte del psiquismo. Lo cual debe diferenciarse de lo secundariamente reprimido, que es expulsado al inconsciente tras haber formado parte del sujeto o tras haber estado en el sistema consciente-preconsciente).
Y es que el pecho, como objeto del apaciguamiento de la necesidad, irrumpe al mismo tiempo como un objeto sexual excitante, al ser ofrecido por un otro humano, provisto de inconsciente y cuyos actos no se reducen a lo autoconservativo. Ese otro, que es generalmente la madre, ofrece un objeto que, en el momento de apaciguar la necesidad biológica, produce excitaciones que van a requerir ser evacuadas o ligadas de algún modo. Objeto que inunda al “infans” con una energía de orden sexual o pulsional, que “efracciona” el orden somático o psicobiológico y va a propiciar un auténtico traumatismo, que va a ser el motor del crecimiento psíquico o de la constitución de un aparato intrapsíquico, a través del cual el organismo psicobiológico inicial pueda hacerse cargo de ese nuevo orden en acción.
Este planteamiento sitúa claramente el origen o el surgimiento de la pulsión, así como la constitución del aparato psíquico, en relación con la teoría de la seducción originaria o generalizada, propuesta por J.Laplanche. Teoría en la que se pueden destacar tres ejes centrales:
- disparidad esencial o asimetría constitutiva entre el adulto y el niño, ya que se da una pasividad[3] de origen por parte del niño en relación con lo activo sexual por parte del adulto;
- anclaje pulsional de esa disparidad o asimetría, en la medida en que la situación está constituida por un adulto, provisto de representaciones deseantes de orden inconsciente, que parasita a la cría humana o sujeto infantil tanto con sus representaciones como con el soporte económico (véase: el circuito energético libidinal), a través del cual aquellas se trasmiten;
- destino auto-traumático de esa instalación de un orden pulsional externo-interno destinado al après-coup y cuya activación se independizará cortando los nexos con el exterior y produciendo un efecto de formación endógena, que va a operar entonces desde el interior a modo de un ataque interno siempre inesperado.
Estos ejes a su vez permiten diferenciar los distintos momentos de estructuración del aparato psíquico, que parten o arrancan de un primer tiempo que es un tiempo biológico o psicobiológico, provisto de montajes autoconservativos sin duda insuficientes pero a la vez importantes por su gran capacidad de desarrollo, tal y como la psicología cognitiva ha podido demostrar.
Primer tiempo de la vida que no desemboca en la constitución de la simbolización, si no es porque se produce «un pasaje de la percepción de la realidad dada a la producción simbólica de la realidad, y aún a la creación de una realidad de carácter exclusivamente simbólico» (cf. S.Bleichmar, op.cit., p.271-272). Pasaje que se instaura gracias a que en el momento de la satisfacción alimenticia (o autoconservativa en general) se introduce, por parte del adulto que proporciona la crianza o los cuidados de supervivencia, una excitación que no tiene salida en el plano autoconservativo. Dicho con otros términos, el adulto que cuida, al ser un sujeto comprometido por su sexualidad inconsciente, introduce necesariamente un “plus” que no se deja evacuar, que resulta traumático porque “efracciona” la dermis psicobiológica, y que obliga a tener que encontrar vías de descarga y de ligazón para esas cantidades sobrantes o, en palabras del propio Freud en su carta a Fliess del 6 de diciembre de 1896 (la famosa “carta 52”), que obliga a un trabajo de “traducción” de esas inscripciones deseantes.
Pues bien, ese momento de instauración de la pulsión por parte del otro adulto en el sujeto infantil constituye el primer tiempo de la vida psíquica propiamente dicha, esto es, el primer tiempo del orden pulsional o de la psicosexualidad, en el que se ha creado una realidad nueva, una realidad simbólica o de representación, que ya no está afuera ni tampoco plenamente adentro, pero que está destinada a un espacio que en algún momento será el adentro. Se trata de un espacio que se inscribe como un lugar a la vez de excitación y de ligazón, de excitación, porque se ha inscrito algo que es inevacuable por la vía de la descarga a cero en lo autoconservativo, y de ligazón, porque cada vez que aparezca una tensión y se convierta en excitación, al no ser evacuable, tendrá que ligarse de algún modo, si bien en algunos casos eso quedará librado a la repetición y a no poderse “fijar a lo inconsciente”.
Precisamente las inscripciones pulsionales serán “fijadas al inconsciente” cuando se establezca u opere la represión originaria, a cuyo momento de constitución corresponde el segundo tiempo del orden pulsional o psicosexual. Este es el tiempo de la fundación del inconsciente como tal y de la represión de la sexualidad autoerótica, llevado a cabo -según la formulación metapsicológica de Freud- por un movimiento de «contrainvestidura», que “fija al inconsciente” algo que, una vez rehusado como modo de satisfacción pulsional, deja como secuela del lado del yo una formación de carácter, así como abre el camino a la sublimación y a las realizaciones de cultura alejadas de la satisfacción pulsional primaria.
Ahora bien, del mismo modo que es la sexualidad inconsciente del adulto la que introduce o instala en el sujeto infantil la pulsión, es también su represión de esa sexualidad inconsciente la condición y lo que otorga la fuerza para llevar a cabo la «contrainvestidura» y para que de ese modo se instale la represión originaria, acompañada simultáneamente por la instauración del narcisismo y por el establecimiento de la base de las identificaciones, que da acceso a la cuestión de quién es uno.
Y esos dos tiempos de la vida pulsional (el de la instauración de la pulsión con el autoerotismo como concomitante y el de la represión originaria) van a desembocar en un tiempo -que sería el tercer tiempo de la psicosexualidad o del orden pulsional, a relacionar o enlazar con el tercer momento de la secuencia genética planteada por Freud en los términos de «autoerotismo-narcisismo-elección de objeto»- de puesta en ejecución de la represión propiamente dicha o secundaria y de constitución de las instancias ideales o de los ideales del yo, que tiene un carácter móvil y de propuesta y que, si bien se articulan como mandatos, no someten al sujeto a la angustia de aniquilamiento (a la que somete el llamado “yo ideal”, correspondiente al atrapamiento narcisista en ese amo absoluto representado por la madre, que impone ser de un solo modo o no ser nada para poder llevar a cabo las renuncias pulsionales) sino a la angustia de castración[4].
Instancias ideales que, aunque coexistan con restos no reprimidos del ejercicio pulsional directo o primario (o sea, de la satisfacción autoerótica), son efectos del sepultamiento del complejo de Edipo y residuos de las identificaciones secundarias. Una precisión que permite salir al paso y superar, de algún modo al menos, la vieja y persistente discusión sobre si se trata de una situación preedípica o, por el contrario, edípica; sobre si la lectura interpretativa debe hacerse desde una perspectiva centrada en las coordenadas de la castración y del incesto o, más bien, desde unas coordenadas centradas en las angustias de despedazamiento, de separación o de aniquilación.
De este modo, la represión originaria y la represión secundaria no sólo se instauran en tiempos distintos, sino que operan sobre representaciones distintas, pues mientras la represión originaria recae sobre representaciones que tienen que ver con el autoerotismo (véase también con los llamados “objetos-fuente”[5] de la pulsión, residuales del vínculo del sujeto infantil con el otro adulto), la represión secundaria opera sobre las mociones edípicas (dirigidas siempre a un objeto totalizado) y sobre fragmentos discursivos que, al ser expulsados al inconsciente, se descualifican y devienen representaciones-cosa (con lo que eso comporta de quedar desarticulados del doble eje de la lengua y de seguir unos modos de descomposición-recomposición, marcados por el proceso primario).
Pues bien, planteadas así las cosas toda una serie de consecuencias teórico-clínicas se impone al pensamiento y a la práctica psicoanalíticos, tanto más cuanto que todo pensamiento y toda práctica, por muy científicos que sean no dejan de tener y de crear su propia ideología. Ante lo cual siempre es conveniente no sólo estar atentos, sino también sacar a la luz y denunciar aquellos cuerpos ideológicos, que subrepticiamente se van instalando además como verdades centrales y absolutas de ese campo de estudio.
A ese respecto y en relación con el tema que estamos abordando, me parece importante salir al paso de esa ideología psicoanalítica que ha homologado desde siempre el descubrimiento de la sexualidad infantil (como aporte fundador del campo psicoanalítico) con el complejo de Edipo, en cuanto deseo genital del niño hacia el adulto, ya que esa homologación despoja a la sexualidad infantil de su carácter más definitorio, que es el de ser anárquica, autoerótica o no subordinable al amor de objeto, fantasmática y a-funcional, o sea, el de operar, a lo largo de toda la vida de cada sujeto, como un “plus” irreductible tanto a la autoconservación como a su relación con el fin biológicamente determinado: la procreación.
Efectivamente, el aporte fundamental de los Tres ensayos de teoría sexual, que Freud publicó en 1905, estaba en relación con el hecho de que la sexualidad humana no sólo comienza en la infancia, sino que se caracteriza por ser no reductible a los modos genitales, articulados por la diferencia de los sexos, con los cuales la humanidad ha establecido, desde lo manifiesto, su carácter. Es decir, el descubrimiento freudiano hizo estallar la relación existente hasta 1905 entre procreación y genitalidad, constituyéndose así en la única teoría que puede dar cuenta de los modos con los cuales la sexualidad encuentra sus formas actuales, una vez que la humanidad ha des-anudado biológicamente la relación entre coito y engendramiento.
Ahora bien, en su teorización más canónica o clásica Freud va a concebir el origen de la sexualidad infantil de modo endogenista, esto es, originándose a partir del propio sujeto infantil. Y, entonces, en la teoría clásica el Edipo empieza en cada niño, surge de la evolución misma del infante y es siempre, en primer término, un movimiento que va desde el niño hacia el adulto, de tal modo que el niño es el gran seductor e incluso el que “se inventa” teorías de seducción del adulto. Y es que el Edipo en cuanto complejo es considerado como un momento evolutivo de reorganización endógena del proceso pulsional (pensada la pulsión como una dinámica psíquica que tiene un desarrollo o un devenir y un destino, cfr.Pulsiones y destinos de pulsión, texto de 1915).
No obstante, a partir de la inversión propuesta por J.Lacan –inversión que no deja de seguir una vertiente otra o segunda presente también en la obra de Freud- esa corriente deseante que circula entre el niño y el adulto va a ser considerada como no originaria del niño, sino algo que proviene del otro y que retorna luego desde el sujeto mismo. Si bien con esta versión se abrió un “impasse” de otro orden, tanto al convertir al niño en objeto y no sujeto de su deseo posicionándole sólo en términos estructurales, sin poder dar cuenta de los tiempos constitutivos de su propia subjetividad; como al reducir al otro adulto sólo a su función, haciendo del otro madre la naturaleza y del otro padre la ley, con lo cual el otro adulto es desprovisto de su inconsciente y, por tanto, de su singularidad.
Frente a esa doble versión del Edipo, la clásica freudiana y la propuesta por Lacan, considero -siguiendo el ordenamiento conceptual realizado en los últimos años del pasado siglo XX por la obra de J.Laplanche- que la prohibición edípica debe ser redefinida como la interdicción del intercambio sexual intergeneracional. Y es que el complejo de Edipo es la respuesta deseante que ofrece el niño a las acciones sexualizantes del adulto.
En ese sentido, la prohibición edípica debe ser redefinida y entendida como la limitación que toda cultura realiza a la apropiación del cuerpo del niño o de la niña como lugar del goce del adulto.
Desde luego esta redefinición no anula el modo manifiesto con lo cual el Edipo emerge a partir de la posición deseante del niño respecto al adulto y, en particular, respecto a aquellos que lo tienen a su cuidado: madre, padre y otros familiares. Pero este deseo que el sujeto infantil manifiesta se constituye invertido, en razón de que los cuidados corporales que recibe del adulto están cargados de sexualidad, sexualidad que el adulto mismo desconoce en relación con sus propios deseos, dado que provienen de su inconsciente reprimido (esto en el mejor de los casos, porque si esos deseos no están fijados al/en el inconsciente, se le impondrán y los impondrán en su vinculación con el sujeto infantil).
Efectivamente, en los tiempos de los orígenes la madre introduce, mediante sus maniobras destinadas a realizar los cuidados autoconservativos o de supervivencia, modos de excitación libidinal que arrancan y sacan a la cría humana de la inmediatez biológica. Es decir, el bebé va a la búsqueda de la satisfacción del hambre y de las necesidades instintivas, pero la madre o quien lo cuida le introduce en un mundo de excitaciones y de símbolos.
Y, entonces, en ese movimiento se inscribe algo que es irreductible al principio de inercia neuronal, o sea, se crea una tensión que no se deja reducir a cero, como se reducen las exigencias instintivas hasta que recomiencen de nuevo, pues las representaciones que en ese encuentro con el otro adulto se van originando no son del orden de la saciedad biológica, y, por tanto, no se pueden descargar o evacuar de ese modo. Con lo cual, imposibilitada la descarga el único modo de resolución de la tensión es a través de un ensamblaje o de una ligazón, esto es, a través de ir abriendo caminos de facilitación por donde la tensión se vaya desparramando y perdiendo fuerza. Un camino que depende fundamentalmente de las condiciones que vaya creando el otro humano, o sea, el adulto que cuida, por excelencia la madre, quien con su capacidad amorosa podrá ver a su hijo como una totalidad distinta de sí misma y podrá realizar múltiples acciones -como, por ejemplo, el hablar, los juegos, sus ocurrencias diversas-, que abran vías de investiduras o de intereses colaterales por donde la descarga se pueda ir llevando a cabo.
A este propósito, es conveniente tener muy en cuenta que los tiempos de maternizaje son momentos de regresión muy masivos, en los cuales el cuerpo está implicado de modo muy directo. De ahí que se requiera un gran trabajo de contención de la propia sexualidad convocada en el contacto con el bebé, si bien lo que sucede con bastante frecuencia -tal y como nos enseña la práctica clínica- es la falta de esa contención, por considerar que todo está permitido con tal de que esté dirigido al cuidado y a la protección inmediata del bebé.
Pues bien, este planteamiento nos lleva a considerar que ya no es posible seguir contando el cuento del niño edípico, como aquel que quiere casarse con mamá y odia al papá o viceversa. Y no porque no existan familias tipo, sino porque la universalidad del descubrimiento freudiano trasciende ese tipo de agrupación y abre las posibilidades de comprender incluso los nuevos modelos de relación de parejas y de engendramiento. En ese sentido hay que dar la vuelta al famoso Edipo, porque ese concepto resta prisionero del modo clásico en el que fue acuñado, es decir, el del deseo del niño por o hacia el adulto, modelo que está determinado por una lógica constituida desde su propio interior o de modo endogenista, cuando el psiquismo o, mejor, lo que llamamos en psicoanálisis siguiendo a Freud el “aparato psíquico” se constituye no sólo de modo exógeno, sino como consecuencia y a raíz de que el otro adulto introduce, en el encuentro con el sujeto infantil al nacer, una variable (la de la dinámica pulsional) que trastoca todo y que obliga necesariamente a tener que establecerse en cada sujeto de modo generalizado una capacidad intrapsíquica, que se haga cargo de esa dinámica pulsional, que el otro introduce en cada instante de su cuidar autoconservativo y que es procedente de su propia “sexualidad infantil”. Una sexualidad de carácter pre-masculino o pre-femenino, es decir, una sexualidad no instintiva ni subordinada a la genitalidad, lo que significa que no se deja integrar, que es insubordinable a la reunificación genital o que funciona de modo ajeno a lo genital y que no deja de estar presente en todo sujeto, por muy adulto o normal que sea.
Todo esto nos lleva a poner de relieve que en los orígenes de la constitución psíquica no hay dos subjetividades en interacción (por más que haya toda una interacción en el plano adaptativo-instintivo del organismo en relación con su medio ambiente, tal y como lo formula la Psicología científica), sino una subjetividad estructurada (la de la madre o la de las personas que otorgan los cuidados de la supervivencia) en correlación con un sujeto en constitución (que es el bebé o el llamado, moralmente hablando, “sujeto infantil”).
Lo cual comporta una asimetría radical (ya que el adulto dispone de la “tópica psíquica” con sus dos sistemas de procesamiento de las representaciones, el consciente-preconsciente, regido por la lógica racional, y el inconsciente, regido por las leyes de la semejanza y de la contigüidad temporo-espacial), asimetría que es a la vez fundante del psiquismo humano, dado que ese otro adulto que cuida, al mismo tiempo que proporciona los cuidados autoconservativos, por su carácter sexuado e inconsciente implanta un “plus” de placer que no se reduce a esa supervivencia de orden autoconservativo, lo que impide el que se le pueda dar resolución por ese medio (de tipo meramente instintivo), originándose entonces un orden específico humano (el llamado en psicoanálisis “orden representativo”) que emerge precisamente a partir de esa variable cualitativa, que el otro adulto introduce inevitablemente con su exceso sexual o pulsional.
En ese sentido y volviendo ya al tema central de esta comunicación, o sea, el del “descentramiento originario y la alteridad radical del inconsciente”, hay que puntualizar que el descubrimiento del inconsciente, en cuanto descubrimiento de que el psiquismo humano no está determinado “a priori” por ninguna herencia biológica o genética, sino que se funda en el marco de las relaciones con el otro humano y, por tanto, en cuanto que no es un producto natural, sino el efecto del encuentro con otro humano adulto o efecto de ser hijos de otros seres humanos, es un descubrimiento irrenunciable para la humanidad en razón de que nos arranca de la inmediatez biológica, autoconservativa e instintiva, poniendo de relieve que la sola existencia del sistema nervioso es absolutamente insuficiente e impotente para que de él pueda surgir la menor formación de pensamiento (creativo y transformador de la realidad, que es lo que caracteriza al ser humano).
Por otra parte, el descubrimiento del inconsciente conlleva el planteamiento de una materialidad psíquica, que no implica un sujeto emplazado en ella. Lo que es comparable al descubrimiento del movimiento cíclico repetitivo de las esferas celestes, planteado por Copérnico, que lleva a la idea de la inmensidad del universo, o sea, a la ausencia de centro. Y esa relación entre ausencia de centro en el universo astronómico y ausencia de sujeto en el psiquismo inconsciente le da al descubrimiento psicoanalítico del inconsciente un valor universal e insobrepasable.
Ausencia de sujeto que se puede pensar y captar cuando se da un vuelco al pensamiento filosófico, que partió siempre del sujeto en cuanto constituido o presente de entrada (hay que tener en cuenta que el que esté de inicio un “sujeto” desde el punto de vista biológico no conlleva para nada la presencia de un sujeto en términos de consciencia reflexiva y, menos aún, de un sujeto con la tópica psíquica).
Es más, la materialidad psíquica se gesta en un marco pre-subjetivo, que pasará a ser en parte subjetivo y en parte para-subjetivo, o sea, ajeno enteramente al sujeto.
Y es que desde el punto de vista representacional o psíquico antes de ser sujeto somos objeto (de expectativas, de pensamiento y de deseo por parte del otro). De ahí que en los orígenes del psiquismo exista un pensamiento sin sujeto y que la representación anteceda al sujeto.
Todo esto ha conllevado que el psicoanálisis se ocupe y sea, de hecho, la única disciplina científica que piense e investigue al sujeto en constitución (sin partir del sujeto en cuanto ya constituido de entrada), dando cuenta de los pasos necesarios para constituirse psíquicamente.
En definitiva, el ser humano no se constituye desde y en relación con lo adaptativo-instintivo, sino desde y por el encuentro con otro humano, gobernado por un “plus” de placer irreductible tanto a la autoconservación como a su articulación con el fin biológicamente determinado de la procreación. Para el psicoanálisis no hay una continuidad entre la naturaleza instintiva y lo psíquico, sino que hay ruptura, hay corte o descentramiento originario y de ahí nuestra conflictividad psíquica, es decir, el sufrimiento humano, en cuya resolución sigue empeñado el trabajo psicoanalítico, si bien para cumplir seriamente con esa tarea se requiere redescubrir incesantemente sus fundamentos metapsicológicos.
Notas
* « El descentramiento originario y la alteridad radical del inconsciente: origen y constitución del aparato psíquico ». Conferencia inédita. Pronunciada en la Universidade Estadual de Maringá (UEM) Brasil, noviembre de 2009.
[1] El psicoanálisis (por más que una gran parte de la obra de Freud esté impregnada de innatismo y de contigüidad entre la percepción y las representaciones) descubre la discontinuidad entre la naturaleza y el psiquismo al comprobar en su quehacer diario que una etapa del desarrollo no conduce necesariamente a la siguiente, así como una etapa no encierra la potencialidad de la otra, ya que está siempre operando algo ajeno a esa contigüidad o continuidad. Algo ajeno que el pensamiento psicoanalítico ha sabido relacionar con la sexualidad inconsciente del adulto de la que, al entrar en contacto con la cría humana para proporcionarle los cuidados autoconservativos o de supervivencia, se desprende siempre algo que va a operar toda la vida contra el yo y contra su recuperación de los intereses instintivos. Se trata ciertamente de un hecho capital con el que se inicia la andadura humana y que sólo el psicoanálisis (diferenciándose así tanto de la psicología, como de la medicina) ha sabido captar y teorizar.
[2] Según la carta 52 de Freud a Fliess (cf.O.C., Amorrortu, t.I, p.274-280), los “signos de percepción” son o forman las primeras inscripciones en/del aparato psíquico, constituido por sistemas de huellas que se retranscriben. Signos de percepción que ponen de relieve que el objeto no se inscribe como tal, sino como recomposición de inscripciones desglosadas del objeto, es decir, el objeto no entra en el psiquismo como tal, sino descompuesto y recompuesto. Y lo que se recompone lo hace bajo líneas deseantes, de tal modo que los signos que se buscan son signos de orden libidinal, o sea, lo que excede al dominio autoconservativo.
[3] Pasividad que hay que colocar exclusivamente en el plano sexual o, si se prefiere mejor, en el plano-orden representativo, porque en el orden autoconservativo el sujeto infantil es activo desde el inicio y en todo momento. J.Laplanche afirmaba ya en un viejo artículo de 1967, titulado “La position originaire du masochisme dans le champ de la pulsion sexuelle”, que «la pasividad es intrusión del deseo adulto en el niño y, tras la aparición del primer esbozo del yo, es intrusión procedente del interior, que da cuenta de una brecha renovada sin cesar por el fantasma en el límite del yo» (cf. La révolution copernicienne inachevée, Aubier, Paris, 1992, p.53).
[4] Castración que hay que situar y entender como castración simbólica, en el sentido de falta ontológica y, por tanto, de que hay que renunciar a ser y tenerlo todo, o sea, hay que renunciar a la fantasía de omnipotencia, lo que abre el camino a la intersubjetividad y remite al reconocimiento del otro.
[5] El término “objeto-fuente” de la pulsión es aportado por J.Laplanche, para salir al paso del planteamiento biologizante de la pulsión, que coloca el origen de ésta en el propio cuerpo o en el orden somático. Y lo que trata de significar con esa aportación es que, en el orden psicosexual o pulsional, el objeto no puede ser captado por fuera del fantasma en el cual se inserta, de tal modo que la fuente de la pulsión es el fantasma mismo.
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