Alejo Carpentier (Cuba, 1904-1980) FRAGMENTOS

 


 

Alejo Carpentier

   (Cuba, 1904-1980)      Carpentier

  Novelista, ensayista y musicólogo cubano, que influyó notablemente en el desarrollo de la literatura latinoamericana, en particular a través de su estilo de escritura, que incorpora todas las dimensiones de la imaginación -sueños, mitos, magia y religión- en su idea de la realidad. Nació en La Habana el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y de una cubana de refinada educación. Estudió los primeros años en La Habana y a la edad de doce años, como la familia se trasladó a París durante unos años, asistió al liceo de Jeanson de Sailly, y se inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa vocación musical. Ya de regreso a Cuba comenzó a estudiar arquitectura, pero no acabó la carrera. Empezó a trabajar como periodista y a participar en movimientos políticos izquierdistas. Fue encarcelado y a su salida se exilió en Francia. Volvió a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la música popular cubana. Viajó por México y Haití donde se interesó por las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. Marchó a vivir a Caracas en 1945 y no volvió a Cuba hasta 1959, año en el que se produjo el triunfo de la Revolución castrista. Desempeñó diversos cargos diplomáticos para el gobierno revolucionario, murió en 1980 en París, donde era embajador de Cuba. Carpentier recibió la influencia directa del surrealismo, y escribió para la revista Révolution surréaliste, por encargo expreso del poeta y crítico literario francés André Breton. Sin embargo, mantuvo una posición crítica respecto a la poco reflexiva aplicación de las teorías del surrealismo e intentó incorporar a toda su obra la 'maravilla', una forma de ver la realidad que, mantenía, era propia y exclusiva de América. Entre sus novelas cabe citar El reino de este mundo (1949), escrita tras un viaje a Haití, centrada en la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christophe, y Los pasos perdidos (1953), el diario ficticio de un músico cubano en el Amazonas, que trata de definir la relación real entre España y América siguiendo la conquista española. Se considera que es su obra maestra, un intento de llevar a cabo su idea de construir una novela que llegue más allá de la narración, que no sólo exprese su época sino que la interprete. Guerra del tiempo (1958) se centra en la violencia y en la naturaleza represiva del gobierno cubano durante la década de 1950. En 1962 publicó El siglo de las luces, en la que narra la vida de tres personajes arrastrados por el vendaval de la Revolución Francesa. Más que una novela histórica, o una novela de ideas es, en la interpretación de algunos críticos, una cabal novela filosófica. Concierto Barroco (1974) es una novela en la que expone sus visiones acerca de la mezcla de culturas en Hispanoamérica. Finalmente El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978), obras complementarias y difíciles; la primera suele considerarse como la historia de la destrucción de un mundo, la caída del mito del hombre de orden, mientras que la segunda representa la larga crónica del triunfo en Cuba de un nuevo mito, que Carpentier trata de explicar desde su imposible papel de espectador: el autor trata de explicar el inconciliable desajuste entre el tiempo del hombre y el tiempo de la historia. A pesar de su corta producción narrativa, Carpentier está considerado como uno de los grandes escritores del siglo XX. El fue el primer escritor latinoamericano que afirmó que Hispanoamérica era el barroco americano abriendo una vía literaria imaginativa y fantástica pero basado en la realidad americana, su historia y mitos. Su lenguaje rico, colorista y majestuoso está influido por los escritores españoles del siglo de Oro y crea unos ambientes universales donde no le interesan los personajes concretos, ni profundizar en la psicología individual de sus personajes, sino que crea arquetipos -el villano, la víctima, el liberador- de una época.  © M.E.


Alejo Carpentier
El reino de este mundo (fragmento)

"Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y a todos los franceses del mundo. Pero, impulsados por muy largas apetencias, los más se arrojaron al sótano en busca de licor. A golpes de pico se destriparon los barriles de escabeche. Abiertos de duelas, los toneles largaran el morapio a borbotones, enrojeciendo las faldas de las mujeres. Arrebatadas entre gritos y empellones, las damajuanas de aguardiente, las bombonas de ron, se estrellaban en las paredes. Riendo y peleando, los negros resbalaban sobre un jaboncillo de orégano, tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, que clareaba, sobre el suelo de ladrillo, el chorrear de un odrecillo de aceite rancio. Un negro desnudo se había metido, por broma, dentro de un tinajón lleno de manteca de cerdo. Dos viejas peleaban, en Congo, por una olla de barro. Del techo se desprendían jamones y colas de abadejo. Sin meterse en la turbamulta, Ti Noel pegó la boca, largamente, con muchas bajadas de la nuez, a la canilla de un barril de vino español. Luego, subió al primer piso de la vivienda, seguido de sus hijos mayores, pues hacía mucho tiempo ya que soñaba con violar a Mademoiselle Floridor, quien, en sus noches de tragedia, lucía aún, bajo la túnica ornada de meandros, unos senos nada dañados por el irreparable ultraje de los años. "



Alejo Carpentier
El siglo de las luces (fragmento)

"Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem -y había venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada...- sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas -siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiebre de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa."


Alejo Carpentier
La consagración de la primavera (fragmento)

"Otra vez sobre mí el gran sol redondo y cercano, con pequeños rectángulos concéntricos. Pero ahora, el gran sol redondo se mueve lentamente hacia mis piernas, en una escenografía que, esta vez, es de gran estreno. Aquí habrá función mayor. Me rodean Hombres Blancos y varias coéforas que, con leves entrechoques metálicos, disponen una panoplia de pequeños enseres relucientes, con filos, puntas y dientes, que prefiero no mirar. —“¿Cómo se siente?” —me pregunta, detrás de mí, uno a quien no veo. —“Bien. Muy bien.” —“¡Oxígeno!” Me tapan la boca y las narices con una máscara. Grata sensación de respirar plenamente, de sorber una brisa fina que se me cuela en los pulmones. Se abre una puerta. Aparecen los Grandes Oficiantes con los gorros puestos y las caras cerradas, hasta los ojos, como los de las mujeres mahometanas. Quiero hacer un chiste, pero no me dan tiempo. Ya se me acerca, con una aguja en alto, el anestesista. —“No vas a tener el tiempo de contar hasta tres…” —me dice. Llego a dos, y salgo de este mundo para renacer en el mundo de mi infancia. Todo es enorme, gigantesco, en casa de mi tía. Y mi tía también es grande, gigantesca, con esa papada, esos brazos blancos, esos collares de varias vueltas. Salimos en su grande, gigantesco, automóvil negro —ella, detrás, como una reina; yo, delante, al lado del grande, gigantesco, chofer uniformado. Pero al salir por la grande, gigantesca verja de la entrada, tenemos que detenemos ante una jaula negra, montada en ruedas, tirada por una mula, conducida por un policía, que está llena de niños presos. Unos lloran, otros dicen cosas feas, otros me sacan la lengua por el enrejillado. —“La jaula de los niños majaderos y desobedientes” —dice mi tía. —“Diga más bien la Señora Condesa que son ‘mataperros’, y con perdón” —dice el chofer: “Hacen bien en recogerlos. Se pasan la vida correteando por las calles, comiendo mangos y bañándose en las pocetas del litoral.” (A mí, esa vida me parecía maravillosa, y no la mía, de niño obligado a levantarse por reloj, hacerlo todo con mesura, y besar señoras gordas y sudorosas, y a horribles ancianos, con mejillas olientes a tabaco y a sepultura, porque eran “personas de respeto…” —“Ésos no respetan nada” —proseguía el chofer, señalando a los enjaulados. —“¡Cómo van a respetar nada, si no tienen religión ni fundamento! Y nacidos en esos solares, donde las negras paren como conejas…” Volvemos del paseo por el Prado y el Malecón, Mademoiselle me hace comer y me acuesta. Pero apenas Mademoiselle me arropa y sale, me levanto, saco el carrito bombero y lo hago correr por el cuarto. Vuelve la Mademoiselle, enojada. A la tercera, sube con mi tía, toda perfumada y envuelta en gasas, que me amenaza con su pericón. —“Si no te acuestas, llamo a la Policía para que te lleven en la jaula.” Y sale, después de apagar la luz. La jaula no. Todo menos la jaula. Es terrible, espantosa, la jaula. Sólo hay una manera de impedir que mi tía pida la jaula: matarla. En el cajón de los juguetes, tengo dos pistolas amarillas y azules, con un corcho en cada cañón. Corto los cordeles que retienen los corchos a las mirillas del arma, y, con una culata en cada mano, bajo las escaleras… "


Alejo Carpentier
Los fugitivos (fragmento)

"El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca lo habían llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos. "


Alejo Carpentier
Los fugitivos (fragmento)

"El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca lo habían llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos. "



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