La pasión de la mente Occidental (IV): la secularización de Occidente

 

god ofmaterialism, Chen Wenling

A continuación, en La pasión…, Tarnas reflexiona sobre el carácter específicamente moderno y secular del hombre Occidental, y cómo éste contiene elementos cristianos readaptados a una visión mecanicista e impersonal del cosmos, como por ejemplo la creencia en el progreso, lo que no deja de ser una teleología en toda regla. Lectura muy recomendable, amigos, si os interesa el tema.

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Así las cosas, el paso de la cosmovisión cristiana a la secu­lar fue una progresión inevitable. En efecto, era como si la fuerza impulsora general del secularismo no residiera en nin­gún factor específico o combinación específica de factores (las discrepancias científicas respecto de la revelación bíblica, las consecuencias metafísicas del empirismo, las críticas sociopolíticas a la religión organizada, la creciente penetración del conocimiento psicológico, el cambio en las costumbres sexua­les, etc.), pues cualquiera de ellos era negociable, como lo fue­ron para la gran cantidad de cristianos que mantuvieron intac­ta su devoción. El secularismo era, más bien, reflejo de un cambio de carácter más general de la psique occidental, un cambio perceptible en los diversos factores específicos, pero que los trascendía y subsumía en su propia lógica de conjun­to. La nueva constitución psicológica del carácter moderno se venía desarrollando ya desde la baja Edad Media, se manifes­tó de un modo notable durante el Renacimiento y luego se clarificó y se potenció con la Revolución Científica, para difundirse y solidificarse en el curso de la Ilustración. Hacia el siglo XIX, tras la huella de las revoluciones democrática e industrial, alcanzó su madurez. La dirección y la calidad de ese carácter reflejaba un paso gradual, pero que terminó sien­do radical, de la lealtad psicológica a Dios a la lealtad al hom­bre, de la dependencia a la independencia, del otro mundo a este mundo, de lo trascendente a lo empírico, del mito y la creencia a la razón y el hecho, de los universales a los particu­lares, del cosmos estático y determinado sobrenaturalmente al cosmos evolutivo y naturalmente determinado, y de una humanidad caída a una que progresa.

[…]

Occidente, que había «perdido su fe», encontró una nueva fe en la ciencia y en el hombre. Pero, paradójicamente, gran parte de la cosmovisión cristiana siguió viva en el nuevo enfo­que secular, aunque a menudo en formas no reconocidas. Así como la cambiante comprensión cristiana del mundo nunca se divorció de su predecesora helénica, sino que empleó e inte­gró muchos elementos esenciales de esta última, así la cosmo­visión secular moderna retuvo (a menudo menos consciente­mente) elementos esenciales del cristianismo. Entre éstos des­tacaban los valores éticos y la fe que desarrolló la escolástica en la razón humana y la inteligibilidad del universo empírico. Pero incluso una doctrina judeocristiana tan fundamentalista como la exhortación del Génesis al hombre a ejercer su domi­nio sobre la naturaleza halló expresión moderna (y a menudo en forma explícita, como en Bacon y en Descartes) en los pro­gresos de la ciencia y la tecnología. Lo mismo ocurrió con el enorme respeto judeocristiano por el alma individual, dotada de derechos inalienables «sagrados» y dignidad intrínseca, que se prolongó en los ideales humanistas seculares del liberalis­mo moderno, al igual que otros temas, tales como la respon­sabilidad moral del individuo por sí mismo, la tensión entre lo ético y lo político, el imperativo de cuidar de los desampara­dos y las víctimas de la fortuna y, por último, la unidad últi­ma de la humanidad. La creencia de Occidente en que su cul­tura era la más importante y favorecida de la historia consti­tuía un eco del tema judeocristiano del Pueblo Elegido. La expansión de la cultura occidental en todo el orbe como la mejor y más adecuada para toda la humanidad representó una continuación secular del concepto que la Iglesia Católica Romana tenía de sí misma como la única iglesia universal para toda la humanidad. La civilización moderna reemplazaba ahora al cristianismo como norma cultural y como ideal con el cual tenían que compararse todas las otras sociedades y al que había que convertir a todas ellas. Así como en el proceso de superación y sucesión del Imperio Romano el cristianismo se había romanizado, convirtiéndose en la Iglesia Católica Romana centralizada, jerárquica y con motivaciones políticas, así también el Occidente secular moderno, en el proceso de superación y sucesión del cristianismo y de la Iglesia, incor­poró y continuó inconscientemente muchos de los enfoques del mundo típicos de esta última.

Pero quizás el componente más específicamente judeocris­tiano y más universalmente influyente que la cosmovisión moderna retuvo, aunque de manera tácita, fue la creencia en el progreso histórico lineal del hombre hacia la plena realización final. La concepción que el hombre moderno tenia de sí mismo era acusadamente teleológica, pues consideraba que la humanidad pasaba por un desarrollo histórico que iba de un pasado oscuro, caracterizado por la ignorancia, el primitivis­mo, la pobreza, el sufrimiento y la opresión, a un brillante futuro ideal, caracterizado por la inteligencia, la sofisticación, la prosperidad, la felicidad y la libertad. En gran parte, la fe en esa evolución se basaba en una subyacente confianza en los efectos salvíficos de la expansión del conocimiento humano: la plena realización futura de la humanidad tendría lugar en un mundo reconstruido por la ciencia. La originaria expecta­tiva escatológica judeocristiana se había transformado en una fe secular. La fe religiosa en la divina salvación final de la humanidad (ya fuera por la llegada de Israel a la Tierra Prometida, por la llegada de la Iglesia en el milenio, por el per­feccionamiento progresivo de la humanidad a través del Espíritu Santo, o por la segunda venida de Cristo) se conver­tía en confianza en la evolución o en creencia revolucionaria, en una utopía final e intramundana cuya realización se vería facilitada por la aplicación experta de la razón humana a la naturaleza y la sociedad.

Incluso en el curso del propio desarrollo del cristianismo de la expectativa del fin de los tiempos, la espera y la esperan­za de que la acción divina iniciara la transfiguración del mundo había ido cambiando durante los comienzos del perío­do moderno, en el sentido de que cada vez parecían más nece­sarias la actividad y la iniciativa del hombre para preparar una utopía social cristiana adecuada a la segunda venida. En el Re­nacimiento, Erasmo había sugerido una nueva comprensión de la escatología cristiana, según la cual la humanidad podría encaminarse hacia la perfección en este mundo, en el que la historia alcanzaría su meta del Reino de los Cielos en una sociedad terrenal pacífica, a través de una inmanencia divina que trabajara en el marco mismo de la evolución histórica. Con análogo espíritu anunció Bacon, durante la Revolución Científica, el advenimiento de la civilización científica como un movimiento hacia la redención material que coincidía con la parusía cristiana. A medida que la secularización avanzaba durante la Edad Moderna, el elemento cristiano y la motiva­ción de la utopía venidera se difuminaron hasta desaparecer, pero la expectativa y la lucha permanecieron. Con el tiempo, el foco en la utopía social se fundió con la futurología, que vino a reemplazar las visiones y anticipaciones del Reino de los Cielos de épocas anteriores. La «planificación» sustituyó a la «esperanza» a medida que la razón humana y la tecnología dieron pruebas de su milagrosa eficacia.

La confianza en el progreso humano, afín a la fe bíblica en la evolución espiritual y la consumación futura de la humani­dad, era un elemento tan capital en la cosmovisión moderna que aumentó notablemente con el declive del cristianismo. Las expectativas de la futura realización de la humanidad hallaron vigorosa expresión incluso cuando la mentalidad moderna alcanzó sus etapas más decididamente seculares con Condorcet, Comte y Marx. En verdad, la más rotunda afirma­ción de la deificación evolutiva del hombre se encuentra en el más ferviente enemigo del cristianismo, Nietzsche, cuyo superhombre habría de nacer de la muerte de Dios y la supe­ración del hombre antiguo y limitado.

Pero, con independencia de la actitud que se mantuviera respecto del cristianismo, la convicción de que el hombre, que mejoraba y se perfeccionaba poco a poco gracias a su propio esfuerzo, se acercaba firme e inexorablemente a su ingreso en un mundo mejor, constituyó uno de los principios de la sen­sibilidad moderna más típicos, profundamente arraigados y preñados de consecuencias. El cristianismo ya no parecía ser la fuerza impulsora de la empresa humana. Para la robusta civilización de Occidente en el apogeo de la modernidad, el motor de ese progreso no eran la religión y la creencia, sino la ciencia y la razón. La fuente reconocida del mejoramiento del mundo y de la progresiva liberación de la humanidad no era la voluntad de Dios, sino la del hombre. (Págs. 402-407)

[…]

El comportamiento humano y el fun­cionamiento mental tal vez no fueran más que actividades reflejas basadas en principios mecánicos de estímulo y res­puesta, combinados de factores genéticos cada vez más sus­ceptibles de manipulación científica. Gobernado por determinismos estadísticos, el hombre era un tema apropiado para la teoría de la probabilidad. El futuro del hombre, su esencia misma, parecían tan contingentes y exentos de misterio como un problema de ingeniería. Aunque en términos estrictos sólo se tratara de un supuesto, la difundida hipótesis de que en última instancia todas las complejidades de la experiencia humana y del mundo en general serían explicables en función de los principios de la ciencia natural, terminó, aunque de modo inconsciente, por adoptar la categoría de principio cien­tífico establecido, con profundas consecuencias de orden metafísico.

Cuanto más se esforzaba el hombre moderno en controlar la naturaleza a través de la comprensión de sus principios, en liberarse del poder de la naturaleza, en tomar distancia de la necesidad natural y elevarse por encima de ella, tanto más su ciencia sumergía metafísicamente al hombre en la naturaleza y, por tanto, en su carácter mecanicista e impersonal. Pues si el hombre vivía en un universo impersonal y si su existencia se fundaba íntegramente en ese universo y se veía absorbida por él, el hombre también era esencialmente impersonal y su experiencia privada como persona se convertía en una mera ficción. Desde este punto de vista, el hombre apenas si era algo más que una estrategia genética para el mantenimiento de la especie, y a medida que avanzaba el siglo XX el éxito de esa estrategia resultaba cada vez menos seguro. De esta manera, el progreso intelectual moderno encerraba la indudable ironía de que el genio del hombre descubriera cada vez más princi­pios de determinismo (cartesianos, newtonianos, darvinia­nos, marxistas, freudianos, conductistas, genéticos, neurofisiológicos, sociobiológicos) que debilitaban la creencia en su propia libertad racional y volitiva y eliminaban su sensación de ser algo más que un accidente periférico y transitorio de la evolución material. (Págs. 417-418)


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