La pasión de la mente Occidental (I): Neoplatonismo

 

PlotinoEn ésta y sucesivas entregas voy a colgar no pocos fragmentos de una obra que considero os resultará muy interesante a todos aquellos que estéis interesados en el desarrollo del pensamiento y de sus ideas directrices en Occidente. Se titula  La pasión de la mente Occidental, de Richard Tarnas, Ed. Atalanta, Gerona 2008 (701 págs.), muy bien traducida del inglés por Marco Aurelio Galmarini. A lo largo de sus páginas Tarnas da un repaso claro y sumamente didáctico a las principales corrientes de pensamiento desde los griegos hasta hoy en día, permitiéndole al lector tener una visión de conjunto razonablemente manejable. Después de semejante orgía de cosmovisiones condensadas en apenas 700 páginas, uno no puede por menos que ser consciente de la importancia de no identificar una interpretación de la realidad con la realidad misma, cuya riqueza no hay visión que la agote. Para abrir boca, os dejo con una introducción al neoplatonismo, pues me parece (y esto es sólo una opinión, probablemente miope) que es el sustrato más definido e importante sobre la que se funda el alma el hombre occidental.

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Otra área de pensamiento trató de tender un puente sobre el abismo helenista entre las filosofías racionales y las religio­nes mistéricas. Durante varios siglos después de la muerte de Platón, a mediados del siglo IV a.C, una continua corriente de filósofos había desarrollado la filosofía de aquél y había ampliado diversos aspectos metafísicos y religiosos. En el cur­so de este desarrollo, comenzó a llamarse «lo Uno» al supre­mo principio trascendente; se puso un nuevo énfasis en «huir del cuerpo» como paso necesario para la ascensión filosófi­ca del alma a la realidad divina; se comenzó a ubicar las For­mas en la inteligencia divina, y se mostró un interés creciente por el problema del mal en su relación con la materia. Esta corriente culminó en el siglo III d.C. con la obra de Plotino, quien integró un elemento más explícitamente místico en el esquema platónico a la vez que incorporaba ciertos aspectos del pensamiento aristotélico, desarrollando una filosofía «neoplatónica» de gran ímpetu intelectual y alcance universal. En Plotino, la filosofía griega racional alcanzó su punto final y se integró en un misticismo suprarracional más religioso. Se hacía patente el carácter de una nueva época, con una sensibi­lidad psicológica y religiosa fundamentalmente distinta de la del helenismo clásico.

En efecto, en el pensamiento de Plotino la racionalidad del mundo y la investigación del filósofo es tan sólo el preludio a una trascendencia que existe más allá de la razón. El cosmos neoplatónico es el resultado de una emanación divina de lo Uno supremo, cuyo ser es infinito y está más allá de toda des­cripción o categoría. Lo Uno, al que se llama también el Bien, produce, en un desbordamiento de extrema perfección, lo «otro» -el cosmos creado en toda su variedad- en una serie jerárquica de gradaciones que se alejan de este centro ontológico hacia los límites extremos de lo posible. Este primer acto creador es la emanación, a partir de lo Uno, del Intelecto divi­no o Nous, la sabiduría omnipresente del universo que contie­ne las Formas o Ideas arquetípicas que son la causa del orden del mundo. Del Nous surge el Alma del Mundo, que contiene y anima el mundo, origina las almas de todos los seres vivos y constituye la realidad intermedia entre el Intelecto espiritual y el mundo de la materia. La emanación de la divinidad a partir de lo Uno es un proceso ontológico que Plotino compara con la luz que se aleja gradualmente de una vela hasta que termina desapareciendo en la oscuridad. Las diversas gradaciones, sin embargo, no son dominios separados en sentido temporal o espacial, sino niveles distintos de una presencia intemporal en todas las cosas. Las tres «hipóstasis» -lo Uno, el Intelecto y el Alma- no son literalmente entes, sino más bien disposiciones espirituales, de la misma manera que las Ideas no son objetos distintos, sino diferentes maneras de ser de la Inteligencia divina.

El mundo material, que existe en el tiempo y en el espacio y es perceptible por los sentidos, es el nivel de realidad más alejado de lo Uno divino. Como límite final de la creación, se caracteriza en términos negativos como el dominio de la mul­tiplicidad, la restricción y la oscuridad, el más bajo en nivel ontológico (pues es el que tiene el grado más bajo de ser real) y el que constituye el principio del mal. Sin embargo, pese a su profunda imperfección, también se caracteriza en términos positivos como una creación de belleza, un todo orgánico producido por el Alma del Mundo y que ésta mantiene en armonía universal. Refleja de modo imperfecto, en el nivel espacio-temporal, la gloriosa unidad en la diversidad que, en un nivel superior, existe en el mundo espiritual de las Formas del Intelecto: lo sensible es una noble imagen de lo inteligible. Aunque en el seno de esta armonía existe el mal, tal realidad negativa desempeña un papel necesario en un designio más amplio, y en última instancia no afecta a la perfección de lo Uno ni al bienestar del yo más elevado del filósofo.

El hombre, cuya naturaleza es alma-en-el-cuerpo, tiene acceso potencial a los dominios intelectuales y espirituales más elevados, aunque esto depende de su liberación respecto de la materialidad. El hombre puede elevarse a la conciencia del Alma del Mundo (y ser en acto lo que ya es en potencia) y de allí al Intelecto universal; o bien puede permanecer enca­denado a los dominios más bajos. Puesto que todas las cosas emanan de lo Uno a través del Intelecto y del Alma del Mundo, y puesto que, en sus niveles más elevados, la imagina­ción humana participa de la divinidad primigenia, el alma racional del hombre puede reflejar imaginativamente las For­mas trascendentes y así, a través de esta penetración en el or­den de las cosas, acercarse a la emancipación espiritual. Todo el universo existe en un continuo desbordamiento de lo Uno en la multiplicidad creada, que es atraída de nuevo alo Uno en un proceso de emanación y de regreso activado siempre por la superabundancia de perfección de lo Uno. La tarea del filó­sofo consiste en superar las ataduras humanas al dominio físi­co a través de la autodisciplina y la purificación moral e inte­lectual y volverse hacia dentro de sí mismo en una ascensión gradual que lo devuelva al Absoluto. El momento final de iluminación trasciende el conocimiento habitual y no puede definirse ni describirse, pues se basa en una superación de la dicotomía sujeto-objeto entre el que busca y la meta de la bús­queda: es la consumación del deseo contemplativo que une al filósofo con lo Uno.

Así expuso Plotino una metafísica racionalista e idealista de elaborada coherencia, que fundaba todo su desarrollo en una aprehensión mística de la Deidad suprema. Con meticu­losa precisión, y a menudo con una prosa extraordinariamen­te bella, Plotino describió la naturaleza compleja del universo y su participación en lo divino. Basó su filosofía en la doctri­na platónica de las Ideas trascendentes, a la que luego agregó, o de la que derivó, ciertos aspectos nuevos y característicos, como el dinamismo teleológico, la jerarquía, la emanación y un misticismo suprarracional. Así, el neoplatonismo se trans­formó en la expresión final de la filosofía clásica pagana y asu­mió el papel de portador histórico del platonismo en los siglos siguientes. (Págs. 122-124)


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