La pasión de la mente Occidental (VII): consecuencias negativas del desarrollo científico

Neuronas

En este fragmento de La pasión… y continuando con el post de la semana anterior, veremos cómo, a pesar de la debacle ideológica sufrida por la ciencia a principios del siglo XX, la fe en ella apenas mermó debido a sus innegables logros prácticos. Pero incluso desde el punto de vista del hombre moderno, para el que la tecnología es un bien a priori y constituye el camino que le liberará de muchas (¿quizá de todas?) de las limitaciones de la condición humana, existen sombras que no podría negar ni el fanático más irredento, y que exigen replantearse las bondades del desarrollo científico y tecnológico, ambos tan ligados en el último siglo que casi en cualquier contexto se pueden utilizar indiferentemente.

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A pesar de todo esto, el rango cognitivo de la ciencia con­servaría aún su indiscutible preeminencia en el pensamien­to moderno. Tal vez la verdad científica fuera cada vez más esotérica y sólo provisional, pero se trataba de una verdad comprobable que no dejaba de ser mejorada y formulada con creciente precisión, y sus efectos prácticos en forma de pro­greso tecnológico (en la industria, la agricultura, la medicina, la producción de energía, las comunicaciones y el transporte) proporcionaban evidencia pública y tangible de la aspiración de la ciencia para producir un conocimiento viable del mun­do. Pero, paradójicamente, esa misma evidencia tangible venía a resultar decisiva en un desarrollo antitético, pues cuando las consecuencias prácticas del conocimiento científico ya no se pudieron juzgar como exclusivamente positivas, el pensa­miento moderno se vio forzado a reconsiderar su confianza previa, entusiasta e ilimitada, en la ciencia.

Ya en el siglo XIX, Emerson había advertido que los logros técnicos del hombre podían no siempre contribuir a sus inte­reses más nobles: «Las cosas son las que tienen las riendas de la humanidad». Con la entrada del nuevo siglo, justo en el momento en que la tecnología producía nuevas maravillas como el automóvil y la extendida aplicación de la electricidad, un puñado de observadores comenzó a sentir que esos desa­rrollos podían ser la señal de una nefasta inversión de los valo­res humanos. Hacia mediados del siglo XX, el nuevo mundo de la ciencia moderna comenzó a ser objeto de críticas amplias y vigorosas: la tecnología se estaba apoderando del hombre y deshumanizándolo, pues lo ponía más en un contexto de sus­tancias y mecanismos artificiales que en una naturaleza viva, en un medio estandarizado y ajeno a la estética, donde los medios habían absorbido a los fines, donde los requisitos del trabajo industrial entrañaban la mecanización de los seres humanos, donde todos los problemas se dejaban en manos de la investigación técnica a expensas de las auténticas respuestas existenciales. Los imperativos del funcionamiento técnico desarraigaban al hombre de su relación fundamental con la Tierra. La individualidad humana parecía cada vez más débil, cada vez menos reconocible bajo el impacto de la producción masificada, de los medios de comunicación y de la extensión de una urbanización sin alma y cargada de problemas. Las estructuras y los valores tradicionales se desmoronaban. Con una corriente interminable de innovaciones tecnológicas, la vida moderna estaba sometida a un cambio de rapidez desorientadora, desconocido hasta entonces en toda la historia. El gigantismo y la agitación, el ruido excesivo, la velocidad y la complejidad dominaban el medio humano. El mundo en el que vivía el hombre se tornaba tan impersonal como el cos­mos de su ciencia. Con el anonimato generalizado, la vacuidad y el materialismo de la vida moderna, la capacidad del hombre para conservar su humanidad en un medio determinado por la tecnología parecía increíblemente en duda. Para muchos, la cuestión de la libertad humana, de la capacidad de la humani­dad para mantener el dominio sobre su propia creación, se convertía en una cuestión particularmente grave.

Pero junto con estas críticas humanísticas se daban signos más perturbadoramente concretos de las consecuencias nega­tivas de la ciencia. Toda una serie de problemas tremendamen­te serios -la grave contaminación del agua, el aire y el suelo del planeta, la extinción de una enorme cantidad de especies, la deforestación del globo, la erosión de la tierra, la disminución de las aguas subterráneas, la gran acumulación de residuos tóxicos, la exacerbación del efecto invernadero, la destrucción de la capa de ozono en la atmósfera, el desequilibrio radical de todo el ecosistema planetario- emergía con una complejidad y fuerza crecientes. Incluso desde una perspectiva humana a corto plazo, la disminución acelerada de recursos naturales irreemplazables se había transformado en un fenómeno alar­mante. La dependencia de suministros extranjeros de recursos vitales produjo una nueva precariedad en la vida política y económica global. Siguieron apareciendo nuevos factores de destrucción y de distorsión del tejido social, directa o indirec­tamente ligados al progreso de la civilización científica: hiperdesarrollo y superpoblación urbanos, desarraigo cultural y social, trabajo mecánico alienante, accidentes industriales de consecuencias cada vez más desastrosas, fatales accidentes automovilísticos y aéreos, cáncer y cardiopatías, alcoholismo y drogadicción, televisión que atonta y empobrece culturalmente, incremento en los niveles de crímenes, violencia y psicopatología. Incluso los éxitos más caros a la ciencia provoca­ban, paradójicamente, problemas nuevos y más acuciantes, como cuando la prevención y cura de enfermedades y el des­censo de las tasas de mortalidad, en combinación con los avances tecnológicos en la producción y el transporte de ali­mentos, potenció a su vez la amenaza de superpoblación mundial. En otros casos, el progreso de la ciencia presentaba nuevos dilemas fáusticos, como los que rodeaban la imprevi­sible utilización de la ingeniería genética. Más en general, la complejidad de todas las variables pertinentes, aun sin desve­lar científicamente (ya en medios globales o locales, ya en los sistemas sociales, ya en el cuerpo humano), hacían impredecibles, y a menudo perniciosas, las consecuencias de su manipu­lación tecnológica.

Todos estos desarrollos habían llegado muy pronto a un clímax de desastrosas perspectivas cuando la ciencia natural y la historia política se conjugaron para producir la bomba ató­mica. Parecía una suprema ironía, cuando no una tragedia, que el descubrimiento de Einstein de la equivalencia de masa y energía, por la cual una partícula de materia podía convertirse en una inmensa cantidad de energía  -descubrimiento realizado por un consagrado pacifista, verdadera cumbre del brillo y la creatividad intelectual humana-, precipitara por primera vez en la historia la perspectiva de la autodestrucción de la huma­nidad. Con la caída de las bombas atómicas sobre las poblacio­nes civiles de Hiroshima y Nagasaki ya no pudo sostenerse la fe en la intrínseca neutralidad moral de la ciencia, por no hablar de sus poderes ilimitados de progreso benigno. Durante el prolongado y tenso cisma mundial de la Guerra Fría que siguió, la cantidad de misiles nucleares con una capacidad des­tructiva sin precedentes se multiplicó de un modo incesante, al punto de que alcanzaban para destruir varias veces el planeta. La civilización misma estaba en peligro en virtud de su propio genio. La misma ciencia que había disminuido tan notable­mente los peligros y las cargas de la supervivencia humana se convertía ahora en su amenaza más peligrosa.

La gran sucesión de triunfos de la ciencia y su progreso acumulativo quedaba ensombrecida por un sentido de los límites de la ciencia, sus peligros y su culpabilidad. El pensamiento científico moderno se encontraba acosado en varios frentes a la vez: por las críticas epistemológicas; por sus pro­pios problemas teóricos, que surgían cada vez en más campos; por la creciente urgencia de la necesidad psicológica de inte­grar el cisma moderno entre el hombre y el mundo, y, sobre todo, por sus consecuencias adversas y su última implicación en la crisis planetaria. La estrecha asociación entre la investi­gación científica y el poder político, militar y corporativo si­guió minando la tradicional imagen de inmaculada pureza que la ciencia tenía de sí misma. El mero concepto de «ciencia pura» era ahora criticado por muchos como ilusorio. La creen­cia de que el pensamiento científico era el único que tenía acceso a la verdad del mundo, que podía producir la naturale­za como un espejo perfecto que reflejara una realidad extra-histórica, universal y objetiva, no sólo pasó a ser considerada epistemológicamente ingenua, sino también, consciente o in­conscientemente, al servicio de fines políticos y económicos específicos que a menudo ponían vastísimos recursos y enor­me inteligencia en manos de programas de dominación social y ecológica. La explotación agresiva del medio natural, la pro­liferación de las armas nucleares, la amenaza de catástrofe pla­netaria, todo ello apuntaba a una denuncia de la ciencia, de la razón humana misma, ahora aparentemente esclava de la irra­cionalidad destructiva del propio hombre.

Si todas las hipótesis científicas debían verificarse de manera rigurosa y desinteresada, parecía que la «cosmovisión científica» misma, la metahipótesis dominante de la era mo­derna, resultaría claramente falsada por sus consecuencias destructivas y contraproducentes en el mundo empírico. La empresa científica, que en sus primeras etapas había produci­do una complicada situación cultural -filosófica, religiosa, social, psicológica-, provocaba ahora una emergencia biológi­ca. La creencia optimista de que los dilemas del mundo po­drían resolverse simplemente con el progreso científico y la ingeniería social quedaba en entredicho. Occidente volvía a perder su fe, esta vez no en la religión, sino en la ciencia, en la razón humana autónoma.

La ciencia seguía siendo apreciada, incluso reverenciada, pero había perdido su imagen incontaminada de agente liberador de la humanidad. También había perdido sus antiguas y firmes aspiraciones a una fiabilidad cognitiva prácticamente absoluta. Cuando los resultados de su desarrollo ya no fueron exclusivamente benignos, cuando su comprensión reduccio­nista del medio natural resultó manifiestamente deficiente, cuando fue evidente su susceptibilidad al prejuicio político y económico, no pudo seguir afirmándose la anterior credibili­dad incondicional del conocimiento científico. Tras la aguda crítica epistemológica de la filosofía moderna, el principal fundamento para afirmar la validez de la razón había sido el soporte empírico que recibía de la ciencia. En efecto, la críti­ca filosófica por sí misma había sido un ejercicio abstracto, sin influencia clara sobre la cultura más amplia ni sobre la ciencia, y así habría continuado si la empresa científica hubiera segui­do siendo inequívocamente positiva en su progreso práctico y cognitivo. Pero siendo tan problemáticas las consecuencias concretas de la ciencia, el fundamento último de la razón se tornaba inseguro.

Muchos observadores reflexivos, y no sólo los filósofos profesionales, se vieron forzados a reconsiderar la situación del conocimiento humano. Tal vez el hombre pensara que sabía cosas, científicamente o de cualquier otra manera, pero es indudable que no había garantía alguna de que así fuese: no tenía acceso racional a priori a verdades universales, los datos empíricos estaban siempre impregnados de teorías y eran rela­tivos al observador, y la anterior y fiable cosmovisión cientí­fica estaba abierta a un cuestionamiento fundamental, pues no había duda de que ese marco conceptual estaba creando o agravando los problemas de la humanidad a escala planetaria. El conocimiento científico era extraordinariamente eficaz, pero sus efectos sugerían que mucho conocimiento desde una perspectiva limitada podía ser algo muy peligroso. (Págs. 456-460)


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