1 FEBRERO, 2018
Ha habido mucha discusión recientemente en la bioética, y en la filosofía en general, acerca de si deberíamos deshacernos del concepto de dignidad. Algunos de estos escépticos de la dignidad piensan que es un concepto subjetivo, al que cada quien le da un significado particular, sin un significado universalmente aceptado, lo cual crea mucha controversia. Otros sostienen que es un concepto vacío o, en todo caso, es redundante, porque es sinónimo del concepto de autonomía, como sostiene Ruth Macklin. Otros más, como Steven Pinker, piensan que es un concepto “blando, subjetivo y difícilmente a la altura de las pesadas demandas morales que se le asignan”, un concepto que es usado para justificar una agenda conservadora en temas de bioética y que termina obstruyendo distintos tipos de investigación; por ejemplo, en nombre de la dignidad del embrión se ha prohibido el uso de células troncales embrionarias para terapias génicas. ¿Deberíamos deshacernos de este concepto?
Es cierto que diversas teorías (algunas de carácter religioso, otras no) hacen uso del concepto con sentidos muy distintos, y también es cierto que la gente le asigna de manera subjetiva diversos significados. Sin embargo, algo similar sucede con otros muchos conceptos morales, como los de libertad, responsabilidad, autonomía, derechos humanos, o incluso los conceptos de ética y de moral, a los que distintas teorías les asignan significados diferentes (y en ocasiones opuestos), o para los que hay diferentes entendimientos subjetivos, pero no por eso pensamos que debemos deshacernos de ellos.
Ilustración: David e Izak Peón
El término “dignidad” proviene del adjetivo latino dignus; dignitas es la calidad de ser dignus. Literalmente significaba tener valor o mérito; de ahí pasó a significar grandeza, autoridad, rango o jerarquía. Posteriormente, en la historia de la filosofía ha tenido distintos significados, pero son el uso cristiano del concepto, por un lado, y el uso kantiano, los que han tenido mayor trascendencia. Sin embargo, el primero deriva la dignidad humana del hecho de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, lo que es difícilmente aceptable en una sociedad pluralista y laica. El uso kantiano no tiene esos problemas. Para Kant el uso de la razón práctica y la capacidad para la autonomía moral es lo que caracteriza al ser humano, y constituyen el fundamento de la dignidad humana. Sin embargo, su argumento es más sofisticado que esto. Kant llega a la idea de dignidad mediante una consideración acerca de la fuente del valor.
El término “dignidad”, para Kant, implica valor, pero no cualquier tipo de valor, como puede ser el valor instrumental que le asignamos a las cosas, sino un valor intrínseco. Cuando predicamos de alguien dignidad, en este sentido, queremos decir que tiene valor en sí mismo. Para Kant sólo los seres humanos tenemos dignidad porque, a diferencia de las cosas, a las que nosotros les asignamos valor, nosotros somos la condición de posibilidad del valor en el mundo. Si no hubiera seres humanos en el universo no existiría el valor. Y no sólo le asignamos valor a las cosas, sino que nos damos valor a nosotros mismos; eso nos da un tipo de valor especial, hace que tengamos valor intrínseco. Esa capacidad, según Kant, depende a su vez de la racionalidad, de atribuir valor siguiendo razones, y en última instancia de ser capaces de seguir las normas morales que derivan de nuestra propia razón, es decir, depende de la autonomía.
Uno podría cuestionar quiénes cuentan como racionales y autónomos (¿lo son los animales?, ¿los embriones?), pero la de Kant parece una de las mejores respuestas a la pregunta por el origen del valor y el significado de la dignidad. No tenemos otro concepto que englobe tan bien el significado de valor intrínseco que tenemos los seres humanos como el concepto de dignidad.
Aceptar este tipo de valor implica reconocer que hay modos correctos e incorrectos de tratar aquello de lo que predicamos dignidad. Implica restricciones y obligaciones morales que no tenemos ante aquello que no tiene este valor. Por eso este concepto está en la base de muchas de nuestras concepciones de los derechos humanos, y figura de modo prominente en muchas declaraciones y pactos, entre otras la Declaración Universal de la UNESCO sobre Bioética y Derechos Humanos de 2005.
El reconocimiento de la dignidad humana en este sentido, como el valor intrínseco que tenemos los seres humanos, implica una visión universalista que subyace a la bioética. No tiene cabida el relativismo cuando se trata de defender la dignidad, y por lo tanto los derechos humanos, de las mujeres, de gente con discapacidades, de grupos vulnerables y de otras muchas personas que, sin duda alguna, tienen valor intrínseco.
Gustavo Ortiz Millán
Investigador en el Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM. Miembro del SNI. Doctor en filosofía, Columbia University, N.Y.
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