1 ENERO, 2020
Una mujer se encierra a leer montañas de hojas de estenógrafo. Durante semanas se entrega a una lectura tediosa que interrumpe constantemente con gestos de espanto. También, de pronto, se descubre, riendo. Fuma un cigarro tras otro. Toma notas. Teclea en su máquina de escribir. Es una admirada profesora que desciende de las abstracciones más elevadas de la filosofía occidental para sumergirse en los testimonios del horror. Un expediente judicial consume sus horas. Si hace unas semanas brincaba de Aristóteles a Heidegger y de Cicerón a Wittgenstein ahora va de un interrogatorio a otro. Testimonios desgarradores y palabrería burocrática. Es Hannah Arendt, quien se prepara para escribir un reportaje filosófico sobre el Holocausto. En efecto, eso es su crónica del juicio a Adolf Eichmann: la crónica de un proceso judicial que le permite adentrarse en la naturaleza del mal y en los resortes más profundos del poder.
Ilustración: José María Martínez
El ensayo periodístico apareció en las páginas del New Yorker entre febrero y marzo de 1963 y se publicó como libro poco después. Para la intelectualidad judía, que veía en ella al intelectual más admirable, fue una bomba. Se leyó como una traición, como una ofensa. Como una abstrusa exculpación del monstruo y una explícita acusación a las víctimas. El demonio no era tal; las víctimas terminaron, en la confusión del momento, colaborando con sus ejecutores. Y en cuatro palabras, su dardo más filoso y penetrante: “la banalidad del mal”. Después de más de medio siglo, puede decirse que la controversia no se ha apagado. Todavía hoy se escuchan en la prensa, en los círculos académicos, incluso en el cine, ecos de la indignación que esa crónica levantó.
Lo más irritante para muchos lectores fue el tono que Arendt eligió para su reporte. El planteamiento era, por supuesto, provocador. Algunas ideas resultaban chocantes. Todas, sin duda, discutibles. Pero lo que a muchos resultaba insoportable era el aire de superioridad intelectual, la frialdad de la narración, el distanciamiento profesoral. La inteligencia de Arendt, a su juicio, era incapaz de tocar el dolor, de apiadarse de las víctimas, de sentir el sufrimiento de su propio pueblo. Un ensayo desalmado. El pecado estaba en el tono. Estamos ante “la perversidad de lo brillante”, sentenció Norman Podhoretz, parodiando aquella línea.
La ironía es perceptible desde el primer párrafo. El juzgado diseñado para la presentación de un cuadro trágico servía de escenario para una ópera bufa. Así, el reportaje sobre uno de los crímenes más atroces del siglo era, en realidad, una burla del circo que fue el juicio, del propagandista que hizo de fiscal y de ese monstruo que era, en realidad, un payaso. Arendt describe al acusado como pobre diablo, un obediente cadáver. No había nada grandioso, ninguna profundidad demoniaca en él. Era un criminal de escritorio, sello y engrapadora. Imposible dejar de verlo como un sujeto risible. Esa palanca totalitaria que llevó a la muerte a miles, podía decirse indignado con la novela de Nabokov y las andanzas del profesor Humbert. ¡Y su lenguaje! El encargado de la Sección B4 de la RSHA se comunicaba solamente con clichés del idioma burócrata. Un fantasma en salsa espiritista que además estornudaba y no dejaba de sonarse los mocos en su jaula de cristal. El carácter ridículo del personaje era el núcleo del reportaje. El criminal del totalitarismo es el hombre que renuncia al juicio, un sujeto a quien le ha sido extirpada la imaginación moral.
La carta que su cercanísimo amigo, Gershom Scholem, le escribió a Arendt expresa la indignación que provocó esta estampa. El experto en la Cábala discrepa de varios argumentos desarrollados en el ensayo, pero se detiene en el tono. Abordar el Holocausto requiere una dicción distinta a la que elegiste. La ligereza en tus expresiones es, en realidad, una crueldad. ¿No era posible la cordialidad? ¿No eres capaz de empatía?
Arendt defendió siempre el tono de su escrito. La ironía estaba imbricada en su argumento. Quienes hacían lectura literal de su texto, eran sordos al sentido más profundo de su crítica. De alguna manera, el tono era un gesto de gratitud a la gestación intelectual de su tesis. Era la huella de esas risas con que su cuerpo reaccionó al juicio. No tengo por qué caer en el patetismo, decía. En una entrevista que puede verse en YouTube lo apuntaba claramente: la gente toma a mal que pueda seguirme riendo. Pero en realidad, Eichmann era un imbécil. Leí con mucha atención las 3600 páginas de su testimonio y la verdad no sé cuántas veces me asaltó la risa. ¡Carcajadas! No puedo hacer nada si hay quien se ofende con esta reacción. Y diré algo más, le dice a Günther Gauss, el entrevistador: si supiera que me quedan tres minutos de vida, me seguiría riendo.
Tal vez este reportaje muestre la lucidez que sólo puede brotar de la risa —así sea en el contexto más terrible—. El reflejo puede ser un juez más severo que la reflexión. El brillante ensayo de Marie Luise Knott sobre los “desaprendizajes” de Hannah Arendt lo considera así. La filósofa presta atención a sus espasmos porque detecta en ellos la denuncia impetuosa de lo absurdo. La risa es el instinto del juicio. Antes de las labores de la argumentación, las contracciones abdominales. Walter Benjamin, un ensayista muy cercano a Arendt, lo decía con claridad en sus Iluminaciones: no hay mejor punto de arranque para el pensamiento que la risa. Una sacudida del diafragma ofrece una mejor invitación al pensamiento que las conmociones del alma.
Jesús Silva-Herzog Márquez
Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Su más reciente libro es Andar y ver. Segundo cuaderno.
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