LA VOCACIÓN COMO PRIVILEGIO | POR ZYGMUNT BAUMAN

 



"Hoy abundan los «adictos al trabajo» que se esfuerzan sin horario fijo, obsesionados por los desafíos de su tarea durante las 24 horas del día y los siete días de la semana. Y no son esclavos: se cuentan entre la élite de los afortunados y exitosos".- Zygmunt Bauman


Texto del sociólogo Zygmunt Bauman, sobre el trabajo en la sociedad moderna, publicado en su libro "Work, consumerism and the new poor" 


Por: Zygmunt Bauman

No hay nada demasiado nuevo en la clasificación de los trabajos en función de la satisfacción que brinden. Siempre se codiciaron ciertas tareas por ser más gratificantes y constituir un medio para sentirse «realizado»; otras actividades fueron soportadas como una carga. Algunos trabajos eran considerados «trascendentes» y se prestaban más fácilmente que otros para ser tenidos en cuenta como vocaciones, fuentes de orgullo y autoestima. Sin embargo, desde la perspectiva ética era imposible afirmar que un trabajo careciera de valor o fuera degradante; toda tarea honesta conformaba la dignidad humana y todas servían por igual la causa de la rectitud moral y la redención espiritual. Desde el punto de vista de la ética del trabajo, cualquier actividad (trabajo en sí) «humanizaba», sin importar cuánto placer inmediato deparara (o no) a quienes la realizaran. En términos éticos, la sensación del deber cumplido era la satisfacción más directa, decisiva y —en última instancia— suficiente que ofrecía el trabajo; en este sentido, todos los trabajos eran iguales. Hasta el íntimo sentimiento de realización personal experimentado por quienes vivían su oficio como auténtico llamado era equiparado a la conciencia de «la tarea bien cumplida» que, en principio, estaba a disposición de todos los trabajadores, incluso los que desempeñaban las tareas más bajas y menos interesantes. El mensaje de la ética del trabajo era la igualdad: minimizaba las obvias diferencias entre las distintas ocupaciones, la satisfacción potencial que podían ofrecer y su capacidad de otorgar estatus o prestigio, además de los beneficios materiales que brindaban.

No pasa lo mismo con el examen estético y la actual evaluación del trabajo. Estos subrayan las diferencias y elevan ciertas profesiones a la categoría de actividades fascinantes y refinadas capaces de brindar experiencias estéticas —y hasta artísticas —, al tiempo que niegan todo valor a otras ocupaciones remuneradas que sólo aseguran la subsistencia. Se exige que las profesiones «elevadas» tengan las mismas cualidades necesarias para apreciar el arte: buen gusto, refinamiento, criterio, dedicación desinteresada y una vasta educación. Otros trabajos son considerados tan viles y despreciables, que no se los concibe como actividades dignas de ser elegidas voluntariamente. Es posible realizar esos trabajos sólo por necesidad y sólo cuando el acceso a otro medio de subsistencia queda cerrado.

Los trabajos de la primera categoría son considerados «interesantes»; los de la segunda, «aburridos». Estos dos juicios lapidarios, además, encierran complejos criterios estéticos que los sustentan. Su franqueza («No hace falta justificación», «No se permite apelar») demuestra abiertamente el crecimiento de la estética sobre la ética, que antes dominaba el campo del trabajo. Como todo cuanto aspire a convertirse en blanco del deseo y objeto de la libre elección del consumidor, el trabajo ha de ser «interesante»: variado, excitante, con espacio para la aventura y una cierta dosis de riesgo, aunque no excesiva. El trabajo debe ofrecer también suficientes ocasiones de experimentar sensaciones novedosas. Las tareas monótonas, repetitivas, rutinarias, carentes de aventura, que no dejan margen a la iniciativa ni presentan desafíos a la mente u oportunidades de ponerse a prueba, son «aburridos». Ningún consumidor experimentado aceptaría realizarlos por voluntad propia, salvo que se encontrara en una situación sin elección (es decir, salvo que haya perdido o se le esté negando su identidad como consumidor, como persona que elige en libertad). Estos últimos trabajos carecen de valor estético; por lo tanto, tienen pocas posibilidades de transformarse en vocaciones en esta sociedad de coleccionistas de experiencias.

Pero lo importante es que, en un mundo dominado por criterios estéticos, los trabajos en cuestión ni siquiera conservan el supuesto valor ético que se les asignaba antes. Sólo serán elegidos voluntariamente por gente todavía no incorporada a la comunidad de consumidores, por quienes aún no han abrazado el consumismo y, en consecuencia, se conforman con vender su mano de obra a cambio de una mínima subsistencia (ejemplo: la primera generación de inmigrantes y «trabajadores golondrina» provenientes de países o regiones más pobres o los residentes de países pobres, con trabajo en las fábricas establecidas por el capital inmigrante, que viajan en busca de mayores posibilidades de trabajo). Otros trabajadores deben ser forzados a aceptar tareas que no ofrecen satisfacción estética. La coerción brusca, que antes se ocultaba bajo el disfraz moral de la ética del trabajo, hoy se muestra a cara limpia, sin ocultarse. La seducción y el estímulo de los deseos, infalibles herramientas de integración/motivación en una sociedad de consumidores voluntarios, carecen en esto de poder. Para que la gente ya convertida al consumismo tome puestos de trabajo rechazados por la estética, se le debe presentar una situación sin elección, obligándola a aceptarlos para defender su supervivencia básica. Pero ahora, sin la gracia salvadora de la nobleza moral.

Como la libertad de elección y la movilidad, el valor estético del trabajo se ha transformado en poderoso factor de estratificación para nuestra sociedad de consumo. La estratagema ya no consiste en limitar el período de trabajo al mínimo posible dejando tiempo libre para el ocio; por el contrario, ahora se borra totalmente la línea que divide la vocación de la ausencia de vocación, el trabajo del hobby, las tareas productivas de la actividad de recreación, para elevar el trabajo mismo a la categoría de entretenimiento supremo y más satisfactorio que cualquier otra actividad. Un trabajo entretenido es el privilegio más envidiado. Y los afortunados que lo tienen se lanzan de cabeza a las oportunidades de sensaciones fuertes y experiencias emocionantes ofrecidas por esos trabajos. Hoy abundan los «adictos al trabajo» que se esfuerzan sin horario fijo, obsesionados por los desafíos de su tarea durante las 24 horas del día y los siete días de la semana. Y no son esclavos: se cuentan entre la élite de los afortunados y exitosos.

El trabajo rico en experiencias gratificantes, el trabajo como realización personal, el trabajo como sentido de la vida, el trabajo como centro y eje de todo lo que importa, como fuente de orgullo, autoestima, honor, respeto y notoriedad… En síntesis: el trabajo como vocación se ha convertido en privilegio de unos pocos, en marca distintiva de la élite, en un modo de vida que la mayoría observa, admira y contempla a la distancia, pero experimenta en forma vicaria a través de la literatura barata y la realidad virtual de las telenovelas. A la mayoría se le niega la oportunidad de vivir su trabajo como una vocación.

El «mercado flexible de trabajo» no ofrece ni permite un verdadero compromiso con ninguna de las ocupaciones actuales. El trabajador que se encariña con la tarea que realiza, que se enamora del trabajo que se le impone e identifica su lugar en el mundo con la actividad que desempeña o la habilidad que se le exige, se transforma en un rehén en manos del destino. No es probable ni deseable que ello suceda, dada la corta vida de cualquier empleo y el «Hasta nuevo aviso» implícito en todo contrato. Para la mayoría de la gente, salvo para unos pocos elegidos, en nuestro flexible mercado laboral, encarar el trabajo como una vocación implica riesgos enormes y puede terminar en graves desastres emocionales.

En estas circunstancias, las exhortaciones a la diligencia y la dedicación suenan a falsas y huecas, y la gente razonable haría muy bien en percibirlas como tales y no caer en la trampa de la aparente vocación, entrando en el juego de sus jefes y patrones. En verdad, tampoco esos jefes esperan que sus empleados crean en la sinceridad de aquel discurso: sólo desean que ambas partes finjan que el juego es real y se comporten en consecuencia. Desde el punto de vista de los empleadores, inducir a su personal a tomar en serio la farsa significa archivar los problemas que inevitablemente explotarán cuando un próximo ejercicio imponga otra «reducción» o una nueva ola «racionalizadora». El éxito demasiado rápido de los sermones moralizantes, por otro lado, resultaría contraproducente a largo plazo, pues apartaría a la gente de su verdadera vocación: el deseo de consumir.

Todo este complejo entretejido entre «lo que se debe» y «lo que no se debe» hacer, entre los sueños y sus costos, la tentación de rendirse y las advertencias para no caer en tales trampas, se presenta como un espectáculo bien armado frente a un público ávido de vocación. Vemos cómo grandes deportistas y estrellas de otros ámbitos llegan a la cima de su carrera; pero alcanzan el éxito y la fama a costa de vaciar su vida de todo lo que se interponga en su camino hacia el éxito. Se niegan los placeres que la gente común más valora. Sus logros muestran todos los síntomas de ser reales. Difícilmente haya un ambiente menos polémico y más convincente para poner a prueba la «calidad real» de la vida que una pista de atletismo o una cancha de tenis. ¿Quién se atrevería a poner en duda la excelencia de un cantante popular, reflejada en el delirio tumultuoso de la muchedumbre que llena los estadios? En este espectáculo que se ofrece a todos no parece haber lugar para la farsa, el engaño o las intrigas detrás de bambalinas. Todo se presenta a nuestra vista como si fuera real, y cualquiera puede juzgar lo que ve. El espectáculo de la vocación se realiza abiertamente, desde el comienzo hasta el fin, ante multitudes de fanáticos. (Esto, al menos, es lo que parece. Por cierto que la verdad del espectáculo es el cuidadoso resultado de innumerables guiones y ensayos generales).

Los santos de este culto al estrellato deben ser, al igual que todos los santos, admirados y erigidos como ejemplos, pero no imitados. Encarnan, al mismo tiempo, el ideal de la vida y su imposibilidad. Las estrellas de estadio y escenario son desmesuradamente ricas, y su devoción y su sacrificio, por cierto, dan los frutos que se esperan del trabajo vivido como vocación: la lista de premios que reciben los campeones de tenis, golf o ajedrez, o los traspasos de los futbolistas, son parte esencial del culto, como lo fueron los milagros o los relatos de martirios en el culto de los santos de la fe.

No obstante, la parte de la vida a que renuncian las estrellas es tan estremecedora como impresionantes son sus ganancias. Uno de los precios más altos es el carácter transitorio de su gloria: suben hasta el cielo desde la nada; a la nada vuelven y allí se desvanecerán. Precisamente por esto, las estrellas del deporte son los mejores actores en este juego moral de la vocación: está en la naturaleza misma de sus logros el hecho de que su vida útil sea corta, tan breve como la juventud misma. En la versión de los deportistas, el trabajo como vocación es autodestructivo, y su vida está condenada a un final abrupto y veloz. La vocación puede ser muchas cosas, pero lo que definitivamente no es (al menos en estos casos), es un proyecto de vida o una estrategia para siempre. En la versión deportiva la vocación es, como cualquier otra experiencia posmoderna de los nuevos coleccionistas de sensaciones, un episodio.

Los «santos puritanos» de Weber, que vivían su vida de trabajo como esfuerzos profundamente éticos, como la realización de mandatos divinos, no podían ver el trabajo de otros —cualquier trabajo— sino como una cuestión esencialmente moral. La élite de nuestros días, con igual naturalidad, considera que toda forma de trabajo es ante todo una cuestión de satisfacción estética. Frente a la vida que llevan quienes se encuentran en la escala más baja de la jerarquía social, esta concepción —como cualquier otra que la haya precedido— es una burda farsa  . Sin embargo, permite creer que la «flexibilidad» voluntaria de las condiciones de trabajo elegidas por los que están arriba —que, una vez elegidas, son tan valoradas y protegidas— resultan una bendición para los otros, incluso para quienes la «flexibilidad» no sólo no significa libertad de acción, autonomía y derecho a la realización personal, sino que entraña además falta de seguridad, desarraigo forzoso y un futuro incierto.

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