Se publicó Ensayos I, voluminosa selección de no ficción que conjuga reflexiones misceláneas y obsesiones. Un diálogo sobre sus pasiones literarias, la política y las cancelaciones en EE.UU, la ecología y el futuro.
Con minuciosa generosidad y una inquietud chispeante compartida con sus célebres relatos, Lydia Davis (Massachusetts, EE.UU., 1947) entrega una selección valiosa de su no ficción en Ensayos I, volumen monumental de casi 500 páginas, a complementarse próximamente con un segundo tomo enfocado en la traducción.
Las influencias y el aprendizaje de estilo, el vaivén estimulante con las artes visuales, una lista de cuentos favoritos, consejos prácticos de escritura y reflexiones sobre historia, religión y recuerdo son algunos de los tópicos que Davis deshilvana con alumbramiento didáctico en artículos que atraviesan las cinco décadas.
Nombres-espejo como Kafka, Beckett, Flaubert, A. L. Snijders, Peter Bichsel, Russell Edson, Rae Armantrout, Anselm Hollo o Félix Fénéon dejan entrever una formación respetuosamente heteróclita con eje en la modernidad, el fragmento, la expedición francesa y la curiosidad de largo aliento, que Davis matiza con gesto conciliador. Si bien asume pertenecer a una línea que antepone el proceso a la repetición compulsiva de viejas fórmulas, también aconseja cultivar la humildad.
De esa doble energía se nutren los ensayos, tan clásicos como impredecibles: “Me atrevería a decir que la mayoría de escritores se siguen aferrando a las formas tradicionales y se sienten bastante cómodos en ellas, mientras que la mayoría de lectores también disfrutan y están a la expectativa de esas convenciones. Y después están los escritores que prueban formas novedosas y lectores que las buscan –señala la escritora por mail–. Hoy las formas nuevas se aventuran en las artes visuales, como la novela gráfica, por ejemplo. En mi libro, los ensayos escritos como introducciones ya sea para traducciones mías o trabajos de otros tienden a ser absolutamente tradicionales en su expresión, mientras que algunos de mis favoritos, como ‘No se olviden de los Van Wagenens’, dedicado a la memoria, está escrito en secciones breves e intenta un abordaje de tipo más fragmentado y conversacional”.
–Rescata dos anécdotas familiares referidas a Abraham Lincoln. ¿Por qué sigue siendo relevante el ícono presidencial? ¿Qué piensa de la transición?
–La transición reciente de Donald Trump a Joe Biden ha sido un gran alivio, aunque fue acompañada de una conducta espantosa, mucho peor de la que temíamos. En ese momento se reveló lo frágil que es la democracia aquí en los Estados Unidos. Pero en verdad varias acciones de distintos gobiernos del país han traicionado a la democracia en el pasado. Yo y muchos tenemos miedo de lo que pueden traer las próximas elecciones.
–Le dedica un texto al paleolítico, el neolítico y las glaciaciones. ¿Cómo analiza esa perspectiva vasta del tiempo hoy que se habla de extinción?
–Escribí ese ensayo originalmente para una antología cuyo tema era el cambio de milenio, ya hace más de veinte años. El mundo es muy distinto ahora, más hostil y expuesto a graves peligros que se avecinan. El cambio climático me tiene preocupada desde hace años, y no cede mi asombro de que “nosotros” no hagamos nada al respecto. Imaginaba que no haríamos nada hasta que los efectos sean demasiado obvios de ignorar, y ese momento ha llegado. Por supuesto, cuando las consecuencias se tornan evidentes es porque ya es muy tarde, o casi muy tarde, para actuar. El año previo a la pandemia dejé de volar en avión y empecé a plantar una huerta de permacultura. Ya estaba por tanto instalándome en mi hogar y huerta antes de la pandemia y limitando mis viajes a escasos traslados en ómnibus, tren y auto, así como preparándome para catástrofes varias.
–¿Participa de algún grupo de acción concreto?
–Hace unos años formo parte del consejo de gobierno de mi pequeña población, y me he puesto a trabajar con otras personas para hacer el lugar más sustentable y resiliente al cambio climático. Es una labor lenta y detallada y la gente necesita ser persuadida de realizar modificaciones en su forma de vida, para bien de la comunidad y el medio ambiente. Colaborar con esta tarea a pequeña escala da satisfacciones. Pienso que somos muchos los que abrazamos una economía del “no-crecimiento”, reduciendo el consumo, viajando menos, compartiendo recursos, comiendo comida local y sumando otras medidas que ayuden. Pero las fuerzas poderosas del mundo, incluyendo a gobiernos e individuos ricos, son todavía despiadadamente codiciosas, irresponsables y derrochadoras.
–Sostiene que cuando un texto alcanza la instancia pública hay “malas y buenas razones para censurarse”. ¿Cómo ve las presentes cancelaciones?
–Lo que quise decir es que no deberían publicarse textos hirientes o añadir más negatividad u odio del que ya existe en el mundo –y que ha crecido en los últimos años en los Estados Unidos. Pero se da la extraña situación de que por un lado la sensibilidad crece en el buen sentido en cuanto a los derechos y sentimientos de todo tipo de habitantes y, por otro, conduce a cierto grado de represión sobre lo que puede decirse o escribirse sobre el tema. Pienso que es un periodo natural de transición en donde todos nos volvemos más sensibles y justos –aunque debería decir algunos, no todos– y eso tendrá un efecto positivo. Ignoro el desenlace de la represión. La forma corta de expresarlo es: son las dos caras de la “corrección política”.
–Dice haber hecho un único taller de escritura, con Grace Paley, y no los recomienda del todo. ¿Cuál es su apreciación sobre la enseñanza literaria?
–Incluso a pesar de que di clases de escritura durante muchos años –a decir verdad por necesidad, ya que debo ganarme la vida– no creo que un escritor deba estudiar escritura en talleres junto a otros aspirantes a escritores y un profesor. En cambio –y a riesgo de sonar pasada de moda– creo que un escritor joven debería estudiar literatura en vías de familiarizarse con toda clase de escritura, pero también ciencia y otras artes y disciplinas, en miras a una educación amplia. Los profesores y demás estudiantes pueden influir en un estudiante de escritura a que vaya por caminos convencionales y busque complacer a una audiencia, y considero a ambos caminos peligrosos. Tal vez tener un amigo sensible, muy interesante y bien educado (o bien leído) ayude más que una clase.
–Escribe sobre Jane Bowles, Edward Dahlberg y Lucia Berlin, tres autores que han sido subestimados de distintas formas. ¿Qué revelan sus casos?
–Admiro a esos tres escritores, particularmente a la primera y la última; Dahlberg es más arduo y complicado, como escritor y persona. Ellas me atrajeron sobre todo por sus visiones particulares e individuales del mundo y por la alta calidad con que las expresaban. Sus casos demuestran la inconsistencia y falta de confiabilidad del reconocimiento público; cómo este puede pasar por alto la calidad real en favor de algo que es meramente inteligente, fácil o que está de moda.
–El de Lucia Berlin es un caso muy peculiar.
–En su caso, durante décadas me pregunté por qué no recibía la atención que sus historias merecían. A mí me parecía tan buena como cualquier otra escritora famosa de narrativa breve, y también escritores, que estaban ganando prestigio. Ahora puedo entender algunas de las razones, entre ellas una cuestión irrelevante: ¡su locación geográfica! Pero ella no buscaba activamente la fama ni el reconocimiento. Se contentaba con dejar que eso ocurriera luego, tras su muerte. Así de grande era su corazón.
–Algunas piezas están dedicadas a imágenes. ¿Qué le aportan al texto?
–Las que me movilizaron especialmente son las antiguas fotografías holandesas, en general casuales, que capturan imágenes de personas en actividades rutinarias. Esas fotos muestran a la gente de un momento histórico de manera menos mediada de lo que lo haría una pieza escrita, aunque es solo mi percepción.
–¿Cómo sería eso?
–A través del fotógrafo y la cámara podemos situarnos cara a cara durante un momento ante una persona, de un paisaje y tiempo distantes, lo que supone un gran regalo, aunque dependamos naturalmente de la elección del tema e instante del fotógrafo. Las artes visuales de todo tipo enriquecen nuestras existencias estéticas y emocionales, y esto a la vez enriquece nuestra escritura, no importa cuál sea.
–Cuenta en el libro sobre una curiosa estadía familiar de juventud en Buenos Aires. ¿Qué significó ese viaje? ¿Qué estima de la literatura local?
–Considero que el país en sí, la belleza de la ciudad y del paisaje y los elementos de la vida callejera de la época significaron una influencia mayor en esos años tempranos que la literatura argentina, de la que no conocía demasiado. Escribí muchas historias basadas en las experiencias transcurridas en esos pocos meses que viví en la ciudad de Buenos Aires. La excepción a mi desconocimiento de los escritores argentinos era por supuesto Borges, al que leí siendo muy joven. Él fue profundamente influyente en una etapa importante de mi vida, no solo a nivel formal sino por sus ideas.
Ensayos I, Lydia Davis. Trad. Eleonora González Capria. Eterna Cadencia, 496 págs.
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