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Las estadísticas nos cuentan que se ha disparado el consumo de ansiolíticos. En este estudio no se incluye el continente africano ni los países en banca rota, porque sus necesidades conviven con la miseria y no hay tiempo para pastillas ni dinero para vacunas. Los últimos análisis de las aguas residuales de nuestras ciudades revelan un aumento del consumo de alcohol y otras drogas que no pasan por el filtro de hacienda; vinagre para las heridas. Es una clara evidencia de que la felicidad artificial de nuestro primer mundo se está desmoronando, mientras la dicotomía entre economía y vida sigue sin resolverse.
De los efectos nocivos de la pandemia no se salva nadie. La menguante clase media, esa que apenas duerme ante la posibilidad de perder su estatus por la crisis económica, se aferra a un clavo ardiendo para poder continuar con el estilo de vida que les permita viajar a la costa, realizar compras compulsivas y engullir copiosas comidas. Y que decir de los mochufas, subgénero de una clase reciente sin etiquetar todavía, que expanden a todo volumen sus conversaciones intrascendentes; negacionistas de la lucidez aspirando a formar parte de una nueva burguesía por la gracia de sus pequeñas propiedades y de sus coches de montaña para ciudad.
Mientras tanto, las farmacéuticas, revestidas como salvadoras de la humanidad, se frotan las manos ante el inmenso botín que van a amasar vendiendo sus 'inventos' al mejor postor. Este virus está mostrando la realidad que solemos ignorar. En un momento donde la unión transversal global sería nuestro bote salvavidas, el egoísmo y la estupidez flotan como una mancha de aceite sobre el agua.
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