El 24 de agosto murió el excepcional filósofo francés, autor de El intruso, El sentido del mundo, La partición de las artes y, entre otros, La ciudad a lo lejos. Un recorrido por su obra y uno de sus hilos conductores: el retrato.
Otro bestial filósofo francés, el omnipresente Gilles Deleuze, pertenecía a ese club de los sombrereros locos. También Derrida, pero no tanto, tan ocupado como estaba ese gnomo vivísimo de que lo vieran. Se tiene la sensación con ellos de que no podían ni querían parar de pensar; Nancy con una ansiedad aligerada, acaso al precio de resultar menos revolucionario, aunque en ciertos aspectos no menos radical.
De mirada suave pero no reblandecida, Nancy no tenía el aire o el tono contrariado, nervioso o soberbio más bien generalizado entre intelectuales franceses de la segunda mitad del siglo XX. Sí la pasión gala de contradecir, de escribir para desmentir a otros, predecesores o contemporáneos, o para infiltrarse entrelíneas en el estilo de un pionero admirado y reinventarse celebrándolo. Se sometía con gusto a la intoxicación mutua que recomienda la historia de la filosofía. “Es otra voz la que habla a través de la nuestra cuando verdaderamente decimos algo”, comentó en el documental Vers Nancy dirigido por Claire Denis.
Hace diez años, en el pequeño y precioso librito titulado, justamente, ¿Qué significa partir?, se anticipaba estoica y hasta alentadoramente al momento que ocurrió el pasado 24 de agosto: "Somos hombres porque estamos a punto de partir... Es en este impulso, en la obligación de la partida, porque no podemos hacerlo de otra forma, y asumiendo este riesgo, en la apuesta de la partida, que podemos vivir una vida que valga la pena".
Se busca el retrato fidedigno de una vida en la imagen (y, las más torpes de las veces, en las ideas) pero en un filósofo, como en un novelista, es su estilo el que concede más secretos. Es improbable que haya atributo más cercano al autorretrato que el estilo. Una foto es una lotería; el estilo está fija un modo de ser (aunque sea de los que fluyen). Al respecto, Nancy tendía trampas, porque el suyo variaba notablemente, de lo prístino a lo pastoso, presentando en el camino un perfil menos simple de asir, más facetado. (Dos de sus virtudes teóricas y literarias sostenían esta práctica: la demarcación y el acomplamiento).
Nancy no ponía reparos para ser fotografiado o filmado, no por obedecer a un plan coqueto sino para facilitarse atajos hacia una vulnerabilidad mayor, maneras públicas de ponerse a prueba. En una ocasión opinó que detalles del aspecto de Descartes “hablan en el texto… dicen algo en su interior”. En no importa qué formato, de Nancy cualquier retrato –asunto nuclear en su obra– apenas comienza a susurrar algo sobre él.
Para este aficionado a la polinización entre filosofía y arte (Nancy fue otro de los mirones que refrendaron la facilidad de la filosofía para entrar en el arte, más allá de la calidad de éste), incluso los libros que leyó después de la infancia “han sido para mí siempre libros ilustrados o imaginativos, en el sentido de que hacen emerger, como quien dice a la superficie del agua, rasgos, tonalidades, colores. Además, son indisociables de las imágenes de sus autores”.
En Sobre el comercio de los pensamientos, la lectura se vuelve otra forma del retratismo: “Leer consiste en discernir el carácter propio del libro; y, de manera recíproca, un libro consiste en modelar y en modular un carácter”. Pero, como su escritor y su lector, un libro ofrece “un carácter sepultado, acaso inhallable, no oculto sino más bien disperso, huidizo, no reconocible… Cada uno desea representarse a sí mismo como un bloque de runas, o bien como un estuche lleno de monedas raras”.
Cuando en Señales sensibles Nancy cita a Schoenberg, puede ratificarse que confiaba en el rasgo revelador, en la tentadora falacia biográfica: “Si supiéramos cómo Mahler se anudaba la corbata, aprenderíamos más que en tres años de contrapunto en el Conservatorio”.
A propósito de su inagotable obsesión, sobre los retratos de Cartier-Bresson comentó: “Alguien: su aspecto, su presencia, su expresión, su mirada. Éste es el enigma que un nombre propio atrapa y que una imagen expone. Se trata de ese misterio que, idéntico a cualquier misterio, no se explica sino por él mismo, o que, en realidad, no se explica, sino que por sí mismo se esclarece. Misterio que es su propia luz y su propia visibilidad”. Frente a una de las fotos de Cartier-Bresson, de Simone de Beauvoir, quiso ir más lejos: “Su mirada parece arrastrar todo el rostro, llevarlo hacia una altitud de la que no sabemos quizá lo que puede suponer o lo que puede encerrar”.
En ese mismo libro, La partición de las artes, más adelante Nancy se pone más desafiante, como si todo retrato demandara una ausencia, preferentemente definitiva: “El presente es perjudicial para la presencia: la arruina, se la lleva, con el mismo movimiento por el que la trae”.
Cabe preguntarse qué trasluce de sus escritos en las fotos del propio Nancy, qué prolongan, y qué de su persona palpita en las líneas impresas. En La mirada del retrato redondea algunas intuiciones: “¿Dónde tiene el sujeto mismo su verdad y su efectividad? En ningún lugar más que en el retrato”. Y no pierde oportunidad de invertir el lente: “Antes que cualquier cosa, el retrato mira: no hace más que eso, y en eso se concentra, se envía y se pierde”. Es lo que hace la foto de un filósofo que viene de morir: se queda mirándonos (exigiéndonos).
Es en Señales sensibles que el asunto da un rodeo –merced a la abnegada generosidad de dejarse guiar por otros– y lo recoloca en su centro: “Si trabajé sobre el retrato, cada vez ha sido por un motivo contingente, procedente del exterior, de otra persona. Mi retrato empieza por ahí, por esa permeabilidad o receptividad a las circunstancias. Incluso la filosofía, en cuanto disciplina y vía de estudios, me vino sugerida por mi profesor de último año de secundaria”.
Fue cuando murió su mayor cómplice, Philippe Lacoue-Labarthe, con quien escribió sincopadamente varias obras en colaboración, que Nancy supo estar a la altura de un retrato con todas las letras: “A ti que has entrado en la única presencia para ti dotada de estabilidad, en ese estado y esa estela donde descifrabas la peligrosa inmovilidad de aquello que se pretende identificado: la figura cernida, erigida”.
Para subrayar enseguida “la imposible conformidad del héroe consigo mismo”, y rematar con un encomio acerca de la discreción y la autoexigencia invencibles de Lacoue: “A ti que asumiste el compromiso, el único, al que te consagraba una fuerza oscura, el de ocultar tu imagen en tu sombra”. Es que Nancy había sabido interpretar y serle fiel al amable ruego de Lacoue-Labarthe en Phrase, de ser “capaces de respetar lo impronunciable”.
No por nada Derrida le consagró un libro entero a Nancy y lo declaró “aquel a quien llamo, para mis adentros, el más grande pensador del tacto”. Justo Derrida, que no había casi tema que no quisiera tocar; su obra podría cifrarse en la expresión “el dedo en la llaga”. (La arrogancia del maestro –de quien Nancy decía que era el filósofo de “lo indecible”– tenía para con sus discípulos dilectos la destreza de deconstruirse en gestos de espléndida magnanimidad).
Mientras tanto, la frase de Nancy “mi rostro invisible, como lo es siempre para mí” tenía detrás “la ajenidad de mi identidad propia”, confesada en El intruso, crónica de un antes y un después: vivió 30 años más gracias a un corazón trasplantado, extranjero, desconocido (Nancy nunca quiso saber si era de un hombre o una mujer).
A deshoras, el cine de Kiarostami le permitió distraer hacia otro punto la manía de observar: “Fotografía robada al vuelo, instantánea robada como tal vez lo sea toda fotografía, toda imagen de una película: ¿acaso cierta forma de robo es la condición de don de la mirada?”. En La ciudad a lo lejos, el libro donde se largó a escribir (narrativamente hablando) sostiene que Los Angeles “no es grata, y no se acomoda a la mirada ni al andar”.
En una bibliografía inadivinable que es un diálogo de ecos, una errancia sin otro domicilio fijo que Estrasburgo, Nancy rozaba las materias más variadas: el cuerpo, el arte, el romanticismo alemán, las ciudades, la comunidad, el nazismo, el dormir. Todas tratadas con idéntica calma, en una versatilidad que traza, precisamente, el encuadre de un espejo: “Toco todos los temas, y eso en principio no es algo bueno, pero lo hago porque todo me atrae, me intriga, me llama, me excita…. Es también otra forma de diversificar y descomponer esa figura mía que se me escapa. Tal vez corro tras todos los fragmentos con los que podría volver a componer una figura ausente”.
Aquel a quien no se le volaba el sombrero es ahora el que voló de la escena sin aviso. Deja como memento no un perchero repleto sino una obra colmada de insinuaciones; no sería raro que sus sombreros lo siguieran, igual que perros fieles a un coche fúnebre.
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