El relato de Borges que se anticipó a la física cuántica



El relato de Borges que se anticipó a la física cuántica.




El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo —sostiene Jorge Luis Borges, y luego añade— esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre.


Jorge Luis Borges se jactaba de su proverbial desconocimiento de la física, cuestión que no logró impedir que el autor argentino anticipara una de las principales teorías de la física cuántica, casi quince años antes de su formulación.

El pronóstico cuántico de Borges, por llamarlo de algún modo, se produjo en el relato El jardín de senderos que se bifurcan, publicado en la antología homónima de 1941, y posteriormente reeditado en Ficciones, de 1944.

En el universo de la física cuántica se deduce que todas las partículas que conforman el cosmos pueden moverse en cualquier dirección y estar en múltiples lugares al mismo tiempo. En otras palabras: el universo se expande en infinitas alternativas posibles, como si se repitiera a sí mismo pero con ínfimas variaciones. Hugh Everett, en 1957, sostuvo que frente a una infinita serie de alternativas una partícula las elige todas a la vez.

Esto significa que existe una cifra inconcebible de universos paralelos. Algunos de ellos son notablemente distintos al nuestro; otros, en cambio, se diferencian únicamente por una molécula desubicada en un recóndito galpón de Caseros.

Para ponerlo en términos más humanos, supongamos que nos levantamos una mañana cualquiera y que debemos decidir entre tomar un café o salir de casa en ayunas, o bien vestirnos con una camisa o una remera. Esas decisiones son nuestras y pertenecen a nuestra línea temporal; sin embargo, la física cuántica deduce que existen incontables universos paralelos en los que todas las decisiones descartadas se concretan.


Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa, me pasa a mí.


Esto se aplica a las grandes decisiones del ser humano, por ejemplo, al elegir entre una carrera u otra; así también como a ínfimas variaciones en la materia y el tiempo. Hay un universo en donde somos todo lo que en éste deseamos ser, y otros en los que ni siquiera existimos [ver: Borges y el horror cósmico en «La Biblioteca de Babel»]

Cada partícula elige todas las opciones a la vez. Y si bien existe una cifra finita de partículas en el universo, las posibles combinaciones son tan altas que tienden a intimidar a cualquiera.

Quince años antes de que Hugh Everett formulara su teoría de la física cuánticaBorges propuso algo similar en El jardín de los senderos que se bifurcan; esto es: el universo como un laberinto que se bifurca sobre sí mismo, es decir, que crea porvenires distintos a medida que el sujeto va tomando decisiones.


Cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan.


A cada segundo de nuestra vida tomamos decisiones; algunas de ellas son miserables, como elegir entre una camisa o una remera, y otras esenciales. En definitiva, todos debemos optar por algo y, al mismo tiempo, descartar otros porvenires.

Para la física cuántica, tanto las partículas como los seres que las integran en su materia, toman todas las opciones posibles al mismo tiempo. Lamentablemente, solo se nos permite habitar en un universo a la vez; lo cual significa que jamás podremos conocer al yo que se decidió por el ayuno matutino y la camisa.


No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.


Tanto Hugh Everett como Jorge Luis Borges conciben esos múltiples universos que van generando individuos alternativos que no se conocen entre sí; que viven, en última instancia, en universos paralelos.


A diferencia de Newton y de Schopenhauer, no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades.



Jorge Luis Borges
(1899–1986)


El jardín de senderos que se bifurcan
(El jardín de senderos que se bifurcan, 1941);
(Ficciones, 1944)

A Victoria Ocampo


         En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
         “... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
         Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
         De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.
         Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
          Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
         Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
         —Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
         Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
         —¿El jardín?
         —El jardín de senderos que se bifurcan.
         Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
         —El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.
         —¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
         El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
         Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.
         Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
         —Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.
         —Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto...
         —Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
         —¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo...
         —Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
         Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
         —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
         Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.
         Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
         —No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
         Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:
         —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?
         Reflexioné un momento y repuse:
         —La palabra ajedrez.
         —Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
         —En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.
         —No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
         Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
         —El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
         Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
         Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.


[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)





http://elespejogotico.blogspot.com/2016/12/el-relato-de-borges-que-se-anticipo-la.html


"Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente[...]"



Resumen y Análisis “El jardín de los senderos que se bifurcan”

Resumen

Situado en el contexto de la Primera Guerra Mundial, el cuento comienza con un narrador que cita la página 242 de Historia de la Guerra Europea, de Lidell Hart. En ella se menciona un ataque británico contra las líneas alemanas en Serre-Montauban, planeado para el 24 de julio de 1916, que terminó postergándose hasta el 29. A continuación, el narrador presenta el relato en primera persona de Yu Tsun, un catedrático inglés en una escuela alemana de Tsingtao, China, que parece arrojar luz sobre esa demora en la ofensiva.

Al relato le faltan las primeras hojas, por lo que la información que se le otorga al lector comienza con una llamada que Yu Tsun hace al alemán Viktor Runeberg, pero que es atendida por Richard Madden. Esto significa una cosa: Madden, irlandés a las órdenes de Inglaterra, estaba tras los espías alemanes y había alcanzado ya a Runeberg. El siguiente en la lista es el propio Yu Tsun, por lo que al colgar el teléfono piensa rápidamente una táctica para escapar de su perseguidor.

Yu Tsun tiene información valiosa para Alemania: conoce el emplazamiento de un parque de artillería británica que es necesario bombardear. El problema está en cómo hacer llegar esta información desde Inglaterra hasta Berlín con Madden pisándole los talones. Tras una larga reflexión que deriva en los pensamientos más variados, Yu Tsun decide su estrategia. Abandona su locación y toma un tren hacia Ashgrove, aunque saca un pasaje para una estación más lejana, para despistar a Madden. El tren sale y, ya en movimiento, Yu Tsun ve a su perseguidor llegar corriendo hasta el anden. Por el momento, le ha ganado.

Durante el trayecto, el espía al servicio de Alemania reflexiona sobre su vida y su cobardía. Al llegar a la estación, unos muchachos le preguntan si él se dirige a la casa del doctor Stephen Albert y le indican que, para llegar, tiene que seguir el estrecho camino de tierra y girar siempre hacia la izquierda. Yu Tsun recuerda que estas son las mismas indicaciones que dan ciertos laberintos a quienes desean encontrar su centro. Tal consideración le merece una reflexión sobre un antecesor suyo, ts’ui Pên, quien fue gobernador de Yunnan, entre otros títulos, pero se retiró para llevar a cabo dos propósitos: construir un laberinto en el que se perdieran todos los hombres y escribir una novela. Trece años después, ts’ui Pên murió asesinado y dejó tan solo una serie de escritos que fueron rescatados y publicados por un servidor suyo, pero que nadie logró comprender.

Al fin llega a un portón herrumbrado y siente una música china que le llega del interior de la propiedad. Un hombre que porta un farol lo atiende y lo hace pasar, preguntándole si ha venido a ver el jardín de los senderos que se bifurcan. Yu tsun reconoce que se trata del jardín de su antepasado, ts’ui Pên, e ingresa en la propiedad.

Dentro lo recibe Stephen Albert, quien comienza a hablar de ts’ui Pên y su obra, a la que ha dedicado años de estudio. Albert tiene allí, incluso, el libro publicado por ts’ui Pên, y todas las traducciones que ha conseguido. Yu Tsun sabe que su perseguidor tardará todavía una hora, como mínimo, en llegar, por lo que escucha a su interlocutor con interés. Albert entonces revela una simpleza que nadie hasta el momento ha parecido comprender: cuando ts’ui Pên hablaba de escribir una novela y edificar un laberinto, se refería a una misma tarea: esos escritos publicados son su laberinto, y el enigma que esconden es el enigma del tiempo.

Albert llegó a esta conclusión a partir de una nota escrita por ts’ui Pên: “dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan” (p. 111). Esta idea de dejar a algunos porvenires y no a otros empujó a Albert a revisar de nuevo la obra de ts’ui Pên, y detectó que la palabra "tiempo" no figura en ella en ningún momento. Entonces, poco a poco, comprendió el postulado de ts’ui Pên sobre la realidad: el tiempo no es uno y unívoco, sino que es una dimensión múltiple e infinita. La metáfora del jardín de los senderos que se bifurcan es adecuada para el tiempo: cada sendero es una línea temporal que a su vez se ramifica en infinitos senderos más. Esto explica por qué hay elementos en la novela que parecen tan contradictorios, como que el héroe muera en el capítulo 3 y esté vivo en el 4.

Yu Tsun está fascinado por las explicaciones de Albert, y hasta siente la presencia en ese cuarto de innumerables personas que van y vienen, como fantasmas, por líneas temporales paralelas. Sin embargo, también siente, mucho más real y efectivamente, la llegada de Madden a la casa. Entonces pide ver el libro a Stephen Albert y, cuando este se da vuelta, le dispara por la espalda. Albert muere en el acto; momentos después, Yu Tsun es capturado por el irlandés.

Mientras espera su condena a muerte, Yu Tsun dicta las palabras que el narrador del cuento presenta al lector. Ha logrado cumplir su cometido, y Alemania ha bombardeado la base de artillería inglesa. La noticia del asesinato de Stephen Albert ha salido en todos los periódicos y, al leerla, los altos mandos alemanes comprendieron que se trataba de la indicación del nombre de la ciudad que estaban buscando. Así, Yu Tsun muere habiendo cumplido con su objetivo.

Análisis

“El jardín de los senderos que se bifurcan” es un cruce excepcional entre el relato policial y el fantástico. Se trata de un cuento en el que Borges desarrolla una reflexión metafísica sobre el tiempo, en la que muchos científicos han encontrado una prefiguración de la física cuántica. Estos “senderos que se bifurcan” funcionan como una metaforización de la existencia de múltiples líneas temporales que se abren en cada momento del presente.

El tiempo ha sido una temática muy explorada por Borges en toda su obra, desde sus primeros poemas en Fervor de Buenos Aires, pasando por su ensayística (con ensayos como “Nueva refutación del tiempo”, en Otras inquisiciones) hasta sus cuentos, entre los que “El jardín de los senderos que se bifurcan” es el más destacado por su complejidad filosófica. En otro texto famoso, "Historia de la eternidad", Borges decía: “El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica...” (Obras completas, tomo 1, p. 353). Esta problematización de orden filosófico, en Borges se vuelve hipótesis y materia para sus relatos fantásticos.

El cuento se presenta, en un comienzo, como un relato policial que articula muchas voces y una serie de textos. En verdad, el relato principal en primera persona es un documento legal: el dictado que hace Yu Tsun a las autoridades inglesas antes de ser ejecutado por espía. Dicho relato es recopilado por un editor (el narrador del inicio del cuento) que encuentra en él una explicación para el retraso del ataque británico a las líneas alemanas en Francia: el bombardeo de una base de artillería británica en la ciudad de Albert. El relato dentro del relato es un procedimiento muy utilizado por Borges, y se ha visto también en cuentos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

Las dos voces del relato presentan apreciaciones muy diferentes sobre los hechos. El narrador que menciona al historiador Lidell Hart expresa que la demora de las tropas británicas se debió a intensas lluvias y que, finalmente, no fue “nada significativa” (p. 100). Sin embargo, la declaración de Yu Tsun presenta algo muy diferente: ese retraso se debe al bombardeo de la base militar británica en Albert, y es suficientemente significativo como para justificar la muerte del espía. Esta divergencia de opiniones puede ser interpretada de formas diversas. La primera, y más simple, es pensar que, a los ojos de un historiador inglés, reducir a “demora nada significativa” el triunfo del espía alemán es una forma de desprestigiarlo e, incluso, borrarlo de la historia. Por otro lado, por supuesto que para el espía que ha sacrificado su vida esa demora es importantísima.

Pero hay también otra explicación posible, más arriesgada y solo esbozada en el relato: “El jardín de los senderos que bifurcan” postula la posibilidad de la existencia de un sinfín de líneas temporales que se ramifican como diferentes senderos que puede tomar la historia. Yu Tsun escucha la explicación del sinólogo (esto es, especialista de la cultura china) Stephen Albert y puede percibir, vagamente, esa bifurcación de senderos temporales. Así, un lector maravillado con este juego de posibilidades podría aventurar dos líneas temporales diversas: en una de ellas, Yu Tsun ha triunfado y la destrucción de la base militar británica ha sido un duro golpe para Inglaterra, mientras que, en otra línea, esto no se ha producido y son las lluvias las que causan esa demora insignificante. Las dos líneas temporales emergen en momentos distintos del relato y dan sustancia a la paradoja temporal. Tal visión puede resultar inverosímil, pero cabe recordar que el mismo Borges ha postulado a la ambigüedad como una de las mayores riquezas de la literatura, por lo que no sería del todo descabellada una lectura que contemplara la bifurcación del tiempo en el propio relato.

En el análisis del relato “Examen de la obra de Herbert Quain”, Borges ha postulado la posibilidad de una ficción que se ramifique a partir de su primer capítulo. Esta estructura bosquejada en dicho relato es la que le corresponde a “El jardín de los senderos que se bifurcan”: mediante la postulación que Stephen Albert realiza a partir de la novela de Ts’ui Pên, puede considerarse la ramificación infinita de líneas temporales que exploren todos los finales posibles para la misión de espionaje de Yu Tsun. Así, es nuevamente el lector quien puede tomar protagonismo y completar todos los sentidos que se desprenden de la obra, una vuelta ya pronosticada en Herbert Quain.

Si así fuera, el relato sería infinito, y esa clave de lectura es la que se propone a partir de la obra de Ts’ui Pên: “Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto” (pp. 110-111). Ese laberinto debía ser estrictamente infinito. Transformado en libro, produce “El jardín de los senderos que se bifurcan”. “El jardín de los senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo” (p. 115), explicita el relato. Y es aquí donde se introduce esa concepción tan particular del tiempo como una ramificación infinita:

El jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton o Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en las infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos ejemplos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted. En otros, los dos. En este, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa. (p. 116)

Aplicada esta clave de lectura al propio cuento de Borges, obtenemos un sinfín de posibilidades en las que el argumento diverge hacia infinitos argumentos secundarios, y otras en las que los argumentos convergen y se solapan. Así, podemos tener, naturalmente, dos finales posibles al problema del retraso de las tropas británicas: uno que se ajuste al relato inglés y otro al del espía alemán.

A modo de conclusión, cabe pensar esta paradoja a partir de un conocido postulado de la mecánica cuántica, el principio de la incertidumbre, de Erwin Schrödinger. En el sistema propuesto por Schrödinger, un gato dentro de una caja cerrada está expuesto a una botella de veneno y a un dispositivo que contiene una sola partícula radioactiva que tiene una probabilidad del 50% de desintegrarse. Si lo hace, el veneno se libera y el gato muere. Al terminar el tiempo establecido, la probabilidad de que el gato esté muerto es de un 50%, y la probabilidad de que esté vivo es de otro 50%. Según la mecánica cuántica, la descripción de ese sistema es la superposición de los dos estados posibles, por lo que el gato estará vivo y muerto hasta que se abra la caja y un observador externo lo contemple. De esta manera, se ilustra una propiedad de los electrones de estar en dos sitios al mismo tiempo, pudiendo así ser detectados por dos receptores, generando la idea de que el gato puede estar vivo y muerto a la vez. Ahí radica la paradoja. Antes de la intervención del observador, el sistema estará en un estado de superposición. Con las posibilidades de “El jardín de los senderos que se bifurcan” se postula una situación similar: en el texto convergen al mismo tiempo las dos posibilidades: que la lluvia haya retrasado a los soldados británicos, o que esto haya sido consecuencia del bombardeo alemán. Esas posibilidades, en la convergencia temporal que plantea el cuento, conviven y se superponen hasta que un observador las separa (Lidell Hart por un lado, Yu Tsun por otro, y el lector, finalmente, aportando su propia perspectiva).

Por este tipo de juegos metafísicos Borges ha ganado fama mundial, no solo en el ambiente literario sino también en el científico, y ha inspirado a intelectuales de las disciplinas más diversas. Por esta razón, “El jardín de los senderos que se bifurcan” es considerado uno de sus cuentos fundamentales, y un hito en la historia del siglo XX que abre el paso a la posmodernidad.

Publicar un comentario

0 Comentarios