La cifra récord de subasta para un retrato de Marilyn, muestras recientes y una serie en streaming releen la obra de Andy Warhol, pionera en todo y marcada por la innovación. Por qué el más grande artista pop dio forma a la sensibilidad contemporánea.
Warhol a partir de sus diarios, ahora en una serie de streaming. Sus pelucas están depositadas en "The Andy Warhol Museum", de Pittburgh, su ciudad natal.
25/03/2022
La casa Christie’s viene de anunciar que en mayo sale a subasta “Shot Sage Blue Marilyn”, la serigrafía color “azul salvia” perteneciente a la serie de docenas de retratos de Andy Warhol. Los hizo a partir de una foto fija de la película Niagara, en 1964, poco después de que la actriz se suicidara, y ella fue una de sus obsesiones mortuorias. Según Alex Rotter, a cargo de las ventas de arte de los siglos XX y XXI en esa casa, “es una de los grandes cuadros de todos los tiempos”, en pie de igualdad con "El nacimiento de Venus", de Botticelli, y "La Gioconda", de Leonardo. “Marilyn es la cumbre absoluta del pop estadounidense y la promesa del sueño americano, encapsula el optimismo, la fragilidad, celebridad e iconografía en una sola imagen”.
La base de 200 millones con la que saldrá a remate defenestra, por si hiciera falta, la noción de una obra de arte como pieza única, jaqueada desde los años 50. Banksy la reinterpretó con el rostro de Kate Moss, cualquiera puede reproducirla en papel con un programa digital. Warhol hizo decenas de Marilyns –si bien ésta es más valiosa por sus innovaciones técnicas, que luego abandonó– y replicó la fórmula con una galería de celebrities, incluida Amalita Fortabat. (v. pág. 9). ¿Se trataba de eso, de inculcar las variaciones mínimas de los tonos de pintura, pocos años después de que se fundara el sistema cromático Pantone? ¿Dónde está el aura? El aura es la firma y él instauró el concepto de serialidad en el arte como ningún otro: Doctrina Warhol.
"Shot Sage Blue Marilyn", la serigrafía que Christie's ofrecerá en mayo, con una base de 200 millones. La obra de arte del siglo XX más cara de la historia.
En seis episodios de una hora de duración –ni un minuto de ellos, exento de morbo freudiano y sexual, pero aún así sorprendente–, la serie Los diarios de Andy Warhol, del showrunner Ryan Murphy, se propone contar la vida íntima del hombre más público del siglo XX y juzgarla con mirada compasiva y, a la vez, consciente de su contexto histórico, en momentos en que tantos cuadros son descolgados por veredictos ideológicos. La serie de Netflix recrea y despliega los cientos de páginas del diario que dictaba a la secretaria Pat Hackett. Publicados en 1989, consignan la vertiginosa vida social, que estaba en la base de su materia artística y de un marketing que apelaba a los medios y el deseo masivo de consumo como modo de incrementar su cotización.
Tira de autorretratos automáticos en un Photomaton de Manhattan. Se considera que acuñó el concepto de "selfie" como la entendemos hoy, en contraste con los autorretratos clásicos en fotografía y pintura. La que se calcula fue su primera selfie batió el récord por su precio, más de 5 millones.
¿Andy transitó apenas breves intervalos de su vida en solitario? ¡Error! El mérito de la serie es sistematizar la gigantesca masa de apariciones públicas pero, sobre todo, recuperar registros fílmicos en Súper8 que lo muestran allí, en esos pocos espacios libres de prensa. Lo que emerge es un enorme archivo de “photo-opportunities”, apariciones y eventos warholianos, decenas de entrevistados, desde los amigos de andanzas hasta el editor de su revista Interview, revelaciones huecas de famosas y vistosas como la ex mujer de Jagger, Jerry Hall, hasta el capítulo más “serio” de la producción, sobre sus últimas obras, a cargo de la curadora del vasto Andy Warhol Museum de Pittsburgh, su ciudad natal en Pennsyvania. El despliegue no se propone un rescate –que Warhol no necesita–; sin embargo, en su reinterpretación, destaca los ciclos de su obra no relacionados con “el arte de corte”, aquellas obras por encargo del jet set que, en los 80, parecían haber lo reducido a artista mercantil.
Vista de la instalación "Revelation”, en el Museo de Brooklyn. La serigrafía "Skull", de 1976, perteneciente al ciclo de obras dedicadas a la muerte, en contrapunto con su celebración de la fama y el dinero. Cortesía de la Fundación Andy Warhol para las Artes Visuales. Foto de Jonathan Dorado, a través del Museo de Brooklyn.
Formalizando la mirada queer
Acentuando la palidez y la máscara hierática, Warhol se resistió a ser descifrado; no había código para él. A cambio, dejó infinidad de autorretratos fotográficos y se lo considera uno de los primeros en tomarse selfies (de estudio, en Photomatones y con Polaroid, cuyo valor, pese a la imagen inestable y siempre a punto de decolorarse, elevó como soporte artístico). Fue también el primero en explorar el reality show en sus películas, hoy consideradas cine vanguardista, y en la programación de su Andy Warhol TV. Examinada hoy, su vida adquiere enorme potencia como ícono de la liberación homosexual. Era un gay abierto, quizá uno de los “andróginos asexuados” del siglo XX que repertoriaba Estrella de Diego en su libro de 1992–, en décadas en que la homosexualidad aún transcurría en el closet, bajo la doble vida. ¡Cuánto encono le provocaba la precoz entronización de pintores como Robert Rauschenberg y Jasper Johns, que vivían en pareja simulando heterosexualidad!, mientras Jackson Pollock y Robert Motherwell declaraban su homofobia. La sexualidad era asunto central de la agenda en los 60, y él formalizaba y expandía la mirada queer a la sociedad de consumo. El empleo del kitsch como un lenguaje transversal con los públicos –¿mamado de una madre edípica?, esa que hacía adornos con flores artificiales y latas forradas– es uno de sus puntos de contacto con el pop latinoamericano (en literatura, Manuel Puig).
Hoy asistimos a cierto “seguro contra cancelaciones”, en el caso de Warhol por motivos de consciencia; este refuerza las razones privadas y su derecho a no militar por los derechos civiles de los homosexuales ni por la visibilización de los artistas afro-americanos. En particular, queda bajo el foco su asociación con Jean-Michel Baquiat, una amistad de beneficio mutuo que culminó en una muestra conjunta y unos doble retratos. Ambos lamentaron que la corriente se interrumpiera. Basquiat asistió a los funerales multitudinarios de Warhol y falleció pocos meses después, por un mal cóctel de drogas. Ese supuesto seguro, sin embargo, no puede ignorar la prescindencia de Warhol ante las luchas sociales tras la irrupción del sida, llamado “la peste rosa”: asistió a una manifestación y la describió con mordacidad en sus diarios. Su último compañero, John Gould, había muerto de sida y él vivía aterrado de haberlo contraído. Hipocondríaco y con fobia a los gérmenes, no sorprende que muriera en una operación de vesícula por haberla postergado demasiado, en favor de una terapia alternativa. Los cuarzos no hicieron magia contra sus cálculos.
"Cristo, $ 9,98," de Warhol, 1985. Basado en el anuncio de un velador en forma de Jesús, tomado de un diario. Cortesía de la Fundación Andy Warhol para las Artes Visuales. Foto de Jonathan Dorado, a través del Museo de Brooklyn.
"Race riot" retrata una protesta de afroamericanos contra el racismo.
El mercado del arte puede encumbrar las Jackies y Marilyns de Warhol. Sin embargo, en los últimos años se han sucedido muestras que reorientan a la crítica hacia otros ciclos pictóricos, los más alejados de lo mundano y de la rapacidad mediática que él tanto explotaba, empujando una nueva racionalidad del exhibicionismo. La impresionante serie Death and Disasters, de 1963, preanunciada con “129 Die in Jet!”, (1962), en la que recoge una página de diario, que sigue con accidentes de tránsito y luego con las serigrafías contra el racismo, Race riot, de 1963, nos interpelan hoy y conectan con quienes las admiraron –el Don DeLillo de Mao II, Cronenberg–.
De la discoteca a la iglesia
Warhol tuvo una época de discotecas infernales, particularmente en los años en que coincidía con el diseñador de moda Halston, Liza Minelli y tantas criaturas que poblaban ese universo de excesos promocionales y maratones de resistencia física. El sida acabaría con esa especie de "nuevos Años Locos" que fueron los 70 en Nueva York.
Hasta junio se exhibe en el Brooklyn Museum Revelations, que explora la devoción de Warhol por las imágenes religiosas desde la niñez. Esto se hizo particularmente evidente en las decenas de obras en homenaje a “La última cena”, de Da Vinci, comisionadas para una muestra en el Palazzo Stelline de Milán en 1984. En ellas, serializa e imprime la fotografía del fresco de Da Vinci; luego interviene detalles de Jesús y María rodeándolos de precios y ofertas de supermercado (en el U$6,99, el número del Diablo, 666).
“La Última Cena”, de Warhol (1986), tinta acrílica y serigrafía sobre lienzo, la última serie que expuso antes de su muerte, en Milán.
La peluca cortada en escalones –hoy depositada en el Museo de Pittsburgh–, el acné recurrente y la nariz roja, objeto de bullying en la adolescencia y de maquillaje en la adultez, junto a la delgadez anoréxica, establecida como la única imagen aceptable de la madurez. En sus últimos años Warhol pesaba 51 kilos; a él le gustaba verse ahí. Sumemos las cicatrices, ese torso de moderno Frankestein atravesado en zigzag por las costuras de una cirugía de campaña. En 1968 Warhol sufrió el ataque de una allegada a su taller grupal, The Factory. Valerie Solanas, una feminista radicalizada, le hizo dos disparos que literalmente lo mataron, pues llegó al hospital muerto y fue revivido por un cirujano mediante un masaje manual al corazón. En 1969 Richard Avedon hizo un crudo retrato de ese cuerpo cortado, a su vez dejando la cabeza fuera del encuadre.
“Soy un freak. No puedo cambiar eso. Soy muy atípico”, escribe Warhol. Deberíamos hablar, mejor, de la construcción metódica del freak, contra los estereotipos del galán hetero y el gay montañés o motoquero. El prefiere cultivar la palabra aniñada –esa “voz a lo Bouvier”, que le dio por imitar una vez que Jackie Kennedy quedó viuda– para simplificar no solo el arte, sino también la investidura del crítico y del artista, reemplazando gloria por glamour. Warhol es inseparable de la contienda entre televisión y prensa gráfica en los 60 y 70. Toda su obra puede ser leída como proyección del diseño gráfico, en el que se licenció en 1949.
“Raphael Madonna- $ 6.99”, de Warhol (1985). Tinta acrílica y serigrafía sobre lino, exhibida por primera vez en la muestra del Palazzo Stelline de Milán.
Latas Campbell, Coca-Cola, el detergente Brillo, un catálogo de obra que en los años 60 se parecía a una lista de mercado: el diseñador los amplía a a escala de tótem. Pero siempre se trata del packaging, no del contenido, como gatillo del deseo. De hecho, una de las hipótesis más fuertes sobre el origen de su nombre artístico (Warhol matará a Warhola) es el error tipográfico en su primera colaboración, una ilustración en la revista Glamour, en 1949.
Julia Warhola, madre de Andy (1974) y Autorretrato del artista (1986). Gentileza Fundación Andy Warhol para las Artes Visuales, foto de Jonathan Dorado.
“Las máquinas tienen menos problemas. Me gustaría ser una máquina. ¿A ti no?”, pregunta. Lejos de la juventud, bien supremo del vitalismo gay, Andy va diseñando un primer boceto posthumano de consumo masivo -después de Buster Keaton, digamos. Warhol no sonreía en las fotos; le recrimina a Basquiat haberlo hecho sonreír en una entrevista. Un detalle de la mencionada serie es que la voz de Warhol, en la lectura en off de los diarios, fue hecha mediante Inteligencia Artificial, aplicada a la voz real de un locutor. El artista quiso que le tomaran un yeso de su cabeza (al estilo de los moldes mortuorios habituales en la patología) para construir una cabeza mecánica al estilo de la robota de Metrópolis, la película de Fritz Lang.
Y un corolario elocuente: Warhol hizo un comercial con las primeras computadoras Macintosh. El hecho de vincularse desde el inicio con el diseño digital destaca, retrospectivamente, su sintonía con la revolución cultural que se largaba, en un más allá de los medios gráficos, en la tecnología de punta. Con una sesión televisada, demostró cómo se podía fabricar en pantalla una de sus famosas serigrafías solarizadas con la cantante de la banda Blondie. ¿Y si la computadora hogareña fue inventada para fabricarlos? Después de la vanguardia y el pop, después de lo humano, el sujeto, rodeado de logos, acaba por enchufarse.
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