Colin Wilson 1. La puerta al universo interior

 


Rudolf Steiner

El hombre y su visión Colin Wilson El hombre y su visión Colin Wilson Índice 1. La puerta al universo interior. 2. La infancia de un visionario. 3. El estudioso de Goethe. 4. El largo aprendizaje. 5. Renacimiento. 6. El ocultista y el gurú. 7. La construcción del templo. 8. El desastre. 9. Epílogo: el triunfo de Steiner. Agradecimientos



De todos los pensadores importantes del siglo XX, Rudolf Steiner es quizás el más difícil de comprender a fondo. Para el lector inadvertido, su obra presenta una serie de obstáculos desalentadores. 

En primer lugar, el estilo, muy abstracto, es tan poco apetecible como un brindis sin alcohol. Pero un  lector decidido puede aprender a tolerarlo. El verdadero problema es el contenido, a menudo tan extravagante y extraño que siembra en el lector la sospecha de un engaño o un descarado timo. Libros como Memoria cósmica, con sus relatos de la Atlántida y Lemuria, parecen estar a la misma altura de títulos como Nuestra tierra hueca o Mi viaje a Venus en platillo volante. Con frecuencia, el sentimiento de frustración resultante hace que hasta el lector de mente más abierta abandone disgustado la lectura. 

Debo admitir que ésa fue mi propia experiencia cuando el editor de este libro se puso en contacto conmigo y me pidió que escribiera un libro sobre Steiner. Acepté porque siempre había considerado a Steiner una figura interesante. Descubrí por primera vez su nombre en mis primeros años de adolescencia, en un interesante libro de Rom Landau llamado Dios es mi aventura. Landau empieza su relato describiendo la experiencia de un tal Barón V, un oficial alemán a quien el autor había conocido durante su época de estudiante en Varsovia. El barón era miembro de las fuerzas aéreas del frente occidental en la Primera Guerra Mundial, y en él se había manifestado una inquietante facultad psíquica: la capacidad de presagiar qué compañero resultaría muerto mientras realizaban una misión. Ese don de la profecía amenazaba con debilitar su salud; por esa razón, cuando le aconsejaron que fuera a ver un tal doctor Rudolf Steiner, aceptó la idea con alivio. El doctor Steiner resultó ser un hombre tranquilo, de ojos hundidos, que aconsejó al barón que practicara una serie de ejercicios mentales simples. Éstos alcanzaron el efecto deseado y el inquietante don desapareció. 

El relato de Landau demostraba que Steiner no era un mesías charlatán; todos los que conocían a ese hombre serio y tranquilo y lo oían hablar de modo sereno y cuerdo acerca del «mundo del espíritu», sentían que hablaba a partir de su experiencia directa. A través de los años yo había conseguido varios ejemplares de libros de Steiner en librerías de segunda mano. Los leí con atención, pero descubrí que el estilo me provocaba cierto rechazo. Me prometí a mí mismo que en algún momento haría un estudio sistemático de las ideas de Steiner; el ofrecimiento del editor parecía ser la oportunidad que había estado esperando. De modo que acepté, y desempolvé los diez o doce volúmenes de Steiner de mi biblioteca. 

Parece existir el consenso general de que el libro más importante de Steiner es Un panorama de la ciencia oculta, de manera que empecé por él. Comienza reconociendo que muchas personas ven con desconfianza «la ciencia oculta», la consideran un peligro que debilita la mente. Continúa afirmando que «Toda ciencia oculta nace a partir de dos ideas… la primera, que detrás del mundo visible existe otro, el mundo invisible, oculto a los sentidos y al pensamiento atrapado por los sentidos; la segunda, que el hombre puede penetrar en ese mundo invisible desarrollando ciertas facultades dormidas en él». Hasta aquí, muy bien. Después de otras diez páginas introductorias, Steiner se lanza a un capítulo acerca de la naturaleza del hombre. Y en el primer párrafo repite lo que ya ha dicho con mayor brevedad y claridad:  Al considerar al hombre a la luz de la ciencia oculta, debemos recordar de inmediato las características generales de esta última. Se apoya en el reconocimiento de un algo escondido detrás de lo que es manifiesto para los sentidos exteriores y para el intelecto que se ocupa de sus percepciones. Estos sentidos y este intelecto sólo pueden aprehender una parte de lo que la ciencia oculta revela acerca de la identidad humana total; esta parte es lo que la ciencia oculta denomina cuerpo físico… 

Ya empezaba a irritarme esa repetición de la expresión «ciencia oculta» y lo que suena como un intento de impresionar mediante meras palabras («esta parte es lo que la ciencia oculta denomina cuerpo físico»; por qué no sencillamente: «es decir, el cuerpo»). Steiner continúa: Para arrojar luz sobre su concepción de este cuerpo, la ciencia oculta dirige inicialmente la atención a un fenómeno que enfrenta a todos los observadores de la vida con un gran enigma —el fenómeno de la muerte—, y en conexión con él, la ciencia oculta señala la llamada naturaleza inanimada, el reino mineral. Por lo tanto, esto nos remite a hechos que la ciencia oculta debe explicar y a los cuales dedicamos una parte importante de este trabajo. 

Los seguidores de Gurdjieff sospechan que escribió ciertas obras —como Cuentos de Belcebú a su nieto— con un estilo deliberadamente complicado para forzar al lector a un extraordinario esfuerzo mental. Al principio me pregunté si no era ésa la intención de Steiner: desalentar al perezoso. Pero cuando uno lee otras obras de Steiner, queda claro que ésa es su forma natural de expresión. Insistí durante otra semana leyendo varias obras más de Steiner: Teosofía, Conocimientos de mundos superiores, La cristiandad como un hecho místico, hasta que, finalmente, abandoné su lectura. Escribí una carta de disculpa al editor diciéndole que, con la mejor voluntad del mundo, no podía hacer ese libro. Consumido a grandes dosis, Steiner sencillamente me sacaba de mis casillas. El editor lo comprendió perfectamente. Se puso en contacto con ese brillante historiador cultural del «underground del ocultismo» que es James Webb, que aceptó escribir el libro. Lamentablemente, Webb empezó a mostrar signos de desequilibrio mental en 1979, y el 8 de mayo de 1980 se suicidó con un rifle. Webb y yo habíamos mantenido correspondencia durante años y me entristeció su muerte. Además, llegué a preguntarme si su tentativa de digerir cientos de metros de la enmarañada prosa de Steiner había tenido algo que ver con el suicidio. El propio relato, crudamente irónico, de Webb acerca de Steiner en su libro The Occult Establishment (1976) —en un capítulo titulado «Ginungagapp»—, demostraba que su libro podría haber sido escrito desde el punto de vista de un «no creyente». Pero las circunstancias habrían de acercarme nuevamente a Steiner. En 1982, empecé a hacer planes para escribir una historia de la psicometría: la extraña capacidad de ciertas personas para sostener un objeto en sus manos y «ver» su historia. No es en absoluto tan absurdo como parece. Ese término fue acuñado por J. Rhodes Buchanan, un profesor norteamericano de medicina, a mediados del siglo XIX. Un obispo llamado Polk le dijo a Buchanan que podía distinguir el bronce en la oscuridad tocándolo con la punta de los dedos: el bronce le producía un sabor peculiar en la boca. Buchanan lo consideró una curiosidad médica, y descubrió que muchos de sus alumnos poseían la misma facultad. Por ejemplo, podían identificar, con sólo tocarlas, varias sustancias químicas envueltas en papel marrón duro. Pero lo más extraño de todo fue cuando Buchanan descubrió a un hombre que sosteniendo en la mano una carta cerrada podía «sentir» el estado de ánimo y otras características de la persona que la había escrito. Los hallazgos de Buchanan interesaron a un profesor de geología llamado William Dentón; éste descubrió que cuando sostenían una pieza geológica —un meteorito, un fragmento de hueso de dinosaurio, un fragmento de mosaico de una villa romana— los «sensitivos» podían tener visiones de la historia de esa pieza. Dentón, como Buchanan, estaba convencido de que era una facultad humana perfectamente normal a la que sólo le faltaba desarrollarse, una especie de «telescopio hacia el pasado». No dudaba de que revolucionaría la ciencia de la historia a medida que los historiadores aprendieran a sostener algunas reliquias de un campo de batalla o de una cámara de ejecución y presenciar escenas del pasado, como si vieran algunas películas antiguas de archivo. Lamentablemente, el nacimiento del «espiritismo» en la década de 1850 provocó amargas controversias e hizo que los científicos desecharan todo lo que sonaba vagamente a «ocultismo». A Buchanan y Dentón se les atribuyeron los mismos errores que a Madame Blavatsky y Daniel Dunglas Home (el «Mr. Sludge, el Médium» de Browning) y su tentativa de crear una nueva ciencia cayó en el olvido. Madame Blavatsky, esa mujer interesante e irrefrenable, aseguraba poseer también cierto poder de psicometría. En sus dos obras principales, Isis sin velo y La doctrina secreta, afirma que una especie de éter psíquico llamado Akasa —la telepatía y la clarividencia son «olas» de ese éter— atraviesa el universo. Además, Akasa registra todo lo que ha ocurrido, como si se tratase de una increíble combinación de cámara de filmar y disco gramofónico, y los médiums y clarividentes pueden «reproducir» los «discos akásicos (o akáshicos)». Madame Blavatsky escribió mucho acerca de la historia de la Atlántida, Lemuria y otras «civilizaciones antiguas», afirmando que las conoció directamente a partir de los disceos akásicos. Y en su libro Memoria cósmica, Steiner hace la misma afirmación. Todo esto ha dañado la reputación de Steiner. En The Occult Establishment, James Webb lo muestra como una especie de aficionado talentoso con la mente de una urraca. «Las ideas de Steiner constituían más una acumulación de puntos, a menudo desconectados, que un "sistema". Así, de la teosofía tomó las ideas de karma y reencarnación; de sus estudios místicos y posiblemente del O.T.O. (una orden mágica sumamente dudosa), un "rosacrucianismo" personal. Descubrió unainterpretación personal e idiosincrásica, enteramente nueva, del Cristianismo, y de alguna manera, logró que sus teorías sobre la vida social y artística del hombre mantuvieran una aparente coherencia con esas enseñanzas». En otras palabras, Steiner fue un intelectual oportunista que compuso su propio sistema religioso a partir de aspectos atractivos de las ideas de otras personas. Y cuando Webb menciona, más adelante, el «montón de adoradoras parlanchinas» que fue la causa de la ruptura del primer matrimonio de Steiner, y la historia (relatada por la hijastra de Steiner) de cómo la esposa de éste lo sorprendió en la cama con una de sus discípulas, no es difícil leer entre líneas su idea de que Steiner era un fraude. Para escribir el capítulo de mi libro The Psychic Detectives, que trata de los «discos akásicos», tuve que actualizar mis conocimientos acerca de Rudolf Steiner. Leí la biografía escrita por Johannes Hemleben y me dispuse a seguir el desarrollo de sus ideas desde sus primeros días en el Archivo Goethe, donde editó los escritos científicos de Goethe. Esto me condujo a leer algunas de sus primeras obras, como Filosofía de la libertad y La visión del mundo de Goethe. Para mi sorpresa, descubrí que Steiner era un filósofo y un historiador cultural de considerable talento. En esos trabajos no hay el más leve tono de fraude; por el contrario, dan la impresión de que Steiner es un hombre totalmente fascinado por la historia de las ideas y que trata de decir lo que tiene que decir de la forma más simple y clara posible. Su estilo abstracto se debe a la completa falta de artificio. No pretende impresionar con la belleza de estilo o con una oscuridad que podría confundirse con profundidad. Una referencia a Goethe, el hombre que Steiner admiraba por encima de todos, me llevó a buscar el pasaje en cuestión, y de pronto comprendí que ahí estaba la clave del estilo de Steiner. Para los oídos modernos, la prosa de Goethe suena desagradablemente rígida y ampulosa, hasta en novelas como Wilhelm Meister y Las afinidades electivas. Las Conversaciones con Eckermann demuestran que incluso hablaba de esa manera: «En relación con el arte, la religión es como cualquier otro interés elevado. Debe considerarse como un material parecido a cualquier otro material vital. La fe o la falta de fe no son los órganos con que debe percibirse la obra de arte. Por el contrario, se requieren facultades y capacidades humanas completamente diferentes…». La idea es muy clara, pero es difícil imaginar a un filósofo moderno, aunque sea un profesor universitario, expresándose en una forma tan abstracta. Creo que, después de años de trabajar en el Archivo Goethe de Weimar, el estilo de la prosa de Goethe se había convertido para Steiner en su segunda naturaleza. Además, me produjo profunda simpatía lo que Steiner trató de hacer en sus primeros trabajos. Al igual que el joven H. G. Wells, casi en ese mismo tiempo, se sintió fascinado por la ciencia y el método científico. Sin embargo, le repugnaba la visión materialista del mundo de la ciencia moderna. Quería demostrar que no servía; que el materialismo total no logra explicar las complejidades del universo y la existencia humana. Pero no le bastaba denunciarlo en un terreno vagamente artístico o poético. Quería hallar una especie de «palanca» intelectual para derribar la ciencia desde la base. En Isis sin velo, Madame Blavatsky dedicó también mucho tiempo a atacar a la ciencia moderna; pero como espiritista y «ocultista» jamás tuvo la menor posibilidad de convencer a un solo científico. Steiner razona como una persona que posee gran comprensión de la ciencia y la filosofía modernas, y el resultado es impresionante. Si Steiner hubiera muerto antes de haber dado el salto hacia el «ocultismo», actualmente estaría considerado —como Bergson, Whitehead, Samuel Alexander, Hans Driesch, Edmund Husserl, Maurice Merleau-Ponty y Karl Popper— como un filósofo que quería demostrar que el materialismo científico es demasiado limitado. Después de leer esos libros, me sentí culpable, como un hombre que ha acusado a otro de deshonesto y luego descubre que es completamente honesto. Por supuesto, era posible que Steiner se hubiera «vendido» alrededor de 1900 aceptando las ventajas de ser un mesías religioso; pero, a juzgar por sus primeros trabajos, parecía poco probable. Los hombres como Steiner no suelen defraudarse a sí mismos. Como me quedé tan fascinado por el desarrollo de las ideas de Steiner, el capítulo que escribí acerca de él en mi historia de la psicometría, The Psychic Detectives, resultó demasiado largo. Cuando me dijeron que había que reducir la extensión del libro, las páginas sobre la ideas filosóficas de Steiner parecían las candidatas obvias. Pero su eliminación me produjo tanto pesar que decidí usarlas como base para un libro sobre Steiner. Escribí al editor y le pregunté si todavía tenía interés en ello; afortunadamente su respuesta fue afirmativa. Así pues, una vez más respiré con profundidad y me sumergí en la lectura de las obras de Steiner. Esta vez decidí empezar con la autobiografía que había escrito antes de su muerte. Fue una decisión afortunada. Los alumnos le habían pedido a Steiner que escribiera algo acerca de su desarrollo intelectual y así lo hizo, en una serie de artículos editados en la publicación de la Sociedad Antroposófica, El Goetheanum. Como escribía para estudiantes y discípulos, y no para el público general, evidentemente Steiner pensó que podía escribir sobre todo lo que le interesaba y detenerse en largas meditaciones cuando lo creyera conveniente. Después de cuatrocientas páginas, su autobiografía apenas llegaba a 1907, y en ese momento, murió, agotado por la responsabilidad de un mesías con demasiados discípulos. (Debe de haber habido momentos en que se sintió como un pastel desmigajado). El resultado es un relato maravillosamente detallado de su evolución en los primeros momentos que responde a las preguntas más importantes. Además, no queda ninguna duda de que se produjo un cambio fundamental de dirección en la vida de Steiner. A principios de la década de 1890 —en ese momento estaba en la treintena— Steiner ya había desarrollado todos los conceptos que iban a constituir la base de la «ciencia oculta». W. B. Yeats dijo una vez que cuando fue a Londres era como un viejo cañón de bronce a punto de explotar. Esto también es cierto en el caso de Steiner, cuando fue a Berlín en 1897. Estaba preparado para abordar una nueva visión de la evolución humana en el mundo. Entonces, ¿qué fue lo que falló? Porque no tengo ninguna duda de que algo falló, provocando su prematura muerte a los 64 años. (Steiner siempre había gozado de muy buena salud y se podría haber esperado que, como Goethe, viviera hasta los ochenta). Sospecho que su primer error fue aceptar convertirse en el director alemán de la Sociedad Teosófica, la organización fundada por Madame Blavatsky. En términos intelectuales, Steiner era muchísimo más importante que los otros integrantes de la sociedad. Ya había formulado su filosofía básica. No tenía nada que ganar asociándose con personas consideradas como chiflados ocultistas, que creían que Madame Blavatsky era el portavoz de los Maestros Secretos que vivían en las montañas del Tibet. Peor aún, los teósofos habían descubierto en 1909 un nuevo mesías, un joven hindú de catorce años llamado Jiddu Krishnamurti, y anunciaron que sería el próximo salvador del mundo. Steiner se negó rotundamente a aceptarlo, y poco tiempo después, rompió sus relaciones con los teósofos. Pero fue demasiado tarde para evitar que fuera juzgado por el mismo rasero que los teósofos. No ha hecho ningún bien a la reputación de Steiner verse unido a Madame Blavatsky. 

Pero había otro problema que seguramente Steiner no podía prever. En el siglo XIX, se podía ser una celebridad, y sin embargo, tener un grado razonable de intimidad. Y no únicamente porque en los años anteriores a las fotos de los periódicos no se pudiera reconocer fácilmente a una persona notoria. Charles Dickens se vio envuelto en un accidente ferroviario. Se dirigió al conductor del tren y le dijo: 

—¿Sabe usted quién soy? 

—Sí, señor —respondió el hombre—. El señor Dickens. 

—Bien —dijo Dickens—, entonces haga lo que yo le diga. —Y se dispuso a hacerse cargo de las tareas de rescate. 

Pero si esa misma persona hubiera visto a Dickens en la calle o comiendo en un restaurante, ciertamente no habría corrido hacia él para pedirle un autógrafo. El cambio que se produjo en el siglo XX se debió en gran parte a los nuevos medios de comunicación: la radio, el cine, los periódicos de circulación masiva, que han hecho que se amplíe la brecha psicológica entre el «hombre famoso» y el hombre de la calle. Si todos en el mundo civilizado conocen el nombre de Charlie Chaplin o Greta Garbo, es natural que la mayoría de las personas exageren su importancia, que imaginen que están rodeados por una especie de aura mágica. Por lo tanto, la noticia de que una de estas figuras consideradas como dioses se encuentra en un determinado hotel es suficiente para que multitudes de personas se congreguen allí, esperando ver al prodigio. Steiner llegó a la edad adulta en la época de Dickens, pero se convirtió en una celebridad en la época de Charlie Chaplin. Su biógrafo, Günther Wachsmuth, relata que, en los primeros tiempos, Steiner trató de ofrecer ayuda y consejo a tantos de sus seguidores como fuera posible, pero a medida que éstos aumentaban, la tentativa se tornó imposible. Otro biógrafo, Albert Steffen, habla de las colas de personas instaladas de la mañana a la noche en la puerta de la casa de Steiner, a la espera de confiarle sus problemas y pedirle consejo. 

Steiner sufrió también otra consecuencia del «mecanismo de la celebridad»: la malicia. Cuando un gran número de personas admira a un hombre (o peor, lo reverencia), éste está expuesto a despertar hostilidad en quienes creen, inconscientemente, que también merecen ser admirados o reverenciados. Steffen relata la completa falta de malicia entre los propios discípulos de Steiner durante aquellos primeros años; se sentían tan honrados por las enseñanzas de Steiner que la malicia habría sido impensable. Pero esta actitud bastaría para hacer que los observadores creyeran que se trataba de un clan muy desagradable, una sociedad de admiración mutua que estaba necesitando un correctivo. Cuando Steiner decidió comunicar su mensaje al mundo mediante conferencias y artículos, creyó que su tarea era explicar lo que había aprendido en los veinte años de estudio y meditación. Probablemente esperó el desconcierto o la falta de interés; difícilmente habría podido anticipar la tempestad de hostilidad que llevó al incendio de El Goetheanum y a la tentativa de golpearlo en un hotel. Aunque Steffen dice que Steiner poseía una enorme fuerza espiritual, hay poderosos motivos para sospechar que murió de desaliento. A partir de la muerte de Steiner, sus ideas han perdurado en escuelas dedicadas a las teorías sobre educación, en granjas organizadas según sus ideas agrícolas, incluso en hospitales y clínicas basadas en sus creencias acerca de la relación entre el cuerpo y el espíritu. Sin embargo, la obra que el propio Steiner habría considerado la más importante —que podría llamarse su «filosofía de la actividad espiritual»— jamás ha logrado llegar al público culto. Se espera que una persona de cultura bastante amplia sepa algo acerca de Jung, del Maharishi, de Buckminster Fuller y Marshall McLuhan, quizá algo sobre Gurdjieff y Ouspensky. Pero incluso entre los intelectuales, son muy pocos los que tienen una vaga idea acerca de la filosofía de Rudolf Steiner. De modo que antes de iniciar una exposición sistemática de su vida y su obra, intentaré hacer una breve descripción de su idea fundamental. Una vez que ésta se haya comprendido, todo será más fácil. Sin ella, su obra está destinada a parecer un caos desconectado de teorías y especulaciones. 

El punto inicial de Steiner es su convencimiento de que «detrás» de este mundo material, que nos revelan nuestros sentidos, existe un mundo espiritual o suprasensible. Por supuesto, esto se aparece a la creencia central de la mayoría de las grandes religiones del mundo, pero en el caso de Steiner hay un importante corolario. Además, estaba convencido de que, mediante un sencillo entrenamiento, todos pueden desarrollar la facultad de ver ese otro reino del ser. Él mismo aseguraba haber alcanzado esa capacidad y dedicó todo su esfuerzo a mostrar a sus seguidores el modo de lograrlo. Es importante no confundir la «percepción suprasensorial» de Steiner con la clarividencia o la mediumnidad. A diferencia de Madame Blavatsky, que inició su carrera como médium espiritual, Steiner sentía una gran desconfianza acerca del espiritismo. No es que dudara de los hechos básicos: que hay vida después de la muerte y que el hombre puede comunicarse con «espíritus». Pero creía que los espiritistas perdían el tiempo concentrándose en esos fenómenos. Supongamos que se puede coger una especie de teléfono psíquico y hablar con Albert Einstein en el cielo (o donde esté). ¿Aprenderíamos la teoría de la ¿relatividad o nos ayudaría a comprender su concepción del espacio-tiempo? Evidentemente, no. Si se quieren conocer estas cosas, es necesario poner gran cantidad de energía mental para aprenderlas. Y una vez hecho esto, habremos «conocido» mucho más a Einstein que si nos hubieran permitido hablar con él. Y la comunicación con espíritus —mediante un tablero Ouija o en una sesión espiritista— no ofrecerá la menor concepción acerca de los reinos del significado que se ocultan detrás de la realidad material. Esto exige el desarrollo de una clase peculiar de visión, una «visión interna». Y, según Steiner, esa visión interna se alcanza en tres etapas distintas. A la primera la llama «pensamiento (o imaginación); a la segunda, «inspiración»; y a la tercera, «intuición». Parece bastante inofensivo (e insípido). Pero no hay nada insípido ni vago en la exposición de Steiner sobre las tres etapas. Es precisa, detallada y pragmática. Nunca habla con el tono de un falso profeta que desea embaucar a los demás. Se parece más a un profesor de matemáticas, que se esfuerza para que sus alumnos sigan su razonamiento. La etapa primera y más importante de la visión es el pensamiento. Es la más importante porque es el puente entre nuestro estado cotidiano de conciencia, ordinario y confuso, y los estados del «conocimiento superior». Durante el resto de este capítulo trataré de mostrar qué quiere decir exactamente 

Steiner cuando habla de esta primera etapa. Una vez comprendido esto, el lector podrá entrar en el mundo de la propia visión de Steiner acerca de la evolución humana. Podríamos empezar con la simple observación de que la conciencia humana pasa la mayor parte del tiempo atrapada en el mundo físico. Según Sartre, es la verdad básica de la existencia humana; el hombre está adherido a la existencia física como una mosca a un papel cazamoscas. Nos parece oportuno mencionar aquí a Sartre porque su pensamiento es, en todos los sentidos, diametralmente opuesto al de Steiner, y se puede usar como una especie de «bajo continuo» filosófico sobre el que pueden medirse las ideas de Steiner. Según Sartre, la vida humana no tiene sentido, y por lo tanto, es trágica. Cuando un hombre se siente cansado —o completamente aburrido por la rutina— puede, de pronto, tomar plena conciencia de su carencia de sentido. Experimenta el sentimiento de «¿Qué estoy haciendo aquí?» De pronto, el mundo parece aterrador y extraño. Sartre llama a ese reconocimiento repentino de la falta de sentido «náusea» o «el absurdo» (Camus usó la expresión de Sartre). Según Sartre, la «náusea» revela la verdad básica acerca de la existencia humana: que «no tiene sentido vivir y no tiene sentido morir». «El hombre —dice Sartre— es una pasión inútil.» Tratamos de ocultarlo viviendo el momento presente o dejándonos llevar por las emociones o, simplemente, mintiéndonos sobre el significado del universo. 

Indudablemente, Sartre rechazaría rotundamente la filosofía de Steiner, considerándola como un tejido de falsedades y mala fe. Pero, aparentemente, Sartre jamás comprendió una interesante realidad de la conciencia humana. Para percibir algo, debemos replegarnos en nuestro interior. Un ejemplo claro sería cuando se escucha música: muchas personas cierran los ojos, y para disfrutar de ella, se repliegan en algún «espacio mental» detrás de los ojos. Del mismo modo, cuando disfrutamos verdaderamente de un libro, ya no estamos sentados en un sillón frente a la chimenea; hemos flotado hacia alguna otra parte. Ahora bien, podría parecer que esto sólo se aplica a la experiencia «artística». ¿Ya no vale entonces para el momento en que vamos a coger el autobús, o comemos un bocadillo, o esperamos que el semáforo se ponga verde? Pero una sencilla reflexión revela que esto no es así. Gozo más de mi bocadillo cuando estoy relajado, «dentro de mí mismo». Por este motivo una mecanógrafa prefiere comer el bocadillo en el banco de una plaza tranquila y no en mitad de Piccadilly Circus. Cuando uno está tenso e irritable, la conciencia, por así decirlo, ha subido a la superficie y uno ve el mundo como una turbadora confusión. Si uno trata de leer un artículo del periódico en este estado, no lo «recibe», y hasta le será necesario leer el mismo párrafo varias veces. Si se va a una galería de arte, no se ven realmente los cuadros. Uno los mira, pero de algún modo no los «recibe». La palabra «recibir» revela lo que hacemos cuando realmente «vemos» algo. Lo ponemos dentro de nosotros, como cuando un tigre se apodera de su presa y la arrastra a su cubil. La explicación de esto es muy sencilla. Nuestro cerebro contiene una gigantesca biblioteca de recuerdos: todo lo que nos ha ocurrido durante el curso de nuestra vida e incluso (si Jung tiene razón) remotos recuerdos ancestrales que hemos heredado de nuestros antepasados. Si todos esos recuerdos estuvieran anotados en libros y colocados en estantes, como en una verdadera biblioteca, el edificio tendría que ser tan grande como nuestro planeta. 

Los científicos no tuvieron conciencia de la enorme extensión de esta biblioteca cerebral hasta después de 1933, año en que un neurocirujano llamado Wilder Penfield hizo un descubrimiento muy interesante. Realizaba una operación cerebral en un paciente completamente despierto (como el cerebro no tiene nervios, no siente dolor). Tocó por casualidad el córtex temporal —asiento de la memoria— con un instrumento quirúrgico que transmitía una leve corriente eléctrica. Mientras el instrumento eléctrico estuvo en contacto con el córtex, el paciente recordó su infancia de un modo tan preciso y detallado que era como si volviera a vivirla. Accidentalmente, Penfield había puesto en marcha alguna «cassette» de la memoria. Cada roce del instrumento provocó un recuerdo aislado con todos sus detalles. 

Pensemos ahora en el conocimiento que tiene un hombre de su esposa. Cuando entra en la habitación, él siente que la «conoce» muy bien. Si algún amigo le pidiera que narrara en detalle la historia del noviazgo, él recordaría toda clase de cosas semiolvidadas. Y si su esposa volviera a entrar en la habitación, él la vería con «ojos diferentes». Porque, al evocar esos recuerdos, él le ha agregado a ella una dimensión de realidad. Todos conocemos la experiencia de hablar de alguien que no está presente y sentir que de algún modo hemos llegado a conocerlo mejor. 

Lo que Sartre denomina «náusea» es meramente una percepción superficial. Y nos dice muy poco acerca del mundo que nos rodea. Para percibir realmente el mundo, yo debo retirarme «dentro de mí mismo». Si consigo sumergirme en uno de esos estados de paz interior y meditación serena que a veces se alcanzan cuando «no hay presiones», puedo sentir, en ocasiones, que realmente estoy viendo las cosas por primera vez. Todo parece más rico, más completo y más interesante. La diferencia entre esta percepción y mi percepción cotidiana es como la que existe entre un interior holandés de Van Eyck y un dibujo del Pato Donald trazado por Walt Disney. Sólo puedo lograr esta percepción más rica y profunda sumergiéndome dentro de mí mismo. 

Ahora bien, todos los animales tienen, en cierta medida, la capacidad de retirarse «dentro de sí mismos». Sin embargo, parece razonable suponer que un perro o una vaca no poseen un gran espacio interior al que retirarse. Y hay muchos seres humanos que no están mejor dotados. Sartre dice del propietario de la cafetería en La Náusea: «Cuando la cafetería se vacia, también se le vacia la cabeza»; y de su propio padre: «Cuando miraba dentro de sí mismo, encontraba un desierto». Sabemos que esto no es estrictamente la verdad. Nadie contiene un desierto, porque todos poseemos una inmensa biblioteca en nuestras mentes. Pero, por lo general, los libros no están a nuestro alcance. Es un hecho que los seres humanos difieren de los demás animales porque su mundo interior está mucho mejor provisto que el de los perros y los gatos. Cuando miro por la ventanilla del tren, puedo reflexionar acerca de mi infancia, o de mis últimas vacaciones, o acerca de otras mil cosas, incluidos Sartre y Rudolf Steiner. Por supuesto, gran parte de estos pensamientos son asociaciones libres, algo así como ir en un bote a la deriva en un río de lenta corriente, mirando las plantas. Pero el bote tiene un motor, y cuando es necesario, también puedo pensar en algo concreto. Puedo usar la mente para resolver problemas que serían insolubles para un animal. Este es un acontecimiento muy reciente en la evolución del hombre. Los antepasados que construyeron las primeras ciudades alrededor del año 6000 a.C. eran profundamente religiosos —por alguna misteriosa razón el hombre ha sido siempre un animal religioso— pero pensaban muy poco. 

Resolvían problemas mediante el sentido común y la aproximación. La primera prueba del empleo de la mente para tratar de comprender el universo es la Gran Pirámide, construida hacia 2600 a.C., porque hay serias razones para creer que era un gigantesco observatorio astronómico destinado a ayudar a los sacerdotes a catalogar las estrellas. Stonehenge, construido más o menos en la misma época, aunque sirviera también para otras funciones, parece haber sido pensado como un ordenador astronómico. 

Pero sólo unos 2000 años más tarde, durante la edad de oro de Grecia, encontramos verdadero pensamiento en el sentido moderno de la palabra. Como todas las grandes revoluciones, ocurrió de la noche a la mañana. Basta leer los diálogos platónicos para ver que Sócrates y Platón se divertían con el pensamiento tanto como un aficionado al fútbol goza de la final de la copa. Pensaban por placer. En El Banquete, uno de los invitados dice que Sócrates permaneció, en una ocasión, en el mismo sitio durante veinticuatro horas pensando acerca de un problema. Sin duda, esto no es verdad; sin embargo, expresa un rasgo esencial del espíritu socrático. Implica que Sócrates podía olvidar el mundo exterior y realizar un viaje de veinticuatro horas dentro de sí mismo. Un siglo más tarde, Euclides dedicó su vida a poner por escrito todas las teorías básicas de la geometría, una actividad que a cualquiera de los antiguos constructores de ciudades le habría parecido increíblemente aburrida. Sin embargo, para Euclides la geometría era tan importante como la comida y la bebida. La facultad de pensar es tan nueva —porque en términos de evolución, dos o tres mil años son apenas un abrir y cerrar de ojos— que no hemos empezado a comprender su significación. Todos pasamos años en la escuela aprendiendo a leer y a escribir; el hombre de las cavernas era naturalmente pasivo. Sentía que era sólo un producto de la naturaleza. Cuando tenía hambre, buscaba comida; cuando llovía, buscaba abrigo. Simplemente, reaccionaba ante los problemas. Pero el desarrollo del pensamiento empezó a convertirlo en otra clase de criatura. El pensamiento no teme tratar de controlar la naturaleza. Cada vez que el hombre resuelve un problema importante, experimenta un curioso regocijo, la sensación momentánea de que es mucho más poderoso de lo que creía. El hombre antiguo creía en dioses; después de la llegada del pensamiento, el hombre empezó a comprender que él mismo contenía fragmentos de divinidad. 

Generalmente, estas visiones son breves, porque la complejidad de la vida moderna nos mantiene atrapados en la «percepción superficial». Tendemos a sentir que somos hijos de las circunstancias, víctimas del destino. Sartre llama «contingencia» al sentimiento de que somos de algún modo innecesarios y superfluos. Y esto se debe en gran medida a nuestro sentimiento de que poseemos muy escaso control de nosotros mismos. Cuando tenemos hambre, nos sentimos muy mal; cuando estamos cansados, tenemos mal humor; cuando estamos tensos, nos mordemos las uñas. Y en un estado de profundo pesimismo, podemos sentir que la vida es una prolongada batalla que se saldará con una derrota inevitable. 

Sin embargo, incluso en este estado de ánimo, el poder del pensamiento puede impulsarnos de nuevo hacia el optimismo. Podemos estudiar este proceso, por ejemplo, en la oda de Wordsworth llamada «Intimación a la inmortalidad». Empieza con un estado de ánimo profundamente pesimista; el poeta dice que en su infancia el mundo le parecía «vestido de luz celestial» y que ahora eso ha cambiado: «Ya no puedo ver las cosas que he visto». «El cielo nos rodea en nuestra infancia», pero «las sombras de la prisión caen sobre el adolescente…» Sin embargo admite que, ese hermoso día de sol, «ha llegado a mí la idea del dolor», pero que «una oportuna reflexión» ha traído el alivio, «Y ahora, soy nuevamente fuerte». Mediante la profunda meditación acerca de los motivos del dolor, el poeta ha vuelto a sentir fuerza y certidumbre interior, merced a su pensamiento. Steiner habría dicho que había entrado en el mundo del pensamiento, logrando así una sensación más profunda de la realidad. Wordsworth expresa esta misma idea cuando escribe (dirigiéndose a su amigo Coleridge): 

Tú, cuyo aspecto exterior desmiente la inmensidad de tu alma… 

Empezamos a entender así por qué dice Steiner que este ingreso en el «mundo del pensamiento» es el primer paso importante en el «viaje interior» que conduce al «conocimiento de los mundos superiores». Afirma que, aunque el hombre moderno siente que lo sabe todo acerca del pensamiento, aún no ha empezado siquiera a comprender la verdadera naturaleza de la revolución que ocurrió en los tiempos de Platón. Todavía se siente «contingente». Su imagen de sí mismo es aún básicamente negativa. Esto se debe a que no logra reconocer que su mundo interior es un reino en sí mismo, un universo interior en el sentido más literal. Dedica demasiado tiempo a la «percepción superficial», y siente que la mente es apenas una especie de mecanismo que lo ayuda a mantenerse vivo, así como una aspiradora le sirve al ama de casa para mantener limpias las habitaciones. No logra comprender lo que Sir Edward Dyer quería decir cuando afirmaba «Mi mente es para mí un reino». Este poder de viajar dentro de sí mismo es nuevo y extraño. En lo que concierne a los viajes interiores, el hombre moderno apenas acaba de aprobar el examen de conducir, y todavía teme aventurarse más allá del final de la calle. En realidad, posee un poder completamente nuevo, una nueva dimensión de movilidad. Steiner consideraba que poner este reconocimiento a la clara luz de la consciencia era una de sus tareas principales. Esto explica por qué sus seguidores eran tan alegres y optimistas. Sentían que él les había dado una extraordinaria «buena noticia»; sin embargo era una buena noticia intelectual, y no algo que exigiera fe ni aceptación religiosa. 

Hay otra razón más que justifica el optimismo evolucionista. Durante los últimos diez mil años, la supervivencia del hombre se ha debido sobre todo a su capacidad de concentrarse en lo particular. Ha desarrollado una especie de microscopio mental para resolver los infinitos problemas y las complejidades de la existencia. Y ahora este microscopio se ha convertido en su segunda naturaleza, de modo que mira todo el tiempo por él. El problema es que limita su campo visual, lo reduce al estrecho horizonte del presente. La principal desventaja de este microscopio es que obliga a exagerar todos sus problemas, a convertir granos de arena en montañas. Esto explica que la visión general que el hombre tiene de su existencia sea mucho más angustiosa de lo que debería ser. El hombre cae constantemente en estado de ansiedad acerca de problemas que puede resolver con gran facilidad. 

Cuando esta ansiedad desaparece en parte —sea por sí misma o por un esfuerzo deliberado— experimenta una maravillosa sensación de libertad, el sentimiento que Chesterton llamaba una «absurda buena noticia». Y esto no se debe solamente a que el problema mismo se haya desvanecido; se debe a que su alivio le da una brusca visión panorámica de su propia existencia, que le asombra por la lejanía del horizonte. El hombre comprende entonces que ha estado viviendo en una especie de barrio sórdido de la mente cuando es propietario de un palacio. Ve que todos los problemas a que dedica una parte tan grande de su energía mental pueden ser resueltos con gran facilidad. Ve que sus poderes son mucho mayores de lo que creía y que lo que le ha impedido advertir eso antes es ese «microscopio mental» que lo reduce a la trivialidad y el aburrimiento. En un sentido paradójico ya está libre y feliz y sólo un malentendido le impide comprenderlo. 

Qué podemos hacer acerca de esto? El psicólogo Abraham Maslow ha descubierto la respuesta. Maslow decidió estudiar la psicología de las personas sanas y descubrió que todas las personas sanas parecen tener regularmente «experiencias pico»: deliciosas sensaciones de burbujeante felicidad y libertad. Mientras hablaba con sus discípulos de experiencias pico, ellos empezaban a recordar experiencias semejantes que habían tenido en el pasado y que habían olvidado hasta ese momento. Y mientras hablaban de sus experiencias pico y las recordaban, los estudiantes empezaron a sentir experiencias pico. Bastaba pensar regularmente en ellas, y orientar la mente en esa dirección. Otra cosa más. Mientras Wilder Penfield realizaba sus experiencias sobre la corteza cerebral, con el paciente consciente, descubrió que mientras éste veía una especie de película mental de su propia infancia, era también plenamente consciente de la habitación que lo rodeaba. Esto significaba que la dos corrientes de la conciencia fluían simultáneamente sin mezclarse. Esto le sorprendió porque siempre había pensado que la conciencia era una actividad de las células nerviosas (neuronas), un mero producto del cerebro. Pero si era así, las dos corrientes deberían haberse mezclado como el agua fría y caliente en el lavabo. Esto parecía sugerir que algo las mantenía separadas. Si el cerebro es un ordenador, entonces tiene un «programador» que está por encima de su actividad. Podría decirse que Penfield demostró la existencia del alma. Steiner pasó su vida combatiendo el «reduccionismo» científico, es decir, el punto de vista de que la conciencia es una mera actividad cerebral, así como arder es la actividad del fuego. Enseñaba que el hombre posee un «yo controlador» que es el más elevado de sus «componentes». Medio siglo después de la muerte de Steiner, un médico norteamericano llamado Howard Miller llegaría a la misma conclusión sobre bases puramente médicas*. Sería posible dedicar todo un capítulo a demostrar que muchas de las ideas ocultistas de Steiner han sido reivindicadas o por lo menos reforzadas por la ciencia moderna. 

*. Véase mi obra Frankenstein"s Castle, capítulo 7. 

El punto fundamental de las enseñanzas de Steiner es que si nos tomamos la molestia de reconocer la existencia independiente de los mundos interiores del pensamiento y de mantener la mente orientada hacia ellos, pronto nos tornaremos conscientes de su realidad. No estamos, como pensaba Sartre, abandonados en el universo de la materia como una ballena en una playa. Ese mundo interior es nuestro hogar natural. Además, una vez que podemos percibir esta verdad, también podemos reconocer que poseemos un «yo esencial», un «verdadero yo», una identidad fundamental que va mucho más allá de nuestra débil sensación habitual de ser «yo»


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