Identidad - Francis Fukuyama


Identidad – Francis Fukuyama · General. Comentarios. Este libro no se habría escrito si Donald J. Trump no hubiera sido elegido presidente en noviembre de ...




Este libro no se habría escrito si Donald J. Trump no hubiera sido elegido presidente en noviembre de 2016. Como muchos estadounidenses, me sorprendió el resultado y me preocuparon sus implicaciones para Estados Unidos y el mundo. Fue la segunda gran sorpresa electoral de ese año; la primera fue la votación en Reino Unido para abandonar la Unión Europea el mes de junio anterior. He pasado gran parte de las últimas dos décadas analizando el desarrollo de las instituciones políticas modernas: cómo surgieron el Estado, el imperio de la ley y la rendición de cuentas democrática, cómo evolucionaron e interactuaron y, finalmente, cómo entraron en decadencia. Mucho antes de la elección de Trump, escribí que las instituciones estadounidenses se degradaban a medida que poderosos grupos de interés cooptaban progresivamente el Estado y éste quedaba limitado a una estructura rígida incapaz de reformarse. El propio Trump era tanto un producto como parte causante de esa decadencia. La promesa de su candidatura consistía en que, al ser alguien ajeno al panorama político, usaría el mandato popular para sacudir el sistema y hacerlo funcionar de nuevo. Los estadounidenses estaban cansados de la parálisis partidista y anhelaban un líder fuerte que volviera a unir al país, que superara lo que he llamado la «vetocracia»: la capacidad de los grupos minoritarios de bloquear la acción colectiva. Un auge populista parecido fue lo que llevó a Franklin D. Roosevelt a la Casa Blanca en 1932 y cambió la política estadounidense para las siguientes dos generaciones. El problema de Trump era doble, por sus políticas y por su personalidad. Era probable que su nacionalismo económico empeorara las cosas en lugar de mejorarlas para quienes lo apoyaban, mientras que su abierta preferencia por los hombres fuertes y autoritarios, en detrimento de los aliados democráticos, prometía desestabilizar el orden internacional. Con respecto a la personalidad, era difícil imaginar a alguien menos apropiado para ser presidente de Estados Unidos. Carecía completamente de las virtudes que uno asocia con el liderazgo (integridad, fiabilidad, buen juicio, devoción por el interés público y una brújula moral incuestionable).

El principal objetivo de Trump a lo largo de su carrera había sido la autopromoción, y no había tenido empacho a la hora de sortear a personas o leyes que se interpusieran en su camino por cualquier medio a su alcance. Trump representaba una tendencia general de la política internacional hacia lo que se ha dado en llamar nacionalpopulismo.[1] Los líderes populistas tratan de utilizar la legitimidad conferida por las elecciones democráticas para consolidar su poder. Afirman defender una conexión carismática directa con «la gente», que a veces se define en términos étnicos que excluyen a gran parte de la población. No les gustan las instituciones y buscan socavar los controles y contrapesos que limitan el poder personal del líder en una democracia liberal moderna: los tribunales, el parlamento, los medios de comunicación independientes y una burocracia no partidista. Otros líderes contemporáneos que podrían incluirse en esta categoría son Vladímir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Viktor Orbán en Hungría, Jaroslaw Kaczynski en Polonia y Rodrigo Duterte en Filipinas. La oleada mundial hacia la democracia que comenzó a mediados de la década de 1970 ha derivado en lo que mi colega Larry Diamond califica de recesión mundial.[2] En 1970, sólo había unas treinta y cinco democracias electorales, una cifra que aumentó de manera constante durante las siguientes tres décadas hasta alcanzar casi ciento veinte a principios de la década de 2000. La mayor aceleración se produjo entre 1989 y 1991, cuando el colapso del comunismo en Europa del Este y la antigua Unión Soviética provocó una oleada democrática en toda la región. Sin embargo, desde mediados de 2000, la tendencia se ha revertido y los números totales han disminuido.

Mientras tanto, los países autoritarios, liderados por China, han ganado confianza y se han tornado más asertivos. No es sorprendente que las potenciales nuevas democracias como Túnez, Ucrania y Birmania deban luchar a fondo para construir instituciones viables, o que la democracia liberal no haya arraigado en Afganistán o Irak después de las intervenciones de Estados Unidos en dichos países. Es decepcionante, aunque no del todo sorprendente, que Rusia haya vuelto a la tradición autoritaria. Lo que era mucho más inesperado era que las amenazas a la democracia surgieran dentro de las propias democracias consolidadas. Hungría fue uno de los primeros países de Europa del Este en derrocar a su régimen comunista. Cuando entró en la OTAN y en la Unión Europea, parecía haberse reincorporado a Europa como lo que los politólogos describían como una democracia liberal «consolidada». Sin embargo, bajo Orbán y su partido Fidesz, ha liderado el camino hacia lo que Orbán ha denominado una «democracia iliberal». Pero aún mayores sorpresas provocaron los votos en Reino Unido y Estados Unidos en relación con el brexit y Trump, respectivamente. Estas dos democracias fueron los principales arquitectos del orden internacional liberal moderno, países que lideraron la revolución «neoliberal» bajo Ronald Reagan y Margaret Thatcher durante los años ochenta. Sin embargo, ellos mismos parecían retirarse hacia un nacionalismo más cerrado.

Esto me lleva a los orígenes del presente volumen. Desde que publiqué mi ensayo «¿El fin de la historia?»[3] a mediados de 1989, y el libro El fin de la Historia y el último hombre (Planeta, Barcelona, 1992), me han preguntado con frecuencia si el acontecimiento X no invalidó mi tesis. X podía ser un golpe de Estado en Perú, la guerra en los Balcanes, los ataques del 11 de septiembre, la crisis financiera mundial o, más recientemente, la elección de Donald Trump y la oleada nacionalpopulista ya descrita. La mayoría de estas críticas se basaron en un simple malentendido de la tesis. Utilicé la palabra historia en el sentido hegeliano-marxista, es decir, la historia evolutiva a largo plazo de las instituciones humanas que, alternativamente, podrían denominarse desarrollo o modernización. La palabra fin no tenía un sentido de «terminación», sino de «meta» u «objetivo». Karl Marx sugirió que el final de la historia sería una utopía comunista, y me limitaba a sugerir que la versión de Hegel, donde el desarrollo desembocaba en un Estado liberal vinculado a una economía de mercado, me resultaba más plausible.[4] Esto no quiere decir que mis puntos de vista no hayan cambiado con los años. El replanteamiento más completo que he podido proporcionar está contenido en mis dos volúmenes Los orígenes del orden político y Orden y decadencia de la política,[5] que en conjunto pueden entenderse como un esfuerzo por volver a escribir El fin de la Historia y el último hombre según mi visión de la política mundial actual. Los dos cambios más importantes en mi forma de verla conciernen, primero, a la dificultad de desarrollar un Estado moderno e impersonal, el problema al que me referí como «llegar a Dinamarca», y segundo, la posibilidad de que una democracia liberal moderna decaiga o retroceda.

Sin embargo, mis críticos obviaron otra cosa. No se dieron cuenta de que el ensayo original tenía un signo de interrogación al final del título, y omitieron los últimos capítulos de El fin de la Historia y el último hombre que se centraban en el problema del Último Hombre de Nietzsche.

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