El pasado nos sirve para entender que la aceleración de nuestras vidas no es una fatalidad ni responde a fragilidades individuales. Su explicación habría que buscarla en las condiciones que impone el sistema económico
Sonsoles Hernández Barbosa 19/08/2022
Tiempos Modernos’ (Charlie Chaplin, 1936). |
Vivimos sacudidos por la prisa. También aquejados por síndromes conceptualizados como hiperactividad, trastorno de déficit de atención, adicciones, estrés, burnout, cansancio crónico. ¿Qué hay detrás de este creciente número de afecciones mentales? El estudio de la cultura material del presente y del pasado nos permite pensar cómo los objetos que acompañan nuestra cotidianeidad condicionan nuestra psicología, nuestros comportamientos y el modo en que nos relacionamos con el mundo.
Quizás el ejemplo más evidente sean las pantallas. El uso generalizado de tablets y smartphones además de generar adicciones, nos mantienen en continuo en estado de alerta, con notificaciones que nos avisan de cambios de estado, al tiempo que propician un consumo acelerado de contenidos al incitarnos a responder a varias aplicaciones, o incluso pantallas, simultáneamente. En Inglaterra, el diario británico The Guardian señalaba que después del confinamiento de los primeros meses de pandemia los alumnos no se acostumbraban a las clases magistrales tradicionales. Los contenidos a los que accedían en streaming a una velocidad de 1,5 volvían lentas las clases teóricas al uso. La velocidad se ha convertido en un componente más de nuestra cotidianeidad. Vivimos más deprisa, fruto de la exigencia constante de nuestra atención, y somos cada vez más impacientes, producto de la cultura de la inmediatez en que estamos insertos.
Hace casi medio siglo, una de las escritoras que mejor ha sabido captar los vericuetos de la cotidianeidad en nuestra lengua, Carmen Martín Gaite, advertía ya de esta enfermedad de la prisa y, en particular, del peligro que supone entender que este estado rutinario de velocidad pudiera naturalizarse: “Y es que cuando vemos que a todo el mundo le pasan las mismas cosas no nos paramos a pensar por qué, ni si podrían dejar de pasarle. Nos abandonamos a la inercia de aceptar que lo que ocurre siempre es porque tiene fatales raíces en la esencia de lo humano” (Recetas contra la prisa, 1973).
Esa inercia fatal que nos aqueja, que Martín Gaite formulaba con juiciosa intuición, ha sido cuestionada por la perspectiva histórica. Los modos en que sentimos no están radicados “en la esencia de lo humano” sino anclados históricamente, condicionados de forma histórica y geográfica. Ser conscientes de ello nos permite desuniversalizar y desnaturalizar ciertas prácticas y formas de sentir y actuar. Así, por ejemplo, tendemos a entender el estrés como un condicionante forzoso en nuestras vidas cuando, en cambio, se encuentra inextricablemente unido a unas condiciones de trabajo, las regidas por la productividad del sistema capitalista que somete nuestro mundo. De hecho, los primeros casos de estrés fueron identificados a finales del siglo XIX, en el momento en que se consolidaba la economía industrial, como han demostrado recientemente colegas británicas. No es casual que el consumo de drogas se popularizase entonces, como paliativo ante la aparición de enfermedades nerviosas.
Los primeros casos de estrés fueron identificados a finales del siglo XIX, en el momento en que se consolidaba la economía industrial
La hiperestimulación a la que se somete el individuo con el surgimiento de la metrópolis moderna y su impacto sobre la psicología del urbanita fueron advertidos a finales del siglo XIX, en plena modernidad capitalista, por el sociólogo Georg Simmel. Lo formuló del siguiente modo, señalando que la cultura objetiva –las producciones materiales– se imponen sobre la subjetividad –la vida mental de los individuos–, es decir, las producciones materiales nos acaban definiendo como individuos. Simmel identificó que la metrópolis moderna ejercía un impacto en la psicología del individuo con su sobrevenir de estímulos: escaparates cambiantes repletos de objetos en transformación, anuncios publicitarios dispuestos en el mobiliario y en el transporte urbanos, o las nuevas relaciones interpersonales definidas por el contacto estrecho y fugaz entre desconocidos. La economía capitalista creaba así las condiciones para una demanda continua de atención que buscaba seducir con sus productos. Todo ello suponía que la cultura objetiva tuviese un impacto definitivo en la psicología del individuo moderno, cuya memoria de sí mismo y su identidad se presentaban inestables por primera vez en la historia a finales del XIX.
El propio nacimiento del capitalismo es consustancial a un artefacto tecnológico: el reloj
Como componente fundamental de la experiencia perceptiva moderna se sumaba a ello el empleo de tecnologías en constante renovación. El propio nacimiento del capitalismo es consustancial a un artefacto tecnológico: el reloj, que con la Revolución Industrial pasó a convertirse en un objeto necesario en la sincronización del trabajo, y los empleados priorizaban entre sus adquisiciones en cuanto mejoraban sus niveles de vida.
La tecnología aparece asociada a la ideología del progreso decimonónica. Para un individuo de finales del siglo XIX resultaba evidente que el cambio, la transformación histórica, equivalía a progreso. Eran precisamente la tecnología y las comunicaciones los ámbitos en los que de forma más palpable este se manifestaba. Unas tecnologías ya en el siglo XIX asociadas a la idea de obsolescencia, lo cual exigía, y exige, de sus compradores un adiestramiento constante. Unas tecnologías que se renuevan para mantener vivo el interés en su adquisición, lo que favorece a su vez el consumo, que desde el capitalismo industrial aparece asociado a otro fenómeno contemporáneo como es el fomento de la compra por capricho, innecesaria: de ahí el papel crucial de la publicidad, el escaparatismo y otras técnicas de marketing.
Las tecnologías nacen en el siglo XIX bajo la utopía de hacernos la vida más fácil: evitarnos la escritura mediante el dictado de la voz o ahorrarnos el desplazamiento a los conciertos trayéndonos la reproducción de música a casa. Ambas situaciones planeaban en el imaginario de finales del siglo XIX como utopías realizables en el año 2000.
El buceo en el pasado nos sirve para entender que la aceleración de nuestras vidas no es una fatalidad, ni responde únicamente a fragilidades individuales
Hoy tal vez sea el momento de imaginar nuevos escenarios de futuro. El buceo en el pasado nos sirve para entender que la aceleración de nuestras vidas no es una fatalidad, ni responde únicamente a fragilidades individuales. Su explicación habría que buscarla más bien en las condiciones que impone nuestro sistema económico, que no son las únicas posibles. En efecto, desde el origen del capitalismo existían zonas en el planeta ajenas a la economía capitalista en las que sus habitantes disponían de las necesidades materiales básicas: alimento y cobijo. Sin apelar a evocaciones nostálgicas ni al retroceso tecnológico, pueden ser imaginadas otras condiciones de producción y consumo que den cita a una tecnología más humana y confortable, posicionada en torno al bienestar del individuo. Cambiar las condiciones supondría cambiar nuestra salud y también la de un planeta que flaquea ante el crecimiento económico desmedido y la esquilma de sus recursos. Quizás así podamos volver a sentirnos dueños de nuestros cuerpos y más conectados con nuestro entorno.
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Sonsoles Hernández Barbosa es profesora titular de Historia del Arte en la Universitat de les Illes Balears. Su último libro es Vidas excitadas. Sensorialidad y capitalismo en la cultura moderna (Sans Soleil, 2022).
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