Como sabrán los circunstanciales seguidores de esta bitácora, uno de los historiadores que no pueden faltar, pues se cuenta entre mis favoritos, es Enzo Traverso. Así que cualquier obra nueva que ofrezca, aun no siendo totalmente inédita, merece ser recogida, como ocurre con Revolution. An Intellectual History (Verso). El propio autor nos explica qué contiene en el preámbulo, que dice así:
“Este libro nació de un par de seminarios de posgrado que tuve el placer de impartir en los últimos años en la Universidad de Cornell y, de forma más condensada, en otras universidades tanto de Europa como de América Latina, especialmente en la Universidad de San Martín y el CeDInCi de Buenos Aires, Argentina, en noviembre de 2018; y en la Universidad de Valencia, España, en enero de 2020.
Una primera versión, mucho más breve, del capítulo 6 apareció en South Atlantic Quarterly, 116/4 (2017), con el título ‘Historicizing Communism: A Twentieth-Century Chameleon’, y posteriormente se tradujo al español y al alemán, donde apareció en dos libros recopilatorios: 1917: La Revolución rusa cien años después, ed. Juan Andrade y Fernando Hernández Sánchez (Madrid: Akal, 2017), y Anti!Kommunismus: Struktur einer Ideologie, ed. Jour Fixe Initiative Berlin (Muenster: Edition Assemblage, 2017). También he resumido algunas ideas del capítulo 1 en ‘Las locomotoras de la historia’, incluido en Esther Cohen (ed.), Imágenes de Resistencia (México: UNAM, 2020), donde siguen los comentarios críticos de Aureliano Ortega Esquivel (‘Del progreso a su némesis: Metáforas del ferrocarril’). Una primera versión, muy breve, del capítulo 5 apareció en español con el título ‘El tortuoso camino de la libertad‘ en La Maleta de Portbou, 38 (2019)”.
Y reconocidos los referentes, vayamos a algunas de las primeras palabras del volumen:
“Hace muchos años, al salir de una exposición en el Museo del Louvre justo antes de la hora de cierre, me encontré de repente en una sala vacía -todos los demás visitantes ya se habían ido- frente a La balsa de la Medusa (1819) de Théodore Géricault. El impacto de ese momento impactante ha perdurado, y todavía tengo un claro recuerdo de lo que sentí. Por supuesto, conocía este cuadro, una de las obras más famosas del arte romántico del siglo XIX, pero este encuentro inesperado me reveló una obra completamente desconocida: estaba admirando una de las más poderosas alegorías del naufragio de la revolución. No sólo la Revolución Francesa, la única en la que pudo pensar el pintor al realizar su obra maestra, sino también -y sobre todo- las revoluciones del siglo XX, que acababan de pasar en el momento de mi visita al Louvre. Muchos detalles de este lienzo monumental alcanzaron un claro significado para mí al relacionarse con la historia revolucionaria moderna.
Las imágenes nos miran. Como ha explicado magistralmente Horst Bredekamp, no son objetos pasivos o muertos entregados a nuestra mirada interpretativa. Son creaciones vivas cuyo significado trasciende los propósitos e intenciones de sus autores, adquiriendo así una nueva realidad y significado con el paso del tiempo. Lejos de estar congelados, su significado cambia diacrónicamente, en la medida en que su potencial se renueva permanentemente. Al igual que los textos literarios, viven en una relación dialógica con sus observadores: “Las imágenes no son pasivas. Son engendradoras de todo tipo de experiencias y acciones relacionadas con la percepción. Esta es la quintaesencia del acto de la imagen“.
A diferencia del Angelus Novus de Paul Klee, que Walter Benjamin interpretó previendo un paisaje de ruinas no incluido en el propio lienzo, la obra de Géricault ofrece un conjunto asombrosamente rico de elementos alegóricos que interrogan insistentemente al historiador de las revoluciones dos siglos después de su realización. La historia de este lienzo es demasiado conocida como para necesitar una explicación considerable. (…)
Al representar esta balsa en un mar tormentoso, el lienzo se centra en el contraste entre la desesperación y la esperanza: la desesperación que embarga a la tripulación y la esperanza de unos pocos de entre ellos que distinguen la silueta de una vela en el horizonte, la vela del bergantín Argus que los rescatará. Esta chispa de esperanza la encarna un marinero negro que, subiéndose a un barril de vino vacío, agita un trapo rojo, probablemente un trozo de su propia ropa. Toda la muchedumbre se ve superada por esta figura que, expresando energía muscular y presencia física, choca con el agotamiento de sus compañeros. De hecho, en la balsa real había un superviviente negro, un marinero llamado Jean-Charles, y Géricault le dio los rasgos de Joseph, el modelo negro más conocido de su época en París. Esta elección, que reflejaba claramente las opiniones abolicionistas del pintor, aludía a su proyecto de un ambicioso lienzo contra la trata de esclavos que nunca llegó a completar. Agotado por la realización de La balsa de la Medusa y debilitado por la tuberculosis, murió en 1824.
(…)
Sin referirse a La balsa de la Medusa, Walter Benjamin esbozó una imagen comparable en 1936, cuando editó en el exilio, bajo el nombre de Detlev Holz, una colección de cartas de los principales pensadores de la Ilustración con el título Deutsche Menschen (Hombres y mujeres alemanes). En los ejemplares que dedicó a su hermana Dora y a su amigo Gershom Scholem, presentó el libro como un “arca, construida según un modelo judío”, que bajó “cuando empezó a subir el diluvio fascista”. El propósito de Benjamin era el salvamento de la cultura alemana amenazada por el nazismo, y el prototipo judío de esta arca, sugirió Scholem, era una herencia textual: Benjamin aludía al hecho de que, a lo largo de los siglos, “los judíos se refugiaron de las persecuciones en el Libro, el libro canónico”. Desde este punto de vista, el libro-balsa de Spassky también se construyó “según un modelo judío”, ya que representaba los escritos de Marx como un arca que permitía a la izquierda revolucionaria resistir tanto la ola nacionalista de 1914 como la traición de la socialdemocracia. El naufragio de las revoluciones del siglo XX, sin embargo, sigue esperando un arca o un barco-libro. Su salvamento no requiere la conservación fetichista de un legado intacto de experiencias y textos. Por el contrario, significa un trabajo crítico del pasado que no puede prescindir ni de la teoría ni de los textos canónicos, pero sin un arca o una balsa este trabajo no puede llevarse a cabo
El método que inspira este ensayo histórico sobre la revolución debe mucho a Karl Marx y a Walter Benjamin. Fiel a su tradición intelectual, aborda la revolución como una interrupción repentina -y casi siempre violenta- del continuo histórico, como una ruptura del orden social y político. Contra la narrativa “revisionista” que ha proliferado tras el colapso del socialismo real, cuya profunda sabiduría sostiene que cambiar el mundo significa construir el totalitarismo, pretende rehabilitar el concepto de revolución como clave interpretativa de la historia moderna. Sin embargo, se aleja del marxismo clásico en la medida en que no adopta una mirada historicista. En primer lugar, no describe la revolución como el resultado de una causalidad determinista, o el resultado de una especie de “ley” histórica. (…)
Pero hay una segunda visión de la revolución que recorre los escritos políticos de Marx. Se centra en la agencia humana y describe el pasado como el reino de la lucha de clases. Sin descuidar la base material de los conflictos sociales, este enfoque evita el determinismo económico y hace hincapié en las potencialidades transformadoras de la subjetividad política. Relegada en la mayoría de los casos a un segundo plano en sus obras económicas, la lucha de clases late en cada página de sus ensayos políticos, desde los relativos a las revoluciones de 1848 hasta los de la Comuna de París. En estos textos, la historia ya no es el resultado de “un proceso de historia natural”, sino el resultado de la acción colectiva, de las pasiones, de las utopías y de los impulsos desinteresados que se funden con los intereses egoístas, el cinismo e incluso el odio. (…)
En definitiva, la historia es un proceso permanente de producción de subjetividades. Las luchas de clases engendran giros históricos que trascienden sus premisas y no pueden explicarse exclusivamente a través de la necesidad económica o la sumisión mecánica a factores estructurales. Para Marx, tanto las revoluciones como las contrarrevoluciones revelan la “autonomía de lo político”.16
El entrelazamiento de causalidad y agencia, determinismo estructural y subjetividad política -dos claves explicativas que tienden a permanecer separadas en los escritos de Marx- ha producido los mejores logros de la historiografía marxista, desde la Historia de la Revolución Rusa de Trotsky (1930-32) hasta Los jacobinos negros (1938) de C. L. R. James, ; desde La lucha de clases en el apogeo de la revolución francesa, 1793-1795 (1947), de Daniel Guérin, hasta La revolución interrumpida (1971), de Adolfo Gilly. (…)
(…)
Las revoluciones son la historia que se respira. Rehabilitar las revoluciones como hitos de la modernidad y momentos por excelencia del cambio histórico no significa romantizarlas. Su susceptibilidad al recuerdo lírico y a la representación icónica no impide que una mirada crítica capte no sólo sus rasgos liberadores, sino también sus vacilaciones, ambigüedades, caminos equívocos y retrocesos, todos ellos pertenecientes a sus múltiples y contradictorias potencialidades, todas ellas incluidas en su intensidad ontológica. (…)”.
© Enzo Traverso / Verso Books
https://clionauta.hypotheses.org/24106
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