Un intento de conclusión hermenéutica (y apesadumbrada)
En las primeras páginas de “The lessons of history” (Las lecciones de la historia) que el filósofo e historiador estadounidense Will Durant (1885-1981) escribió junto con su esposa y que fuera publicado en 1968, puede leerse: “Cuando sus estudios llegan a término, el historiador afronta un desafío: ¿de qué utilidad han sido esos estudios? ¿Se aprende acerca de la naturaleza humana más de lo que el hombre de la calle puede aprender sin abrir un libro? ¿Se obtiene de la historia cualquier esclarecimiento de la condición presente, cualquier orientación sobre los juicios y conductas de los seres humanos? ¿Se encuentran en la sucesión de los acontecimientos pasados regularidades que permiten predecir los futuros actos de la humanidad o la suerte de las naciones? ¿Es posible que, al fin de cuentas, la historia no tenga sentido, que no enseñe nada y que el inmenso pasado no sea más que el enfadoso ensayo de los errores que en el futuro se cometerán en grados y escalas mayores?”.
A todas estas preguntas Durant da una vaga respuesta. Es más, asegura que “evidentemente, la historiografía no puede ser una ciencia”, una afirmación que por lo menos resulta polémica. Según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la historia es la narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados, una disciplina que estudia y narra cronológicamente esos acontecimientos pasados. Por otro lado, la RAE define a la historiografía como la disciplina que se ocupa del estudio de la historia, como el estudio bibliográfico y crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado estas materias; y también como el conjunto de obras o estudios de carácter histórico. Así, mientras la historia es el pasado en sí mismo y la narración de los sucesos importantes que tuvieron lugar en él, la historiografía es el método y el conocimiento que se usan para la descripción de esos acontecimientos históricos. Por esa razón, se llega a la conclusión de que la historiografía es la ciencia de la historia.
Es innegable que una narración histórica es una construcción hecha por el historiador en base a su estudio de las fuentes. Cuando un historiador decide investigar el pasado, inevitablemente se enfrenta con diferentes problemas. No es posible reconstruir la totalidad del pasado. Por eso los historiadores realizan una selección de aquellos aspectos del pasado que les resultan más interesantes. Hace casi dos milenios, el escritor sirio-romano Luciano de Samósata (125-181) aseguraba en su “Quomodo historia conscribenda sit” (Cómo debe escribirse la historia) que “si la historia fuera además acompañada de amenidad, atraería a muchos seguidores, pero antes de ocuparse de la belleza debe atender a su propio fin, es decir, poner en claro la verdad”. Tarea difícil si las hay, más cuando se trata de estudiar la historia de una figura como Trotsky quien, a causa de su accionar revolucionario y de su ideología política, ha encontrado con el correr de los años tanto adeptos como antagonistas, admiradores como detractores, discípulos como enemigos. En fin, su historia no está libre de las habituales opiniones contradictorias que provocan la infinidad de personajes cuyo paso por la vida ha implicado, para bien o para mal, algún acontecimiento trascendental en la historia de la humanidad.
Allá por 1944, el físico y filósofo austríaco Erwin Schrödinger (1887-1961) postuló en su obra “Was ist leben?” (¿Qué es la vida?), que “la tendencia natural de las cosas es el desorden”. Si bien se refería a aspectos de la biofísica, en sus últimos años decidió aplicar ese principio al estudio de los procesos políticos y sociales que inciden en la vida. Así, en “Meine weltansicht” (Mi visión del mundo), escribió: “Si un hombre nunca se contradice a sí mismo, la razón debe ser porque prácticamente nunca dice nada”. Indudablemente han de ser muchísimas las personas que han dicho mucho a lo largo de sus vidas, y entre ellas el que tuvo una existencia desordenada y en medio de ese barullo dijo mucho con aciertos y contradicciones, fue Trotsky. ¿O acaso Müntzer, Robespierre, Blanqui y tantos otros revolucionarios no tuvieron contradicciones?
Las armas de Trotsky fueron primordialmente las de la palabra, hablada y escrita, una herramienta intelectual en la que se conjugaron la teoría y la acción política en el convulsionado siglo XX, un siglo marcado por acontecimientos revolucionarios y contrarrevolucionarios, crisis económicas, guerras mundiales. Un siglo en el que la supremacía del sistema capitalista se hizo cada vez más notoria y la germinación del imperialismo financiero a manos del neoliberalismo provocó un colosal aumento de la desigualdad socio-económica en el mundo, un problema del que la inmensa mayoría de las personas no toma conciencia y que constituye un verdadero desafío para la humanidad.
El antes mencionado Will Durant esbozó un panegírico de este sistema al asegurar en la obra citada que “el capitalista, desde luego, ha cumplido una función creadora en la historia: ha reunido los ahorros de la gente en un capital productivo mediante la promesa de dividendos o intereses; ha costeado la mecanización de la industria y de la agricultura y la organización racional de la distribución; y el resultado ha sido una corriente de bienes del productor al consumidor nunca presenciada antes por la historia. Este capitalista ha puesto a su servicio el evangelio de la libertad, alegando que los hombres de negocios relativamente liberados de portazgos y reglamentaciones legislativas pueden ofrecer al público una abundancia de alimentos, casas, comodidades y conveniencias. En la libre empresa, el acicate de la competencia y el celo y los afanes de la propiedad estimulan la producción y la inventiva; casi toda capacidad económica encuentra tarde o temprano su lugar y premio en la barajadura de talentos y la selección natural de aptitudes”.
Por su parte, con un sentido más práctico, la socióloga chilena Marta Harnecker (1937-2019) decía en su ensayo “Explotación capitalista”: “El capitalismo representa un avance muy grande en el desarrollo de la sociedad en comparación con los sistemas sociales anteriores. Ello hace que el sistema capitalista aparezca como el único sistema capaz de proporcionar al hombre su completo bienestar. Sin embargo, basta observar la realidad de la sociedad capitalista para darnos cuenta de que esto no es así. Si pensamos en el extraordinario aumento de la capacidad productiva que se ha alcanzado bajo este sistema, de ella debería haber resultado la abolición de las privaciones y la miseria. Pero no ha sido ese el resultado, ni siquiera en los países capitalistas más avanzados y ricos del mundo, en los que existe hambre en medio de la abundancia, pobreza en medio de la riqueza. Tiene que existir algo fundamentalmente malo en un sistema económico en el que existen tales contradicciones”.
“Efectivamente -agregó-, algo anda mal. El sistema capitalista es ineficiente y destructivo, irracional e injusto. Lo es porque es incapaz de dar trabajo útil a todos los hombres y mujeres que lo desean y, al mismo tiempo, permite que miles de personas, física y mentalmente sanas, vivan sin haber trabajado jamás. Es incapaz de desarrollar los recursos del país, de aprovechar la totalidad del potencial humano; es incapaz de resolver la contradicción de que existan tierras ociosas junto a campesinos sin tierras. Es ineficiente y destructivo porque destina muchos hombres y materiales a la producción de los más extravagantes bienes de lujo, dejando de producir los bienes más elementales para la vida del pueblo. Esta ineficiencia y destrucción no es una simple falla que pueda corregirse, sino que forma parte de la naturaleza del sistema capitalista. Esos males sólo desaparecerán cuando el sistema capitalista sea abolido en toda la tierra”.
Ya en el siglo XXI, bajo la potestad del tan egregio “evangelio de la libertad”, las crisis del sistema económico dominante son cada vez más periódicas. Fenómenos como la globalización, la concentración económica, el crecimiento del capital especulativo, el lavado de dinero, la fuga de capitales, la proliferación de paraísos fiscales, las fraudulentas deudas externas, la desocupación, la informalidad laboral, el incremento de las migraciones clandestinas, el desarrollo desigual de las fuerzas productivas, el daño ecológico, etc. son síntomas evidentes e incontrastables de la decadencia de un sistema irracional e injusto que ya ni siquiera puede garantizar el bienestar de los sectores medios de la población mundial. ¿Es esta realidad el “fin de la historia”, el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad” que pregonaba hace tres décadas el politólogo estadounidense Francis Fukuyama (1952)? ¿O esta realidad es una versión de la historia como una repetición sin fin de desastres, una “catástrofe única que se acumula derrota tras derrota” según palabras del filósofo alemán Walter Benjamin (1892-1940)?
En 1995, el astrónomo y divulgador científico estadounidense Carl Sagan (1934-1996) advertía en “The demon haunted world” (El mundo y sus demonios) sobre los peligros de la manipulación histórica. De pensamiento liberal y simpatizante de las instituciones en el marco del capitalismo, en su ensayo varias veces defendió a Trotsky como adversario del estalinismo y el sistema burocrático imperante en la Unión Soviética. “Poco después de que Stalin llegara al poder -escribió-, empezaron a desaparecer las fotografías de Trotsky, figura monumental en las revoluciones de 1905 y 1917. Ocuparon su lugar cuadros heroicos y totalmente anti-históricos de Stalin y Lenin dirigiendo juntos la Revolución Bolchevique, mientras Trotsky, el fundador del Ejército Rojo, no aparecía por ninguna parte”.
Y agregó: “Esas imágenes se convirtieron en iconos del Estado. Las nuevas generaciones crecieron creyendo que aquella era su historia. Las generaciones anteriores empezaron a pensar que recordaban algo, una especie de síndrome de falsa memoria política. Los que conseguían acomodar sus recuerdos reales a lo que los líderes deseaban que creyeran, ejercitaban lo que Orwell describió como ‘doble moral’. Los bolcheviques viejos que recordaban el papel periférico de Stalin en la Revolución y el central de Trotsky, eran denunciados como traidores o pequeño-burgueses incorregibles, encarcelados, torturados y, después de ser obligados a confesar su traición en público, ejecutados. Es posible -dado el control absoluto sobre los medios de comunicación- reescribir los recuerdos de cientos de miles de personas si hay una generación que lo asume”. Alertaba así sobre los peligros de la manipulación histórica para las generaciones venideras, y a la vez dejaba un mensaje esperanzador sobre el futuro de la humanidad al afirmar que “es difícil mantener siempre ocultas verdades históricas poderosas”.
Algunos años después, en 2009, en “Pour sauver la planète, sortez du capitalisme” (Para salvar el planeta, salir del capitalismo), el ecologista francés Hervé Kempf (1957) afirmó que “el capitalismo se trata de un proceso histórico que se extiende desde hace tres siglos y que, en la actualidad, alcanza un estado de supremacía sobre las otras culturas, en donde manifiesta sus consecuencias más extremas”. ¿Pero, qué es?, se pregunta. “La discusión al respecto llena volúmenes pero, extrañamente, es raro encontrar una definición clara. La del mafioso estadounidense Al Capone (1899-1947), publicada en ‘Alternatives économiques’, es sin duda la más exacta: ‘El capitalismo es el chantaje legítimo organizado por la clase dominante’. Pero, la franqueza de la expresión de este especialista podría perturbar la serenidad del debate, por lo que prefiero una definición más técnica: el capitalismo es un estado social en el que se supone que los individuos sólo están motivados por la búsqueda del beneficio y aceptan que el mecanismo del mercado regule todas las actividades que los relacionan entre ellos”.
“El punto culmine de la alienación capitalista -agregó más adelante- tiene lugar cuando el humano mismo se convierte en mercancía. ‘Es el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal o, para hablar en términos de economía política, el tiempo en donde todo, moral o físico, habiéndose transformado en valor venal, es llevado al mercado’, escribía Karl Marx en ‘Miseria de la filosofía’. Ahora bien, en el capitalismo, el control del sistema económico por parte del mercado tiene efectos irresistibles sobre toda la organización de la sociedad: significa, sin más, que la sociedad es auxiliar al mercado. En lugar de hacer que la economía encaje en las relaciones sociales, son las relaciones sociales las que deben encajar en el sistema económico. Ahí tenemos nuestra guía: salir del capitalismo es reconocer que las personas tienen otras motivaciones para actuar además de su propio interés. Hay trabajo por hacer, ya que la representación del mercado como única forma de expresar las relaciones sociales invadió la conciencia política”.
Un año después, el escritor y político germano-francés Stéphane Hessel (1917-2013) publicaba “Indignez-vous!” (¡Indignaos!), un alegato contra la indiferencia y a favor de la insurrección pacífica en el cual afirmaba que “todo buen ciudadano debe indignarse actualmente porque el mundo va mal, gobernado por unos poderes financieros que lo acaparan todo”. El escritor y economista español José Luis Sampedro (1917-2013) escribió el prólogo de ese ensayo, en el cual afirmó que “lo esencial del capitalismo es su creencia de que, gracias a la competencia privada, cuanto más egoísta se comporte cada individuo, tanto más contribuirá al progreso colectivo. Se desprestigian así, todas las actitudes cuyos móviles no sean los económicos”.
“¿De verdad estamos en una democracia? -se pregunta el Premio Nacional de las Letras Españolas-. ¿De verdad bajo ese nombre gobiernan los pueblos de muchos países? ¿O hace tiempo que se ha evolucionado de otro modo? El dinero y sus dueños tienen más poder que los gobiernos. Como dice Hessel, ‘el poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos, y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general’. Luchad para salvar los logros democráticos basados en valores éticos, de justicia y libertad prometidos tras la dolorosa lección de la Segunda Guerra Mundial. Para distinguir entre opinión pública y opinión mediática, para no sucumbir al engaño propagandístico. ‘Los medios de comunicación están en manos de la gente pudiente’, señala Hessel. Y yo añado: ¿quién es la gente pudiente? Los que se han apoderado de lo que es de todos. Y como es de todos, es nuestro derecho y nuestro deber recuperarlo al servicio de nuestra libertad. No siempre es fácil saber quién manda en realidad, ni cómo defendernos del atropello”.
Anticipándose a todas las sombrías opiniones sobre el sistema capitalista antes mencionadas (seguramente debe haber muchas más en esa dirección), siete décadas antes Trotsky escribió: “El capitalismo tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado todas las partes del mundo con sus lazos económicos. De esa manera, ha proporcionado los prerrequisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el capitalismo no se encuentra en situación de cumplir esa tarea prioritaria. Las fuerzas productivas superaron, ya hace tiempo, los límites del Estado nacional, transformando en consecuencia lo que antes era un factor histórico progresivo en una restricción insoportable”.
Resulta una tarea bastante ardua tratar de desacreditar los razonamientos de Trotsky. Sus ideas se han vuelto, por las lecciones y debates que concentran, herramientas para los desafíos de la época actual, una época en la cual la gran mayoría de las personas viven una contradicción manifiesta entre su naturaleza humana y su existencia vital. El capitalismo es un modo de producción históricamente condicionado y, por lo tanto, condenado a agotarse como consecuencia de sus propias contradicciones. Esas contradicciones son las “más peligrosas para el presente inmediato, no sólo para la capacidad del motor económico del capitalismo de continuar funcionando, sino también para la reproducción de la vida humana en unas condiciones mínimamente razonables”, afirmó el geógrafo y teórico social inglés David Harvey (1935) en su ensayo “The enigma of capital and the crises of capitalism” (El enigma del capital y las crisis del capitalismo).
En “Das kapital” (El capital), Marx concebía el desarrollo capitalista como un proceso plagado inevitablemente de movimientos catastróficos. Y alertaba, ya por aquel entonces, que la sobrevida del capitalismo entrañaba una destrucción abismal de las condiciones de existencia de la civilización humana y de su medio ambiente como un todo. Hace ochenta años, el economista austro-estadounidense Joseph Schumpeter (1883-1950), un economista heterodoxo, ni neoclásico ni marxista, no habló de “catástrofe” sino de “destrucción creativa”, un proceso continuo de innovación tecnológica. En su ensayo “Capitalism, socialism and democracy” (Capitalismo, socialismo y democracia) aseguró que lo que llevaría al fin del capitalismo sería su propio “éxito”. La “destrucción creativa” suponía un proceso de mutación industrial que revoluciona constantemente la estructura económica desde adentro, destruyendo incesantemente la antigua y creando incesantemente una nueva.
Schumpeter, quien para algunos economistas fue para el capitalismo lo que Sigmund Freud (1856-1939) había sido para la mente, y para otros fue para la economía lo que Charles Darwin (1809-1882) había sido para la biología, sostuvo en su ensayo que el capitalismo era por naturaleza una forma o método de cambio económico y no sólo nunca era, sino que nunca podía ser estacionario. Las innovaciones exitosas eran normalmente una fuente de poder temporal en el mercado, erosionando las ganancias y la posición de las empresas antiguas, pero en última instancia sucumbían a la presión de nuevos inventos comercializados por otros competidores. Y se preguntaba: “¿Puede el capitalismo sobrevivir?”. “No, no creo que pueda”, fue su respuesta en el mismo ensayo.
El recuerdo de Trotsky es relevante porque muchas de sus predicciones y sus análisis se cumplieron con exactitud casi profética después de su muerte. Su herencia intelectual ha sido rescatada en foros académicos, conferencias y simposios donde se discute la mejor forma de enfrentar la globalización y la mundialización del capital. Para el historiador costarricense Rodrigo Quesada Monge (1952), en una conferencia que dictó en la Universidad de Costa Rica en mayo de 2013, Trotsky dejó como legado una caja de herramientas metodológicas, teóricas y analíticas excepcionales. Cuando Thomas Carlyle (1795-1881), el gran historiador inglés, preparaba en 1845 su biografía de Oliver Cromwell (1599-1658), decía que había tenido que extraer a su biografiado de debajo de una enorme pila de perros muertos. “Con esto -expresó Quesada Monge- Carlyle se refería a que la labor del historiador, con más frecuencia de la debida, es ingrata y no retribuye siempre con el éxito los esfuerzos realizados para recuperar procesos y personas, que se encuentran enterrados bajo montañas de prejuicios, mitos y maledicencia”. Luego agregó: “Se requiere voluntad y dedicación, a pesar de las grandes desilusiones y frustraciones que trae consigo la investigación histórica, para devolverle a personas y procesos de civilización el perfil justo y verdadero que merecen en un determinado momento. Por eso, también, alguien decía que cada época cuenta con sus propios historiadores y con sus propias formas de escribir y de investigar la historia. Pero todo este penoso asunto es comprensible en un primer momento, porque la personalidad política de Trotsky genera pasiones, odios y rencores en todos aquellos que defienden no sólo al sistema capitalista como totalidad, sino también en quienes fueron responsables de haber destruido y malversado una de las revoluciones más radicales y profundas de que tenga registro la historia. ¿Por qué tanto esmero en destruirlo política e históricamente?”.
El renombrado escritor argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) escribió alguna vez: “No hay memoria que empañar, porque nadie recuerda nada”. Los numerosos textos que preceden a este colofón fueron publicados precisamente para evitar caer en la desmemoria. Son miradas diferentes pero todas tienen algo en común: se apartan del estereotipo acrítico e irreflexivo con el que muchas veces se biografía a algún protagonista de la historia. Lógicamente, al referirse a uno los personajes más emblemáticos, controvertidos y polémicos del siglo XX, de alguna manera influyen en cada una de las observaciones los posicionamientos ideológicos o los compromisos políticos. Por esa razón, a cada una de ellas es conveniente leerlas con objetividad, dejando de lado los prejuicios o los intereses particulares.
“Como sabemos -escribió el filósofo francés Jean Paul Sartre (1905-1980) en uno de los ensayos que componen su voluminosa obra titulada “Situations” (Situaciones)-, el mundo exterior se percibe a través de los sentidos. Esos conocimientos sensibles se transforman luego en conocimientos racionales, es decir, en conceptos, en ideas. Este es el primer gran paso del pensamiento humano: la transformación de los hechos (externos) en ideas (internas). El segundo gran paso es el movimiento inverso (y complementario), la transformación de las ideas en hechos. De la transformación de los hechos en ideas nace el pensamiento y de ellas nacen las acciones. El pensamiento produce acciones y las acciones, nuevos pensamientos”.
Lamentablemente, muchas veces las acciones derivadas del pensamiento son producto de la omisión del razonamiento, requisito indispensable para validar los pensamientos y las acciones que ellos estimulan. ¿Desidia o necedad? Seguramente tenía razón el comediógrafo cartaginés Publio Terencio (194-159 a.C.) cuando afirmaba que “tantos pareceres hay como cuantos son los hombres”, aserto que no quita validez a la sentencia del poeta y dramaturgo francés Casimir Delavigne (1793-1843): “Desde los tiempos de Adán, los necios son mayoría”. Así está el mundo hoy.
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