Un país bañado en sangre Paul Auster

  May 8, 2023

El escritor estadunidense Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) explora en su libro más reciente, Un país bañado en sangre, la violencia campante en Estados Unidos, donde cada año son asesinados con armas de fuego más de 40 mil personas y genera afectaciones en la vida de millones más. La obra incluye fotografías de Spencer Ostrander, en una traducción al español de Benito Gómez Ibáñez.

«La pistola que mató a mi abuelo es la misma arma que destrozó la vida de mi padre.» Paul Auster, como la mayoría de los niños estadounidenses, creció jugando con pistolas de juguete e imitando a los vaqueros de las películas del Oeste. Pero también aprendió que las familias pueden quedar destrozadas como consecuencia de la violencia: su abuela disparó y mató a su abuelo cuando su padre tenía solo seis años, algo que afectó a la vida de toda la familia durante décadas.

Ningún tema divide más a los estadounidenses que el debate sobre las armas y, cada día, más de cien personas mueren a causa de ellas. Estas cifras se alejan tanto de lo que sucede en otros países que solo cabe preguntarse por qué.

«¿Por qué es tan diferente Estados Unidos y qué nos convierte en el país más violento del mundo occidental?», escribe Auster.

La maestría narrativa de Paul Auster se une a las impactantes fotografías de Spencer Ostrander en un libro que mezcla biografía, anécdotas históricas y un análisis certero de los datos. Un país bañado en sangre abarca desde el origen de Estados Unidos, marcado por el conflicto armado contra la población nativa y la esclavitud de millones de personas, hasta los tiroteos masivos que dominan la actualidad informativa, en un círculo vicioso que se alimenta a sí mismo.

Adelanto

Nunca he poseído un arma de fuego. No una de verdad, en cualquier caso, aunque durante dos o tres años después de dejar los pañales, me paseaba por ahí con un revólver de seis tiros colgando de la cadera. Yo era texano, aunque viviera en el extrarradio de Newark, Nueva Jersey, porque entonces, en los primeros años cincuenta, el Salvaje Oes te estaba en todas partes e incontables legiones de chicos norteamericanos poseían con orgullo un sombrero de vaquero y una pistola de juguete barata enfundada en una cartuchera de imitación cuero. De cuando en cuando, una ristra de petardos de percusión se introducía frente al martillo de la pistola para imitar el sonido de una bala de verdad proyectada hacia donde se apuntara, y al disparar se suprimía del mundo a otro malvado. La mayoría de las veces, sin embargo, era suficiente apretar el gatillo y gritar: «iBang, bang, estás muerto!».

La fuente de esas fantasías era la televisión, un fenómeno nuevo que empezó a llegar a amplias multitudes precisamente en la época en que nací (1947), y, como daba la casualidad de que mi padre era dueño de una tienda de electrodomésticos que vendía diversas marcas de televisores, yo ostenté la distinción de ser uno de los primeros habitantes del planeta en vivir con un aparato de televisión desde el día en que nací. Hopalong Cassidy y El Llanero Solitario son las dos emisiones que mejor recuerdo, pero durante mis años preescolares la programación vespertina también incluía una avalancha diaria de películas del Oeste de serie B de la década de los treinta y principios de la de los cuarenta, en especial las interpretadas por el apuesto y atlético Buster Crabbe y el viejo cascarrabias de Al St. John, su compinche. Todo lo que salía en esas películas y esos programas televisivos era un puro disparate, pero a los tres, cuatro o cinco años yo era demasiado pequeño para comprenderlo, y un mundo nítidamente dividido entre hombres con sombrero blanco y hombres con sombrero negro se adecuaba a la perfección a las confusas capacidades de m1 Joven y primitivo cerebro. Mis héroes eran zopencos de buen corazón, tardaban en enfadarse, no les gustaba hablar y se mostraban tímidos ante las mujeres, pero distinguían entre el bien y el mal y eran capaces de ganar a puñetazos y a tiros a los bandidos siempre que pendía una amenaza sobre un rebaño de ganado o peligraba la seguridad de la ciudad.

En esas historias todo el mundo llevaba pistola, héroes y villanos por igual, pero solo la del héroe era un instrumento de justicia y rectitud, y, como yo no me imaginaba a mí mismo como villano sino como héroe, el revólver sujeto a la cintura con una correa constituía la señal de mi propia virtud e integridad, la prueba palpable de mi fantasiosa y fingida hombría. Sin la pistola, no habría sido un héroe, solo un niño.

Durante aquellos años ansiaba tener un caballo, pero ni por un momento se me ocurrió desear un arma de verdad, ni siquiera disparar con alguna. Cuando al fin llegó la ocasión de hacerlo, ya tenía nueve o diez años y había superado tiempo atrás mi fantástico mundo infantil de vaqueros televisivos. Por entonces era un atleta, con especial devoción por el béisbol, pero también lector de libros y a veces autor de pésimos poemas, un niño aún que seguía laboriosamente el sendero en zigzag que conduce a ser mayor. Aquel verano, mis padres me enviaron interno a un campamento de verano de Nuevo Hampshire, donde además de béisbol había natación, piragüismo, tenis, tiro con arco, equitación y un par de sesiones semanales en el campo de tiro, donde por primera vez experimenté los placeres de aprender a manejar una carabina de calibre 22 y de disparar balas a una diana de papel fijada a una pared a unos veinticinco o cincuenta metros (he olvidado la distancia exacta, pero entonces me parecía adecuada: ni cerca ni lejos). El monitor que nos entrenaba conocía bien su cometido, y tengo vívidos recuerdos de cómo enseñaba a colocar las manos al empuñar el arma, cómo enfocar la diana a lo largo de la mira al final del cañón, cómo respirar adecuadamente al preparar el disparo y cómo apretar el gatillo con un movimiento lento y suave para lanzar al aire la bala a través del cañón. Yo tenía una vista aguda por entonces, y lo entendí enseguida, primero tumbado bocabajo en el suelo, postura con la que una vez conseguí cuarenta y siete puntos de cincuenta en los cinco disparos que componían una ronda, y luego desde una posición sentada, que entrañaba todo un nuevo inventario de técnicas, pero, justo cuando avanzaba hacia la posición de rodillas, se acabó el verano y así concluyó mi carrera de tirador. Mis padres decidieron que el campamento quedaba muy lejos y al verano siguiente me enviaron a otro más o menos a la mitad de distancia de donde vivíamos, y allí el tiro al blanco no estaba incluido en el catálogo de actividades.

Una pequeña decepción, quizá, pero en los demás aspectos el segundo campamento era superior al primero y no pensé mucho en ello. Sin embargo, más de sesenta años después sigo recordando la espléndida sensación de disparar y acertar en el centro de la diana, lo que me producía una impresión de realización similar a la que experimentaba cuando salía corriendo desde mi posición de parador en corto para atrapar un relé lanzado desde el jardín izquierdo y a continuación girar en redondo para lanzar la bola al receptor mientras un corredor se desplazaba frenéticamente por la tercera base hacia el plato. La sensación de establecer un vínculo entre mi persona y algo o alguien que se encontrara a gran distancia, y el hecho de lanzar una bola o disparar una bala y dar en el blanco en función de un objetivo predeterminado -evitar que alguien consiguiera una carrera cruzando el plato, conseguir una puntuación alta en el campo de tiro-, me producían un hondo y radiante sentimiento de triunfo y satisfacción. El vínculo era lo que contaba, y tanto si el instrumento de esa conexión era una bola o una bala, la sensación era la misma.

La siguiente ocasión en que disparé un arma de fuego llegó cuando tenía catorce o quince años. Para entonces, mi pasión por los deportes se había ampliado, incluyendo además del béisbol el fútbol americano y el baloncesto, y siempre que jugaba en un campo reglamentario o en medio campo, haciendo placajes o contactos, la conexión con alguien o algo que estaba a gran distancia seguía siendo la parte más animada del juego: anotar un tiro en suspensión desde cinco o siete metros o, en mi posición de quarterback, lanzar un pase de cuarenta metros al fondo del campo para que cayera en brazos de mi receptor, que iba corriendo a toda velocidad en pos de una ganancia de yardas o de un touchdown. En esos años, uno de mis mejores amigos era de familia adinerada, y, no mucho después de que su padre se convirtiese en terrateniente, me invitaron a ir un sábado o un domingo de mediados de noviembre a su pequeña finca del condado de Sussex. La mayor parte de la visita se me ha borrado de la memoria, pero lo que permanece y nunca he olvidado es el par de horas que pasamos tirando al plato en aquel helador paraje rural de árboles desnudos y clamorosos cuervos que descendían en picado. Esta vez no era una carabina del 22 sino una escopeta de dos cañones, un aparato más robusto, más imponente, con un retroceso más fuerte, y ya no disparaba a una diana de papel fijada a la pared sino a un objeto móvil en el aire: un disco negro llamado plato lanzado por un dispositivo desde el suelo hacia el aire. Y cuando apuntaba al negro objeto que cruzaba el cielo grisáceo era consciente de que debía actuar con rapidez o el disco se precipitaría al suelo antes de que tuviera ocasión de apretar el gatillo. Por extraño que parezca, no me resultó difícil, y al primer intento ya estaba en condiciones de calcular la velocidad y la trayectoria del disco y por tanto de saber a qué distancia debía apuntar por delante del objetivo de la diana, de manera que en cuanto el cartucho se proyectara por el aire, diera contra el objeto que se movía hacia él. Con el primer disparo acerté de pleno. El disco de arcilla estalló en el aire y cayó al suelo en fragmentos diminutos, y entonces, momentos después, cuando lanzaron el segundo plato, volví a conseguirlo con el segundo disparo. La suerte del principiante, quizá, pero me infundió una sensación de extraña confianza en mí mismo, y mientras esperaba a que mi amigo y su padre consumieran sus respectivos turnos, me dije que aquello debía de tener algo que ver con todos los balones de fútbol americano que había lanzado durante los últimos dos o tres años. Aún más, comprendí que por mucho que hubiera disfrutado disparando a dianas de papel en Nuevo Hampshire, aquella clase de tiro era mucho más satisfactoria. En primer lugar porque era más difícil, pero también porque resultaba mucho más divertido destrozar un plato que hacer un agujero en una hoja de papel. Durante el resto de la tarde no fallé un solo tiro.

Habida cuenta de la naturalidad con que me había aficionado a aquel nuevo deporte, me resulta un tanto desconcertante que no siguiera con él. Seguro que habría encontrado algún club de tiro por alguna parte, incluso en Nueva Jersey, para seguir disparando una o dos veces por semana durante el periodo de tiempo que quisiera, pero, a pesar del gozo que sentí aquel día en la finca, sencillamente me desentendí del asunto. Aún más desconcertante es el hecho de que, en todos los años transcurridos desde entonces, ni una sola vez he tenido otra carabina o escopeta en las manos.

A falta de otra explicación, sospecho que mi indiferencia hacia las armas procede del hecho de que en mi entorno no había nada que me hubiera predispuesto a la afición por ellas. Ni mi padre ni mi madre ni ninguno de nuestros parientes poseían armas de fuego, y nadie tenía nada que ver con la caza de aves o animales ni con el tiro deportivo ni había hablado jamás de adquirir una pistola o un fusil para proteger a la familia de algún allanamiento de morada. Lo mismo podía decirse de todos mis amigos y sus respectivas familias, y, aunque los periódicos de la década de los cincuenta estaban repletos de historias sobre crímenes del mundo del hampa, no recuerdo una sola ocasión en la que una persona de mi ciudad sacara a relucir la cuestión de las armas. Sin embargo, los muchachos que vivían en el campo cazaban animales silvestres con sus padres, los chicos menesterosos de las grandes ciudades se perseguían con pistolas caseras, ganándose la etiqueta de delincuentes juveniles, pero en mi mundo más tranquilo de las afueras, que también tenía su cuota de delincuentes, las armas de fuego nunca fueron una cuestión importante. Ni siquiera en los años en que la televisión emitía veinte o treinta westerns a la semana y los estudios de Hollywood producían decenas de películas en tecnicolor sobre el Salvaje Oeste. Añádase la multitud de largometrajes y películas televisivas de gánsteres producidos en los años cincuenta y principios de los sesenta, y de un extremo a otro de Estados Unidos millones de pantallas, grandes y pequeñas, estaban llenas de imágenes de violencia con armas de fuego. Yo disfrutaba de esa violencia tanto como el que más, pero, a pesar de todas las escenas que contemplé de tiroteos, emboscadas y hombres que se retorcían por el suelo heridos de muerte, no tuvieron mucho efecto en mí.

Las armas de fuego eran simples accesorios de producciones cinematográficas cuidadosamente escenificadas, y la sangre derramada por los heridos era pintura roja o, en el caso de programas y largometrajes filmados en blanco y negro, sirope de chocolate Hershey’s. Mi vida soñada como vaquero texano había concluido años antes, y, basándome en los equivalentes de la vieja frontera que había visto en el siglo xx, también comprendía que de mayor no tenía intención de ser gánster ni -¡Dios me libre!- agente del FBI.

De haber tenido otros antecedentes familiares, lo más probable es que me hubiera aficionado a las armas hasta el punto de que formaran parte integrante de mi vida. Tal es el caso de decenas de millones de norteamericanos a lo largo y ancho del país, y si me hubiera criado en otro sitio con otros padres y en otra clase de vecindario, y si mi padre me hubiera animado a dedicarme al tiro al blanco como uno de los imperativos fundamentales de la masculinidad, un muchacho con dotes innatas para convertirse en un tirador experto seguramente habría seguido su ejemplo con entusiasmo. Pero mi padre no era de esa clase de hombres, y por tanto yo no fui uno de esos muchachos. Había otra cosa, además, algo que yo desconocía, algo esencial que permaneció enterrado a lo largo de mi infancia hasta que tuve veintipocos años, pero una vez que salió a la luz al fin comprendí cuánto debía de aborrecer mi padre las armas de fuego y lo marcada que había estado su vida por la brutalidad de disparar balas auténticas a un cuerpo humano de verdad.

Desde el principio de mi vida consciente siempre he sabido que mi abuelo paterno murió cuando mi padre era pequeño. Yo tenía dos abuelas pero un solo abuelo, y la sombra de esa persona ausente invadía con frecuencia mis pensamientos, incitándome a hacer suposiciones sobre quién habría podido ser aquel hombre y sobre el aspecto que habría tenido, porque en la casa no había ni una sola fotografía suya. Tal como recuerdo, en tres ocasiones diferentes de mi primera infancia pregunté a mi padre cómo había muerto el suyo. Siempre había una pausa antes de que contestara, y, cada vez que me respondía, me contaba una historia diferente de las anteriores. La primera vez que le pregunté me contestó que su padre estaba arreglando el tejado de un edificio alto y se mató al resbalar por el borde y caer al suelo. La segunda resultó muerto en un accidente de caza. La tercera, lo habían matado cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial. Yo no tenía más de seis o siete años, pero había vivido lo suficiente para saber que solo se muere una vez, no tres, aunque, por razones que no llego a entender del todo, nunca puse en entredicho a mi padre para que me explicara las contradicciones de sus historias. Posiblemente porque era una persona tan remota, tan callada, que yo ya había aprendido a respetar la distancia que nos separaba y a quedarme obedientemente al otro lado del muro que había construido en torno a sí mismo. Derribar aquel muro y acusarlo de mentir no entraba, por tanto, en el ámbito de lo posible. Tengo un vago recuerdo de acudir a mi madre y preguntarle por las tres historias diferentes que me había contado mi padre, pero su respuesta solo sirvió para dejarme igual de perplejo. «Era tan pequeño por entonces -me dijo- que seguro que no recuerda lo que pasó.» Pero eso tampoco tenía sentido. Mi padre era el menor de cinco hijos, y seguro que sus hermanos mayores se lo habrían contado, incluso aunque su madre se hubiera negado a hablar de ello. Como el tercero más joven de los nueve primos hermanos que éramos, finalmente pregunté a los cuatro o cinco mayores si les habían explicado algo sobre la muerte del abuelo, y uno detrás de otro contestó que había recibido a sus preguntas la misma clase de respuestas evasivas que yo. Los cuatro hermanos Auster y su hermana habían decidido ocultar la verdad a sus hijos, y ninguno de nosotros, la generación más joven, tenía esperanza alguna de desentrañar el misterio de lo que había ocurrido con nuestro abuelo, fallecido mucho antes de que hubiéramos venido al mundo.

Pasaron los años sin avances en ningún aspecto, y entonces, por un golpe de fortuna tan inverosímil que parecía impugnar toda conjetura racional de cómo debe funcionar el mundo, uno de los primos mayores, una prima, se encontró por casualidad sentada junto a un desconocido en un vuelo transatlántico en 1970, y aquel hombre, que se había criado y aún residía en Kenosha, Wisconsin, la misma pequeña ciudad en la que nuestros padres habían vivido con los suyos durante la Primera Guerra Mundial y en años anteriores, desveló el secreto que había permanecido oculto a lo largo de las últimas cinco décadas. Debido a cómo era mi padre y a la clase de persona en que yo me había convertido por entonces, nunca le dije una palabra sobre el asunto durante el resto de su vida, que se prolongó nueve años más a partir de entonces. Yo sabía lo que él sabía, pero él nunca supo que yo lo sabía. Cualesquiera que hubieran sido sus motivos, me había protegido con su silencio cuando yo era pequeño y ahora yo tenía la intención de hacer lo mismo por él en su vejez.

La verdad se reduce a lo siguiente: el 23 de enero de 1919, dos meses después del final de la Primera Guerra Mundial, al comienzo de la tercera ola de la pandemia de gripe española que se había desencadenado el año anterior, y solo una semana después de la ratificación de la Decimoctava Enmienda de la Constitución, que prohibía la producción, el transporte y la venta de bebidas alcohólicas en Estados Unidos, mi abuela mató de un tiro a mi abuelo. Su matrimonio se había roto en algún momento de los dos años anteriores. A raíz de la separación, mi abuelo se había mudado a Chicago, donde se instaló a vivir con otra mujer, pero aquel jueves de 1919 por la tarde volvió a Kenosha para entregar unos regalos a sus hijos, y mientras estaba haciendo la visita, que sin duda él suponía breve, mi abuela le pidió que arreglara un interruptor de la luz en la cocina. Quitaron la corriente y, mientras el penúltimo Auster hijo le sostenía una vela en la habitación a oscuras, mi abuela subió a la planta superior para acostar al menor de sus pequeños (mi padre) y coger la pistola que guardaba bajo la cama del niño, después de lo cual volvió a la planta baja, entró de nuevo en la cocina y realizó varios disparos contra su esposo, de quien estaba separada, dos de los cuales lo alcanzaron en el cuerpo, uno en la cadera y otro en el cuello, que debió de ser el que lo mató. Los periódicos de Kenosha anunciaron que tenía treinta y seis años, aunque sospecho que podría haber sido un poco mayor. Mi padre tenía seis y medio, y mi tío, el chico que sujetaba la vela y fue testigo del asesinato, nueve.

Hubo un juicio, como es natural, y después de que mi abuela resultara inesperadamente absuelta por motivos de locura temporal, sus cinco hijos y ella se marcharon de Wisconsin, se dirigieron al este y acabaron instalándose en Newark, Nueva Jersey, donde mi padre creció en el seno de una familia destrozada y presidida por una matriarca exaltada, trastornada las más de las veces, que adoctrinó a sus hijos para que no dijeran ni palabra, ni entre ellos ni a nadie más, de lo que había pasado en Kenosha. Había pocos recursos, la vida cotidiana era una lucha incesante y, aunque los cuatro chicos trabajaban después del colegio, pagar el alquiler era un problema que ocurría con frecuencia, cosa que los obligó a mudarse varias veces para escapar de la furia de los caseros, lo que a su vez supuso que los chicos cambiaran de colegio a medida que iban pasando de un barrio a otro. Tantas amistades interrumpidas, tantos posibles vínculos rotos, hasta que al final los únicos con quienes podían contar eran ellos mismos. No se trataba de la
pobreza digna de una familia venida a menos sino de la miseria severa de una familia que ha tocado fondo, con la correspondiente angustia, ansiedad y rachas de pánico que acompañan al hecho de no tener nunca suficiente.

La pistola era la causante de todo aquello, y los chicos no solo se habían quedado sin padre, sino que vivían con el conocimiento de que lo había matado su madre. Sin embargo, la querían; de un modo obstinado, feroz. Y, por desequilibrada que pudiera mostrarse en ocasiones o caprichosa en el trato que les daba, se mantuvieron firmes y nunca flaquearon en su devoción.

Cuando hablamos de tiroteos en este país, invariablemente centramos el pensamiento en los muertos, pero rara vez hablamos de los heridos, de los que han sobrevivido a las balas y siguen viviendo, a menudo con devastadoras heridas permanentes: el codo hecho añicos que deja inútil el brazo, la rodilla pulverizada que convierte el paso normal en una dolorosa cojera, o el rostro destrozado y recompuesto con cirugía plástica y una prótesis de mandíbula. Luego están las víctimas a las que las balas no han lastimado pero que continúan padeciendo las heridas internas de la pérdida de seres queridos: la hermana tullida, el hermano con lesión cerebral, el padre muerto. Y si tu padre ha muerto porque tu madre lo mató a tiros, y si a pesar de eso sigues queriéndola, casi seguro que irás cayendo poco a poco en un estado mental con tantos cables cruzados que en buena parte acabarás apagándote.

A los tres hijos mayores, que en la época del asesinato ya estaban casi formados, les resultó más fácil acomodarse a la nueva realidad que a los dos pequeños, mi padre, de seis años y medio, y mi tío, de nueve. El chico que presenció el crimen se convirtió en un hombre próspero pero turbado, dado a feroces accesos de cólera, espantosos ataques de gritos, chillidos y rabia incontenible que podía constituir una fuerza huracanada que derribara paredes, casas y ciudades enteras durante sus más virulentos berrinches. En cuanto a mi padre, retraído en su mayor parte, trabajó mucho para transformar su taller de reparación de radios en un negocio de electrodomésticos propiamente dicho, siguió siendo un soltero irresponsable e independiente, y vivió en casa de su madre hasta los treinta y tres años. En 1946 se casó con mi madre, de veintiuno, mujer a quien presuntamente adoraba pero no podía amar, porque para entonces era un hombre solitario, fracturado, cuyo paisaje interior era tan tenebroso que vivía distanciado de los demás, cosa que no lo hacía apto para el matrimonio, de modo que mis padres acabaron divorciándose, y, siempre que pienso en la fundamental bonhomía de mi padre y en lo que podría haber llegado a ser de haberse criado en otras circunstancias, también pienso en la pistola que mató a mi abuelo: la misma arma que destrozó la vida de mi padre.

(De: Paul Auster y Spencer Ostrander – Un país bañado en sangre. Traducción: Benito Gómez Ibáñez)

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