Los cantos de Maldoror.
Les Chants de Maldoror, conde de Lautréamont (1846-1870)Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal.
Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?
Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mamas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento.. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se lo hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… le está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse, en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano.
Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: "Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto." ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos.
El hombre dice: Yo soy más inteligente que el océano. Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo, en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: ¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación.
Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
Cantos de Maldoror; segunda parte.
Les Chants de Maldoror, Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)
¡Qué niño encantador está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Sus ojos audaces miran fijamente algún objeto invisible, allá lejos en el espacio. No debe tener más de ocho años, y, sin embargo, no se divierte como sería lógico. Por lo menos debería reír y pasear con algún camarada, en lugar de apartarse; pero no está en su temperamento.
¡Qué niño encantador está sentado en un banco del jardín de las Tullerías! Un hombre, movido por un oculto designio, va a sentarse a su lado en el mismo banco, con actitudes equívocas ¿Quién es? No necesito decíroslo, pues lo reconoceréis por su conversación tortuosa. Escuchemos sin molestarlos:
—¿En qué pensabas, niño?
—Pensaba en el cielo.
—No es necesario que pienses en el cielo; nos sobra con pensar en la tierra. ¿Estás cansado de vivir, tú, que apenas acabas de nacer?
—No, pero todo el mundo prefiere el cielo a la tierra.
—Oye bien, yo no. Pues como el cielo ha sido hecho por Dios, lo mismo que la tierra, ten por seguro que encontrarás los mismos males que acá abajo. Después de la muerte no obtendrás una recompensa de acuerdo con tus méritos, pues si cometen injusticias contigo en este mundo (como lo comprobarás por experiencia más tarde), no hay razón para que en la otra vida ya no las cometan más. Lo mejor que puedes hacer es no pensar en Dios, y hacerte justicia por ti mismo, ya que te la rehúsan. Si uno de tus camaradas te ofendiera, ¿acaso no te haría feliz matarlo?
—Pero está prohibido.
—No está tan prohibido como crees. Se trata simplemente de no dejarse atrapar. La justicia que suministran las leyes no vale nada; es la jurisprudencia del ofendido la que cuenta. Si detestaras a uno de tus camaradas, ¿no serías desdichado al saber que en todo instante lo tienes en la mente?
—Es cierto.
—Tenemos, pues, uno de tus camaradas que te hará desdichado toda la vida; porque al comprender que tu odio es sólo pasivo, no dejará de burlarse de ti, y de hacerte daño impunemente. No hay más que un medio de poner fin a la situación: desembarazarte del enemigo. He ahí adonde quería llegar para hacerte comprender sobre qué bases está fundada la sociedad actual. Cada uno debe hacerse justicia por sí mismo, salvo que sea un imbécil. Obtiene la victoria sobre sus semejantes sólo el más astuto y el más fuerte. ¿Acaso no querrás algún día dominar a tus semejantes?
—Sí, sí.
—Sé entonces el más fuerte y el más astuto. Todavía eres demasiado joven para ser el más fuerte; pero desde hoy puedes emplear la astucia, el más precioso instrumento de los hombres de genio. Cuando el pastor David alcanzó en la frente al gigante Goliath con una piedra lanzada con su honda, ¿no resulta admirable comprobar que solamente por la astucia David venció a su rival, y que, por el contrario, si hubiesen luchado a brazo partido, el gigante lo habría aplastado como a una mosca? Lo mismo pasa contigo. En lucha abierta, no podrás jamás vencer a los hombres, sobre quienes ansias extender el imperio de tu voluntad; pero con la astucia, tú podrás luchar solo contra todos. ¿Deseas riquezas, hermosos palacios y gloria? ¿O me engañaste cuando afirmabas tan nobles pretensiones?
—No, no, no os engañaba. Pero quisiera adquirir lo que deseo por otros medios.
—Entonces no lograrás nada. Los medios virtuosos y bonachones no conducen a nada. Es preciso poner en acción palancas más enérgicas y maquinaciones más inteligentes. Antes de que llegues a ser célebre por tu virtud y que alcances la meta, centenas de otros tendrán tiempo de realizar cabriolas por encima de tu lomo, y llegar al final de la carrera antes que tú, de modo que ya no habrá allí lugar para tus ideas limitadas. Hay que saber abarcar con más grandeza el horizonte del tiempo presente. ¿No has oído hablar nunca, por ejemplo, de la gloria inmensa que aportan las victorias? Y, sin embargo, las victorias no se producen solas. Es necesario derramar sangre, mucha sangre, para engendrarlas y depositarlas a los pies de los conquistadores. Sin los cadáveres y miembros esparcidos que se observan en la llanura donde se ha realizado la juiciosa carnicería, no habría guerra, y sin guerra no habría victoria. Así, ves, que cuando se pretende alcanzar la celebridad, es imprescindible sumergirse con elegancia en ríos de sangre alimentados por la carne de cañón. El fin justifica los medios. La primera condición para llegar a ser célebre es tener dinero. Ahora bien, como no lo tienes, tendrías que asesinar para adquirirlo pero como no eres bastante fuerte para manejar el puñal, hazte ladrón, en espera de que tus miembros se desarrollen. Y para que se desarrollen más rápido, te recomiendo hacer gimnasia dos veces por día, una hora por la mañana y una hora por la noche. De esta manera tu podrás intentar el crimen, con ciertas probabilidades, desde la edad de quince años, en lugar de esperar hasta los veinte. El amor por la gloria todo lo justifica, y quizás más tarde, dueño y señor de tus semejantes, les puedas hacer casi tanto bien como mal les has hecho en un comienzo…
Maldoror nota que la sangre hierve en la cabeza de su joven interlocutor; tiene las ventanas de la nariz hinchadas, y de sus labios brota una leve espuma blanca. Le palpa el pulso: las pulsaciones están aceleradas. La fiebre domina su cuerpo frágil. Teme las consecuencias de sus palabras; el infeliz se aparta contrariado por no haber podido conversar más tiempo con ese niño. Si en la edad madura es tan difícil dominar las pasiones, oscilando entre el bien y el mal, ¿qué no ha de suceder en un espíritu todavía colmado de inexperiencia? ¿y qué cantidad proporcionalmente mayor de energía no ha de necesitar? Tres días de cama bastarán para que el niño se ponga bien. ¡Quiera el cielo que el contacto materno lleve la paz a esa flor sensible, frágil envoltura de un alma encantadora!
Canto Cuarto; Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)
Soy sucio. Los piojos me roen. Los cerdos vomitan al mirarme. Las costras y las escaras de la lepra han convertido en escamosa mi piel cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes. En mi nuca crece, como en un estercolero, un hongo enorme de pedúnculos umbelíferos. Sentado en un mueble informe no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo y forman hasta la altura de mi abdomen una especie de vegetación viviente, repleta de innobles parásitos, que todavía no llega a ser planta y que ha dejado de ser carne. Sin embargo, mi corazón late. Pero ¿cómo podría latir si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a llamarlo cuerpo) no lo nutrieran abundantemente? Bajo mi axila izquierda una familia de sapos ha fijado su residencia, y cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas.
Tened cuidado de que no se escape alguno, y vaya a frotar con la boca el interior de vuestra oreja: sería capaz de penetrar luego en vuestro cerebro. Bajo mi axila derecha hay un camaleón que perpetuamente les da caza para no morirse de hambre: es justo que todos vivan. Pero cuando una parte desbarata completamente los ardides de la otra, no encuentran nada mejor que dejar de molestarse, y entonces chupan la grasa delicada que recubre mis costillas: ya estoy acostumbrado. Una víbora maligna ha devorado mi verga para tomar su lugar: esa infame me ha convertido en eunuco. ¡Oh!, si hubiese podido defenderme con mis brazos paralizados, pero creo que se han transformado más bien en dos leños.
Sea lo que fuere, importa dejar constancia de que la sangre ya no llega hasta ellos para pasear su rojez. Dos pequeños erizos que no crecen más, arrojaron a un perro, que no los rehusó, el contenido de mis testículos, y después de haber lavado cuidadosamente la epidermis, se alojaron en su interior. El ano ha quedado obstruido por un cangrejo; envalentonado por mi inercia, guarda la entrada con sus pinzas, haciéndome mucho daño. Dos medusas cruzaron los mares, saboreando una esperanza que no fue defraudada. Examinaron atentamente las dos porciones carnosas que forman el trasero humano, y adhiriéndose al contorno convexo, las han achatado en tal forma mediante una presión constante, que los dos trozos de carne desaparecieron, quedando sólo dos monstruos surgidos del reino de la viscosidad, iguales en color, en forma y en saña.
¡No habléis de mi columna vertebral porque es una espada! Sí, sí... no prestaba atención... vuestro pedido es justo. Queréis saber, ¿no es así?, cómo y por qué se encuentra clavada verticalmente en mi lomo. Yo mismo no lo recuerdo con precisión; sin embargo, si me decido a considerar como recuerdo lo que quizás no sea más que un sueño, sabed que el hombre, cuando averiguó que yo había hecho votos de vivir enfermo e inmóvil hasta lograr vencer al Creador, vino detrás de mí de puntillas, pero no tan quedamente que no lo oyese. Luego no percibí nada durante un lapso que no fue largo. Esa aguda cuchilla se hundió hasta el mango entre las paletillas del toro de las fiestas, y su osamenta se estremeció como un terremoto. La hoja ha quedado adherida tan firmemente al cuerpo, que nadie hasta ahora ha podido extraerla. Los atletas, los mecánicos, los filósofos, los médicos, han ensayado sucesivamente los medios más diversos. ¡No sabían que el daño hecho por el hombre no puede repararse! Les perdoné la profundidad de su ignorancia innata, y los saludé con un movimiento de los párpados.
Viajero, cuando pases a mi lado, te ruego que no me dirijas la menor palabra de consuelo: debilitarías mi ánimo. Déjame templar mi tenacidad en la llama del martirio voluntario. Vete… que yo no inspire piedad alguna. El odio es más extraño de lo que crees; su conducta es inexplicable como la rotura aparente de un palo que penetra en el agua. Tal como me ves, puedo hacer todavía excursiones hasta los muros del cielo, al frente de una legión de asesinos, y volver para retomar esta postura, y meditar de nuevo sobre los nobles proyectos de venganza. Adiós, no te retendré más, y para que te instruyas y seas cauto, reflexiona en la suerte fatal que me ha empujado a la revuelta, cuando es probable que haya nacido bueno.
Contarás a tu hijo lo que has visto, y tomándole la mano, hazle admirar la belleza de las estrellas y las maravillas del universo, el nido del petirrojo y los templos del Señor. Te sorprenderá verlo tan dócil a los consejos de la paternidad, y lo recompensarás con una sonrisa. Pero cuando piensa que nadie lo observa, échale una mirada, y lo verás escupir su baba sobre la virtud; te ha engañado, el descendiente de la raza humana, pero no te engañará más: en adelante sabrás todo lo que llegará a ser. Oh padre infortunado, prepara, para acompañar los pasos de tu vejez, el patíbulo indestructible que cortará la cabeza de un criminal precoz, y el dolor que te mostrará el camino que lleva hasta la tumba.
Conde de Lautréamont
(Isidore Lucien Ducasse, Conde de Lautréamont; Montevideo, 1846 - París, 1870) Poeta francés. Isidore Lucien Ducasse pasó su infancia en Uruguay, donde su padre era canciller en el consulado francés.
Isidore Lucien Ducasse, Conde de Lautréamont
Enviado a estudiar a Francia, fue alumno interno del Liceo de Tarbes, y en 1867 se trasladó a París con la intención de ingresar en la École Polytechnique, pero desde ese momento su vida ha quedado casi en la oscuridad, lo cual ha generado toda una leyenda que lo presenta como un personaje enigmático y extravagante.
En 1869 publicó, ya bajo el seudónimo de Conde de Lautréamont, Los cantos de Maldoror, que no se llegaron a distribuir a causa del miedo del editor a posibles represalias. Debido a su contenido, un canto a la violencia y la destrucción como encarnación del mal, presentado a través de imágenes apocalípticas, la obra quedó relegada al olvido hasta 1920, cuando los surrealistas (André Breton, Paul Éluard, Louis Aragon) la reivindicaron como un antecedente suyo. El Conde de Lautréamont también publicó, con su verdadero apellido, un volumen de Poesías (1870).
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/lautreamont.htm
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