PREFACIO
El hombre es un ser anfibio que vive a un tiempo en dos mundos: el mundo de lo
dado y el mundo de lo hecho por él mismo; el mundo de la materia, la vida y la
conciencia, y el mundo de los símbolos. En nuestro pensar utilizamos un repertorio
de sistemas que son símbolos: el lenguaje, las matemáticas, el arte pictórico, la
música, el ritual y lo demás. Sin tal sistema de símbolos no habría arte, ni ciencia, ni
filosofía, ni siquiera tendríamos los rudimentos de la civilización: en otras palabras,
descenderíamos a la animalidad.
Los símbolos son, pues, imprescindibles. Pero, como lo comprueba la historia de
todos los tiempos, los símbolos también pueden tener consecuencias fatales. Como
ejemplo, tómese de un lado el dominio de la ciencia, y del otro, el de la política y la
religión. El pensar en términos de cierta clase de símbolos y el actuar en respuesta a
los mismos nos ha permitido comprender, y hasta cierto punto dominar las fuerzas
elementales de la naturaleza. En cambio, el pensar en términos de otra clase de
símbolos y el actuar en respuesta a ellos nos hace utilizar esas fuerzas como
instrumentos para el asesinato en masa y el suicidio colectivo. En el primer caso los
símbolos estuvieron bien escogidos, cuidadosamente analizados y progresivamente
adaptados a los hechos de la existencia física. En el segundo caso los símbolos
originalmente mal escogidos no han sido nunca sometidos a riguroso análisis, ni
tampoco se han ido mortificando para ponerlos en armonía con los hechos de la vida
humana. Más aun, estos símbolos inadecuados inspiran a todo el mundo tanto respeto
como si por arte de magia fueran más reales que las mismas realidades que
representan. Así, en los textos de religión y de política, no se piensa que las palabras
representan defectuosamente hechos y cosas, sino que, por el contrario, los hechos y
las cosas sirven para comprobar la validez de las palabras.
Hasta hoy, los símbolos sólo han sido utilizados de un modo realista en materias a
las cuales no damos la máxima importancia. En todo lo concerniente a nuestros
móviles más profundos, persistimos en valernos de símbolos no sólo irracionalmente
sino con asomos de idolatría y hasta de locura. El resultado final de todo esto es que
el hombre ha podido cometer, a sangre fría y por largos períodos de tiempo, actos que
las bestias sólo son capaces de cometer por breves instantes, cuando están en el
colmo del frenesí, del deseo o del terror. Los hombres pueden volverse idealistas
porque hacen uso de los símbolos y les rinden culto; y, por ser idealistas, pueden
transformar la intermitente codicia del animal en los grandiosos imperialismo de un
Rhodes o de un J.P. Morgan; el intermitente afán de pelea del animal lo pueden
transformar en el Stalinismo o en la Inquisición española; y el transitorio apego del
animal a la tierra que lo sustenta, lo pueden transformar en el deliberado frenesí del
nacionalismo. Afortunadamente, el hombre puede también convertir la intermitente
bondad del animal en la caridad de toda la vida de una Elizabeth Fry o de un Vicente
de Paúl; la intermitente dedicación animal a la hembra, al macho y a la prole, la
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puede convertir en la razonada y persistente cooperación humana que hasta la fecha
ha demostrado ser tan recia que ha logrado salvar al mundo de las desastrosas
consecuencias del otro tipo de idealismo. ¿Será posible que este idealismo siga
salvando al mundo? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que con la bomba atómica
en manos del idealismo nacionalista ha disminuido mucho la ventaja de los idealistas
de la caridad y cooperación.
Ni siquiera el mejor de los libros sobre el arte de cocina puede substituir a la peor
de las comidas. El hecho es obvio. Y, sin embargo, en el transcurso de los siglos, los
filósofos más profundos y los teólogos más hábiles y eruditos han caído
constantemente en el error de identificar sus obras puramente verbales con la realidad
de los hechos, o peor aun, han imaginado que, en alguna forma, los símbolos son más
reales que aquello que representan. Este culto a la palabra no ha dejado de ser
combatido. Según San Pablo: «La letra mata; el espíritu vivifica». «Y ¿Por qué —se
pregunta Eckhart—, por qué caer en habladurías sobre Dios? Cualquier cosa que
digáis de Dios es falsa». En el otro extremo de la tierra el autor de uno de los
Mahayana sutras afirmó que «Buda nunca predicó la verdad, pues comprendía que
tenéis que descubrirla dentro de vosotros mismos». La gente respetable se
desentendía de esos dichos por creer que eran profundamente subversivos. Y así, al
correr del tiempo, perduró la idolatría que exagera el valor de los emblemas y las
palabras. Las religiones se hundieron en la decadencia, pero la vieja costumbre de
promulgar credos y de imponer la creencia en dogmas persistió aun entre los mismos
ateos.
Durante los últimos años, los expertos en lógica y semántica han hecho un
minucioso análisis de los símbolos que el hombre usa para pensar. La lingüística se
ha convertido en una ciencia y hasta existe una materia de estudio denominada por
Benjamín Whorf meta-lingüística. Todo esto es muy encomiable, pero no basta. La
lógica y la semántica, la lingüística y la meta-lingüística son disciplinas puramente
intelectuales que analizan las diversas formas, correctas e incorrectas, significativas e
insignificantes, en que las palabras pueden relacionarse con las cosas, los procesos y
los acontecimientos. Pero estas disciplinas no ofrecen orientación alguna respecto del
magno problema, más fundamental que cualquier otro, de la relación del hombre, en
su totalidad psicofísica, con los dos mundos en que vive: el mundo de los hechos y el
mundo de los símbolos.
En todas partes y en toda época de la historia este problema ha sido resuelto
individualmente por algunos hombres y mujeres. Aunque hablaran y escribieran
sobre ello, estos individuos crearon ningún sistema porque sabían que todo sistema o
doctrina envuelve la tentación de exagerar el valor de los símbolos, de dar más
importancia a las palabras que a las realidades que ellas representan. Su propósito
nunca fue el de ofrecer explicaciones preconcebidas ni panaceas, sino invitar a la
gente a hacer el diagnóstico y el tratamiento de sus propios males, lograr que vayan al
lugar donde el problema del hombre y su solución se presentan directamente a la
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experiencia.
En este volumen, que contiene selecciones de escritos y alocuciones de
Krishnamurti, el lector hallará una clara exposición contemporánea del problema
humano fundamental y una incitación a resolverlo en la única forma en que puede
resolverse, resolviéndolo cada individuo por sí y para sí mismo. Las soluciones
colectivas, en que muchos ponen desesperadamente su fe, son siempre soluciones
inadecuadas. «Para comprender la confusión y la desdicha que hay dentro de
nosotros, y por lo tanto en el mundo, hemos de comenzar por hallar claridad dentro
de nosotros mismos, y esa claridad surge del recto pensar. La claridad interior no
puede organizarse, porque no puede recibirse ni darse a otra persona. El pensamiento
que se organiza colectivamente es una mera repetición. La claridad no es resultado de
la afirmación verbal sino de la comprensión de uno mismo y del recto pensar. A la
rectitud del pensamiento no se llega por el mero cultivo del intelecto, ni por la
imitación de modelos, aunque estos sean dignos y nobles. La rectitud del
pensamiento nace del conocimiento propio. Sin comprenderse uno a sí mismo no hay
base para el pensamiento; sin el conocimiento propio, lo que uno piensa no es
verdadero».
Este tema básico lo desarrolla Krishnamurti una y otra vez. «Hay esperanza en los
hombres, no en la sociedad, no en los sistemas ni en los credos religiosos
organizados, sino en vosotros y en mí». Las religiones organizadas, con sus
mediadores, sus libros sagrados, sus dogmas, sus jerarquías y sus rituales, sólo
ofrecen una falsa solución al problema fundamental. «Cuando citáis la Bhagavad
Gita, o la Biblia, o algún libro sagrado chino, ¿qué hacéis, acaso, sino repetir? Y lo
que repetís no es la verdad. Es una mentira, porque la verdad no puede repetirse».
Una mentira puede ampliarse, exponerse y repetirse, pero no puede hacerse lo mismo
con la verdad. Cuando la verdad se repite, deja de ser la verdad; por eso los libros
sagrados no tienen importancia. Es a través del conocimiento propio, no a través de la
creencia en símbolos originados por otros, como el hombre llega a la realidad, eterna
en que está arraigado su ser. La creencia en la perfección y en el valor supremo de
cualquier conjunto determinado de símbolos no conduce a la liberación, sino a la
historia, a la repetición de los viejos desastres de siempre. «La creencia tiene un
inevitable efecto separatista. Si tenéis una creencia, si buscáis seguridad en vuestra
particular creencia, os sentís separados de aquellos que buscan seguridad en alguna
forma de creencia. Todas las creencias organizadas se basan en la separación aunque
prediquen la fraternidad».
El individuo que ha resuelto el problema de sus relaciones con los dos mundos de
hechos y símbolos, es un individuo sin creencias. Con relación a los problemas de la
vida práctica, mantiene hipótesis viables que le sirven para realizar sus propósitos, y a
las cuales no concede más importancia que a cualquier otra clase de instrumento. En
cuanto se refiere al prójimo y a la realidad en que se afinca su vida, tiene las
vivencias directas del amor y la comprensión. Es con el fin de librarse de las
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creencias que Krishnamurti «no ha leído ningún libro sagrado, ni la Bhagavad Gita,
ni las Upanishads». Nosotros ni siquiera leemos obras sagradas; nos conformamos
con leer periódicos, revistas e historietas detectivescas de nuestra preferencia. Esto
quiere decir que nos enfrentamos a la crisis de nuestro tiempo, no con amor y
comprensión, sino con «fórmulas, con sistemas», que en verdad tienen muy poco
valor. Pero «los hombres de buena voluntad no deben tener fórmulas», porque las
fórmulas conducen inevitablemente a «la ceguera del pensamiento».
El apego a las fórmulas es casi universal. Y es inevitable que así sea, «porque
nuestra educación se basa en qué pensar, y no en cómo pensar». Se nos educa como
miembros creyentes y militantes de algún grupo: comunista, cristiano, mahometano,
hindú, budista o freudiano. Por tanto, «respondéis al reto, que es siempre nuevo, de
acuerdo con una norma vieja, y de ahí que la respuesta carezca de validez, de
originalidad y frescor. Si respondéis como católico o como comunista, estáis
respondiendo —¿no es verdad?— de acuerdo con el pensamiento condicionado. En
consecuencia, vuestra respuesta no tiene sentido. ¿Y no es el hindú, el musulmán, el
budista, el cristiano quienes han creado este problema? Así como la nueva religión es
el culto del Estado, la vieja religión era el culto de una idea». Si respondéis a un reto
según el viejo condicionamiento, vuestra respuesta no os permitirá comprender el
nuevo reto. Por eso, «lo que uno tiene que hacer para enfrentar el reto nuevo es
librarse, despojarse enteramente del trasfondo, encararse con el reto de un modo
nuevo».
En otras palabras, los símbolos jamás deben elevarse a la categoría de dogmas, y
ningún sistema debe considerarse más que como una conveniencia provisional. El
creer en fórmulas, y los actos que de esas creencias se derivan, no pueden
conducimos a una solución de nuestro problema. «Es sólo a través de la comprensión
creadora de nosotros mismos como puede surgir un mundo creador, un mundo feliz,
un mundo en que no existan ideas». Un mundo en que no existan ideas sería un
mundo dichoso, porque sería un mundo sin las poderosas fuerzas que condicionan,
que obligan a los hombres a emprender acciones impropias, sería un mundo sin los
dogmas consagrados por la tradición que sirven para justificar los peores crímenes y
dar estudiados visos de razón a los mayores desatinos.
Una educación que nos enseña qué pensar y no cómo pensar requiere una clase
gobernante de sacerdotes y de maestros. Pero «la idea misma de dirigir a los demás es
antisocial y antiespiritual». El dirigente siente satisfecho su anhelo de poder, y los
que se dejan gobernar por él sienten satisfecho su deseo de certeza y seguridad. El
guía espiritual provee a sus discípulos una especie de narcótico. Pero alguien podría
interrogar: «¿Qué hace usted? ¿No se comporta usted como un guía espiritual?». «Es
obvio —contesta Krishnamurti— que yo no actúo como vuestro guía, porque, en
primer término, no os doy satisfacción alguna. No os digo lo que debéis hacer en todo
momento, ni de día en día, sino que os señalo algo; y vosotros podéis aceptarlo o
rechazarlo, de acuerdo con vuestro propio criterio y no de acuerdo con el mío. Nada
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os pido a vosotros, ni vuestro culto, ni vuestros elogios, ni vuestros reproches, ni
vuestros dioses. Yo digo: esto es un hecho; podéis aceptarlo o rechazarlo. Y la
mayoría de vosotros lo rechazará por la simple razón de que el hecho no os
satisface».
¿Qué es precisamente lo que nos ofrece Krishnamurti? ¿Qué es lo que podemos
aceptar, si nos parece bien, pero que con toda probabilidad preferiremos rechazar? No
se trata, como hemos visto, de un sistema de creencias, de un catálogo de dogmas, ni
de un repertorio de ideas o ideales. No se trata de ningún caudillaje, ni mediación, ni
dirección espiritual, ni siquiera se trata de un ejemplo; ni de un ritual, ni de una
iglesia, ni de un código, ni de una elevación o alguna forma de parloteo estimulador.
¿Se tratará acaso de la autodisciplina? Tampoco, pues es la cruda realidad que la
autodisciplina no sirve en absoluto para resolver nuestro problema. Para hallar la
solución, la mente ha de abrirse a la realidad, ha de enfrentarse con los hechos del
mundo exterior y del mundo interior, sin ideas preconcebidas ni limitaciones de
ninguna especie. (El servicio a Dios es la libertad perfecta. Y, a la inversa, la libertad
perfecta es el servicio a Dios). Al someterse a la disciplina, la mente no experimenta
ningún cambio radical; es el mismo «yo» de antes, pero «maniatado, mantenido bajo
dominio».
La autodisciplina no figura en la lista de cosas que Krishnamurti nos ofrece. ¿No
ofrecerá él la oración? Contestamos otra vez con la negativa. «La oración os puede
traer lo que buscáis; pero la respuesta puede venir de vuestro inconsciente, o del
depósito de todos vuestros deseos. La respuesta no es la voz apacible de Dios».
«Veamos —continúa Krishnamurti— lo que sucede cuando rezáis. Mediante la
repetición constante de ciertas palabras, y dominando vuestro pensamiento, la mente
se aquieta, ¿no es verdad? Por lo menos la mente consciente se aquieta. Arrodillados,
como lo hacen los cristianos, o sentados, como lo hacen los hindúes, a través de tanta
repetición la mente del que ora se aquieta. En esa quietud brota la insinuación de algo
que habéis pedido, que puede venir de lo inconsciente, o que puede ser la respuesta
de vuestros recuerdos. Pero, ciertamente, eso no es la voz de la realidad, pues la voz
de la realidad debe venir a vosotros; a ella no se puede apelar, a ella no se puede orar.
No podéis seducirla para que venga a vuestra pequeña jaula practicando el puja, el
bhajan
[1] y otras cosas por el estilo, ni haciendo ofrendas florales, ni ceremonias
propiciatorias, ni olvidándoos de vosotros mismos, ni emulando a otros. Una vez que
se aprende el truco de aquietar la mente por la repetición de ciertas palabras, y de
recibir insinuaciones en medio de esa quietud, surge el peligro —a menos que estéis
en vigilancia muy alerta para averiguar el origen de tales insinuaciones— de que
quedéis atrapados y la oración se convierta entonces en substituto de la búsqueda de
la Verdad. Lo que pedís lo obtendréis, pero eso no será la verdad. Si deseáis, si pedís,
recibiréis, pero a la larga tendréis que pagar su precio».
De la oración pasamos al yoga, otra de las cosas que no nos ofrece Krishnamurti.
Porque el yoga es concentración, y la concentración es exclusión. «Erigís un muro de
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resistencia por la concentración en un pensamiento que habéis escogido, y tratáis de
mantener alejados los demás pensamientos». Lo que comúnmente se llama
meditación es el mero «cultivo de la resistencia, de la concentración exclusiva en una
idea que habéis escogido». Pero ¿cómo hacéis la selección? «¿Qué os hace pensar
que algo sea bueno, verdadero, noble, y lo demás no lo sea? Es claro que la opción se
basa en el placer, en la recompensa o en el éxito; o es meramente una respuesta del
propio condicionamiento o de la tradición. ¿Por qué escogéis algo? ¿Por qué no
examináis cada pensamiento? Si sentís interés por muchas cosas, ¿por qué razón
escogéis una de ellas? ¿Por qué no investigáis todo lo que os interesa? En lugar de
crear resistencia por la concentración en un interés o en una idea, ¿por qué no
estudiáis cada interés y cada idea a medida que surgen? Después de todo, vosotros
tenéis muchos intereses, muchos disfraces, conscientes e inconscientes. ¿Por qué
preferís uno y desecháis los demás, si al oponeros a éstos creáis la resistencia, la
lucha y el conflicto? Mientras que si examináis todo pensamiento en el instante en
que surge —todo pensamiento, he dicho, y no algunos pensamientos—, entonces no
hay exclusión. En verdad que es una tarea ardua el investigar cada uno de nuestros
pensamientos. Porque, mientras investigamos un pensamiento, se introduce otro
inadvertidamente. Pero si uno se da cuenta cabal de este proceso y sin deseo de
justificar o dominar se dedica a observar pasivamente un pensamiento, notará que no
habrá la intromisión de ningún otro pensamiento. Esa intromisión de otros
pensamientos sólo ocurre cuando censuráis, comparáis, o inclináis».
«No juzguéis para que no seáis juzgados». Esta enseñanza del Evangelio es tan
aplicable a nuestra propia vida como a nuestro trato con los demás. Cuando uno
juzga, compara o condena, la mente no está abierta a la verdad, no puede estar libre
de la tiranía de los símbolos y sistemas; no puede escapar al ambiente, ni al pasado.
Ni la introspección con un fin predeterminado, ni el autoanálisis dentro de alguna
norma tradicional, ni una serie de principios consagrados, pueden servirnos de
ninguna ayuda. Hay una espontaneidad trascendente en la vida, una «Realidad
creadora», como la llama Krishnamurti, que se revela a uno cuando la mente se halla
en estado de «alerta pasividad», de «captación pasiva sin opinión». El juicio y la
comparación irremediablemente nos conducen a la dualidad. Sólo la captación pasiva
sin opción puede conducirnos a la no dualidad, a la reconciliación de los opuestos en
una comprensión total, en un amor total. Ama et fac quod vis. Si amáis podéis hacer
lo que os plazca. Pero si comenzáis haciendo lo que queréis, o lo que no queréis
hacer, en obediencia a algún sistema, a nociones, ideales o prohibiciones
tradicionales, jamás amaréis. El proceso liberador ha de comenzar con la
comprensión sin opción de lo que queréis, y de vuestras reacciones ante cualquier
sistema de símbolos que os diga que debéis o no debéis querer eso. Mediante esta
comprensión sin opción, a medida que penetra en los estratos profundos del «ego» y
del subconsciente con él asociado, surgirán el amor y la mutua comprensión; pero
éstos serán de naturaleza muy distinta al amor y la mutua comprensión que nosotros
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conocemos. Esta comprensión sin opción —en todo instante y en todas las
circunstancias de la vida— es la única meditación eficaz. Todas las otras formas de
yoga conducen, ya sea a la ceguera del pensamiento que se deriva de la
autodisciplina, o a alguna modalidad de arrobamiento provocado por autosugestión,
es decir, a alguna forma de falso «samadhi». La liberación auténtica es «la libertad
interior de la Realidad creadora». «No es una dádiva; ha de ser descubierta y
vivenciada. No es una adquisición que habéis de retener para glorificaros a vosotros.
Es un estado de ser, como el silencio, en el que no hay devenir, en el que hay
plenitud. Esta creatividad no tiene necesariamente que buscar expresión; no es un
talento que requiera manifestación externa. No es necesario que seáis un gran artista
ni que tengáis vuestro público. Si esto es lo que buscáis, no comprenderéis la
Realidad interior. No es un don, ni es resultado del talento; este tesoro imperecedero
sólo se halla cuando el pensamiento se libra de la concupiscencia, de la mala voluntad
y de la ignorancia, cuando el pensamiento se libra de lo mundano y del afán de
continuidad personal. Ha de vivenciarse a través del recto pensar y la meditación».
La autocomprensión sin opción nos lleva a la Realidad creadora, que está debajo
de todas nuestras ilusiones destructivas; nos lleva a la serena sabiduría que siempre
está allí a pesar de la ignorancia, a pesar del conocimiento, que es meramente otra
forma de la ignorancia. El conocimiento es cuestión de símbolos, y es, con demasiada
frecuencia, un estorbo a la sabiduría, al descubrimiento de uno mismo de instante en
instante. La mente que ha llegado a la quietud de la sabiduría «comprenderá el ser,
comprenderá lo que es amar. El amor no es personal ni impersonal. El amor es amor,
y la mente no puede definirlo ni describirlo como algo exclusivo ni inclusivo. El
amor es su propia eternidad; es lo real, lo supremo, lo inconmensurable».
ALDOUS HUXLEY
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