Umberto Eco: Segundo diario mínimo – selección.

 noviembre 28, 2021

La producción intelectual de Umberto  Eco en lingüística, semiótica, narrativa y sus aledaños ha sido seria e importante a lo largo y ancho de una inquieta vida. Nadie le tomaría a mal unos interludios divertidos en el modo de la ingeniosa pirotecnia  literaria. Siguiendo la línea iniciada en 1963 con su Diario mínimo, Eco nos ofrece ahora una nueva selección de textos en los que mediante una ironía corrosiva y a través de pastiches de diferentes géneros, ataca tanto al mundo académico como a las habitualidades de la vida cotidiana, entre las que se incluye el diseño de objetos y los intrincados laberintos de la burocracia.

Título original: Il secondo diario minimo – Umberto Eco, 1992 Traducción: Helena Lozano Miralles Editor digital: Titivillus

PREFACIO – De 1959 a 1961 tuve a mi cargo, en la revista Il Verri, una sección, «Diario Minimo», que —gran gesto de valor por parte de Luciano Anceschi, en un período en el que las revistas literarias se tomaban muy en serio— intentaba recoger observaciones de costumbres, parodias literarias, fantasías y locuras varias, y en la que colaboraron Gillo Dorfles, Luciano Erba, Giuseppe Pontiggia, Furio Colombo, Fausto Curi, Andrea Bruno Mosetti, Alfredo Giuliani, Edoardo Sanguineti, Sandro Bajini, Giorgio Mannacio, Giovanni Giudici, Folco Portinari, Attilio Veraldi, Alfeo Bertin, Bruno Munari. Otros artículos, recortes de periódicos, citas extravagantes et similia, eran anónimos y, por lo que recuerdo, los diferentes colaboradores de la revista me los iban pasando para alimentar la sección. Al ser yo el alimentador titular, publiqué más que nadie, primero pequeñas moralidades y luego, poco a poco, pastiches literarios. Hacia 1962, Vittorio Sereni me pidió que reuniera estos textos míos en un volumen para la colección Il Tornasole, que entonces dirigía en la editorial Mondadori, y puesto que, extinguida ya la sección, «Diario Minimo» se había convertido casi en el nombre de un género, elegí este título para el libro que saldría en 1963. Posteriormente, para una nueva edición, en 1975, eliminé gran parte de las «moralidades» (algunas de ellas demasiado vinculadas a acontecimientos lejanos) para atenerme al género pastiche, añadiendo también escritos posteriores.

La historia de aquel primer libro, que aún hoy se reimprime, es la que es; sé que en varios departamentos de arquitectura se enseña todavía la paradoja de Puerta Ludovica, y que hace tiempo, en un instituto de Filología Clásica, se dedicó un seminario a reflexionar sobre si los estudiosos de la antigüedad no proceden con los líricos griegos tal como mis esquimales del próximo milenio procedían con un desvencijado librito de canciones del Festival de San Remo. Los amigos parisinos de Transcultura, una organización nacida para traer a antropólogos africanos y asiáticos a estudiar las ciudades europeas, dicen que la idea nació de mi «Industria y represión sexual en una sociedad padana», donde antropólogos melanesios analizaban a los primitivos de Milán con refinados instrumentos fenomenológicos. Por no hablar de la «Fenomenología de Mike Bongiorno», citada incluso por quien no la ha leído, tanto es así que me la he encontrado definida como «un libro sobre…», cuando se trata de seis paginillas.

Pero, al margen de la suerte de aquel librito, mi propensión a intentar otros diarios mínimos no se había extinguido, sólo que salían de diversas formas o, después de habérselos pasado a los amigos, a menudo coautores o por lo menos inspiradores, se quedaban manuscritos en un cajón. Es más, si al presentar la primera recopilación casi intentaba excusarme, como si pareciera poco serio seguir el camino de la parodia, a continuación, persuadido de que, además de ser licito, se trataba de un deber sagrado, procedí con virtuosa gallardía (véanse los «Apuntes de historiografía de la cacopedia»).

Han pasado casi treinta años; los cajones rebosaban de diarios mínimos abandonados, algunas personas me preguntaban dónde habían ido a parar algunos textos de los que se conservaba memoria oral, y por esta razón publico hoy el Segundo diario mínimo, convencido de lo que escribí, en 1975, a modo de conclusión del prefacio del primero: «Porque ésta es la suerte de la parodia: que nunca debe temer la exageración. Si da en el blanco, no hará sino prefigurar algo que luego los demás harán sin reírse —y sin sonrojarse— con firme y viril seriedad». Añado sólo que no todos los escritos que aquí reúno son de tono paródico. He acogido también divertissements en estado puro, faltos de intenciones críticas y moralistas. Pero no siento la necesidad de justificaciones ideológicas, me basta el lema de Palazzeschi, dejadme divertir. Dos escritos, que compartían, indudablemente, el espíritu del Diario mínimo, ya se habían publicado en mi Sette anni di desiderio (Bompiani, 1983, traducción española en La estrategia de la ilusión, Lumen, 1986). El que no conoce ese libro, no lo sabe. El que lo conoce, se ha olvidado. Esos escritos han sido cortados y arreglados para la ocasión. Espero que me perdonen esos poquísimos que todavía se acordaban, pero era una cuestión de integridad. Para los criterios seguidos en esta edición en castellano remito a la nota y a las claves de mi traductora. Sobre la ausencia de agradecimientos que concluye este prefacio, véase en la sección «Instrucciones de uso» la parte sobre cómo escribir una introducción. – Milán, 5 de enero de 1994

NOTA DE LA TRADUCTORA –  Umberto Eco nace en Alessandria el 5 de enero de 1932 y, como él mismo comenta, estaba destinado a no recibir nunca regalos de cumpleaños, porque ya se encargaban los Reyes Magos de todo. Esta afirmación autobiográfica es paralela a muchas de las que encontramos diseminadas en este Segundo diario mínimo, fundamentales para entender su vocación de pensador y de escritor. En «El milagro de san Bandolino» nos confirma la importancia, para la formación de su personalidad, del carácter de su gente, escéptica y desencantada, temerosa de la retórica y con un sentido del deber muy particular. Así como es particular el sentido del humor: un alejandrino sabe que hay que prepararse a la muerte pero es algo que se puede hacer bromeando, para no poner en apuros a los demás. Su biografía adulta es bien conocida: se interesa por la filosofía medieval, trabaja en la RAI, en la editorial Bompiani, en la Universidad. A su interés teórico por los problemas que plantea la comunicación, por la semiología, hay que añadir una actividad intensa de comentarista de lo cotidiano, que aparece regularmente en revistas, periódicos y semanarios a partir de 1959.

En 1980 se publica su primera novela, El nombre de la rosa. Estas tres facetas de su actividad constituyen momentos diferentes de su vida de pensador: hay cuestiones que no se pueden tratar según el modo aseverativo del ensayo, sino que deben representarse en toda su ambigüedad y contradictoriedad, o si son muy serias, hay que arrojar sobre ellas una sombra de desconfianza, de escepticismo. El texto que mejor recoge estas convicciones y todas estas facetas es el Segundo diario mínimo, cuyos ingredientes son la parodia, el pastiche, los juegos de palabras, la evocación autobiográfica y el reportaje social. Debido a esta variedad de ingredientes y de manipulaciones del lenguaje, la traducción resultaba una operación delicada. Toda traducción oscila entre la fidelidad hacia el texto original, por contenido y estilo, y la adaptación a la lengua y a la cultura terminales, para que el texto sea comprensible. La traducción del Segundo diario mínimo ha sido un ejercicio de equilibrio entre estos dos extremos: el placer de la lectura y la seguridad de estar leyendo algo que se acerca lo más posible al original. Se me podrá objetar que la traducción es constitutivamente imposible, una utopía, y que toda práctica traductiva es una traición. Por eso aclaro aquí los criterios de esta edición, para que si traición es, por lo menos no sea engaño.

En primer lugar, había que decidir qué es lo que valía la pena traducir sin que la versión castellana resultara un texto completamente ininteligible —por sus referencias culturales no compartidas por los hispanohablantes— o un texto completamente diferente del original —por la adaptación a la que había que someterlo para que fuera, precisamente, inteligible—. Pero también interesaba mantener la variedad y el carácter del libro. He tenido que suprimir, por lo tanto, una serie de textos muy vinculados a la realidad italiana, precisamente porque, al tratarse de parodias, estaban llenos de alusiones a acontecimientos y personajes que sólo un italiano, o alguien que conozca Italia tan bien como su propio país, puede conocer y apreciar. Se ha eliminado también toda una sección, «Filastrocche per adulti», donde se recogen las poesías de la serie «Filosofi in libertá» y «Chansons à boire» para los congresos científicos. Se trata de parodias de poesías italianas, y una vez más, su traducción, con referencias a modelos típicamente españoles habría significado una reescritura completa (y quizá en ambientes académicos hispanos estas parodias existen ya).

 La sección dedicada a los juegos de palabras es casi por completo una reescritura: he mantenido algunos ejemplos, porque me parecía importante que el lector español entreviera por lo menos algunos de los mecanismos de estos juegos, tanto más en cuanto que constituyen una parte esencial de la personalidad de Umberto Eco. Y quizá algún lector recuerde pasos de alguna novela suya o los vincule a su sentido del humor. Para compensar estas supresiones he traducido esos textos del primer Diario Mínimo que habían sido añadidos por Eco a la edición de 1975 y que no figuran en las ediciones en castellano de este libro. Yo creo que al leer un texto de parodias el placer del lector reside en el descubrimiento personal de la parodia, no en su explicación a pie de página. Por eso esta traducción tiene mucho de adaptación. Los chistes y los juegos de palabras están destinados a un público de habla hispana, así como muchas de las referencias culturales que aparecen. He seguido dos procedimientos distintos: donde el texto lo soportaba —y de acuerdo con Eco— he añadido pequeñas explicaciones, he elegido citas más «universales», he introducido glosas, pero siempre dentro del espíritu del libro. Unos textos, en cambio, llevan al final una clave donde se revelan alusiones oscuras o fuertes manipulaciones. El criterio de elaboración de las claves y de algunas notas es el siguiente: aquello que el lector medio italiano no conoce, no hace falta que sea explicado en la versión castellana puesto que la alusión específica tampoco la entiende el lector original.

Anuncio publicitario

En la primera sección del libro, «Historias verdaderas», se hallan los textos procedentes del primer Diario Mínimo (son los seis primeros). Se trata de reconstrucciones del pasado y de anticipaciones del futuro que, en algunos casos, delirantemente, se han transformado en crónica verdadera. La segunda sección, «Instrucciones de uso», es una recopilación de los artículos aparecidos, a partir de 1986, en la revista L’Espresso, en la sección «La Bustina di Minerva». Son tan famosos que se los llama bustina  sin más. Están organizados en orden cronológico para hacer comprensibles y perdonables las referencias a la actualidad. «Cómo hacer el indio» era un inédito escrito por Eco para sus hijos. En «Apuntes de historiografía de la Cacopedia» se explican los fundamentos del proyecto cacopédico que forma la tercera sección. La versión española se ha realizado conforme a ellos y creo que las manipulaciones necesarias son evidentes de por sí sin necesidad de mayores explicaciones. La cuarta sección, la de los juegos de palabras, era un reto desde el punto de vista traductivo. He intentado reproducir los juegos con la substancia expresiva castellana, intentando respetar al máximo las indicaciones que se derivaban del contenido. Sobre «El milagro de San Baudolino» he hablado ya. Para concluir, espero que estas notas contribuyan a hacer la lectura más agradable y no desencadenen, en cambio, una lectura sospechosa del texto en búsqueda del «cómo (y qué) será el original». En cualquier caso, quizá sirvan de estímulo para la lectura de la obra en su lengua original.-

¿ DÓNDE IREMOS A PARAR? – «Heráclito dedicó el libro al templo de Artemis e intencionadamente lo escribió, como algunos dicen, de un modo un tanto oscuro, para que sólo tuviesen acceso a él los que eran capaces de entenderlo y no fuera fácilmente despreciado por el populacho». Heráclito ya había dicho: «¿Por qué os obstináis en tirar de mí hacia todas partes, oh iletrados? No para vosotros he escrito, sino para quien puede entenderme. Uno vale para mí cien mil, y nada la muchedumbre». [1]

[Nota: en este posteo se mantienen las cifras indicativas de remisiones y notas del autor o traductora, incluidas en los originales] –

Pero Heráclito ha desaparecido y su libro ha sido abierto a todos los monos sabios que deseen acercarse a él a través de las reseñas y las notas a pie de página. Y sus discípulos son más resabidos que él. Lo que significa que, sobre Heráclito, se ha impuesto la muchedumbre, y nosotros, entristecidos, asistimos hoy al triunfo del hombre-masa. Si nuestro ánimo todavía no se ha vuelto árido y estéril, bastará recorrer el ágora un día cualquiera; si la angustia no te anuda antes la garganta (¿pero a alguien le es dado aún este bien precioso?) y si, víctima del mimetismo mundano, no te asocias a los euforiones que se apiñan alrededor del último filosofante de paso en esa pública plaza, podrás ver a los que antaño fueron los hombres de Grecia, ahora autómatas perfectos y satisfechos, pisotearse entre los olores y los gritos, entremezclados con el villano ático que empuja hacia delante sus rebaños, con los detallistas de atún del Ponto Euxino, con los pescadores procedentes del Pireo, con los emporoi y con la muchedumbre vocinglera de los kapeloi, de los vendedores de salchichas, de lana, de fruta, miel, cerdos, pájaros, queso, golosinas, drogas, purgantes, incienso y mirra, penachos, higos, ajos, pollos, libros, vendas sagradas, agujas y carbón, como a veces se complacen en enumerar los autores de la comedia.

Y entre ellos verás circular a inspectores públicos, a cambistas, a inspectores del peso, a copistas de poemas, a vendedoras de guirnaldas, todo ello delante de las tienduchas y de los puestos de los sastres, de los luthiers, de los perfumistas, de los vendedores de esponjas y erizos, en los mercados de esclavos; y charlando junto a los hermas verás a la mercera y a la lavandera, a la panadera y a la vendedora de guisantes, al zapatero y al rufián… Así te habrás trazado el mapa del hombre-masa, del ciudadano de la Atenas democrática, satisfecho de su gusto mediocre, de su amor filisteo por la conversación, de la coartada filosófica que la Academia y el Perípato le ofrecen servicialmente, del ruido en el que se envuelve como una ostra, de la «distracción» que ha elevado a valor religioso. Míralos mientras, apiñados, rodean la forma de cucaracha del último carruaje que Alcibíades ha puesto en circulación, o mientras, sudados y vociferantes, salen al encuentro del último mensajero llegado de no importa dónde. Porque, entre las primeras cualidades del hombre-masa, está el deseo de saber, la necesidad de información. En contra del comedimiento de Heráclito, que sabía que la sabiduría era un bien demasiado precioso para que fuera puesto a disposición de todos, hoy en día un tal Aristóteles afirmaría que «a todo hombre, por naturaleza, apetece saber» y prueba de ello sería «el apego que tenemos a nuestras percepciones sensitivas; en efecto, amamos estas percepciones por sí mismas aun prescindiendo de su utilidad, especialmente las que derivan del sentido de la vista». [2]

¿Y qué más podría añadirse como contribución a la antropología negativa del hombre-masa sino esta teorización de la necesidad de percibir sin discriminación alguna, del frenesí por ver, y de ver bien y agradablemente y también de lejos (telever, pues), como nos sugieren tanto metopas como frontones, donde las estatuas se tratan según una alteración de las proporciones reales, de manera que sólo a quien las mira desde abajo pueden parecer «verosímiles», halagando la pereza del hombre-masa, y la necesidad de un ver ya confeccionado que le evite la interpretación del dato? [3] Inútilmente tronaba nuestro Montálides, hace no mucho tiempo, contra esta carrera en pos de la información por la que casi parece que el disco de nuestra tierra esté envuelto por «una esfera de psiquismo en constante aumento de espesor» ya que, «una campana cada vez más densa de informaciones y visibilidades proyectadas a distancia cubre el mundo que habitamos». [4]

De esta alucinante «fondue psíquica» el hombre-masa ateniense ya no se da cuenta; ni podría, si ya en el colegio no se atiende a otra cosa sino a «informar» al joven, no dudando en corromperlo sobre las páginas de poetas contemporáneos; como nos documenta (pero con la satisfecha y henchida mala fe del gacetillero cómplice) ese Platón, justamente admirado por la muchedumbre cuando dice que «los maestros se preocupan por ello, y cuando los muchachos han aprendido las letras y empiezan a comprender lo escrito…, los sientan ante los bancos para que las lean, y les obligan a aprenderlas de memoria, las obras de los grandes poetas… para que el muchacho, al emularlos, los imite e intente parecerse a ellos». [5]

¿Qué hacer? ¿Escribirle una carta al inefable director de la Academia? La industria cultural está demasiado segura de sus procedimientos como para escuchar la voz de la sabiduría (¿y no está pasada de moda?). Asistiremos, por lo tanto, al crecimiento de estos escolares que, alcanzados los treinta años, irán de madrugada a decapitar a los hermas, como ha hecho un joven intelectual que bien conocemos; de tales maestros no cabría esperar discípulos mejores, la producción intensiva de un hombre-masa está dando sus frutos. Por otra parte, ¿no hemos teorizado ya su necesidad de ser y estar con otras personas, sin recordar los gozos de la soledad silenciosa? Tal es, a estas alturas, la esencia de la llamada democracia, cuyo mandamiento parece ser: atente a lo que hagan los demás y sigue la ley de quien sea más numeroso; cualquiera es digno de un cargo cualquiera con tal de que cualesquiera se reúnan en número suficiente como para elegirlo; y para los cargos no demasiado importantes, encomendémonos a la suerte, puesto que la aleatoriedad es la lógica del hombre-masa. «El ideal de un Estado es constar lo más posible de personas que sean iguales y esta semejanza se halla de manera primordial en las clases medias… Por esta razón es buena la súplica de Eocílides: “En muchas cosas lo mejor corresponde a los de en medio: quiero ser un término medio en la ciudad”». [6]

Así predicaba Aristóteles, a quien, vox clamantis in deserto, en vano respondía Ortegygassétos denunciando cómo «desde mediados del siglo último se advierte en Europa una progresiva publicación de la vida… La existencia privada, oculta o solitaria, cerrada al público, al gentío, a los demás, va siendo cada vez más difícil… La calle se ha vuelto estentórea». [7] Nosotros diremos: el ágora se ha vuelto estentórea, pero el ágora es la ideología del hombre-masa, es lo que ha querido y lo que se ha merecido. Que se pasee Platón y dialogue con sus clientes es más que lícito: ése es su reino y el hombre-masa no puede vivir solo, si necesita saber todo lo que sucede y hablar de ello sin cesar. Y, a estas alturas, todo puede saberse. Véase lo que sucedió en las Termópilas. Tan sólo un día después del suceso, ya tenías al mensajero que te traía la noticia, y ya alguien había pensado en confeccionarla de la manera más simple, reducida a eslogan publicitario: «Nuestras flechas oscurecerán eEl ecolálico Heródoto le había prestado su servicio al tirano, el gentío de las cien orejas. ¿No parecen estar en su lugar, por lo tanto, los así denominados historiadores que no son sino cronistas asiduos del presente? Eficiente jefe del gabinete de relaciones públicas de Pericles, a Heródoto no se le ocurre nada mejor que escribir acerca de las guerras persas (sobre puros y brutos elementos de crónica, pues, y no cabría ya pensar en un Homero que tuviera la lucidez poética de hablar sobre algo que ni vio ni oyó, trasladándolo a dimensiones de cuento fantástico): a Heródoto le basta con leerse a tres o cuatro logógrafos jónicos y ya presume saberlo todo. Habla de todo. Por si ello fuera poco, resulta que te cría, más resabido y ávido que él, a un Tucídides que, después del pésimo papel de la caída de Anfípolis (que no consiguió impedir), fracasado como hombre de armas y de gobierno, se olvida de las desventuras del Peloponeso y encuentra una nueva virginidad como memorialista, aceptando describir los acontecimientos bélicos a medida que suceden. ¿Se ha alcanzado, pues, la última vergüenza del periodismo superficial? No, porque después de él tendremos en Jenofonte al maestro de un arte que sabe reducir a elemento de historia incluso la nota de la lavandera o los lloriqueos por un mal de ojo cualquiera (propia de la industria cultural es la vulgaridad, la insistencia en el detalle penoso pero actual: ¿que se cruza un río?, pues será «mojándose hasta el ombligo»; ¿que se come una comida en mal estado?, pues sucederá que «les rezumaba por detrás»). [8] Pero en Tucídides aún tenéis más, y es el deseo corriente de hacer literatura. Para presentarse a los premios literarios que la industria cultural pone a disposición de quien sepa seguir la moda, Tucídides no dudará en introducir en su prosa cursilerías objetivistas, a emulación de la nueva novela: «El cuerpo, por fuera, no estaba muy caliente al tacto, ni pálido, sino más bien enrojecido, lívido y cubierto por una pequeña erupción de pequeñas ampollas y úlceras…». [9] ¿Su objeto? La peste de Atenas. De esta forma, reducida la medida humana a esfilema objetivo, la vanguardia terrorista y la crónica del instante marcan el triunfo de la nueva literatura.

 Al angustiado Karlobótes, que se queja de no saber comprender ya el lenguaje de las jóvenes generaciones, quien todavía tenga un atisbo de humanidad deberá responder: ya no hay nada que comprender, ni el hombre-masa lo quiere. El eclipse del hombre ático ha alcanzado su punto extremo. Mas si existe un crepúsculo de Occidente, al hombre-masa no le causa angustia alguna: ¿acaso no vive él en el mejor de los mundos posibles? Volved a leeros el discurso que Pericles dirige a una muchedumbre ateniense satisfecha y entusiasta: el hombre ático vive en una sociedad meritocrática, donde la dialéctica del status se eleva a título de optimismo («como tampoco la pobreza de nadie, si es capaz de prestar un servicio a la patria, ni su oscura condición social, son para él un obstáculo»), y de esta forma el criterio de discriminación por el cual el áristos era tal, se difumina en la embriaguez de la nivelación; el hombre ático es feliz viviendo como rostro entre la muchedumbre, hombre de la clámide blanca, subyugado por el conformismo de los comportamientos («nos guardamos muy mucho, por el respeto que nos merecen, de transgredir las disposiciones del Estado, obedientes en todo momento a las autoridades y a las leyes, no sólo, y de un modo especial… a aquellas que, sin estar escritas, comportan con su transgresión general menosprecio»); el hombre ático vive feliz como representante de una leisure class («para solaz de nuestras fatigas, hemos procurado innumerables esparcimientos al espíritu, con juegos y fiestas que se suceden a lo largo de todo el año, y con hermosas residencias privadas, cuyo disfrute cotidiano aleja todo signo de tristeza»); señal, por lo tanto, de que el hombre ático es el habitante de una sociedad del bienestar, una sociedad aglomerativa y abundante (entran en nuestra ciudad «todos los productos de la tierra, de suerte que gozamos de los frutos de los demás países con la misma naturalidad que de los que en nuestro suelo crecen»). [10]

¿Sacaremos, por lo tanto, al hombre ático, masificado en su estúpida alegría, de su sopor? No, que ya se ocupan de retenerlo esos juegos de los que Pericles hacía mención. Y será inútil hablar de las multitudes que se apiñan en los ludos de Olimpia y discuten sobre la última meta como si estuviera en juego su alma; ¡con recordar que hemos acabado por numerar los años por los Juegos Olímpicos nos basta! La vida se presenta acompasada sobre las gestas de un vencedor en el lanzamiento de una verga, o de quien ha sabido recorrer diez veces un trayecto. Según el resultado del pentatlón se mide la areté. Otros encargarán a un poeta que componga un carmen para tales «virtuosos» y la corona que recibirán redundará en gloria de su ciudad. Las palabras de Pericles nos han dado verdaderamente la imagen de una civilización en la cual todo es bellísimo. Con tal de que se haya renunciado a la propia humanidad. Como recordaba Montálides, «la comunidad humana universal sería un agregado de agregados celulares, un banco de madréporas en el que cada individuo vive clavado y fichado no según su alma sino en relación a sus posibilidades productivas o a su mayor o menor integración en el esquema de planificación total». [11]

En vano miramos la soledad y el aislamiento del faraón como un bien perdido; el hombre ático no siente ninguna nostalgia de ello porque nunca ha paladeado su sabor: sobre las gradas de Olimpia, celebra su melancólico apocalipsis, sin saberlo. Tampoco se espera que sea él quien decida. La industria cultural lo ha dotado ya de las contorsiones prácticamente electrónicas de la Pitonisa de Delfos que, mediante la casual epilepsia de su twist, le surte de consejos sobre lo que se debe hacer; mediante retazos de frases deliberadamente incomprensibles, donde el lenguaje retrocede a lo irracional, para uso y consumo del gentío admirado y democrático. Hubo un tiempo en que se le podía pedir a la cultura una palabra de salvación: hoy la cultura parece no estar ya en condiciones de otorgar la salvación, porque se ha reducido al juego de la palabra. El hombre ático es cautivo de la avidez del debate público, como si fuera necesario discutir todos los problemas y buscar la aprobación de los demás. La sofística ha reducido la verdad al consenso público y la discusión pública parece la coartada extrema de esta masa de hablantes. Cómo nos gustaría subrayar las amargas reflexiones de Bócas que, agudamente, reproducía los diálogos que preceden la desgraciada carrera hacia el debate: «Al habla, oiga, ¿vendría usted mañana al ágora para un debate sobre la verdad?». «No, pero mire, le recomiendo a Gorgias, fenomenal incluso para un elogio de Helena; o ¿por qué no prueba con Protágoras? Su teoría sobre el hombre medida de todas las cosas está muy de moda, ¿sabe?». Pero el llamamiento de Bócas contra el debate está destinado a ser desoído, y en vano nuestro polemista se afana en minar la perniciosa ideología de una serie de apasionados debates públicos, ante una masa apoltronada y atrofiada.

Al hombre-masa ático, la industria cultural, en cambio, también le ofrecerá, por si el debate no lo satisficiera plenamente, una sabiduría más perentoria, pero diluida en accesibles digests, como su paladar requiere. Y el maestro en este arte es ese Platón al que ya hemos aludido, habilísimo en confeccionar las verdades más enhiestas de la filosofía antigua a través de la forma más digerible, la del diálogo; no dudando en traducir los conceptos en ejemplos agradables y pegadizos (el caballo blanco y el caballo negro, sombras en la caverna, etcétera) según los dictados de la cultura de masas: lo que yacía en las profundidades (y que bien se cuidaba Heráclito de sacar a la luz) se sube a la superficie con tal de que se rebaje al nivel de la comprensión menos comprometida. Última infamia, Platón no duda en hacer debatir el problema sublime del Uno y de los Muchos a unos dialogadores que se retiran al taller de un herrero (¡incapaces de pensar como no sea en medio del «ruido»!), y se dedica a hacer digerible la indagación, gracias a un sagaz juego de suspense y a la puesta en escena de nueve hipótesis que poseen todo el cautivador atractivo de los concursos de enigmas con premios. Erística y mayéutica (con tales nombres las llaman los gacetilleros, felices de ocultar el vacío bajo la adopción del último término de moda) tienen siempre y una vez más su función habitual: el hombre ático no debe esforzarse por entender, bastan los expertos de la industria cultural que le dan la ilusión de sacar de lo más íntimo una comprensión que, de hecho, ya llevan confeccionada consigo.

El juego empezó con las prestidigitaciones (¿no eran hábiles, acaso?) del sileno Sócrates, el cual consiguió incluso transformar la merecida condena en una monstruosa campaña publicitaria, manteniéndose hasta el último momento siervo devoto de la industria cultural y dando a las casas farmacéuticas ese admirable ejemplo de anuncio publicitario que es su «Madre mía, pero qué rica que está la cicuta», o «Yo soy aquel socrático del ágora ideal, y voy a cantar a ustedes la canción de la cicuta: ¡es la cicuta, desayuno y merienda!». Final de la comedia, un gallo a Esculapio, última hipocresía. Cómo no dar razón a nuestro maestro Elemírides Zolofontes cuando dice: «Cuanto más ofrecen los medios de masa espectáculos alejados de lo humano, del diálogo, tanto más fingen la intimidad de la conversación, de la jovial cordialidad, como se puede ver (si el ánimo resiste) asistiendo a sus espectáculos, que obedecen a un precepto secreto: interesar al hombre en lo que no tiene ningún interés para él, ni económico, ni estético, ni moral». [12] Qué mejor definición para el popurrí socrático-platónico del Banquete, donde so pretexto de un diálogo filosófico se da un espectáculo de incontinencia convival, gravada por las alusiones sexuales transparentes e indecentes; y de la misma manera, en el Fedro se dice que al hombre que mira (porque la última etapa es, en definitiva, una civilización de voyeurs) a la criatura amada, le sucede que «el estremecimiento da lugar a un sudor y calor desacostumbrados, pues al recibir la emanación de la belleza a través de los ojos, se calienta, y con ello se reanima la vitalidad… el calor derrite aquello que obstruía antes la salida… Se hinchan y empiezan a crecer desde la raíz los cañones de las plumas… se siente a la vez ebullición, irritación y cosquilleo mientras echa las plumas». [13] Regresión a la obscenidad apenas enmascarada; he aquí el último regalo, la erótica de masa disfrazada de filosofía.

 En cuanto a las relaciones entre Sócrates y Alcibíades, son biografía, y la industria cultural las elimina de la crítica estética. Demasiado «natural» aun para convertirse completamente en industria, el sexo se ha transformado, de todas formas, en comercio, como Aspasia nos enseña. Comercio y política, integrado en el sistema. El gesto de Friné nos recuerda melancólicamente que incluso la confianza en una magistratura incorrupta estaba, evidentemente, mal depositada. Ante tales contradicciones, ante tan intensas débacles del ánimo humano, la industria cultural tiene la respuesta ya preparada: ¿no sirven quizá esos casos para dar material de indagación al autor de tragedias? Sólo que precisamente en esta costumbre se dibuja el último abismo de un apocalipsis del hombre ático, el perfil de su irremediable degeneración. Obsérvense a todos esos, aún no ha rayado el día y ya forman largas filas para acceder a los graderíos de los anfiteatros, donde obtusamente, con aire alelado, se afanarán sobre los casos que simularán para ellos algunos histriones que ya nada tienen de humano, puesto que han ocultado sus semblanzas bajo la grotesca ficción de la máscara y la deformación de las dobles suelas, de la túnica acolchada, para remedar una estatura que no es la suya. Parecidos a fantasmas en cuyos rostros no podrás discernir ni el matiz del sentimiento ni la alteración de la pasión, te ofrecerán, expuesto a la atención impúdica de todos, el debate sobre los máximos misterios del alma humana, el odio, el parricidio, el incesto. Aquello que, antaño, todos habrían celado cuidadosamente a los ojos del vulgo, ahora se convierte en materia de entretenimiento corriente.

También sobre esto el público deberá ser entretenido, según los dictámenes de una cultura de masas, que te impone no representar, intuida, una emoción, sino ofrecerla ya confeccionada al usuario: no será, pues, la expresión poética del lamento, sino la fórmula estereotipada del dolor la que te capturará de golpe y con deseada violencia: «¡aymé, aymé! ¡ototòi totòi!». ¿Qué más pedirles, en cualquier caso, a autores que le han puesto precio a su arte y saben que deben confeccionar un producto que el arconte puede aceptar o rechazar según su juicio? Es bien sabido, a estas alturas, que el cargo de corega se encomienda a los ciudadanos pudientes, y así la industria cultural no podía encontrar una legislación más clara. Tú le ofrecerás al mecenas lo que te pida, y lo que te pide será valorado a peso y según medidas de cantidad. Sabes perfectamente que si quieres ver representado tu drama, no deberás ofrecer sólo tu pieza, sino una tetralogía entera, incluido el drama satírico. Creación dirigida, pues, producción de poesía con máquinas según la posología. El poeta deberá convertirse, si quiere representar su obra, en músico y coreógrafo, autor y maestro de danzas, organizando el vergonzoso pataleo del coro y dosificando el silbido impúdico de la flauta. El antiguo autor del ditirambo, convertido en empresario del Broadway ático, ha culminado, por fin, su triste ascensión proxenética.

¿Querremos analizar el curso de tal regresión? Empezó Esquilo, y no es una coincidencia que el hombre-masa lo admire, al convertir en objeto de poesía la crónica de un suceso contemporáneo como la batalla de Salamina. ¡Qué material poético más glorioso! Un acontecimiento industrial cuyos detalles tecnológicos el autor se complace en enumerar con un deleite que ya no es capaz de escandalizar a nuestro gusto endurecido: y dale con la enumeración de las «paladas del ruidoso remo», de las «naves» con el «espolón de bronce», de los «aplustros», de los «rostros», de la «multitud de naves apelotonadas dentro del estrecho», de las naves con los «espolones de proa reforzados de bronce que destrozaban el aparejo de remos completo», de las maniobras que las naves helénicas hacen sobre los leños persas «ciñéndolos», siempre con un gusto burdo y protervo por el detalle mecánico, con la voluptuosidad, ni siquiera velada, de introducir en el verso la enumeración de retazos de conversación cotidiana, de nomenclatura de manual técnico, con un experimentalismo de segunda mano que, si tuviéramos todavía gusto firme y sentido de la discriminación, nos haría sonrojar. [14] Como dice Zolofontes: «El carácter de la masa industrial se capta perfectamente en ello: fluctúa entre la histeria y la oscuridad, los sentimientos no tienen forma entre los adoradores obligados de Baal». [15]

 ¿Los sentimientos? ¿Y para describir una escena de majestad y de muerte no recurriremos a las herramientas de una jerga de carniceros mecanizados? «Se iban volcando los cascos de las naves y ya no se podía ver el mar, lleno como estaba de restos de naufragios y de la carnicería de marinos muertos. Los griegos, en cambio, como a los atunes o a un banco de peces, con restos de remos, con trozos de tablas de los naufragios, los golpeaban, los machacaban». [16] En el desesperado intento de refaire Doeblin sur nature, la industria cultural nos propone el lenguaje cosificado, chisme artesanal, guarnición cardánica, terminología de astilleros navales. Pero que no os parezca que con Esquilo se ha tocado fondo. La vergüenza va más allá. Con Sófocles tenéis, por fin, el ejemplo perfecto de un sonambulismo coaccionado, producido en serie para las masas. Sófocles ya habrá renunciado a las neurosis religiosas de Esquilo y se mantendrá lejos del escepticismo elegante y boulevardier de Eurípides. El ejercicio de la sophrosyne se transformará en alquimia del compromiso moral. Es un confeccionador de situaciones buenas para todo uso, y por lo tanto, para ninguno. Véase, por ejemplo, Antígona. Aquí tenéis de todo. La muchacha que ama al hermano bárbaramente asesinado, el tirano malo e insensible, la fidelidad a los principios hasta la muerte, Hemón que, hijo del tirano, se mata por su bellísima víctima, la madre de Hemón que le sigue a la tumba, Creonte aplastado y aturdido por el rosario de lutos nacidos de su filisteísmo insano. El folletón ha encontrado, con la industria cultural del Ática como cómplice, su cumbre, su abismo.

Por si ello no bastara, Sófocles pone como broche y comentario moral de su obra, en el primer estásimo, la exaltación optimista de la productividad tecnológica: «Portentos, muchos hay; pero nada es más portentoso que el hombre… A la Tierra, la más excelsa de las deidades, imperecedera, infatigable, agobia con el ir y venir de los arados de año en año, al labrarla con la raza caballar… Lanzando los repliegues de las trenzadas redes… estirpes de las agrestes fieras y de las marinas criaturas del ponto, cautivas se las lleva…». [17] ¿Y qué más? Tenemos la ética de la productividad, la exaltación producida por la obra obtusa del mecánico, la insinuación de la genialidad proletaria. «Es necesario complacerse», observa irónicamente Zolofontes, hablando de las relaciones entre industria y literatura, «de la victoria del genio que ahora abate los monstruos con la técnica, y desear que de las conquistas se haga buen uso para el hombre victorioso». [18] Tal es la ideología de la cultura de masas. Maestro de la misma, Sófocles no ha dudado en añadir a los dos protagonistas un tercero y la decoración de la escena, [19] puesto que, evidentemente, para imponer emociones confeccionadas, el montaje clásico ya no le bastaba; no tardaremos mucho en ver, bien lo sabemos, la introducción del cuarto interlocutor, completamente mudo, y entonces la tragedia habrá jugado hasta el fondo la comedia de la superfetación ostentando la incomunicabilidad obsecuente a las reglas de los escenarios de vanguardia, en attendant a su Godótes.

Y he aquí que los tiempos están maduros para Eurípides, lo suficientemente incrédulo y radical como para gozar del favor de las masas, capaz de reducir el drama a pochade, como muestran las insistentes plaisanteries de Admeto y de Hércules, eficacísimas para neutralizar la residual potencia trágica de Alcestes. Por lo que respecta a Medea, la cultura de masas ejecuta su danza de virtuosismos, entreteniéndonos sobre las neurosis privadas de una histérica sanguinaria, con riqueza de análisis freudianos, dándonos un perfecto ejemplo de cómo puede ser un Tennessee Williams de los pobres. Posología completa, ¿cómo no llorar y experimentar terror y piedad? Porque esto quiere la tragedia. Que experimentéis terror y piedad, y los experimentéis bajo mando, en el momento justo.

-Leed las páginas que a este argumento dedica Aristóteles, el inefable maestro de la persuasión oculta. Aquí tenéis una guía completa: tomad a un protagonista dotado de unas cualidades tales que el público, por una parte, lo admire, por otra, lo desprecie, identificándose con él y con sus debilidades, haced que le sucedan casos terribles y patéticos, dosificad todo con una adecuada suministración de golpes de efecto, anagnórisis y catástrofes, mezclad, llevad a punto de hervor y, voilà, lo que sale se llama catarsis, veréis al público tirarse de los pelos y balar de miedo y conmiseración eyaculando pacificación. ¿Escalofriarse con esos detalles? Está todo escrito, leed los textos de este corifeo de la civilización contemporánea, la industria cultural no duda en ponerlos en circulación, bien convencida de que no la mentira, sino la pereza de los ánimos, secundará su juego. ¿La ideología? Si la hay es una: aceptar el dato de hecho y usarlo como elemento de argumentación persuasiva. Del susodicho Aristóteles, su infame manual más reciente, la Retórica, no es sino un catecismo de marketing, una indagación motivacional sobre lo que gusta o no gusta, se cree o se repudia: ahora conocéis según qué estímulos irracionales se mueven vuestros semejantes, dice, y por ello están a vuestra merced. Pasad a la acción, son vuestros. Con esa obra, como observa Zolofontes, «tenemos una producción que no refleja naturalmente las tendencias del público, sino que calcula sus efectos en razón de su vendibilidad, que carga la mano según las leyes de la reacción bruta al estímulo». [20]

¿Efecto? La deleitación amorosa, es decir, la fragua misma de todos los vicios. La fantasmagoría, o sueño de vigilia. A ésta, la tragedia le pone el broche de la visibilidad y de la aprobación social, tal y como a un monstruo surgido de las profundidades una sociedad bárbara consagra un templo. Pero no creáis que el fraude en perjuicio del beocio subyugado se ha perpetrado sólo en el anfiteatro oficial, el día del programa fijado previamente. Es el mismo Aristóteles el que, en la Política (libro octavo), nos habla de la música y «de la sensible eficacia de la misma sobre nuestro temperamento». Conózcanse las leyes de los cantos como imitaciones de los movimientos del espíritu y se habrá aprendido cómo «conmover los afectos»: y veréis que el modo frigio induce a comportamientos orgiásticos, el modo dórico a una persuasión de «virilidad». ¿Añadiremos algo más? Estamos en el manual para la manipulación emocional de las korai, o, como tanto gusta decirse hoy, las teenagers. El sonambulismo coaccionado ya no es una utopía, sino una realidad. Ya por todas partes se toca la flauta, contra la cual ha hablado en vano, durante mucho tiempo, Adorno. Después de la divulgación aristotélica, la praxis musical se ha convertido en una cosa al alcance de todos y en ella se inician los jóvenes, en los colegios: dentro de poco, un canto de Tirteo se convertirá en algo que cualquiera sabrá silbar en las termas o a orillas del Iliso. Música y tragedia nos revelan, a estas alturas, su verdadero rostro; una manipulación de los instintos a cuyo encuentro las masas corren beatíficas para celebrar en ella la adulación de su masoquismo. Púlpitos de la persuasión oculta, en ellos se educan nuestros jóvenes transformados en rebaño en los gimnasios. Una vez adultos, la misma ciencia de las relaciones públicas les enseñará cómo comportarse en la vida de sociedad para reducir la virtud, los sentimientos, la habilidad real a una máscara. Escúchese a Hipócrates: «Para el médico, constituye, sin duda, una egregia recomendación presentarse bien alimentado y con buen aspecto, porque el público considera que los que no saben cuidar bien de su propio cuerpo no serán capaces de pensar en el cuidado del de los demás… En el momento en que el médico entra en el cuarto del enfermo, recuerde que debe prestar atención a la manera de sentarse, a la manera de comportarse, debe estar bien vestido, serenos su rostro y su forma de actuar…». [21]

La mentira se hace máscara, la máscara, persona. Llegaremos a ver un día en el que, para definir la naturaleza más profunda del hombre, no nos habrá quedado sino, precisamente, el término de máscara, persona, que connota la apariencia más epidérmica. Enamorado de la propia apariencia, el hombre-masa no podrá sino complacerse en lo que parece verdadero, no podrá sino gozar de la imitación, [22] es decir, de la parodia de lo que no es. Véase, a este efecto, el ansia incontenible que se refleja en los productos de la pintura (donde se exaltan aquellos ilustradores cuya uva querrían picotear los pájaros) y de la escultura, ya maestra en reproducirnos cuerpos desnudos que parecen verdaderos, lagartijas escurriéndose sobre troncos de árbol a las que sólo les faltaría hablar, como comenta extasiado el vulgo. Y desde hace tiempo, también aquí, la necesidad inapagable de ofrecer la impresión ya confeccionada, tal como sucedió cuando, en los vasos de figuras rojas, se empezaron a introducir las figuras vistas de frente, como si el perfil habitual no bastara para sugerir, por intuición poética, cuál era el objeto de la visión fantástica.

Pero sobre la producción artística pesa, desgraciadamente, el yugo de la necesidad industrial: astuto explotador de las condiciones improrrogables, el hombre-masa ha convertido esa determinación en elección. El arte se ha doblegado a las leyes de la ciencia: mira cómo se instauran ya, entre las columnas de los templos, proporciones áureas de las que el arquitecto goza con entusiasmo de delineante; observa a Policleto darte un «canon» para la producción de la estatua perfecta e industrializable, y dar vida a un Doríforo que, como se ha constatado amargamente, ya no es una obra sino una poética, un tratado hecho piedra, un ejemplo concreto y una regla mecánica. [23] Arte e industria caminan ahora de la mano, el ciclo se ha cumplido, el espíritu ha sido reemplazado por la cadena de montaje, una escultura cibernética quizá llama a las puertas. Última defensa, que es también el último escalón de la iniciación, la solución gregaria que ve a los efebos acuadrillados en ejercicios conformizantes; la saludable sublevación contra el padre se sustituye con la necesaria rendición al grupo, contra el cual el joven no sabe defenderse. El igualitarismo mina cualquier diferencia entre jóvenes y viejos, y el episodio de Sócrates y Alcibíades confirma la hipótesis. Nivelados, endurecidos en la expresión de los sentimientos individuales, estos modelos de hombre ático seguirán siendo tales hasta la muerte, y más allá: la confección de los sentimientos, una vez invadida la vida cotidiana, se impondrá también en el paso extremo. No vosotros, sino las plañideras, simularán un dolor del que, a estas alturas, sois incapaces; por lo que respecta al muerto, no bastará el gran paso para hacerle abandonar los pequeños infames placeres a los cuales se hubiera aferrado en vida. Le introduciréis en la boca una moneda (pretexto: óbolo para Caronte) y una hogaza para su Cerbero. A los ricos les añadiréis objetos de tocador, armas, joyas. Esta misma masa de incapaces para la elección es la que acude a deleitarse con el pornografismo barato de Aristófanes; la obscura relación que vincula el Odio y el Amor, tal como los filósofos presocráticos les hicieron sospechar apenas, ya no les interesa. Lo que llaman ciencia, a estas alturas, se ha reducido a un saber provisional; basta saber de memoria el teorema de Pitágoras (no hay beocio que ignore este obtuso jueguecito de triángulos) y, para lo demás, Euclides ha aceptado fundar todo el saber matemático sobre un postulado convencional e indemostrable.

 Dentro de poco, todos ellos, escuela mediante, sabrán leer y sacar cuentas y no pedirán ya nada, excepto quizá el derecho de voto también para las mujeres y los metecos. ¿Será cuestión de negárselo? ¿Con qué ánimo oponerse a la marea de vulgaridad que crece? Pronto todos querrán saberlo todo. Ya Eurípides intentó divulgar los misterios de Eleusis. Y, la verdad, ¿por qué conservar aún una zona de misterio, cuando la constitución democrática ya da a todos la oportunidad de ociarse tanto con el ábaco como con la alfa y la beta? Refieren los gacetilleros que cierto artesano de Mesopotamia ha inventado una denominada «rueda de agua» que gira sola (y mueve una molienda) con el solo impulso del fluir de un río. De esta forma, también el esclavo encargado, antaño, de los molinos tendrá tiempo de ocuparse de estilos y tablillas de cera. Pero como dijo un hortelano de los lejanos países de Oriente ante una máquina análoga: «He oído decir a mi maestro: el que usa una máquina es máquina de sus obras; el que es máquina de sus obras adquiere corazón de máquina… No es que yo no conozca vuestro artilugio; me avergonzaría de usarlo». Comenta, citando el sabroso apólogo, Zolofontes: «¿Qué mejor excusa podría abrirle jamás el paso de la santidad a la condición obrera?». [24]

Pero el hombre-masa no aspira a la santidad; su símbolo es la bestia que nos pinta Jenofonte, esclava de su sed, que se revuelve por el suelo como un mono enloquecido, gritando «Thálatta, thálatta». ¿Olvidaremos quizá que la naturaleza «hace los cuerpos de los hombres libres y los de los esclavos distintos» y que «unos son libres y otros esclavos por naturaleza», como en un momento de lucidez llegó a afirmar Aristóteles? [25] ¿Conseguiremos aún sustraernos, aunque seamos pocos, a las ocupaciones que la cultura de masas reserva a una humanidad de esclavos, intentando apresar en ellas también al hombre libre? Al hombre libre no le queda sino refugiarse, si tiene fuerza, en el propio desdén y en el propio dolor. Incluso cuando, un día, la industria cultural, iniciando en las letras también a los esclavos, mine por su base este último fundamento de una aristocracia del espíritu. (1963)

Clave – Este texto se escribió en un período en que se elaboraban descripciones apocalípticas de la sociedad de masas siguiendo las huellas de la crítica social de Adorno. Los blancos de esta parodia se citan explícitamente, pero quizá alguno necesite una aclaración: Montálides, por supuesto, se refiere al poeta Eugenio Montale, que entre 1956 y 1971 lleva a cabo una intensa actividad periodística interrogándose sobre la masificación de la sociedad y la soledad del artista; Karlobótes se refiere al crítico literario Carlo Bo; Bócas al periodista Giorgio Bocca; Elemírides Zolofontes al filósofo turinés Ellemire Zolla, apocalíptico al estilo de Adorno.

>&>&>&>&>&

LAMENTAMOS RECHAZAR (informes de lectura para el editor)-

 Anónimos. La Biblia -Debo decir que cuando empecé a leer el manuscrito, y durante los primeros centenares de páginas, me entusiasmé. Es todo acción y hay todo lo que el lector de hoy le pide a un libro de evasión: sexo (muchísimo), con adulterios, sodomía, homicidios, incestos, guerra, masacres, etc. El episodio de Sodoma y Gomorra con los travestidos que quieren tirarse a los dos ángeles es rabelaisiano; las historias de Noé son del más puro Salgari; la fuga de Egipto es una historia que tarde o temprano acabará en las pantallas… En fin, la verdadera novela río, bien construida, que no ahorra golpes de efecto, llena de imaginación, con esa pizca de mesianismo que gusta, sin caer en lo trágico. Luego, al seguir leyendo, me di cuenta, en cambio, de que se trata de una antología de varios autores, con muchos, demasiados, trozos de poesía, algunos quejumbrosos y aburridos, verdaderas y propias jeremíadas sin pies ni cabeza. Lo que resulta es un ómnibus monstruoso, que corre el riesgo de no gustarle a nadie porque hay de todo. Y, además, será una lata encontrar todos los derechos de los diferentes autores, a menos que aquel a cuyo cuidado esté la edición no negocie por todos. Pero no consigo encontrar el nombre de esta persona, ni siquiera en el índice, como si tuvieran cierta circunspección de nombrarlo. Yo diría que negociáramos, para ver si se pueden publicar aparte los primeros cinco libros. En ese caso iríamos sobre seguro. Con un título como Los desesperados del Mar Rojo.

Homero. Odisea. – A mí personalmente, el libro me gusta. La historia es bonita, apasionante, está llena de aventuras. Tiene su pizca de amor, la fidelidad conyugal y las canitas al aire adúlteras (buena la figura de Calipso, una verdadera devoradora de hombres), hay incluso un momento «lolitista» con la jovenzuela Nausicaa, en el que el autor dice y no dice pero, en definitiva, excita. Hay golpes de efecto, gigantes monóculos, caníbales e incluso un poco de droga, lo suficiente para no incurrir en los rigores de la ley, porque, por lo que sé, el loto no está prohibido por el Narcotics Bureau. Las escenas finales son de la mejor tradición del Oeste, la pelea tiene vigor, la escena del arco se mantiene, como habría hecho un maestro, en el filo del suspense. ¿Qué decir? Se lee de un tirón, mejor que el primer libro del mismo autor, demasiado estático en su insistencia en la unidad de lugar, aburrido por exceso de acontecimientos, porque, a la tercera batalla y al décimo duelo, el lector ya ha entendido el mecanismo. Y, además, hemos visto que la historia de Aquiles y Patroclo, con esa vena de homosexualidad ni siquiera demasiado latente, nos ha creado problemas con la censura. En este segundo libro en cambio no, todo marcha que es una maravilla, incluso el tono es más tranquilo, meditado si no meditabundo. Y luego el montaje, el juego de los flash backs, las historias encasilladas…

En fin, alta escuela, este Homero es realmente muy bueno. Demasiado bueno, diría yo. Me pregunto si todo es de su propia cosecha. Claro, claro, escribiendo se mejora (y quién sabe si el tercer libro no será incluso un bombazo), pero lo que me da mala espina —y en cualquier caso me lleva a darle una opinión negativa— es el caos que podría resultar en el plano de los derechos. He hablado de ello con Eric Linder y me he dado cuenta de que no sería nada fácil salir del embrollo. En primer lugar, al autor no se le encuentra. Los que lo han conocido dicen que, en cualquier caso, era trabajosísimo discutir con él sobre las pequeñas modificaciones del texto, porque está cegato no sigue el manuscrito, y daba incluso la impresión de no conocerlo bien. Citaba de memoria, no estaba seguro de haber escrito precisamente eso, dice que la copista había efectuado interpolaciones. ¿Lo había escrito él o era sólo una tapadera? Hasta aquí nada malo, el editing se ha convertido en un arte y muchos libros confeccionados directamente en la redacción o escritos en colaboración (véase Ellery Queen) llegan a ser excelentes negocios editoriales.

Pero, para este segundo libro, las ambigüedades son demasiadas. Linder dice que los derechos no son de Homero porque hay que oír también a ciertos aedos eolios que tendrían un tanto por ciento sobre algunas partes. Según un agente literario de Quíos, los derechos serían de unos rapsodas locales, que prácticamente habrían hecho un trabajo de «negros», pero no se sabe si han registrado su trabajo en la sociedad de autores local. Un agente de Esmirna, en cambio, dice que los derechos van todos a Homero, sólo que está muerto y por ello la ciudad tiene derecho a quedarse con los beneficios. Pero no es la única ciudad que tiene tales pretensiones. La imposibilidad de establecer si nuestro hombre murió, y en caso afirmativo, cuándo, impiden acogerse a la ley sobre las obras publicadas con posterioridad a los cincuenta años del fallecimiento del autor. Ahora se nos presenta un tal Calino que pretende detentar todos los derechos pero quiere que junto a la Odisea se compren también La Tebaida, Los Epígonos y Las Chipriotas: y, aparte de que no valen mucho, andan diciendo por ahí, encima, que no son en absoluto de Homero. Y además, ¿en qué colección los ponemos?

Esta gente ahora ya sólo mira el dinero y especula con eso. He intentado pedirle un prefacio a Aristarco de Samotracia, que tiene autoridad y también mano izquierda, para que pusiera un poco de orden en el asunto, pero es salir de Guatemala y meterse en Guatepeor: quiere establecer, incluso, dentro del libro, qué es auténtico y qué no lo es; a este paso  hacemos una edición crítica, y adiós muy buenas a la tirada popular. Entonces es mejor dejárselo todo a una de esas editorialillas, que tarda veinte años y luego hace una cosita carísima y se la manda de regalo a los directores de banco. En fin, si nos metemos en esta aventura nos metemos en un avispero jurídico y ya no salimos, el libro nos lo secuestran, pero no uno de esos secuestros a causa de la censura, que luego hace que se venda de estraperlo, es secuestro puro y simple. Quizá dentro de diez años te lo compra una casa importante para una edición de bolsillo, pero mientras tanto, el dinero te lo has gastado y no lo has vuelto a ver enseguida. Lo siento mucho, porque el libro es bueno, pero no podemos dedicarnos a hacer también de policías. Por eso, yo lo dejaría correr.

Alighieri Dante. Divina Comedia – El trabajo de Alighieri, aun siendo de un típico autor de domingo, que en la vida corporativa está colegiado en el colegio de farmacéuticos, demuestra sin duda cierto talento técnico y un notable «aliento» narrativo. El trabajo —en romance florentino— está compuesto por unos cien cantos de tercetos encadenados, y en no pocos pasos se deja leer con interés. Especialmente placenteras me parecen las descripciones de astronomía y ciertos juicios teológicos concisos y significativos. Más fácil de leer y popular es la tercera parte del libro, que toca argumentos más cercanos al gusto de la mayoría, y atañe a intereses cotidianos de un posible lector, como la Salvación, la Visión Beatífica, las oraciones a la Virgen.

 Oscura y veleidosa la primera parte, con incrustaciones de bajo erotismo, truculencias y verdaderas vulgaridades. Ésta es una de las no pocas contraindicaciones, porque me pregunto cómo podrá superar el lector este primer «canto», que por lo que respecta a la invención, no dice más de lo que ya han dicho una serie de manuales sobre el más allá, de tratadillos morales sobre el pecado, o la Leyenda Áurea de fray Jacobo de Vorágine. Pero la mayor contraindicación es la elección, dictada por confusas veleidades vanguardistas, del dialecto toscano. Que el latín corriente haya que innovarlo es, a estas alturas, una exigencia general y no sólo de las camarillas de la vanguardia literaria, pero todo tiene un límite, si no en las leyes del lenguaje, al menos en la capacidad de aceptación del público.

Hemos visto lo que pasó con la operación de los denominados «poetas sicilianos», que su editor tenía que distribuir en bicicleta por las diferentes librerías y que luego acabaron en los remainders. Por otra parte, si se empieza a publicar un poema en toscano habrá que publicar luego uno en ferrarés y otro en friulano, y así en adelante si se quiere controlar todo el mercado. Son empresas para plaquettes de vanguardia, pero no nos podemos lanzar con un libro monstre como éste. Personalmente no tengo nada contra la rima, pero la métrica cuantitativa sigue siendo aún la más popular entre los lectores de poesía, y me pregunto cómo puede tragarse un lector normal esta secuela de tercetos y  deleitarse, sobre todo si ha nacido, pongamos, en Milán o en Venecia. Por lo tanto, es aún más prudente pensar en una buena colección popular que vuelva a proponer a precios módicos la Mosella de Décimo Magno Ausonio y el Canto de las Escoltas Modenesas.  Dejemos a las revistillas de vanguardia las ediciones numeradas de la Carta Capuana o de las Glosas Emilianenses: «Sao Ko Kelle terre…». Menuda cosa, eso del empaste lingüístico de los supermodernistas.

Tasso Torcuato. La Jerusalén Libertada – Como poema caballeresco «a lo moderno» no está mal, está escrito con gracia y los acontecimientos son bastante inéditos; ya era hora de dejar de lado los remakes del ciclo bretón o carolingio. Pero ahora hablemos claramente: la historia habla de cruzados y de la toma de Jerusalén, por lo que el argumento es de carácter religioso. No podemos pretender venderles el libro a los progres, si acaso se tratará de conseguirle buenas reseñas en La Familia Cristiana o en Pronto. Llegados a este punto, me pregunto qué acogida tendrán ciertas escenas eróticas un tanto lascivas de más. Mi opinión es que «sí», con tal de que el autor revise el texto y haga de él un poema que puedan leer incluso las monjas. Ya le he hablado del tema y no me parece del todo contrario a la idea de una oportuna reescritura.

 Diderot Denis. Los Dijes Indiscretos y La Religiosa -Confieso que ni siquiera he abierto los dos manuscritos, pero creo que un crítico también debe saber a tiro hecho qué leer y qué no leer. Al tal Diderot, lo conozco, es uno que hace enciclopedias (una vez corrigió galeradas en nuestra editorial) y ahora se trae entre manos un peñazo de obra de no sé cuántos volúmenes que probablemente no saldrá jamás. Va por ahí buscando dibujantes que sean capaces de copiar el interior de un reloj o los pelillos de una tapicería gobelina y hará que su editor se vaya al traste. Es un pánfilo de la hostia y desde luego no creo que sea el hombre adecuado para escribir algo divertido en narrativa, sobre todo para una colección como la nuestra donde hemos elegido siempre cositas delicadas, un poco provocativas, como Restif de la Bretonne. Como se dice en mi pueblo, «zapatero a tus zapatos».

Sade D. A. François. Justine – El manuscrito estaba en medio de muchas otras cosas que tenía que ver esta semana y, para ser sincero, no lo he leído todo. Lo he abierto al azar tres veces, en tres puntos diferentes, y bien sabéis que, para un ojo entrenado, esto ya basta. Bueno, la primera vez encuentro un alud de páginas de filosofía de la naturaleza, con disquisiciones sobre la crueldad de la lucha por la vida, sobre la reproducción de las plantas y la sucesión de las especies animales. La segunda vez, por lo menos quince páginas sobre el concepto de placer, sobre los sentidos y la imaginación y cosas por el estilo. La tercera, otras veinte páginas sobre las relaciones de sumisión entre hombre y mujer en los diferentes países del mundo. Me parece que sobra y basta. No estábamos buscando una obra de filosofía, el público hoy quiere sexo, sexo y aún más sexo. Y posiblemente en todas sus salsas. La línea que debemos seguir es la emprendida con Los Amoríos del Caballero de Faublas. Los libros de filosofía, por favor, dejémoselos a otros.

Cervantes Miguel. Don Quijote – El libro, no siempre leíble, es la historia de un gentilhombre español y de su criado, que van por el mundo persiguiendo fantasías caballerescas. Este Don Quijote está un poco loco (la figura está muy conseguida, este Cervantes desde luego sabe narrar), mientras su criado es un simplón dotado de cierto burdo buen sentido, con el cual el lector no tardará en identificarse, que intenta desmitificar las creencias fantásticas de su amo. Hasta aquí la trama, que se desarrolla con algunos buenos golpes de efecto y no pocas historias sabrosas y divertidas. Pero la observación que quisiera hacer transciende el juicio personal sobre la obra. En nuestra afortunada colección económica «Los hechos de la vida», hemos publicado con notable éxito el Amadís de Gaula, La Leyenda del Grial, El Tristán de Leonís, El Lai del Pajarito, El Romance de Troya y el Erec y Enide. Ahora tenemos, precisamente, una opción sobre este Palmerín de Inglaterra, de un jovencito portugués, y estoy seguro de que será libro del año, a lo menos conseguirá el Premio de los Lectores, porque gusta a los jurados populares.

Ahora bien, si nosotros aceptamos el Cervantes, ponemos en circulación un libro que, por muy hermoso que sea, nos fastidia la línea editorial seguida hasta ahora y hace que esas otras novelas pasen por insustancialidades de manicomio. Entiendo la libertad de expresión, el clima de protesta y todas esas cosas, pero tampoco podemos cortarnos los susodichos. Y además, me huele que este libro es la típica obra única, el autor acaba de salir de la cárcel, está lleno de achaques, ya no sé si le han cortado un brazo o una pierna, pero desde luego, no tiene el aspecto de querer escribir otras cosas. No quisiera que, por perseguir las novedades a toda costa, comprometiéramos una línea editorial que hasta ahora ha sido popular, moral (digámoslo, digámoslo) y rentable. Rechazar.

Manzoni Alessandro. Los novios – En estos tiempos, la novela río es lo que más se lleva, si nos fiamos de las tiradas. Pero hay novelas y novelas. Si hubiéramos cogido El castillo de Trezzo de Bazzoni o Margarita Pusterla de Cantù, a estas horas hubiéramos sabido qué incluir en los libros de bolsillo. Son libros que se leen y se leerán, incluso dentro de doscientos años, porque tocan de cerca el corazón del lector, están escritos en un lenguaje llano y cautivador, no ocultan sus orígenes regionales y hablan de argumentos contemporáneos, o que los contemporáneos sienten como tales, como son las luchas entre ciudades o las discordias feudales. En cambio Manzoni, en primer lugar, ambienta su novela en el siglo XVII, siglo que notoriamente no vende. En segundo lugar, intenta una operación lingüística discutibilísima, elaborando una especie de milanés-florentino que no es ni chicha ni limonada, que, desde luego, no aconsejaría a los jóvenes como modelo para composiciones escolares y que nos va a crear infinitos problemas de traducción. Pero éstos serían pecados menores. Lo peor es que nuestro autor bosqueja una historia aparentemente popular, a un nivel estilística y narrativamente «bajo», de dos novios pobres que no consiguen casarse por las lunas de no sé qué señorito local; al final se casan y todos contentos. Más bien poco para las seiscientas páginas que el lector debería tragarse. Además, con aires de estar haciendo un discurso moralista y pegajoso sobre la Providencia, Manzoni nos suelta, en cuanto puede, carretadas de pesimismo (jansenista, seamos honestos) y, en resumidas cuentas, propone melancólicas reflexiones sobre la debilidad humana y sobre los vicios nacionales a un público que, en cambio, está ávido de historias heroicas, de ardores libertarios, quizá de entusiasmos moderados, pero, desde luego, no de sofismas sobre el «pueblo de esclavos», que se los dejamos al señor Lamartine.

El vicio intelectual de problematizar en cuanto se presenta la ocasión, desde luego no favorece la venta de libros y es, más bien, una patraña propia de afrancesados y no una virtud latina. Véase cómo, en El Filósofo Rancio, de hace algunos años, se liquidaba en dos paginillas ejemplares las chulerías de ese Hegel que hoy en Alemania está tan de moda. Nuestro público quiere otras cosas. Desde luego no quiere una narración que se interrumpa a cada instante para permitirle al autor hacer filosofía barata, o peor, para hacer un veleidoso collage matérico, montando dos pregones barrocos entre un diálogo medio en latín y unas tiradas pseudopopulares que recuerdan más al Buscón, que en paz descanse, que a los héroes positivos de los que está hambriento el público. Recién concluida la lectura de ese librito ágil y sabroso que es Niccolò de’Lapi, he leído este de Los novios con no poco trabajo. Basta abrir la primera página y ver lo que tarda el autor en entrar en lo vivo de las cosas, con una descripción paisajista, una sintaxis enrevesada y laberíntica, de modo que no se consigue entender de qué habla; habría sido mucho más fácil decir, qué sé yo, «Una mañana, por las partes de Lecco…». Pero en fin, ya se sabe, no todos tienen el don de contar, y menos aún el de escribir con propiedad. Por otra parte, no es que el libro carezca de cualidades. Pero, que se sepa, costará que la primera edición se agote.

Proust Marcel. En busca del tiempo perdido -Es, sin lugar a dudas, una obra que requiere un esfuerzo: quizá sea demasiado larga, pero si hacemos una serie de pockets se puede vender. Sin embargo tal como está no funciona. Es necesario un vigoroso trabajo de edición: por ejemplo, hay que revisar toda la puntuación. Los períodos son demasiado trabajosos, hay algunos que necesitan una página entera. Con un buen trabajo de redacción, que los reduzca al aliento de dos o tres líneas cada uno, fragmentando más, poniendo punto y aparte más a menudo, el trabajo mejoraría con toda seguridad. Si el autor no quisiera, entonces mejor dejarlo. Así el libro resulta —cómo diría yo— demasiado asmático.

Kant Immanuel. Crítica de la Razón Práctica – He hecho leer el libro a Santini que me ha dicho que este Kant no vale mucho. En cualquier caso, le he echado una mirada, y en nuestra coleccioncilla de filosofía, un libro no demasiado grueso sobre la moral podría incluso funcionar porque luego, a lo mejor, lo adopta como libro de texto alguna universidad. Pero el problema es que el editor alemán ha dicho que, si lo cogemos, tenemos que comprometernos a publicar no sólo la obra previa, que es algo bastante inmenso, por lo menos dos volúmenes, sino también la que Kant está escribiendo ahora, que no sé bien si es sobre el arte o sobre el juicio. Las tres obras, encima, se llaman casi de la misma manera, por lo cual, o las vendemos en un estuche (y es un precio insostenible para el lector) o, si no, en las librerías confundirán la una con la otra y dirán «ésta ya la he leído». Nos pasará como con la Summa de ese dominico que empezamos a traducir y luego tuvimos que ceder los derechos porque costaba demasiado. Y aún hay más. El agente literario alemán me ha dicho que habría que comprometerse también a publicar las obras menores de ese Kant, que son una burrada de cosas, tiene incluso algo de astronomía. El otro día, intenté llamarle a Könisberg, para saber si nos podíamos poner de acuerdo sobre un libro solo, y la asistenta me respondió que el señor no estaba, que no llamara nunca entre las cinco y las seis, porque a esa hora sale a pasear, ni entre tres y cuatro porque se toma su siestecilla, etcétera, etcétera. Yo, desde luego, no me metería en problemas con gente de esa calaña, que luego nos encontramos con pilas de libros en el almacén.

Kafka Franz. El Proceso – El librito no está mal; es un policíaco con algunos momentos tipo Hitchcock: por ejemplo el homicidio final, que satisfará el gusto de cierto público. Pero parece que el autor lo hubiera escrito bajo censura. ¿Qué son esas alusiones imprecisas, esa falta de nombres de personas y lugares? ¿Y por qué al protagonista le procesan? Aclarando mejor estos puntos, ambientándolo de manera más concreta, dando hechos, hechos y hechos, entonces la acción resultaría más transparente y el suspense más seguro. Estos escritores jóvenes creen hacer «poesía» porque dicen «un hombre» en vez de decir «el señor Tal, en el lugar Tal y a la hora Tal»… por lo tanto, si se puede retocar, bien, si no, lo dejaría pasar.

Joyce James. Finnegans Wake – Por favor, decidle a la redacción que preste más atención cuando manda los libros de lectura. Yo soy el lector de inglés y me habéis mandado un libro escrito en no sé qué diablos de lengua. Devuelvo el volumen en paquete aparte. (1972)

&>&>&>&

ELEMENTOS DE CRÍTICA CUÁNTICA

Las diferentes discusiones sobre los best-sellers (pronunciar betséler) revelan los límites de la sociología de la literatura, ocupada en estudiar las relaciones entre autor y sistema editorial (antes de que el libro esté hecho) y entre libro y mercado (después que el libro ha salido). Como se ve, se pasa por alto otro importante aspecto del problema, es decir, el de la estructura interna del libro. No en el sentido, trivialísimo, de su calidad literaria (problema que escapa a cualquier verificación científica), sino en el sentido, mucho más exquisitamente materialista y dialéctico, de una endosocioeconomía del texto narrativo. [*]

Para cada novela se pueden calcular los gastos vivos que el autor ha debido sufragar para elaborar las experiencias que narra. Cálculo fácil para las novelas en primera persona (los gastos son los del narrador) y más difíciles en las novelas con narrador omnisciente que se distribuye entre los distintos personajes. Por ejemplo, Por quién doblan las campanas de Hemingway cuesta poquísimo: viaje a España como polizonte en un vagón de mercancías, comida y alojamiento ofrecidos por los republicanos, y la chica en saco de dormir, ni siquiera los gastos de la habitación por horas. Se ve inmediatamente la diferencia con Más allá del río y entre los árboles, basta pensar solamente en lo que cuesta un solo martini en el Harry’s Bar. Cristo se paró en Éboli es un libro hecho enteramente a cuenta del gobierno; Il Sempione strizza l’occhio al Frejus le impuso a Vittorini el precio de una anchoa y medio kilo de hierbas cocidas (más caro Conversazione in Sicilia, con el precio del billete desde Milán —aunque entonces existía aún la tercera— y las naranjas compradas durante el viaje).

Las cuentas se ponen, en cambio, difíciles con toda la Comedia Humana, porque no se sabe bien quién paga; y además, conociendo al hombre, Balzac debe de haber hecho un lío tal de balances falsificados, gastos de Rastignac cargados en la columna de Nucingen, deudas, letras, dineros perdidos, créditos con prevaricación, bancarrotas fraudulentas, que poner algo en claro resulta imposible. Más límpida la situación de casi todo Pavese, algunas liras por un vaso de vino en las colinas y ya está, salvo en Tra donne sole donde hay algún que otro gasto de bar y restaurante. Nada caro el Robinson Crusoe de Defoe, hay que calcular sólo el billete de embarque, y luego en la isla está todo hecho con material reciclado. Están, también, las novelas que parecen baratas pero que, al sacar cuentas, han costado más de lo que parece: tómese el Portrait de Joyce, donde deben calcularse por lo menos once años de pupilaje en los jesuitas, de Conglowes Wood, pasando por Belvedere, hasta el University College, más los libros. No hablemos del gasto prohibitivo de Fratelli d’Italia de Arbasino (Capri, Spoleto, todo un viaje; considérese con cuánto mayor juicio Sanguineti, que no era soltero, hizo su Capriccio italiano, usando la familia y basta).

Una obra bastante cara es toda la Recherche proustiana: para frecuentar a los Guermantes, desde luego, no se podía tomar el frac en alquiler, y luego flores, regalitos, hotel en Balbec, y con ascensor, sillita de ruedas para la abuela, bicicleta para encontrarse con Albertine y Saint-Loup, y hay que pensar en lo que costaba entonces una bicicleta. No pasa lo mismo con el Jardín de los FinziContini en una época en que las bicicletas eran ya artículos corrientes, y para todo lo demás, con una raqueta de tenis y una camiseta nueva ya estaba, los otros gastos los costeaba la muy hospitalaria familia epónima. En cambio, La montaña mágica no es ninguna broma, con la mensualidad del sanatorio, el abrigo y el gorro de pieles, el lucro cesante de la empresita de Hans Castorp. Por no hablar de Muerte en Venecia, si se piensa apenas en el precio de una habitación con baño en un hotel del Lido y, en aquellos tiempos, un señor como Aschenbach, por razones de decoro, solamente entre propinas y góndolas se gastaba un capital.

Sucesivas investigaciones en período cacopédico plantearon nuevas e inquietantes preguntas. Intentemos comparar las novelas malayas de Conrad con las novelas malayas de Salgari. Salta a la vista que Conrad, después de haber invertido una cierta suma para conseguir la patente de capitán de altura, se encuentra con que tiene gratis el inmenso material sobre el que trabajar, incluso le pagan por navegar. Muy diferente la situación de Salgari. Como es sabido, Salgari no viajó nada, o casi nada y, por lo tanto, su Malasia, la suntuosa decoración del «buen retiro» de Mompracem, las pistolas con la empuñadura de marfil, los rubíes grandes como una nuez, los largos fusiles con los cañones cincelados, los prahos, la metralla a base de hierro, incluso el betel, es todo material de utilería, carísimo. La construcción, la adquisición, el hundimiento del Rey del mar, y eso antes de haber amortizado el gasto, costaron una fortuna. Inútil preguntarse dónde encontraba Salgari, notoriamente indigente, el dinero necesario: aquí no se hace sociologismo barato, habrá firmado unas letras. Lo que es cierto es que el pobrecillo tuvo que reconstruirlo todo en estudio, como para una prima en la Scala. La comparación Conrad-Salgari sugiere otra, entre la batalla de Waterloo en La cartuja de Parma y la de Los miserables. Está claro que Stendhal usó la batalla auténtica, y la prueba de que no la había construido a posta es, precisamente, que, Fabrizio no entiende nada. En cambio, Hugo la reconstruye ex novo, como el mapa del imperio uno a uno, y con movimientos enormes de masas, tomas desde arriba con helicópteros, caballos malheridos, gran despilfarro de artillería, aunque sea en salvas, pero de forma que la oiga de lejos incluso Grouchy. La única cosa barata, en ese gran remake, es el «Merde!» de Cambronne.

Y por fin, una última comparación. Por una parte, tenemos esa operación económicamente tan rentable que fue Los novios, entre otras cosas excelente ejemplo de best-seller de calidad, calculado palabra por palabra, estudiando los humores de los italianos de la época. Desde los castillejos sobre las colinas, desde el ramal del lago Como, hasta la Porta Renza de Milán, Manzoni tenía todo a disposición, y obsérvese con qué prudencia, cuando no encuentra el bravo o el motín, hace que te salgan de un edicto, te muestra el documento o, con jansenista honradez, te advierte que no está haciendo una reconstrucción por su cuenta, sino que te presenta lo que cualquiera podría encontrar en la biblioteca. Única excepción, el manuscrito del anónimo, la única concesión que hace a la utilería pero, en aquellos tiempos, todavía debían de quedar a mano, en Milán, algunos de esos libreros anticuarios, como los que todavía existen en el Barrio Gótico de Barcelona, que por pocas perras te construyen un pergamino falso que es una maravilla.

Todo lo contrario sucede, en cambio, no sólo con muchas otras obras históricas, falsas como Il Trovatore, sino con todo Sade y con la novela gótica. No se trata sólo de ingentes gastos sufragados por Beckford para el Vathek, porque aquí entramos ya en la disipación simbólica; peor aún que D’Annunzio y su villa, es que tampoco los castillos, las abadías, las criptas de la Radcliffe, de Lewis o de Walpole son cosas que se encuentren ya hechas a la vuelta de una esquina, creedme. Se trata de libros prohibitivos que, aunque se hayan convertido en best-sellers, no han compensado los gastos con los beneficios, y menos mal que sus autores eran todos caballeros que tenían su patrimonio, porque si hubiera habido que amortizarlos con los derechos, no lo habrían conseguido ni siquiera los herederos. A esta fastuosa hueste de novelas completamente artificiales pertenece también, naturalmente, el Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Y, para ser rigurosos, también La Divina Comedia. Una obra parece estar a mitad de camino, el Quijote. Porque el hidalgo de La Mancha va por un mundo que es tal cual es y los molinos estaban ya; pero la biblioteca debe de haber costado muchísimo, porque todas esas novelas de caballerías no son las originales, sino que, claramente, han sido reescritas a tal efecto por Pierre Menard.

Todas estas consideraciones tienen cierto interés porque sirven para entender la diferencia entre dos formas de narrativa para las cuales la lengua italiana no posee dos términos distintos, es decir, la novel y la romance. La novel es realista, burguesa, moderna y cuesta poco, porque el autor usa una experiencia hecha gratis. La romance es fantástica, aristocrática, hiperrealista y carísima, porque en ella todo es puesta en escena y reconstrucción. Y ¿cómo se reconstruye, como no sea usando piezas de utilería ya existentes? Éste es el verdadero significado de términos abstrusos como «dialogismo» e «intertextualidad». Salvo que no basta con gastar mucho y amontonar mucha cosa reconstruida para sobresalir en el juego. También es necesario saberlo, y saber que el lector lo sabe y, por lo tanto, ironizar sobre ello. Salgari no tenía suficiente ironía para reconocer que su propio mundo era costosamente artificial, y éste era su límite, que puede ser redimido sólo por un lector que lo vuelva a leer como si él lo hubiera sabido.

Ludwig de Visconti y Salò de Pasolini son tristes porque los autores se toman en serio su juego, quizá para consolarse del gasto sostenido. Y, en cambio, el dinero vuelve a casa sólo si nos comportamos con la nonchalance del gran señor, como hacían, precisamente, los maestros de la novela gótica. Por eso nos fascinan y, como sugiere Leslie Fiedler, constituyen el modelo para una literatura postmoderna capaz incluso de divertir. Si a las obras creativas se les aplica con método una buena y desencantada lógica economicista, se podrían hallar incluso las razones por las cuales el lector, a veces, invitado a visitar castillos ficticios, cuyos destinos están entrecruzados artificiosamente, reconoce el juego de la literatura, y le toma gusto. Naturalmente, si se quiere quedar bien, no hay que reparar en gastos.-

&>&>&>&>&

EL TEOREMA DE LOS OCHOCIENTOS COLORES (En colaboración con Angelo Fabbri) –

Un interesantísimo problema de topología cromática se impuso a la atención de los lógicos de todo el mundo hacia principios de los setenta. Conocido como «el teorema del mapa de ochocientos colores», responde a la pregunta: «¿Es posible construir un mapa de Europa subdividido en estados separados, utilizando ochocientos colores diferentes de suerte que cada estado esté coloreado de forma diferente de otro y no haya dos estados adyacentes que presenten el mismo color?». Los matemáticos interesados en la cuestión pensaban que sí, pero no estaban seguros. Dada la extrema dificultad de formalización, el instinto les aconsejaba efectuar pruebas empíricas. Sin embargo, la ardua tarea de encontrar pinturas al pastel o rotuladores de ochocientas tonalidades cromáticas diferentes contribuía a hacer la cuestión en extremo penosa.

En 1974, Martin Rendrag, un colega del profesor Nicolas Bourbaky, propuso un brillante método de numeración de los colores, sugiriendo una reformulación del teorema que reza más o menos así: «¿Es posible construir un mapa de Europa subdividido en estados separados y numerados de uno a ochocientos, de suerte que cada estado esté marcado por un número diferente y no haya dos estados adyacentes marcados con el mismo número?». Esta nueva formulación no hace sino aplazar a un momento sucesivo la coloración y, por lo tanto, no resuelve las dificultades cromáticas del problema, pero ofrece un punto de partida excelente para una solución racional de la cuestión. A pesar de ello, ningún matemático consiguió resolver el teorema con lápiz y papel, hasta que, en 1979, un equipo capitaneado por el Dr. Göthe, del MIT, consiguió dar una solución teórica parcial basada en la reformulación de Rendrag: programando una máquina del Touring Club de Estados Finitos, el Dr. Göthe consiguió subdividir Europa en ochocientos estados numerables, de suerte que satisfacían los requisitos lógicos del problema. Para obtener este resultado fue necesario computar como estados independientes todos los departamentos franceses, los cantones suizos, las provincias italianas, incluidas Isernia y Oristano, y algunas comarcas españolas, como La Mancha y el Penedés, además de las islas Feroe, Cabrera y Lampedusa.

En este punto, el problema, enormemente simplificado, consiste en asignar a cada número un color y sólo uno. Las dificultades prácticas son evidentes: una vez enumerados una docena de colores seguramente diferentes entre sí, empiezan los problemas de denominación, de determinación y de comparación de los colores. Después de haber intentado una solución racional, rigurosamente naturalista, basada en distinciones cromáticas tipo amarillo limón, amarillo leonado, amarillo pollito, verde guisante, verde esperanza, verde botella, verde esmeralda, verde lagartija, verde tabaco, blanco unicornio, etcétera, hubo que reconocer el fracaso del experimento: se descubrió, en efecto, que los limones varían de intensidad cromática hasta llegar a cambiar literalmente de color en concomitancia con una infinidad de factores, a menudo imponderables: clima, latitud, altitud sobre el nivel del mar, presión atmosférica, grado de maduración, estado de conservación, empleo de sustancias conservantes y muchos más. Y lo mismo sucedía con los pollitos, por no hablar de los guisantes, de las lagartijas y del tabaco. Si encima se tiene en cuenta que algunos limones sicilianos presentan la misma idéntica gradación cromática que los pollitos portugueses, se verifica inmediatamente que el método cromático-naturalista para la nomenclatura de los colores no presenta ninguna credibilidad científica.

Es necesario, además, considerar que el mapa no puede ser consultado por individuos daltónicos, ni tampoco por algunos géneros y especies de animales, que presentan órganos visivos estructurados de forma particular, en concreto, asnos, pero también mulos y otros tipos de equinos. Se ha propuesto adoptar una escala cromática estrictamente basada en las longitudes de onda de los espectros de la luz solar, de suerte que cada color resulte determinado inequívocamente por la medida y por la longitud de onda. De esa forma, bastaría sustituir cada uno de los ochocientos números del mapa por un número nuevo y luego verificar que no haya números adyacentes iguales. Se desaconseja, también en este caso, efectuar pruebas empíricas, dada la dificultad de cotejar entre sí, de uno en uno, ochocientos números diferentes. Hasta hoy, no se ha dado una demostración completa y exhaustiva del teorema de los ochocientos colores: desgraciadamente, el problema queda abierto.-

&%&%&%&%&

EL ANÓPTICON 1.

 El Anópticon es un edificio hexagonal que contiene dentro de sí otros cinco edificios de forma hexagonal, de suerte que entre los muros de los diferentes edificios se forman, como único intersticio habitable, cinco corredores cuyo recorrido es hexagonal, más una habitación cerrada de forma también hexagonal. El Anópticon realiza el principio del «poder ser visto por todos sin ver a nadie». Sujeto del Anópticon es un carcelero situado en la habitación hexagonal central cerrada, iluminada por unas cuantas troneras en forma de tronco de cono que permiten la entrada de la luz desde arriba pero no le consienten al carcelero ver nada más que una limitada porción circular de cielo. El carcelero está a oscuras de lo que sucede en los cinco pasillos hexagonales donde viven libremente los detenidos. Desde el pasillo con perímetro menor, los detenidos pueden observar al carcelero mediante troneras, también ellas en forma de tronco de cono, de suerte que el carcelero observado no pueda saber ni cuándo es observado ni por quién.

El Anópticon permite al carcelero no tener ningún control sobre el resto de la cárcel: no puede vigilar a los detenidos, no puede impedir su fuga, no puede saber siquiera si en la cárcel sigue habiendo detenidos ni si alguien lo observa, y, dado el caso de que alguien lo observara, el carcelero no estaría en condiciones de saber si se trata de un detenido o de un visitante ocasional de esta machine-à-laisser-faire (véanse también las máquinas casadas y La vierge habillée par ses époux autres). El Anópticon realiza el ideal de la completa desresponsabilización del vigilante, sancionada por su castigo, y responde a la pregunta tradicional: «Quis custodiet custodes?».

%$%$%$%$%

SOBRE LA IMPOSIBILIDAD DE CONSTRUIR EL MAPA DEL IMPERIO 1 A 1 – En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una ciudad, y el Mapa del Imperio toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos.

En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Cartográficas. (De Viajes de Varones Prudentes de Suárez Miranda, libro IV, cap. XIV, Lérida, 1658. Citado por Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia «Etc»).

  1. Requisitos para un 1/1 m Se discute aquí la posibilidad teórica de un mapa del imperio uno a uno (1/1 m) partiendo de los siguientes postulados: 1. Que el mapa sea efectivamente uno a uno, y, por lo tanto, coextensivo al territorio del imperio. 2. Que sea un mapa y no un calco: no se considera, pues, la posibilidad de que la superficie del imperio sea recubierta por material maleable que reproduzca los más mínimos relieves del mismo; en ese caso, no se hablaría de cartografía sino de embalaje o pavimentación del imperio y sería más conveniente declarar por ley al imperio mapa de sí mismo, con todas las paradojas semióticas que se seguirían. 3. Que el imperio del que se habla sea ese x del cual nihil majus cogitari possit y que, por lo tanto, el mapa no pueda producirse y extenderse en una zona desértica de un segundo imperio x2 tal que x2 > x1 (como si en el Sáhara se extendiera el mapa uno a uno del Principado de Mónaco). En ese caso, la cuestión carecería de cualquier interés teórico. 4. Que el mapa sea exacto y que, por lo tanto, del imperio represente no sólo los relieves naturales, sino también los artificiales, además de la totalidad de los súbditos (esta última es una condición de máxima que puede ser desatendida por un mapa empobrecido). 5. Que se trate de un mapa y no de un atlas de hojas parciales: nada prohíbe, en teoría, que en un lapso de tiempo razonable se realice una serie de proyecciones parciales sobre hojas sueltas de uso individual, para referirse a porciones parciales del territorio. El mapa puede producirse sobre hojas sueltas pero a condición de que se suturen y puedan así constituir el mapa global de todo el territorio del imperio. 6. Que, por último, el mapa resulte un instrumento semiótico, es decir, capaz de significar el imperio o de permitir referencias al imperio, sobre todo en aquellos casos en los que el imperio no puede percibirse de otra forma. Esta última condición excluye que el mapa sea una hoja transparente extendida establemente sobre el territorio y en la que se proyecten punto por punto los relieves del territorio mismo, porque, en ese caso, cualquier extrapolación efectuada sobre el mapa se efectuaría al mismo tiempo sobre el territorio subyacente y el mapa perdería su función de grafo existencial máximo. Es necesario, así pues, que (i) o el mapa no sea transparente o que (ii) no yazca sobre el territorio o, por fin, que (iii) sea orientable de manera que los puntos del mapa yazcan sobre puntos del territorio que no son los representados. Se demostrará que cada una de estas tres soluciones conduce a dificultades prácticas y a paradojas teóricas insuperables. 2. Formas de producción del mapa 2.1. Mapa opaco extendido sobre el territorio En cuanto opaco, este mapa sería perceptible en ausencia de la percepción del territorio subyacente pero crearía un intersticio entre territorio y rayos solares o precipitaciones atmosféricas. Alteraría, por lo tanto, el equilibrio ecológico del territorio mismo, de suerte que representaría el territorio de forma diferente de como efectivamente es. La corrección continua del mapa, teóricamente posible en caso de mapa suspendido (cf. 2.2), es en este caso imposible, porque las alteraciones del territorio resultan imperceptibles a causa de la opacidad del mapa. Los habitantes, por consiguiente, sacarían inferencias sobre un territorio desconocido a partir de un mapa inexacto. Si, por fin, el mapa debe representar también a los habitantes, resultaría por ello mismo, y una vez más, inexacto, en cuanto representaría un imperio habitado por súbditos que en realidad viven sobre el mapa. 2.2. Mapa suspendido Se instalan en el territorio del imperio palos de altura igual a sus máximos relieves, y se extiende sobre la sumidad de los palos una superficie de papel o madera sobre la que se proyectan, desde abajo, los puntos del territorio. El mapa podría usarse como signo del territorio, ya que para inspeccionarlo hay que alzar la vista, apartando la mirada del territorio correspondiente. Sin embargo (y es condición que valdría también para el mapa opaco extendido si no fuera imposibilitada por otras y más urgentes consideraciones), cualquier porción concreta del mapa podría consultarse sólo residiendo sobre la correspondiente porción de territorio, luego el mapa no permitiría obtener informaciones sobre partes de territorio diferentes de aquellas sobre las que se lo consulta. La paradoja se podría superar sobrevolando el mapa por encima: pero [aparte (i) la dificultad de salir con cometas o globos, frenados por un territorio recubierto integralmente por una superficie de papel o madera; (ii) el problema de hacer que el mapa sea igualmente legible desde arriba y desde abajo; (iii) el hecho de que el mismo resultado cognoscitivo podría alcanzarse fácilmente sobrevolando un territorio sin mapa] cualquier súbdito que sobrevolara el mapa, abandonando por eso mismo el territorio, convertiría automáticamente el mapa en inexacto, porque representaría un territorio que tiene un número de habitantes superior por lo menos en uno respecto del número de los residentes efectivos en el instante de la observación aérea. La observación sería, por lo tanto, posible sólo en el caso de un mapa empobrecido que no represente a los súbditos. Vale, por último, para el mapa suspendido, en el caso de que sea opaco, la misma objeción que vale para el mapa mismo: al impedir la penetración de los rayos solares y precipitaciones atmosféricas, alteraría el equilibrio ecológico del territorio, convirtiéndose por ello mismo en una representación inexacta. Los súbditos podrían obviar el inconveniente de dos maneras: produciendo cada parte individual del mapa, una vez izados todos los palos, en un solo instante de tiempo en todos los puntos del territorio, de suerte que el mapa resultara exacto al menos en el instante en el que se ultima (y quizá durante muchas horas después); o si no, procediendo a la corrección continua del mapa según las modificaciones del territorio. Pero en este segundo caso, la actividad de corrección de los súbditos los obligaría a desplazamientos que el mapa no puede registrar, volviéndose así, una vez más, inexacto, salvo ser un mapa empobrecido. Además, ocupados en corregir continuamente el mapa, los súbditos no podrían controlar la degradación ecológica del territorio, y la actividad de corrección del mapa llevaría a la extinción misma de todos los súbditos y, por lo tanto, del imperio. No sería diferente la cuestión, si el mapa fuera de material transparente y permeable. Resultaría inconsultable de día por el deslumbramiento de los rayos solares, y cualquier zona de color que redujera el deslumbramiento reduciría fatalmente la acción del sol sobre el territorio, produciendo igualmente transformaciones ecológicas de menor alcance pero de no diferente impacto teórico sobre la exactitud del mapa. En último lugar, se omite el caso de un mapa suspendido, plegable y desplegable según una orientación diferente. Esta solución llevaría, sin duda, a la eliminación de muchas de las dificultades expuestas más arriba, pero, aunque técnicamente diferente de la del plegamiento de un mapa del tercer tipo, resultaría físicamente más trabajosa y, en cualquier caso, estaría expuesta a las paradojas del plegamiento que valen para el mapa del tercer tipo, de suerte que las objeciones expuestas para uno valdrían también para el otro. 2.3. Mapa transparente, permeable, extendido y orientable Este mapa, trazado sobre material transparente y permeable (como, por ejemplo, gasa), se extiende sobre la superficie y debe poder ser orientable. Sin embargo, después de haberlo trazado y extendido, o bien los súbditos se han quedado en el territorio debajo del mapa, o bien se han subido al mismo. Si los súbditos lo hubieran producido por encima de sus cabezas, no sólo no podrían moverse, porque cualquier movimiento alteraría las posiciones de los súbditos que representa (salvo recurrir a un mapa empobrecido), sino que al moverse quedarían enmarañados en la finísima membrana de gasa que los domina, procurándose serias molestias y volviendo inexacto el mapa, porque adoptaría una configuración topológica diferente, al producir zonas de catástrofe que no corresponden a la planimetría del territorio. Se debe suponer, por lo tanto, que los súbditos han producido y extendido el mapa quedándose encima. Valen, en este caso, numerosas paradojas ya examinadas para los mapas previos: el mapa representaría un territorio habitado por súbditos que, en realidad, viven sobre el mapa (excepto el mapa empobrecido); el mapa resulta inconsultable porque cada súbdito puede examinar sólo la parte que corresponde al territorio sobre el cual tanto súbdito como mapa yacen; la transparencia del mapa le quitaría función semiótica porque funcionaría como signo sólo en presencia del propio referente; al residir sobre el mapa, los súbditos no pueden cuidar el territorio, que se degrada haciendo el mapa inexacto. Es necesario, pues, que el mapa sea plegable y, a continuación, desplegable según una orientación diferente, de suerte que cada punto x del mapa que representa un punto y del territorio, pueda consultarse cuando el punto x del mapa yazca sobre un punto z cualquiera del territorio donde z ≠ y. El acto de plegar y desplegar el mapa permite, por último, que durante largos períodos de tiempo el mapa no se consulte y no recubra el territorio, permitiendo entonces los cultivos y la reorganización del territorio de modo que su configuración efectiva sea siempre igual a la que el mapa representa. 2.4. Plegamiento y desplegadura del mapa Hay que postular, en cualquier caso, algunas condiciones preliminares: (i) que los relieves del territorio permitan el libre movimiento de los súbditos encargados del plegamiento; (ii) que exista un vasto desierto central donde pueda colocarse y girarse el mapa plegado a fin de extenderlo según una orientación diferente; (iii) que el territorio tenga forma de círculo o de polígono regular de suerte que el mapa, se lo oriente como se lo oriente, no rebase sus confines (un mapa uno a uno de Italia, girado noventa grados, desbordaría sobre el mar); (iv) que se acepte, en ese caso, la condición fatal por la que habrá siempre un punto central del mapa que yacerá siempre sobre la misma porción de territorio que representa. Una vez satisfechas estas condiciones, los súbditos pueden desplazarse en masa hacia los límites periféricos del imperio a fin de evitar que el mapa sea plegado con los súbditos dentro. Para resolver el problema de la aglomeración de todos los súbditos en los márgenes del mapa (y del imperio) es necesario postular un imperio habitado por un número de súbditos no superior al número de unidades de medida del perímetro total del mapa, correspondiendo la unidad de medida perimetral al espacio ocupado por un súbdito de pie. Supóngase ahora que cada súbdito agarre un borde del mapa y lo pliegue reculando progresivamente: se alcanzaría una fase crítica en la que la totalidad de los súbditos se encontraría apiñada en el centro del territorio, encima del mapa, sosteniendo los bordes plegados sobre la cabeza. Situación denominada de catástrofe a escroto, en la que toda la población del imperio permanece encerrada en una bolsa transparente, en situación de impasse teórico y de grave incomodidad física y psíquica. Los súbditos deberán, por lo tanto, a medida que se produce el plegamiento, ir saltando fuera del mapa, sobre el territorio, y seguir con el plegamiento desde el exterior, hasta que las últimas fases del plegamiento se produzcan cuando ya ningún súbdito yace en la bolsa interna. No obstante, esta situación llevaría a la situación siguiente: el territorio consistiría, una vez realizado el plegamiento, en el propio hábitat, más un enorme mapa plegado en el propio centro. Por ello, el mapa plegado, aunque inconsultable, resultaría inexacto, porque se sabe, con toda seguridad, que representaría el territorio sin él mismo plegado en el centro. Y no se ve por qué se debería extender, en orden a la consulta, un mapa que se sabe a priori que es inexacto. Por otra parte, si el mapa se representara a sí mismo plegado en el centro, sería inexacto cada vez que se extendiera. Se podría asumir que el mapa está sujeto a un principio de indeterminación, por el cual es el acto de desplegarlo el que hace exacto un mapa que plegado es inexacto. Con estas condiciones, el mapa podría extenderse todas las veces que se pretendiera hacerlo exacto. Queda (si no se recurre al mapa empobrecido) el problema de la posición que deberán adoptar los súbditos después que el mapa haya sido desplegado y extendido con una orientación diferente. Para que sea fiel, cada súbdito, una vez terminada la desplegadura, tendrá que adoptar la posición que tenía, en el momento de la representación, sobre el territorio efectivo. Sólo a este precio, un súbdito residente en el punto z del territorio, sobre el cual, pongamos, yace el punto x2 del mapa, resultaría representado exactamente en el punto x1 del mapa que yace, por hipótesis, sobre el punto y del territorio. Al mismo tiempo, cada súbdito podría obtener informaciones (gracias al mapa) sobre un punto del territorio diferente de aquel en el que reside y que podría englobar a un súbdito diferente de sí mismo. Aunque de laboriosa y difícil practicabilidad, esta solución designa al mapa transparente y permeable, extendido y orientable, como el mejor y evita el recurso al mapa empobrecido. Así y todo, también él, como los mapas precedentes, es sensible a la paradoja del Mapa Normal. 3. La paradoja del Mapa Normal Desde el momento en que el mapa está instalado y recubre todo el territorio (ya sea extendido o suspendido), el territorio del imperio se caracteriza por ser un territorio íntegramente recubierto por un mapa. De esta característica el mapa no da razón. A menos que, encima del mapa, no se coloque otro mapa que representa el territorio, más el mapa subyacente. Pero el proceso sería infinito (argumento del tercer hombre). En cualquier caso, si el proceso se detiene, tenemos un mapa final que representa todos los mapas colocados entre sí y el territorio pero que no se representa a sí mismo. Llamamos a este mapa, Mapa Normal. Un Mapa Normal es sensible a la paradoja Russell-Frege: territorio más mapa final representan un conjunto normal en el que el mapa no es parte del territorio que define; pero no son concebibles conjuntos de conjuntos normales (y por lo tanto, mapas de territorios con mapas) aunque estuviéramos considerando conjuntos de conjuntos de un solo miembro como en nuestro caso. Un conjunto de conjuntos normales debe concebirse como un conjunto no normal, en el cual, pues, el mapa de los mapas es parte del territorio cartografiado, quod est impossibile.

De aquí, los dos siguientes corolarios: 1. Todo mapa uno a uno reproduce siempre de forma inexacta el territorio. 2. En el momento en el que realiza el mapa, el imperio se vuelve irrepresentable. Se podría observar que con el corolario segundo el imperio corona sus propios sueños más secretos, volviéndose imperceptible para los imperios enemigos pero, en virtud del corolario primero, se volvería imperceptible también para sí mismo. Habría que postular un imperio que adquiere conciencia de sí mismo en una especie de apercepción transcendental de su mismo sistema categorial en acción: pero eso impone la existencia de un mapa dotado de autoconciencia, el cual (si fuera concebible) se convertiría, a esas alturas, en el imperio mismo, de modo que el imperio cedería su propio poder al mapa. Corolario tercero: todo mapa uno a uno del imperio sanciona el fin del imperio como tal y, por lo tanto, es mapa de un territorio que no es un imperio.-  [… …]

NOTA: Debo el encuentro no casual de los fragmentos aquí transcriptos a la generosidad bloguera de la Dra Verónica del Carpio Fiestas, que comparte en su blog Anfisbena  > https://anfisbenablog3.wordpress.com/2016/08/15/los-diarios-minimos-de-umberto-eco-libros-para-pedantes-al-cuadrado/  un jugoso comentario sobre los “Diarios mínimos” del insigne Umberto Eco. Sugiero a quien quiera leerlos en su integridad, busque bajo estos nombres en la web y podrá descargarlos en su archivo completo.-

posteado por kalais 28 nov. 2021 – ch

Publicar un comentario

0 Comentarios