- Biografía
- Cronología
- Su música
- Fotos
- Vídeos
Considerado por muchos como el mayor genio musical de todos los tiempos, Wolfgang Amadeus Mozart compuso una obra original y poderosa que abarcó géneros tan distintos como la ópera bufa, la música sacra y las sinfonías. El compositor austriaco se hizo célebre no únicamente por sus extraordinarias dotes como músico, sino también por su agitada biografía personal, marcada por la rebeldía, las conspiraciones en su contra y su fallecimiento prematuro. Personaje rebelde e impredecible, Mozart prefiguró la sensibilidad romántica y fue, junto con Händel, uno de los primeros compositores que intentaron vivir al margen del mecenazgo de nobles y religiosos, hecho que ponía de relieve el paso a una mentalidad más libre respecto a las normas de la época. Su carácter anárquico y ajeno a las convenciones le granjeó la enemistad de sus competidores y le creó dificultades con sus patrones.
Wolfgang Amadeus Mozart
Wolfgang Amadeus Mozart nació el 27 de enero de 1756, fruto del matrimonio entre Leopold Mozart y Anna Maria Pertl. El padre, compositor y violinista, publicaría ese mismo año un útil manual de iniciación al arte del violín; la madre procedía de una familia acomodada de funcionarios públicos. Mozart era el séptimo hijo de este matrimonio, pero de sus seis hermanos sólo había sobrevivido una niña, Maria Anna. Wolferl y Nannerl, como se llamó a los dos hermanos familiarmente, crecieron en un ambiente en el que la música reinaba desde el alba hasta el ocaso, ya que el padre era un excelente violinista que ocupaba en la corte del príncipe-arzobispo Segismundo de Salzburgo el puesto de compositor y vicemaestro de capilla.
Por aquel entonces Salzburgo empezaba a recuperarse de los desastres humanos y económicos de las guerras civiles del siglo XVII, pero aun así la vida cultural y económica giraba casi exclusivamente en torno a la figura feudal del arzobispo, al tiempo que empezaban a circular ideas ilustradas entre una naciente burguesía urbana, todavía ajena a los centros sociales de prestigio y poder. Una atmósfera que cabe recordar para, en su momento, hacerse cargo de la mentalidad de Mozart padre, así como de la rebeldía juvenil del hijo.
Leopold, en efecto, educó a sus hijos desde una tempranísima edad como a músicos capaces de contribuir al sustento de la familia y de convertirse lo antes posible en servidores a sueldo del príncipe de Salzburgo. Una aspiración lógica y común en su tiempo. Nannerl, cinco años mayor que Wolfgang, ya daba clases de piano a los diez años de edad, y uno de sus alumnos fue su propio hermano. El interés y las atenciones de Leopold se concentraron al principio en la formación de la dotadísima Nannerl, sin percatarse de la temprana atracción que el pequeño Wolferl sentía por la música: a los tres años se ejercitaba con el teclado del clavecín, asistía sin moverse y con los ojos como platos a las clases de su hermana y se escondía debajo del instrumento para escuchar a su padre componer nuevas piezas.
El más precoz de los genios
Pocos meses después, Leopold se vio obligado a dar lecciones a los dos y quedó estupefacto al contemplar a su hijo de cuatro años leer las notas sin dificultad y tocar minués con más facilidad con que se tomaba la sopa. Pronto fue evidente que la música era la segunda naturaleza del precoz Wolfgang, capaz a tan tierna edad de memorizar cualquier pasaje escuchado al azar, de repetir al teclado las melodías que le habían gustado en la iglesia y de apreciar con tanto tino como inocencia las armonías de una partitura.
El Tratado para una escuela violinística básica,
de Leopold Mozart
Un año más tarde, Leopold descubrió conmovido en el cuaderno de notas de su hija las primeras composiciones de Wolfgang, escritas con caligrafía infantil y llenas de borrones de tinta, pero correctamente desarrolladas. Con lágrimas en los ojos, el padre abrazó a su pequeño "milagro" y determinó dedicarse en cuerpo y alma a su educación. Bromista, sensible y vivaracho, el pequeño Mozart estaba animado por un espíritu burlón que sólo ante la música se transformaba; al interpretar las notas de sus piezas preferidas, su sonrosado rostro adoptaba una impresionante expresión de severidad, un gesto de firmeza casi adulto capaz de tornarse en fiereza si se producía el menor ruido en los alrededores. Ensimismado, parecía escuchar entonces una maravillosa melodía interior que sus finos dedos intentaban arrancar del teclado.
El orgullo paterno no pudo contenerse y Leopold decidió presentar a sus dos geniecillos en el mundo de los soberanos y los nobles, con objeto tanto de deleitarse con las previsibles alabanzas como de encontrar generosos mecenas y protectores dispuestos a asegurar la carrera de los futuros músicos. Renunciando a toda ambición personal, se dedicó exclusivamente a la misión de conducir a los hermanos prodigiosos hasta la plena madurez musical. Aunque el niño era a todas luces un genio, cabe observar que su talento fue educado, espoleado y pulido por la diligencia del padre, al que sólo cabe achacar haber expuesto a un niño de salud quebradiza a los constantes rigores de unos viajes ciertamente incómodos. La iconografía de Mozart niño no nos ofrece un retrato fiel de su aspecto, pero los testimonios coinciden en una palidez extrema, casi enfermiza.
Así, los hermanos Mozart se convirtieron en concertistas infantiles en giras cada vez más ambiciosas; contaban con el beneplácito del príncipe, sin el cual no habrían podido abandonar la ciudad. De 1762 a 1766 realizaron varios viajes por Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos. En 1762, un año después de la primera composición escrita de Mozart, los hermanos daban conciertos en los salones de Munich y Viena. En el mismo año viajaron a Frankfurt, Lieja, Bruselas y París.
Su hemana Maria Anna Mozart
En Versalles, aquel niño mimado por el aplauso de todos, pero niño al fin y al cabo, saltó en un arrebato a las faldas de la emperatriz para abrazarla, y le propuso a la futura reina María Antonieta, entonces niña de su misma edad, casarse con él, además de hacer un público desplante a madame de Pompadour por negarse a besarlo. De allí marcharon a Londres, donde tocaron en el palacio de Buckingham y conocieron a Johann Christian Bach, el hijo predilecto de Johann Sebastian Bach, cuyas composiciones sedujeron al niño. En sólo seis semanas Wolfgang fue capaz de asimilar su estilo y componer versiones personales de su música.
Sin embargo, no todos los viajes estaban alfombrados de éxito y beneficios. Los conciertos, en ocasiones similares a números de circo, no daban todo lo esperado. El monedero del padre Mozart se encontraba vacío con demasiada frecuencia. Como la memoria de los grandes es escasa y caprichosa, algunas puertas se cerraron para ellos; además, la delicada salud del pequeño les jugó diversas veces una mala pasada. El mal estado de los caminos, el precio de las posadas y los viajes interminables provocaban mal humor y añoranza, lágrimas y frustraciones.
La primera gira concluyó en 1766. De 1767 a 1769 dieron conciertos por Austria, y desde esta fecha hasta 1771 por Italia, donde recibió la protección del padre Martini, que gestionó su ingreso en la Accademia Filarmonica. Leopold reconoció que pedía demasiado a su hijo y en varias ocasiones volvieron a Salzburgo para poner fin a la vida nómada. Pero la ciudad poco podía ofrecer a Wolfgang, aunque recibiría a los trece años el título honorífico de Konzertmeister de la corte salzburguesa; Leopold quiso que Wolferl continuase perfeccionando su educación musical allí donde fuese preciso, y continuó su peregrinar de país en país y de corte en corte. Wolfgang conoció durante sus giras a muchos célebres músicos y maestros que le enseñaron diferentes aspectos de su arte y las nuevas técnicas extranjeras.
Mozart en Verona (óleo de Saverio dalla Rosa, 1770)
El muchacho se familiarizó con el violín y el órgano, con el contrapunto y la fuga, la sinfonía y la ópera. La permeabilidad de su carácter le facilitaba la asimilación de todos los estilos musicales. También comenzó a componer en serio, primero minués y sonatas, luego sinfonías y más tarde óperas, encargos medianamente bien pagados pero poco interesantes para sus aspiraciones, aceptados debido a la necesidad de ganar el dinero suficiente para sobrevivir y seguir viajando. A menudo se vio también obligado a dar clases de clavecín a estúpidos niños de su edad que le irritaban enormemente.
Entretanto, el padre se sentía cada vez más impaciente. ¿Por qué no había conseguido todavía la gloria máxima su hijo, que ya sabía más de música que cualquier maestro y cuya genialidad era tan visible y evidente? Ni sus conciertos para piano ni sus sonatas para clave y violín, y tampoco los estrenos de sus óperas cómicas La tonta fingida y Bastián y Bastiana habían logrado situarle entre los más grandes compositores. Sólo en 1770 Leopold considerará que al fin su hijo goza de un éxito merecido: el Papa Clemente XIV le otorga la Orden de la Espuela de Oro con el título de caballero, la Academia de Bolonia le distingue con el título de compositore y los milaneses acompañan su primera ópera seria, Mitrídates, rey del Ponto, con frenéticos aplausos y con gritos de "¡Viva il maestrino!"
Mozart (al clavicordio) con el violinista
Linley en Florencia, 1770
El 16 de diciembre de 1771 los Mozart regresaban a Salzburgo, aureolados por el triunfo conseguido en Italia pero siempre a merced de las circunstancias. Aquel afamado adolescente de quince años ya tenía en su haber la escritura de más de cien composiciones (conciertos, sinfonías, misas, motetes y óperas) y lucía con orgullo la Espuela de Oro del papa. Ese mismo año, sin embargo, había fallecido el arzobispo de Salzburgo, y las ideas y el carácter del nuevo mitrado, el conde Gerónimo Colloredo, alteraron el rumbo de la vida de Mozart.
En Salzburgo
Contra lo que pueda parecer, la atmósfera en la Austria católica era menos rígida y puritana que en la Alemania protestante, sobre todo en Viena, y el nuevo arzobispo no era un señor feudal a la antigua usanza, sino todo un reformista ilustrado, que convirtió a los siervos y criados de su corte en funcionarios públicos. En esta operación, sin embargo, Colloredo actuó con la rigidez de un déspota, y para el joven Mozart, equiparado administrativamente a los jardineros de palacio, la modernización de la corte le resultó más humillante y gravosa que el trato benevolente y paternal, aunque arbitrario, de su antiguo señor. La corte salzburguesa estaba, además, impregnada de clericalismo e intrigas en la tradición vaticana, y el vitalismo y cosmopolitismo de Mozart ansiaba la vida de Viena, por la intensidad de su apertura y curiosidad musical y la animación artística de sus teatros.
El arzobispo Colloredo (óleo de F. X. Koenig, 1772)
Sólo su naturaleza alegre y despreocupada salvó al joven de la apatía o la rebelión y le permitió crear en esta época más y mejor que nunca. Era el fin del niño prodigio y el comienzo de la madurez musical. En sus conciertos rompía con las concepciones tradicionales alcanzando un verdadero diálogo entre la orquesta y los solistas. Sus sinfonías, de brillantes efectos instrumentales y dramáticos, eran excesivamente innovadoras para los perezosos oídos de sus contemporáneos. Mozart resultaba para todos a la vez nuevo y extraño. Pero tampoco su siguiente ópera, La jardinera fingida, en la que fundía por primera vez audazmente drama y bufonada, constituyó un éxito, aunque había tratado de seguir al pie de la letra las reglas de la moda y los convencionalismos. El joven se sentía frustrado, deseaba componer con libertad y huir del marco estrecho y provinciano de su ciudad natal. Nuevas y breves visitas a Italia y Viena aumentaron sus ansias de amplios horizontes.
Durante este período su producción de encargo fue básicamente sacra, aunque Mozart compuso además varias óperas cortesanas, cuartetos de cuerda, sonatas y divertimentos. Tras una estancia en Munich, en enero de 1775, para representar ante el elector Maximiliano III La jardinera fingida, Mozart consiguió finalmente autorización de Colloredo para una nueva gira. Acompañado esta vez de su madre, partió de Salzburgo, feliz de abandonar su «salvaje ciudad natal» y con la esperanza de revivir sus éxitos infantiles en París. Pero primero se detuvo largos meses de 1777 en Munich, Augsburgo y Mannheim, entre otras ciudades. En la última trabó amistad con Ramm, Wendling y Cannabich y escribió el Concierto para piano que fue la número 271 de sus composiciones.
El 23 de marzo de 1778 llegó a París, donde conoció la primera de sus más amargas experiencias: la ciudad le ignoraba; había crecido; ya no era, por su edad, un fenómeno de la naturaleza que pudiera ser exhibido en los salones, unos salones contra los que Mozart escribió durísimas palabras por la frivolidad e insensibilidad musical ante su obra. Sus condiciones de subsistencia se hicieron extraordinariamente precarias, lo que sin duda contribuyó a minar la ya precaria salud de su madre. Anna Maria falleció el 3 de julio, y esta muerte contribuyó a incrementar los malentendidos y tensas relaciones entre padre e hijo.
La madre de Mozart, Anna Maria Pertl
Derrotado, antes de regresar a Salzburgo, Mozart recaló en el hospitalario refugio de la familia Weber en Mannheim. Durante su viaje de ida se había enamorado de Aloysia Weber, quien, a su corta edad, presagiaba una prometedora carrera de cantante. Si esperaba entonces encontrar consuelo en ella, ésta sería su tercera experiencia de dolor. En su ausencia, Aloysia había triunfado y le hizo saber claramente que no uniría su vida a un músico sin un futuro asegurado como él.
Los dos años siguientes los pasó en Salzburgo, languideciendo en su «esclavitud episcopal», hasta que le llegó un encargo de Munich: la composición de una ópera, Idomeneo, en la que Mozart, aun dentro del esquema cortesano de Gluck, superaría sus anteriores composiciones para la escena. En 1781 Mozart y la familia Weber coincidieron en Viena. Él, como miembro de la corte de Colloredo, trasladada a la capital; la familia Weber, para seguir los acontecimientos musicales de la temporada. Surgió entonces el amor por la hermana de Aloysia, Constance.
Entretanto, las relaciones con el arzobispo se encresparon. Mozart, para desesperación de Leopold, no era ningún modelo de diplomacia y, pese a su carácter risueño y bondadoso, reaccionaba con acritud instantánea cuando se sentía atacado o humillado. A primeros de mayo, Mozart recibió la orden, a través de un lacayo de Colloredo, de abandonar inmediatamente Viena, al parecer, para llevar un paquete a Salzburgo, en donde se le indicó que debía permanecer. Mozart presentó su carta de dimisión al arzobispo, quien la aceptó de inmediato. Libre de patrones, Mozart residiría en Viena el resto de su vida.
En Viena
Mozart prefiguraba así el artista moderno del romanticismo, muy en consonancia con el espíritu rebelde del Sturm und Drang y la sensibilidad wertheriana que conmocionaba a la juventud alemana de la época; un artista que quería liberarse de la servidumbre feudal, que se resistía a insertarse en las filas del funcionariado cultural, y pretendía sobrevivir a sus solas expensas. Mozart habría de pagar muy cara su ejemplar osadía; pero, por el momento, se sintió feliz y libre. Comenzó a dar lecciones de piano y a componer sin descanso.
Muy pronto la suerte se puso de su lado: recibió el encargo de escribir una ópera para conmemorar la visita del gran duque de Rusia a Viena. Como por aquel entonces estaban de moda los temas turcos, exponentes del exotismo oriental con ciertos toques levemente eróticos, Mozart abordó la composición de El rapto del serrallo, que, estrenada un año más tarde, se convirtió en su primer éxito verdadero, no solamente en Austria sino también en Alemania y otras ciudades europeas como Praga.
El 4 de agosto de 1782, poco después de este gran triunfo, Mozart se casó con Constance Weber, a quien dedicó la serenata Nachmusik (K. 388). Mucho han discutido los biógrafos los motivos de esta boda. ¿Auténtico amor? ¿Debilidad ante las maniobras casamenteras de la madre de Constance? ¿Necesidad de afirmarse en su nueva independencia frente a las presiones de Leopold? Posiblemente hubiera de todo un poco. La genialidad musical de Mozart no tenía por qué coincidir con la madurez del carácter.
En general se tiende a creer que la señora Weber, que había soñado alguna vez con convertir al prometedor joven en su yerno, intentó despertar el interés de Mozart por su hija menor, Constance, de catorce años. No sería difícil: Wolfgang no pudo ni quiso resistirse a la dulce presión y se prometió a la muchacha, que era bonita, infantil, alegre y cariñosa, aunque quizás no iba a ser la esposa ideal para el caótico compositor. Constance tenía aún menos sentido práctico que él, todo le resultaba un juego y no podía ni remotamente compartir el profundo universo espiritual de su marido, enmascarado tras las bromas y las risas. Pero aunque era una joven de poca finura espiritual, su vitalismo tenía que agradar e incluso fascinar al rebelde Mozart. Y Mozart se consideró el hombre más afortunado del mundo el día de su boda, y continuó creyendo que lo era durante los nueve años siguientes, hasta su muerte. Parece injusto afirmar que Constance fuera la sola causa de su ruina y quebrantos. No es seguro que le fuera fiel (algunas de las cartas del marido a la esposa son extremadamente patéticas, en sus ruegos de que sepa «guardar las apariencias»), pero tampoco lo es que Mozart se lo fuera a ella en todo momento.
Constance Weber (óleo de Joseph Lange, 1782)
Lo indudable es que, al igual que su joven esposo, Constance no era la administradora que la delicada situación de un artista independiente hubiera requerido, y parece ser que derrochaba con la misma alegría que Wolfgang Amadeus: el hogar vienés de los Mozart recibía diariamente la visita de peluquero y otros servidores; en los momentos de mayor penuria, Mozart se las ingeniaba para aparecer en público impecablemente vestido y mostrarse liberal y obsequioso. Sólo tras su muerte, sus amigos, muchos de ellos en envidiable situación económica, se enterarían con sorpresa de la magnitud de su endeudamiento.
El matrimonio se instaló en Viena en un lujoso piso céntrico que se llenó pronto de alegría desbordante, fiestas hasta el amanecer, bailes, música y niños. Era un ambiente enloquecido, anárquico y despreocupado, muy al gusto de Mozart, que en medio de aquel caos pudo desarrollar su enorme impulso creador. Una sombra en estos años fue la poca salud de su mujer, debilitada con cada embarazo; en los nueve años de su matrimonio dio a luz siete hijos, de los que sólo sobrevivieron dos: Karl Thomas y Franz Xaver (nacido cuatro meses antes de la muerte de Mozart y futuro pianista). Constance se vio obligada a seguir curas de reposo, gravosísimas para la endeble economía familiar.
Todo en Mozart era, por tanto, derroche: de facultades, de vitalismo, de proyectos, de obras y de sentimientos. No se acercó a la francmasonería en 1784 en busca de una ayuda económica que nunca, por orgullo, solicitó de sus amigos, sino por saciar un ansia de universal fraternidad y espiritualidad que Mozart, como muchos católicos austriacos, sacerdotes incluidos, encontró en los símbolos y los ritos masones antes que en la pompa clerical de la Iglesia. Una simbología que más adelante sabría plasmar musicalmente en la composición de La flauta mágica.
Los nueve años que separan su matrimonio de su muerte pueden dividirse en dos períodos. Hasta 1787, y sobre todo a partir de los éxitos vieneses de 1784, Mozart disfruta de unos años que pueden ser calificados de «felices». Durante este primer período, su producción fue ingente en todos los géneros: conciertos para piano, tríos, cuartetos, quintetos... De 1783 es la Misa en do menor, a la vez solemne y exultante; de 1784 datan sus más célebres Conciertos para piano; en 1785 dedicará a Haydn los Seis cuartetos. Todas ellas son obras magistrales, pero el público seguía mostrándose consternado ante una música que no acababa de entender y que por lo tanto le ofendía.
Representación de Las bodas de Fígaro
De 1786 data la ópera Las bodas de Fígaro, con libreto de Lorenzo da Ponte a partir de la obra de Beaumarchais. La elección del tema era arriesgada, pues la obra original estaba prohibida; pero en esta misma elección se puso de manifiesto el arrojo liberal del compositor al participar de la crítica suave, pero en el fondo corrosiva, que de los privilegios nobles había llevado a cabo Beaumarchais. Mozart espera con impaciencia el día del estreno de su nueva ópera: los mejores artistas habían sido contratados y todo parecía anunciar un triunfo absoluto, pero después de algunas representaciones los vieneses no volvieron al teatro y la crítica descalificó la obra tachándola de excesivamente audaz y difícil.
El ocaso
Viena empezó a cerrarle inexplicablemente sus puertas e inició así un período gris y doloroso que duraría hasta su muerte. Los biógrafos hablan de su excesivo tren de vida, de las costosas enfermedades de Constance y de las maquinaciones de los músicos vieneses, envidiosos no de su fortuna pero sí de su genio. En la casa de los Mozart se instaló de pronto la mala suerte. El dinero faltaba, los encargos escasearon y el desprecio de los vieneses se redobló. Mozart se enfrentó a la amenaza de la miseria sin saber cómo detenerla.
El matrimonio cambió de casa diversas veces buscando siempre un alojamiento más barato. Sus amigos les prestaron al principio con gesto generoso sumas suficientes para pagar al carnicero y al médico, pero al darse cuenta de que el desafortunado músico no iba a poder devolverles lo prestado, desaparecieron uno tras otro. Si la pareja seguía bailando en salas de dimensiones cada vez más reducidas durante los largos e inclementes inviernos de Viena no era por su alegría festiva, sino para que la sangre circulase por sus heladas piernas. La salud de Constance empeoraba y Mozart tuvo que enviarla, pese a sus deudas, a un sanatorio. Era la primera vez que los esposos se separaban, y el compositor sufrió enormemente; nunca dejó de escribirle cada día apasionadas cartas, como si su amor continuara tan vivo como el día de la boda.
Para sobrevivir, el genio se vio obligado al recurso de las clases particulares, que no siempre encontró. La ausencia de Constance, la humillación de sentirse injustamente relegado, las penurias económicas, la experiencia del dolor, en suma, no agriaron su carácter; es más, se acrecentó y afinó su inspiración musical en una fecunda serie de obras maestras en el ámbito de la sinfonía, del concierto, de la música de cámara y de la ópera. Las composiciones de esta época nos hablan de un Mozart tierno, ligero y casi risueño, aunque con algunos toques de melancolía. La Pequeña música nocturna y su célebre Sinfonía Júpiter son buena muestra de ello.
Fotograma de Amadeus (1984), de Milos Forman
Mientras Constance está internada, Mozart recibirá desde Praga el encargo de una ópera. El resultado será Don Giovanni, estrenada apoteósicamente el 29 de octubre de 1787. Praga, enamorada del maestro, le suplicó que permaneciese allí, pero Wolfgang rechazó la atractiva oferta, que seguramente hubiera mejorado su posición, para estar más cerca de su esposa. Al fin y al cabo, Viena le atraía como el fuego a la mariposa que ha de quemarse en él.
En 1790 se estrenó en la capital austriaca su ópera Così fan tutte y al año siguiente La flauta mágica. Inesperadamente, ambas fueron recibidas con entusiasmo por el público y la crítica. Parecía que los vieneses apreciaban al fin su genio sin reservas y deseaban mostrarle su gratitud teñida de arrepentimiento, aunque fuese tarde. Pero su salud se quebró: sabemos que el día del estreno en Viena de La flauta mágica, el 30 de septiembre de 1791, ya no pudo asistir al gran triunfo popular de la más optimista y querida de sus composiciones. El maestro comenzó a padecer fuertes dolores de cabeza, fiebres y extraños temblores.
Un Réquiem para su propia muerte
Mucho se ha escrito sobre la muerte de Mozart. La idea romántica de que fue envenenado tenía incluso un protagonista: Antonio Salieri, músico de éxito de la época al que la leyenda dibuja como un artista mediocre que supo, como ninguno en su época, comprender el original genio de Mozart, y, muerto de envidia, no pudo soportar la idea de que un hombre aniñado tuviera semejante don. El paroxismo llegó al extremo de creer que Mozart fue enterrado en una fosa común para borrar las huellas del homicidio. Hasta tal punto se extendió esta historia que se convirtió en el argumento de la ópera Mozart y Salieri de Rimski-Kórsakov, de una obra de teatro del célebre escritor ruso Alexander Pushkin y del drama Amadeus de Peter Shaffer (texto en el que se basa la exitosa película homónima de Milos Forman, estrenada en 1984 y protagonizada por Tom Hulce). No existe ningún referente histórico que pueda corroborar dicha versión.
Antonio Salieri
La realidad es que en julio de 1791, cuando ya sufría los síntomas de la enfermedad que le resultaría mortal (posiblemente uremia), Mozart recibió la visita de un personaje «delgado y alto que se envolvía en una capa gris», que le encargó la realización de un réquiem. La leyenda romántica pretende que Mozart vio en el anónimo personaje la encarnación de su propia muerte. Desde 1954 se conoce, por un retrato, el aspecto físico del visitante, que no era otro que Anton Leitgeb, cuya catadura era ciertamente siniestra; le enviaba el conde Franz von Walsegg, y la misa de réquiem era por la recientemente fallecida esposa del conde.
El hecho de que altos personajes encargaran secretamente composiciones a músicos famosos y las presentaran en público como obras propias no era algo infrecuente por aquel entonces, y no podía sorprender a Mozart, quien, en cualquier caso, aceptó el dinero del encargo. Pero la ominosa coincidencia del siniestro aspecto del mensajero, la condición fúnebre del encargo y la conciencia de la propia debilidad de sus fuerzas tuvo que impresionar profundamente la sensibilidad del músico, quien no ocultó a sus amigos su creencia de estar componiendo su propio réquiem.
En cualquier caso, está fuera de lugar la calumniosa hipótesis de una alevosa trama o de un envenenamiento urdido por Salieri o algún otro músico rival. Mozart nunca fue diplomático con sus colegas de inferior talla artística, pero precisamente Salieri no escatimó sus alabanzas a Mozart, y fue uno de los entristecidos asistentes a su funeral. Hoy en día sólo un dudoso interés novelesco puede ignorar las razones y la identidad, perfectamente establecida, que se ocultaba tras el encargo del réquiem. Si bien se mira, las coincidencias reales del azar son más inquietantes que la maliciosa fantasía de los fabuladores.
Mozart componiendo el Réquiem
Mozart acertó en su intuición de que moriría antes de terminar su Réquiem. Como en las otras obras de este último período, su estilo es más contrapuntístico y su escritura melódica más depurada y sencilla, pero ahora con protagonismo de unos muy sombríos clarinetes tenores y fagotes. A la muerte de Mozart, Joseph Eyble recibió la partitura para su terminación, que no llevó a cabo, recayendo esta tarea en Süssmayer. Éste pretendió haber orquestado completamente los movimientos del Réquiem, desde el «Dies irae» hasta el «Hostias», pretensión sobre la que no existen pruebas fehacientes.
La mañana del 4 de diciembre de 1791, Mozart todavía trabajó en el Réquiem, preparando el ensayo que sus amigos músicos habrían de realizar por la tarde en su alcoba. Hacía ya una semana que los médicos le habían desahuciado. Aquella tarde, durante el ensayo del «Lacrimosa», Mozart lloró y le dijo a su cuñada Sophie, llegada para ayudar a Constance: «Ah, querida Sophie, qué contento estoy de que hayas venido. Tienes que quedarte esta noche y presenciar mi muerte». A la noche, con gran serenidad, dio sus últimas instrucciones para después de su fallecimiento y entró en coma. Murió a las pocas horas, en la madrugada del 5 de diciembre.
Su amigo el conde Deym le hizo una mascarilla fúnebre, lamentablemente perdida, pues habría podido clarificar el enigma de su aspecto físico, tan contradictorio en sus varios retratos. A continuación tuvo lugar un funeral en una nave lateral de la catedral de Salzburgo, al que asistieron, pese a la fortísima tormenta de nieve y granizo desencadenada, un nutrido número de músicos, francmasones y miembros de la nobleza local. El dato es significativo, porque desmiente la leyenda sobre la indiferencia que rodeó su muerte y entierro. Es cierto, sin embargo, que nadie acompañó el cadáver al cementerio de San Marx, donde fue enterrado sin ataúd. Pero éstas eran las normas dictadas por el emperador José II en su curioso afán de «modernizar» la salubridad pública, normas que, incluso después de ser abolidas, fueron respetadas por numerosos librepensadores y francmasones.
0 Comentarios