Se rescata "La ciudad pequeña, la gran ciudad", la primera novela de Jack Kerouac de 1950
En 1950 se publicó la primera novela de Jack Kerouac, The Town and the City. Faltaban siete años para la explosión de En el camino. La tensión entre el pueblo rural tan acogedor como oprimente y una Nueva York llena de incógnitas y tentaciones, es el eje de este caudaloso debut novelístico donde varios personajes se basan o inspiran en personas reales de la familia del autor. Ahora, bajo el título de La ciudad pequeña, la gran ciudad y con traducción de Andrés Barba, Anagrama recupera esta obra primera de uno de los grandes protagonistas del movimiento beatnik.
A mediados del siglo pasado se dio el debut literario de Jack Kerouac, quien sería una década más tarde figura y poeta central -junto a Allen Ginsberg, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti y Diane di Prima- de lo que diera en llamarse “Generación” o “movimiento” Beat: 1950 vio salir de imprenta su primera novela, The Town and the City. Antes, Kerouac había escrito -pero no publicado- The Sea Is My Brother (El mar es mi hermano), novela aparecida póstumamente, en 2011, aún sin traducción al castellano, y otra novela -a cuatro manos, junto a William S. Burroughs-, Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, esta sí traducida y publicada por Anagrama. Esta es la misma editorial que ha rescatado recientemente The Town and the City de la descatalogación, ya que se contaba con una sola traducción al castellano, de la década de 1970, titulada algo toscamente La ciudad y el campo. Ahora, con traducción de Andrés Barba, se recupera esta obra prima para la “Biblioteca Jack Kerouac”, con el más acertado y conveniente título de La ciudad pequeña, la gran ciudad.
Entre La ciudad y la novela siguiente, En el camino (1957), su gran éxito literario en donde desarrolla lo que denominará poco más tarde “escritura espontánea”, se encuentra Libro de esbozos, también publicado póstumamente, donde Kerouac, entre los que llamó “tics” (sueños y visiones), apuntó en libretas lo realizado y sus perspectivas, tanto vitales como literarias, en verso y en prosa poética, por los años 1952-1954. Allí afirma, entre paréntesis, “la libertad de / las tristes ciudades me / llama”, pone motes a sus amigos (a Burroughs lo apoda “el Jefe de la Jungla”, a Ginsberg “el trémulo Santo de la Ciudad”, y a sí mismo “el Peregrino”), y realiza el balance de lo logrado: “¿Qué / tendrías si no hubieras / escrito Campo & Ciudad? / NADA.” Así, este joven lector de Dostoievsky se proclamó “nieto de Mallarmé”, sustentado por el “alma” de Melville, y se inspiró en Thomas Wolfe (piénsese en El ángel que nos mira, en El niño perdido y en Especulación) para escribir su novela (¿otro de los tantos intentos dados en pos de realizar “la gran novela americana”?), que tenía en principio unas 1000 páginas, y que sólo fue publicada cuando su autor accedió a reducirla a la mitad. Editada por la neoyorquina Harcourt Brace, esa primera edición original apareció, además, firmada como “John Kerouac”.
Ubicada en su comienzo en el Estado de Nueva Jersey, con una prosa realista-descriptiva que en determinados momentos contiene pasajes y destellos de lirismo, la novela se enfoca en Galloway, “una localidad arraigada en la tierra, en el antiguo pulso de la vida, el trabajo y la muerte”, un modesto espacio de vida que hace “que sus habitantes sean gente de pueblo y no de ciudad”. Y en la numerosa familia Martin: “un conjunto de personas enérgicas, vigorosas, graves y absortas, tan pronto aterrorizadas y melancólicas, como sonrientes y alegres, ingenuas y astutas, a menudo contemplativas y con la misma frecuencia vorazmente excitadas, todo un clan recio y astuto”. Siguiendo el desarrollo de la mayoría de los integrantes de esta familia, a lo largo de unos tres lustros -transitando la época de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial-, la historia deviene “novela de formación” o “aprendizaje” (Bildungsroman), como si fuera Los Buddenbrook (1901) de Thomas Mann, en una “versión americana” y más moderna, tan contemporánea como parcialmente autobiográfica. Varios personajes de Kerouac se inspiran o basan en personas reales de su familia.
UNA FAMILIA MUY NORMAL
Desde mediados de la década de 1930, y arribando lo nuevo del jazz, el bebop (“todos empiezan a intuir ya la nueva y emocionante música que está a punto de revelarse sin límites. Hay en el ambiente vestigios de Benny Goodman, de Fletcher Henderson y del ascenso de las nuevas grandes orquestas”), se presenta en una escena a George Martin, el padre de familia, luego de haber estado con su viejo barbero: “Cuando Martin salía de la barbería, siempre le invadía una extraña tristeza, y pensaba para sí: ‘Qué viejo está. ¡Dios mío! Pensar que todo se queda en nada, qué corta es la vida. Y yo también estoy envejeciendo. Dios mío, quién puede saber las cosas que la gente ha conocido y las que se han olvidado en todos estos miles de años. Qué poco duran las cosas, un chasquido de dedos y se acabó todo’”. De profesión imprentero, el padre puede intercambiar en amistosa polémica con un cura, concurrir por las noches al Jockey Club, y contemplar a sus hijos en el hogar, preguntándose por los “misterios” de la existencia, sus tramas secretas. Cada miembro de esta familia portará distintos estados de ánimo y pensamientos en distintas situaciones, a lo largo de los años.
Sobre un hijo se cuenta: “Cierta primavera, el taciturno joven Francis Martin descubrió que se había enamorado. Tenía diecisiete años, acababa de terminar el último curso de bachillerato y pensaba vagamente en ir a la universidad en el futuro”. Con personalidad propia, “diferente” al resto, y a la espera de su oportunidad, es un lector solitario “como hay tantos en Estados Unidos, diseminados de forma dispersa y casi trágica por pueblos y ciudades: un muchacho fácil de herir, expuesto al insulto y al desprecio, demasiado sensible en su reflexiva soledad como para soportar las rudas payasadas, los chistes, la brutalidad animal, el salvaje descuido de un país violentamente rapsódico en su chillona juventud”. Sobre otro hijo se dice: “Joe era infatigable en sus placeres, maravillosamente querido por todos, deseado por mujeres de todo tipo, enérgico y responsable en su trabajo, derrochador de su tiempo, dinero y diversiones. Pero en lo más profundo de su alma, como cualquier hombre, se sentía inquieto e insatisfecho y pensaba siempre en el futuro como un reto y una triste incertidumbre. Deseaba una moto para lanzarse en picado y ruidosamente hacia cualquier lugar, deseaba la camaradería de sus amigos, quería mujeres y más mujeres, cerveza y comida y dinero, deseaba todo lo que desea un joven despreocupado, pero al mismo tiempo sabía que había algo más, que no sabía lo que era y que nunca lo conseguiría”. Y sobre la madre: “Comer y dormir, tener una casa y vivir en ella, tener una familia y convivir con ella: he ahí las cosas que conoce. Disfrutar de los días que van y vienen, mantener la casa caliente, limpia y agradable, preparar la comida y comerla y almacenarla, combatir la enfermedad, evitar que las cosas se rompan, atender las dulces necesidades y las sencillas satisfacciones de la vida y ordenar las locuras de la existencia en torno a todas esas cosas: he ahí lo que sabe, y comprende que no hay nada más que saber”.
Y así se describe al joven Peter, parcial alter ego del mismo autor de la novela, “con su ambición melancólica, un poco más astuto que los otros hermanos, pero más ciego también”, “un joven tristón, descontento, pendenciero, con mil deseos confusos, capaz de mirar a su alrededor con profundo asombro y regocijo y gravedad, pero sin verse nunca a sí mismo ni allí ni en ninguna parte, a la caza del futuro con maníaca desesperación, transitando todos sus días y noches con un asombro salvaje y ansioso, un joven que se estamparía contra todos los muros que le pusieran por delante y se levantaría apenado a buscar algo más, y sería amado por las mujeres a causa de su tristeza”.
Como camionero, Joe de repente romperá la disciplina laboral y se lanzará a los caminos junto a su colega-acompañante (un hombre recién separado), recorriendo las grandes rutas de Estados Unidos, de Este a Oeste y viceversa. La libertad, la aventura, lo desconocido, una búsqueda imprecisa pero urgente, vital, va impregnando a las más jóvenes generaciones, disconformes o hastiadas de los tradicionalismos y la inmovilidad establecidos en los tan pequeños como asfixiantes pueblos, para sorpresa y descontento de los más adultos.
CAMPO, CIUDAD Y GUERRA
Es la ciudad, como Nueva York, la que atrae y “conmociona” las mentes y accionares de los personajes jóvenes, con su variedad y diversidad cultural. Peter, que triunfa en el deporte y asiste a la universidad, decide abandonar todo, y discute duramente con su padre, quien lo encara: “Mira lo que has hecho. Has renunciado a una beca en una buena universidad, a todos los amigos y contactos que estabas haciendo allí, a la carrera que podrías haberte labrado… ¿Y todo para qué? ¡En estos tiempos tan difíciles! Por un trabajo como este en una ciudad apestosa como hay mil ciudades apestosas. Te digo que estoy desconcertado, es la única palabra que se me ocurre”.
La desazón de trasfondo se palpita con el advenimiento de la guerra, donde reina el desánimo y la incertidumbre. Tras Pearl Harbor, Kerouac ofrece su cuadro: “Los grandes peregrinajes de los estadounidenses en tiempos de guerra acababan de comenzar. Por todas partes retumbaban en la noche grandes trenes llenos de tropas, en Luisiana, en Oregón, en Kansas, en Virginia. ¿Cuántos soldados había en cada uno de estos trenes, y cómo eran sus pensamientos en medio de aquella absoluta y lúgubre intensidad? Las jóvenes esposas viajaban con sus bebés en brazos, meditabundas, esperando y escribiendo cartas, escuchando el largo y lúgubre aullido del tren en la oscuridad exterior”. Así, planes y azares configuran vidas y destinos: Peter deserta de la guerra, y se alista como marinero para ir hacia el norte, mientras que Francis es reclutado para el ejército, y debe simular locura para intentar escapar, por ejemplo. La misma familia Martin deberá desplazarse por efectos de la guerra, mudándose a la desconocida y casi atemorizante ciudad: Brooklyn. Hay espacio para otro alter ego, como el de Ginsberg: “Levinsky”, quien le dice exaltado y acelerado a Peter: “¿no lo ves? ¿No percibes lo que ocurre a tu alrededor? Toda la neurosis y la moral restrictiva y las represiones escatológicas y la agresividad reprimida se han impuesto por fin a la humanidad: ¡todo el mundo mutando en un geek! Todo el mundo se siente como un zombi, y en algún lugar al final de la noche, el gran mago, el gran Drácula de la desintegración moderna y la locura, el genio tras las bambalinas, el Diablo si se quiere, dirige todo el asunto con su retahíla de maldiciones y hechizos”. (Un “geek” era, por aquel entonces, un zombi urbano, una persona aislada, “enferma”.) Y, en una situación crítica, nuevamente confrontando con un hijo, el padre le dice a la madre: “Este lugar vuelve loco a todo el mundo al cabo de un tiempo. Todos los locos del país vienen a Nueva York, no van a ninguna otra parte, están todos aquí”. Y ella, recordando la vida rural de su juventud, menciona a tíos viviendo todavía así en Estados Unidos y Canadá: “es la mejor vida que hay. Trabajan duro, es cierto, pero obtienen una buena recompensa por su trabajo, viven, y son felices y están sanos, son independientes, nadie les dice lo que tienen que hacer. Tú quédate si quieres con tus comunistas y tus neuróticos y todas esas cosas, pero dame un buen granjero que vaya a la iglesia, un hombre de verdad”.
La madre insiste: “Nueva York está bien, está bien para los espectáculos y las tiendas y la emoción y el gentío, pero cuando se trata de vivir como se supone que debe vivir una persona, prefiero el campo y una ciudad pequeña”. Y otra línea que ilustra el drama: Judie, la novia de Peter, le espeta: “No me importa de dónde vengas, me importan un bledo las ciudades pequeñas y la gente pobre y todas sus estúpidas reglas. Yo viviré como me plazca y no me importan lo que piensen los demás. Te estás volviendo igual que tu padre, un viejo malhumorado siempre preocupado por algo”.
Primer mojón, catarsis grafómana, sondeo literario, La ciudad pequeña, la gran ciudad conforma casi un melodrama que confronta las tensiones entre la melancolía por lo rural y la ambicionada “moderna” aventura urbana. Una obra impregnada del aire de los tiempos (con el bebop, la guerra y el lento surgir de lo “contracultural”) y de muchas temáticas (los cruces generacionales y sentimentales, la rebeldía y el viaje, la nación y la institución) que Kerouac seguirá desarrollando, a lo largo de su camino literario, bajo otras formas poéticas.
>Un fragmento de La ciudad pequeña, la gran ciudad, de Jack Kerouac
Francis Martin y Wilfred Engels se reunieron, hablaron y pasearon por las calles de Galloway durante todo aquel verano. Francis incluso fue a Boston y conoció a aquellos amigos “políticos” de Engels, que celebraban fiestas y discutían “asuntos” e iban a conciertos y mítines. Algunos de ellos eran unos estadounidenses política y artísticamente más fieros y furiosos de lo que Engels jamás podría ser; estudiantes de Arte, jóvenes escritores, estudiantes de Derecho, actores, profesores universitarios, todo tipo de gente, jóvenes y viejos.
Lo más importante para Francis fue que, por primera vez en su vida, escuchó en el lenguaje articulado y fluido del “pensamiento contemporáneo” todos aquellos vagos y confusos sentimientos que había estado teniendo durante los últimos años en Galloway. Se dio cuenta por fin de que no estaba solo. En otras partes del mundo, otros hombres y mujeres vivían, sentían y razonaban como él, otros hombres y mujeres estaban insatisfechos con cómo eran las cosas, con la sociedad y sus convenciones y tradiciones y graves lacras, otros hombres y mujeres vagaban solitarios por el mundo llevando en la mano el amargo y orgulloso fruto de su “conciencia moderna”. Al igual que él, también ellos se habían sentido asustados y solos al principio, antes de descubrir que había más.
Le asombraba pensar que había surgido todo un lenguaje coherente en torno a esa corriente inquieta, perspicaz y decidida, esa revuelta suave e invisible de América. Disponían de palabras para nombrar las principales quejas y formular las principales soluciones, se habían realizado vastos estudios en muchos campos en un esfuerzo compartido por ampliar las divulgaciones de aquel nuevo conocimiento, había miles de personas dispersas por todo el país que leían los mismos libros raros e inauditos.
Disponían de las palabras, poseían hábitos y maneras de ser, un estilo de vida, signos compartidos y espacios y espectáculos y restaurantes y lugares de reunión. Sobre todo, tenían un universo y extraños nombres y estrellas que lo constelaban: Freud, Krafft-Ebing, Kafka, Jung, Rilke, Kierkegaard, Eliot, Gide, Auden, Huxley, Joyce: nombres que, al oírlos por primera vez, generaban misterio y alegría y curiosidad en su alma. Había tenido una visión general de aquel nuevo estilo de vida y de todas aquellas personas que le estaban dando forma, con sus libros y sus ideas.
-Me alegra que hayas decidido ir a Harvard, Francis -dijo Engels-. Realmente es una de las pocas universidades decentes de este páramo. Están Berkeley y Chicago, y, por supuesto, Columbia y algunas más del Este. Pero fuera de ahí… ¡Dios mío! El resto son básicamente plantas de procesamiento de jugadores de fútbol y colegialas estúpidas, lo digo en serio. Y algunas de las universidades jesuitas no son más que bastiones del catolicismo más reaccionario.
Francis pensaba en Berkeley y veía a un gran número de “auténticos intelectuales” reunidos allí, paseando por el campus al atardecer en grupos y pandillas, pronunciando con fluidez todas aquellas palabras y nombres mágicos con una seguridad indiferente, casi con displicencia, pero también con una especie de suave seriedad, todo un exótico nuevo mundo recién descubierto en medio de una América esquemática, balbuciente y simple. Casi podía oír las palabras, los términos: frustración, neurosis compulsiva, complejo de Edipo, ansiedad, explotación económica, liberalismo progresista, los hechos, los nombres pronunciados con naturalidad: Picasso, Braque, Cocteau, Heidegger, Chélishchev, Henry Miller, Isherwood... y podía ver todos esos lugares que, de pronto, le asombraba que existieran y que le esperaran silenciosamente.
-Hay esperanza -dijo Engels-. Está surgiendo mucha gente de bien, las cosas están cambiando. En cierto modo, la gran depresión ha sido la causante de todo esto. En muchos sentidos, la gran depresión ha sido lo mejor que le ha podido pasar a este país: los estadounidenses estaban asustados y enfermos y como enfermos frenaron un poco el ritmo, y en ese momento llegaron las nuevas ideas y generaron admirablemente un cambio en todas las direcciones.
Francis se alegraba de haber encontrado una América que no se parecía en nada a la planicie que siempre había conocido en Galloway.
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