por Luis Diego Fernández
Vivimos una época que desconfía del placer. Se predica la salud, la templanza, la pureza: comer bien, dormir bien, no beber. La sobriedad se volvió una virtud moral, una forma de corrección. Pero el vino, el alcohol, el exceso, acompañaron siempre a la cultura, al arte, al pensamiento. En cada copa hay una memoria de fiesta, de filosofía, de desmesura. Este texto es una defensa de esa herencia: una provocación contra la moral del autocontrol y una invitación a reconciliarse con la alegría de estar vivos.
Saborear un vino, es despertar al niño que está dentro de uno. Y no todos saben ni pueden pedirle al cuerpo que haga resurgir al niño o a la niña que han sido, cuando, más tarde, se asoman al cuello de un vaso de degustación. El vino es un arte del tiempo. En primer lugar, para quienes lo conciben, lo hacen, lo elaboran, lo crían, como se dice de un niño.
Michel Onfray, La lección de petrus, 1996.
Dentro de los diferentes modelos de textos “contra” mis preferidos son El Anticristo (1888) de Friedrich Nietzsche y El Anti-Edipo (1972) de Gilles Deleuze y Félix Guattari. En ambos casos la operación que realizan los autores es similar: el destinatario de su crítica no es el creador de una discursividad (Jesús y Freud-Lacan, respectivamente) sino la institucionalización (Iglesia y psicoanálisis) de estos discursos que en ambos casos termina consolidando una jerarquía sectaria que vampiriza la vitalidad de los padres fundadores y propicia un moralismo punitivista que, desde la pomposidad de la superioridad moral del esclavo o a partir del léxico endogámico, busca sermonear y castigar a los “infieles” que osan pensar por fuera de su normatividad. De igual modo, el propósito de este texto no es tanto escribir “contra” los abstemios particulares que legítimamente optan por prescindir del placer etílico por las razones que crean convenientes, sino más bien atacar la “institucionalización” del culto a la sobriedad erigida desde patrones de una supuesta perspectiva superadora que baja línea apelando a argumentos como la búsqueda de la “vida saludable” o a otros criterios “santificadores” o “correctivos” afines a las políticas paternalistas e identitarias.
Mi óptica posicionada contrala sobriedad no busca caer en un elogio absurdo y suicida del alcoholismo sino tiene por finalidad mostrar la esterilidad reaccionaria del moralismo abstemio.
Mi óptica posicionada contra la sobriedad, sin embargo, no busca caer en un elogio absurdo y suicida del alcoholismo sino tiene por finalidad mostrar la esterilidad reaccionaria del moralismo abstemio, la “pureza” incontaminada de la que se hace proselitismo desde un lugar que, a mi juicio, no revela sino una profunda ignorancia del espacio determinante que el alcohol, en particular el vino, ha tenido en la historia de la cultura y la filosofía occidental. Mi ataque a la sobriedad se despliega desde dos dimensiones: por un lado, desde un eje que podemos llamar cultural-estético; por otro lado, desde un bloque que es posible denominar ético-político. Si en el primero se trata de poner de relieve la relevancia del alcohol en la creación cultural e intelectual desde los griegos hasta el presente, en el segundo la tentativa reposará en denunciar los diferentes mecanismos que buscan disuadir o directamente penalizar el consumo de alcohol bajo coartadas que buscan “protegernos” de nosotros mismos.
Según documenta un historiador de las sociedades rurales europeas como Tim Unwin, el vino circulaba en la Antigüedad de forma generalizada en libaciones y sacrificios y las clases dirigentes lo consideraban la bebida ideal para acompañar sus comidas. Desde Mesopotamia hasta Egipto, la vid estaba diseminada en las capas altas pero el simbolismo lo adquirirá a través de figuras míticas como Dioniso en Grecia y Baco en Roma, deidades del vino vinculadas a la fertilidad, la alegría, la sexualidad y la esperanza de una vida nueva, algo que el cristianismo expandirá y modificará en el marco ceremonial al situarlo como la “sangre de Cristo”. Siglos más tarde B.A. Grimod de la Reynière, padre de la crítica gastronómica, en su Manual de anfitriones y guía de golosos (1808) afirmará que “la mejor comida sin vino es como un baile sin orquesta, como un cómico sin máscara, o como un farmacéutico sin quinina”. Por tanto, la dimensión que podemos llamar junto a Nietzsche “dionisíaca” es parte constitutiva de nuestra configuración humana desde tiempos inmemoriales. No es propósito de este texto historizar la presencia etílica en la cultura occidental pero sí remarcar su desarrollo intrínseco paralelo a la filosofía: no hay Banquete de Platón sin vino, no hay teoría del amor platónico sin la ingesta de esta bebida alcohólica, así como tampoco existiría el duelo amoroso entre un Sócrates frío y un Alcibíades borracho que en vano trata de seducirlo.
Si el agua es un regalo de Dios, el alcohol es una creación del hombre. Según el Antiguo Testamento, Noé inventa el vino al plantar algunas cepas en el monte Lubar. De modo que la cultura etílica nace con la condición humana. Contrariamente, el elogio de la sobriedad llevaría al hombre a un lugar más propio de las bestias o de un Dios castigador; el rasgo deshumanizante de la impostura sobria no da cuenta precisamente de aquello que en El origen de la tragedia (1872) Nietzsche, curiosamente un abstemio a causa de sus dolores físicos permanentes, llamó la “embriaguez dionisíaca” para describir la magia que renueva la alianza del hombre con el hombre. Podríamos decir que el estado al que nos conduce la degustación de una bebida alcohólica es algo “humano, demasiado humano”, mientras que la sobriedad es una forma de alienación con lo animal o lo divino.
El alcohol, en el marco de la dialéctica entre lo apolíneo y lo dionisíaco nietzscheana, produce una estetización de la vida, nos abre a otros imaginarios, al ensueño pero también a la potencia, al despliegue de la voluntad de poder. La contención de la sobriedad de Apolo, inversamente, es una manera de temperancia socrática que, si bien se presenta como el modelo moral del autogobierno y la mesura, el no dejarse arrastrar por los placeres y las pasiones, al mismo tiempo no expresa sino la exhibición de la esterilidad, la apatía y el ocultamiento forzado de esa “parte maldita”, como diría Bataille, que es tan humana que da miedo y pavura a los defensores del nihilismo de la sobriedad. El sobrio, siguiendo los patrones nietzscheanos, será un resentido, un individuo atravesado por la moral de esclavos, aquel que teme de lo que él mismo puede crear. El alcohol es un excelente caso que deja al descubierto el chantaje apolíneo de la sobriedad que, lejos de ser un rasgo de “autocontrol racional”, es un síntoma de debilidad y culpa que no puede actualizar lo más humano, es decir, la embriaguez dionisíaca.
Resulta interesante la diferencia que hará Michel Onfray en La razón del gourmet (1995) entre dos nociones que enfrentan por igual a la moral castradora e inhumana de la sobriedad: la “embriedad” (ébriété), expresión tomada de Émile Littré como reformulación de la ebriedad, y la embriaguez. La primera, a diferencia de la segunda, no supone un hombre dependiente, un alcohólico irredento, un sujeto cosificado incapaz de detenerse, sino un estado de “achispamiento”, de ligera ebriedad o elevación espiritual. La embriedad dice Onfray “muestra de hecho una experimentación, un ejercicio metafísico y una práctica dionisíaca reactualizados”.
La ingesta de alcohol, según la perspectiva conceptual de la embriedad, pone al descubierto la blancura insípida de la sobriedad apolínea pero también la negrura perdida de la borrachera; se trata de un achispamiento que deja visualizar la zona dionisíaca de nuestro cuerpo como una relación de fuerzas reversible transitada por energías que bullen con la efervescencia barroca de un vino espumante, como el mejor champán que desafía la gravedad. Efectivamente, si la “embriedad achispada” es un signo de civilización y cultura, de artificio y belleza, de poder y sexualidad, de afirmación y erotismo, la sobriedad, por el contrario, es mero naturalismo y puritanismo, fealdad y debilidad, brutalidad y regreso a cierta animalidad de dioses mudos. El vino, como emblema de la bebida alcohólica, es un esculpir en el tiempo que la sobriedad en su perpetuidad anodina no puede captar.
Gilles Deleuze, que había pasado por una etapa de alcoholismo, afirmaba que el alcohólico es aquel que siempre busca el penúltimo vaso, que no quiere llegar nunca al último, de manera que se trata de alguien que siempre vive en el límite que se corre. El alcohol, de acuerdo al acercamiento deleuziano, permite revelar la potencia de la vida, pone al descubierto algo “demasiado grande”. Este vitalismo alcohólico Deleuze lo detectaba particularmente en los escritores anglosajones, como Francis Scott Fitzgerald, Malcolm Lowry o Thomas Wolfe. El autor de Diferencia y repetición señaló bellamente que “las frases de Kerouac son tan sobrias como un dibujo japonés. Sólo un verdadero alcohólico podía alcanzar esa sobriedad”. Este oxímoron era algo que también mostraba cuando se refería a la “borrachera de agua” de Henry Miller.
En el fondo lo que Deleuze quería sostener era la primacía de la línea de fuga deseante, esto a veces requería correr ciertos riesgos al transitarlas en el marco de experiencias con el alcohol o las drogas pero de ello no se seguía que uno terminara adicto a estas sustancias reterritorializándose de modo paranoide en la dependencia. El peligro de la autodestrucción está allí pero también la posibilidad de crear nuevos agenciamientos vitales. En los magníficos Diálogos (1977) con Claire Parnet el filósofo francés sostenía: “Tratamos de extraer del alcohol la vida que contiene, pero sin beber”. De modo que tener una postura contra la sobriedad requiere a veces, paradójicamente, atravesar por devenires-sobrios que permitan dimensionar la vida potenciada como un efecto posterior. ¿Por qué las resacas a menudo son estados de lucidez implacable? Siguiendo a Deleuze, porque aún está fresca la extracción de lo vital del devenir-alcohólico.
La anti-sobriedad desde un enfoque político normativo se impone desde una condena a lo que Thomas Szasz llamaba el “paternalismo terapéutico” que tanto la izquierda como la derecha abrazaron en su causa común que tuvo como resultado la infame “Ley seca” en los Estados Unidos entre 1920 y 1933. Desde una perspectiva liberal-libertaria en Nuestro derecho a las drogas (1992) Szasz denuncia la demonización del alcohol desde una izquierda intoxicada por su crítica a la mercantilización y una derecha atravesada por el puritanismo religioso. Para unos el alcoholismo era producido por el mercado, para otros por el pecado, la convergencia desde una mirada paternalista estatista conducirá al prohibicionismo y a la “sobriedad bajo pistola”; un absurdo inmoral que no hizo sino abrirle las puertas al mercado negro de la mafia, permitiendo la adulteración de las bebidas alcohólicas, la criminalidad y la violencia de los bares clandestinos a la que se exponían quienes simplemente querían beber un trago.
Esta pulsión de control ya será denunciada brillantemente por quien inspiró las posiciones en materia de libertades civiles de Murray Newton Rothbard y del libertarismo de izquierda: Lysander Spooner. El autor anarco-individualista defenderá en su clásico Los vicios no son delito (1875) la descriminalización de toda actividad personal (beber, jugar, comer, etc.) que no puede ser enmarcada como un delito en la medida en que no haya daño alguno contra la integridad física de otra persona o la propiedad de un tercero. Un vicio, como el alcoholismo, a lo sumo daña la salud de la persona que bebe en exceso pero en tanto que no afecte los derechos de los demás no debe ser criminalizado. Spooner distinguirá un crimen que se puede categorizar de manera nítida, de un vicio que es un comportamiento relativo, subjetivo y materia de debate.
Asimismo, un vicio a lo sumo será un error personal pero de ninguna manera un crimen. La criminalización de conductas eventualmente “viciosas” que uno puede no aprobar desde la esfera personal no implica, como bien sostendrá Spooner, que se deba promover su criminalización. En este sentido, la moralización contemporánea de la política actual, regida en gran medida en términos identitarios a partir de testimonios personales (por ejemplo, desde el veganismo hasta el ambientalismo) corre el riesgo de conducir a un moralismo que incita a la cancelación y al punitivismo en nombre de la santidad de la “existencia correcta”. La búsqueda de una vida “limpia”, “pura” y “sana” puede producir una militancia de la sobriedad que sindica a quienes beben como no suficientemente “comprometidos” con la causa. Tanto la izquierda identitaria como la derecha reaccionaria, ambas espejadas al interior de la tentación puritana y la denuncia de estilos de vida “impíos” o “incorrectos”, “marxistas culturales” o no “despiertos” ante las injusticias, a menudo caen en micro-inquisiciones en nombre de la sobriedad. El perfeccionismo moral que vemos en ciertos militantes de izquierda y de derecha (¡curiosa coincidencia narcisista en ambos!) es una deriva fascistizante que toda postura contra la sobriedad debe criticar.
Como nos mostró Michel Foucault en El uso de los placeres (1984), no toda ascesis es hostil al placer; una posición abierta a la creación de nuevos modos de vida y la experimentación existencial tiene la obligación de posicionarse con claridad contra la sobriedad de quienes quieren reducir el ejercicio sobre uno mismo a la mera contención apática, a la extirpación de la potencialidad de nuevas percepciones. La recreación de lo humano se hace desde la convivencia milenaria con efluvios etílicos que nos alegran y nos consuelan, nos excitan o nos calman, que nos permiten celebrar con amigos o procesar nuestras penas en soledad.
https://revistasupernova.com/nota/contra-la-sobriedad
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