e veux uniquement que vous sachiez combien je vous ai aimé tous le deux dès la première fois qu’on s’est rencontré et que je ne vous oublierais jamais.
[«Sólo quiero que sepan cuánto los quise a los dos desde la primera vez que nos conocimos y que nunca los olvidaré»]. Han pasado casi treinta años desde que escribí estas palabras a Alice Debord al día siguiente del suicidio de Guy, pero recuerdo perfectamente aquel primer encuentro nuestro a finales de los años ochenta, en el bar del Lutetia, el gran hotel de Montparnasse donde, con su gusto desenvuelto por los aspectos placenteros del lujo burgués, Guy solía citarse con sus amigos. Bastaron unas cuantas palabras para entendernos de inmediato sobre cada detalle de la situación política, que ya se encaminaba hacia lo peor. Habíamos llegado a la misma claridad, Guy partiendo de la tradición de las últimas y exhaustas vanguardias artísticas, yo desde la poesía y la filosofía. Por primera vez me encontraba hablando de política sin tener que toparme con el estorbo de ideas y autores inútiles y equívocos (en una carta que Guy me escribió más tarde, uno de esos autores exaltados incautamente era sobriamente despachado como ce sombre dément d’Althusser [«ese sombrió demente de Althusser»]) y con la exclusión sistemática de aquellos que podrían haber orientado a los llamados movimientos en una dirección menos fallida. En cualquier caso, para ambos era claro que uno de los principales obstáculos que impedían el acceso a una nueva política era precisamente lo que quedaba de los partidos marxistas (¡no de Marx!) y del movimiento obrero, cómplices inconscientes (y conscientemente los primeros) del enemigo que creían combatir.
Durante nuestros encuentros posteriores en su casa de la rue du Bac, la implacable sutileza —digna de un magister del vico degli Strami o de un teólogo del siglo XVII— con la que estigmatizaba no sin ironía tanto al capital como a sus dos sombras, la estalinista (el «espectáculo concentrado») y la democrática (el «espectáculo difuso»), no dejaba de maravillarme. Todavía lo veo, sentado en el sofá Chesterfield en medio de la habitación, mientras describía de forma vívida la situación de los líderes comunistas mediante la imagen del pintor que, al quitarle el banquito en el que apoyaba los pies, queda colgado del techo con el pincel: ils ne tiennent plus que par le pinceau [«ya sólo se sostienen por el pincel»].
El verdadero problema entre nosotros estaba, sin embargo, en otra parte: más cercano y, al mismo tiempo, más impenetrable. Es curioso cómo en Guy una lúcida conciencia de la insuficiencia de la vida privada se acompañaba de la más o menos consciente y casi ingenua convicción de que había, en su existencia y en la de sus amigos, algo único y ejemplar. Ya en una de sus primeras películas, con un título tan acertado, Critique de la séparation, había evocado «esa clandestinidad de la vida privada sobre la que sólo poseemos documentos ridículos». Y sin embargo, en sus primeras películas y todavía en Panégyrique, desfilan sin cesar los rostros de los amigos y de las mujeres que amó y las casas en las que habitó (el 28 de la via delle Caldaie en Florencia, la casa de campo en Champot, el square des Missions-Étrangères en París — en realidad el 109 de la rue du Bac). Hay aquí una especie de contradicción central, que los situacionistas no lograron resolver y, al mismo tiempo, la oscura, inconfesada conciencia de que el elemento político genuino consiste justamente en esa incomunicable y casi ridícula clandestinidad de la vida privada. Porque sin duda ésa —la clandestina, nuestra forma de vida— es tan íntima y tan cercana que, si intentamos asirla, nos deja entre las manos sólo la impenetrable, odiosa cotidianidad. Y sin embargo, tal vez precisamente esa presencia promiscua y sombría resguarda el secreto de la política, la otra cara del arcanum imperii, contra la que naufragan toda biografía y toda revolución. El sintagma «construcción de situaciones», del que los situacionistas tomaron su nombre, implicaba de hecho que les correspondía encontrar algo como «el paso del Noroeste en la geografía de la vida verdadera». Pero Guy, que era tan hábil y perspicaz cuando se trataba de analizar las formas alienadas de la existencia en la sociedad espectacular, era en cambio ingenuo e indefenso cuando intentaba comunicar la forma de su vida, mirar de frente y desmitificar a la clandestina con la que compartió hasta el final el viaje. Era el significado político de esa clandestina —que Aristóteles, con el nombre de zoé, había al mismo tiempo excluido e incluido en la ciudad— lo que yo comenzaba a interrogar precisamente en esos años. También yo buscaba, de otro modo, el paso del Noroeste en la geografía de la vida verdadera.
Una noche, en París, cuando le dije que muchos jóvenes en Italia seguían interesándose por los escritos de Guy y esperaban de él una palabra, Alice respondió: On existe, cela devrait suffire [«Existimos, eso debería bastar»]. ¿Qué quería decir on existe? Ciertamente en esos años vivían apartados y sin teléfono entre la rue du Bac y Champot (se entendía que, al llegar a París, yo debía escribir una carta, invariablemente seguida por una invitación a cenar) y su existencia estaba, por así decirlo, íntegramente aplanada sobre la clandestinidad de la vida privada. ¿Qué podía significar entonces on existe? La existencia —el ser puro, este concepto en todo sentido fundamental de la filosofía primera de Occidente— tiene constitutivamente que ver con la vida. «Ser» —escribe Aristóteles— «para los seres vivos significa vivir». Y, siglos después, Nietzsche precisa: «Ser: no tenemos de ello otra representación que vivir». Guy no se consideraba un filósofo, sino, como me dijo una vez, un estratega. Y sin embargo, sacar a la luz —más allá de todo vitalismo— el íntimo entrelazamiento entre ser y vivir era ciertamente entonces —como lo es hoy— la tarea ineludible del pensamiento y de la política.
© 2022 Donation Jorn, Silkeborg / Artists Rights Society (ARS), New York / VISDAGuy no tenía ninguna consideración por sus contemporáneos y no esperaba nada de ellos. Para él, el problema del sujeto político se reducía ya a la drástica alternativa homme ou cave [«hombre o incauto»] (para explicarme el término del argot, que no conocía, me remitió a la novela de Simonin que apreciaba particularmente, Le cave se rebiffe). Guy era, consecuentemente, un hombre de pocas y reiteradas lecturas —en la carta que me escribió tras leer mis Glosas al margen de los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, se refería a los autores que había citado como quelques exotiques que j’ignore très regrettablement et de quatre ou cinq français que je ne veux pas du tout lire [«algunos exóticos que ignoro muy lamentablemente y cuatro o cinco franceses que no quiero leer en absoluto»]. Pero ocurre que, si se desespera de los semejantes, se desespera también de uno mismo, y de esa desesperación Guy nunca logró salir, ni siquiera cuando, en una de sus primeras películas, decía de sí mismo y de sus amigos que sus encuentros eran como «des signaux venus d’une vie plus intense, qui n’a pas été véritablement trouvée» [«señales venidas de una vida más intensa, que no ha sido verdaderamente encontrada»]. Su indecisión entre la clandestinidad de la vida privada —que, con el tiempo, debía de parecerle cada vez más inasible y tal vez intolerable— y la vida histórica en la que ésta se inscribía, revela una dificultad que nadie puede ilusionarse con haber resuelto de una vez por todas. La clandestina que Guy perseguía se ha vuelto hoy aún más inaprensible y, sin embargo, sólo si el pensamiento es capaz de encontrar el elemento genuinamente político que se ha ocultado en la clandestinidad de la existencia singular, podrá la política salir de su abstracción y la biografía individual de su idiotez.
https://bloghemia.com/2025/10/giorgio-agamben-guy-debord.html
GUY DEBORD – El mundo como espectáculo
Por FACUNDO GARCÍA
1967 fue el año bisagra del siglo XX. Fue el año del verano del amor. Fue el año del Sgt. Peppers y el estallido de la psicodelia. Fue el año donde empezaron las protestas por la participación de EEUU en Vietnam y la sublevación de la comunidad negra en Detroit que dejo un saldo de 43 muertos. Y ese año salió editado en Francia La sociedad del espectáculo, y desde entonces no ha dejado de ser un libro reverenciado como un lúcido retrato del totalitarismo oculto en el capitalismo, y al mismo tiempo defenestrado como un panfleto totalitario. Lo cierto es que su autor lo considero el “libro definitivo” y fue el responsable del clima, el ambiente, la atmósfera de lo que iba a pasar 1 año después en el Mayo Francés. Guy Debord fue su autor y fue el hombre que creó la última vanguardia del siglo XX y que, como nadie, vio el futuro que nos esperaba.
“Dime qué situaciones has vivido y te diré quién eres.
Dime qué situaciones has creado
y te diré cuánto has contribuido”
A Guy Debord le importaba poco que su libro se entendiera. Si bien lo consideraba un libro-denuncia, su intención era “no dejar el plan demasiado claro”, ya que había verdades encriptadas peligrosas de leer para el mundo actual, por lo cual había que evitar que se difundiera demasiado entre los lectores equivocados. La sociedad del espectáculo nunca fue un libro de teoría, sino un pequeño manual de batalla para salir a la calle a fines de los ’60; una verdadera anti-moda que después de una década relegaba a Sartre y Les temps modernes a la intelectualidad oficial de la época, dejando la tarea “verdaderamente revolucionaria” a la fusión propuesta por la Internacional Situacionista. Para algunos, ésta era la última vanguardia artística del siglo XX; para otros, en cambio, estaba “más allá” de cualquier noción de vanguardia –constituyendo así, por ende, el fin de toda vanguardia.
La Internacional Situacionista surgió en 1956 durante un encuentro en Alba (Italia). Fue entonces cuando ocho artistas procedentes de distintas vanguardias (la Internacional Letrista, la Bauhaus Imaginista y el grupo CoBra, entre otras) se fusionaron, difundiéndose en muy poco tiempo en ciudades como París, Milán, Bruselas, Los Ángeles y Londres. En la Internacional Situacionista tomaron parte arquitectos, pintores, escritores, cineastas, etc., cuyo punto de unión fue una actitud crítica al capitalismo tardío de postguerra (en palabras de Debord, en su período “espectacular”) y el deseo de crear un órgano abierto y multidisciplinario; éste tendría como centro la creación de “situaciones”, la posibilidad de producir un arte verdaderamente político y de mantener viva la discusión con los referentes ideológicos y culturales que los inspiraban o que rechazaban: la teoría de izquierda (Marx, Lukács, Lefebvre), las vanguardias artísticas (dadaísmo, surrealismo, futurismo, entre otras) y las manifestaciones artísticas en general.
Entre 1958 y 1969 sus discusiones y propuestas fueron recopiladas en la revista Internationale Situationiste, que llegó a contar con 12 números, y en la cual Debord adquirió un gran protagonismo, estableciendo las estrategias, giros y líneas generales del movimiento… Si es que cabe hablar de tal cosa, porque si algo definía a la Internacional Situacionista era su rechazo absoluto a crear un movimiento masivo, al fin y al cabo, representaban a la vanguardia. Muy por el contrario, nociones como “situación” o “situacionismo” refieren a la confrontación – finalmente individual – del arte con la vida, ahí donde el arte ha pasado a ser una estetización de la vida, y ésta una mala caricatura de la utopía artística (en este sentido, lo peor que podía ocurrirles a las propuestas artísticas de la Internacional Situacionista fue, justamente, aquello que finalmente sucedió: terminar en la historia del arte como objetos autónomos, y no como consumaciones totales que tendiesen a disolver el arte).
Dentro de las operaciones estéticas de producción de obra realizadas por la Internacional Situacionista destacan el reciclaje, el collage, el establecer tensiones entre palabra e imagen, dando a la primera un rol fundamental, y en general, operaciones destinadas a apropiarse de los productos culturales del capitalismo tardío (cómic, publicidad, graffiti) y a re-convertirlos para su propio beneficio. Otro rasgo destacable de la Internacional Situacionista es la preocupación sobre la ciudad, que podría articulares en 3 niveles: La crítica al urbanismo, llamado “acondicionamiento del territorio”, nuevas proposiciones realizadas desde la arquitectura, relativas al “urbanismo unitario”; a partir de éstas Debord imaginó un París en estado fragmentario, visual y a la deriva, y la propuesta de experiencias “psicogeográficas”: trayectos y recorridos libres por la ciudad, que se encuentran en el límite de la performance y la intervención urbana.
La máxima situacionista, “la recuperación de la vida en un mundo que ha perdido el sentido”, no deja de tener ciertas reminiscencias existencialistas (por mucho que ello hubiese provocado el malestar de Debord), lo que en parte es entendible dada la gran influencia que poseían, en la época, filósofos como Sartre, Heidegger o Merlau Ponty. Los ecos de tal corriente filosófica no terminan acá, sin embargo, y tienen profundas consecuencias en ciertas nociones trabajadas en La sociedad del espectáculo, obra cúlmine de Debord, donde se intentará dar forma a una teoría total que diese sentido al situacionismo.
LA SOCIEDAD DEL ESPECTÁCULO
“El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación
que se transforma en imagen”
La crítica radical que desliza Debord en su texto es, aún hoy, difícil de asimilar. El libro intentaba ser una radiografía total del capitalismo avanzado, y su autor había encontrado un concepto esencial para definirlo: el espectáculo. Arraigado en lo más profundo del capitalismo, el espectáculo parecía ser un paso lógico dentro del sistema de producción del capital, donde las imágenes eran comprendidas como su extensión lógica. En el primer párrafo del libro, Debord entrega las primeras pistas de su tesis central, que reiterará y profundizará a lo largo de las siguientes páginas: “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, ahora se aleja en una representación”.
El carácter radical de tal idea se encuentra en el hecho que Debord consagre al acto de representar una condición perversa. Sin embargo, ¿dónde comienza el “grado cero” del espectáculo? Para Debord, la respuesta apunta al surgimiento del cristianismo (una era post-mítica), y junto con ello, al origen de la producción de capital en un tiempo histórico y progresivo que da en llamar “tiempo irreversible”. El “tiempo espectacular” correspondería a la fase siguiente, en la cual ya no sólo estaría acordado en un falso trato la división entre tiempo de ocio y tiempo de producción, sino que además el primero sería el acuerdo perverso para mantener intacto el tiempo productivo. Este falso pacto encubriría, finalmente, la inexistencia del tiempo fuera de la producción, desde el momento en que la base de ese tiempo consumible es también producción e industrialización; con esto, el acuerdo entre imágenes y consumo resulta así equiparable al tiempo consumido de una vida inactiva, de una vida que ha vendido su tiempo vital al precio del capital. En la fase espectacular de la sociedad las imágenes han sido desbordadas por su mediatización y han “objetivado una visión de mundo”, o un ordenamiento y fragmentación de los campos de saber donde cada cosa es relegada a su propio lugar: la separación consumada.
Después de su suicidio en 1994, y luego de décadas como objeto de culto desconocido o ignorado (La sociedad del espectáculo podía verse circulando en circuitos universitarios o políticos, o publicado en fragmentos en algún fanzine punk). El estallido en torno al libro y a su autor fue desmedido, perjudicándose con ello los análisis y aproximaciones a sus teorías. En la obra de Debord no hay espacio para parodias o estrategias de resistencia, ni tampoco para poner en duda sus propias teorías. A su vez, tampoco hay análisis metodológicos que puedan hacerse cargo del tamaño de éstas (aunque han originado corrientes completas de investigación). Quizás todo esto constituya un signo de aquello que acusa Debord: una fragmentación o institucionalización del saber, la exigencia de una jerga académica que es sólo reproducción del espectáculo o el no cuestionamiento de algo moralmente incuestionable: lo perverso del capitalismo en su fase actual.
Sin embargo, La sociedad del espectáculo no es un libro fácil de olvidar ni de descartar. En su núcleo argumental encontramos reminiscencias del pasado (filosóficas, teológicas, sociológicas) y repercusiones importantes en el pensamiento contemporáneo. Para entender esto, sin embargo, debemos revisar algunas ideas más. Así, en el apartado 18, Debord entrega una clave de lectura: “El espectáculo como tendencia a hacer ver a través de diferentes mediaciones especializadas el mundo que ya no es directamente comprensible, suele encontrar en la vista el sentido humano privilegiado, como en otras épocas fue el tacto; el sentido más abstracto, el más mistificable corresponde a la abstracción generalizada de la sociedad actual”.
Debord nos lleva a otro problema, y de la constatación de un hecho (la circulación de imágenes, la industrialización del espectáculo), nos formula otras preguntas: ¿Cómo estamos mirando? ¿Qué consecuencias posee a nivel del conocer esta forma de mirar? A este respecto, el destacado crítico de cine Serge Daney comentaba, a propósito del ambiente reinante en Cahiers du cinema en los ’60: “Un libro que hablaba con desprecio del devenir espectáculo de todas las cosas decía que el mundo estaba destinado a la ironía de los cambios y simulacros. Se hablaba de ‘sociedad del espectáculo’, aún no de medios”.
La palabra, el concepto que Debord nos deja de “Espectáculo” viene a hacer hincapié en la des-naturalización de una mirada ya mediatizada, ya tecnologizada, donde el referente se ha dado a pérdida pero que, por algún motivo a sospechar, los mass media tienden a esencializar, a naturalizar, a objetivar. Y aunque Debord aspira a que hubo algún momento en que esto no fue así (nótese en la cita ese mundo que “ya no” es directamente comprensible), podemos hacer ver que hoy, en la producción de pensamiento, la tarea de denunciar tal estado de las imágenes y – junto con ello – establecer una crítica de la mirada, se ha vuelto algo necesario.
EL ESPECTÁCULO AHORA SOS VOS
“El espectáculo representa
el modelo dominante de vida”
La intervención callejera, las famosas pintadas en las paredes, el tomar la ciudad y perderse en ella sin ningún plan, la frase “La imaginación al poder”, todo el Mayo francés parece una gran performance situacionista. Por supuesto, el sueño duró poco y hoy se utiliza el término “izquierda caviar” para denominar a todos esos revolucionarios de mayo del 68 que ahora han sentado cabeza, tienen puestos de responsabilidad y sueldos poco o nada revolucionarios. Esa izquierda caviar es tal vez la cara más llamativa y vergonzante de quienes dieron la espalda a lo de buscar la playa bajo los adoquines o abolir el trabajo alienante, pero no son los únicos: de alguna forma, todos nos hemos convertido en parte de un espectáculo construido a base de likes que ni el mismísimo Debord podría haber imaginado, aunque sí profetizó en La Sociadad del Espectaculo, como íbamos a pasar de criticar el entretenimiento vacuo como divertimento a convertirnos nosotros en el propio espectáculo del siglo XXI.
Ya los Estados no tienen necesidad de invertir millonarias sumas en vigilar la sociedad. Hoy, un like, un comentario que satisfaga nuestro ego o un retuit que nos haga creernos relevantes por unos segundos, y listo, ya todo el mundo tiene acceso a todo lo que hacemos, cómo, dónde y con quién. Nos hemos convertido en ese espectáculo del que el situacionismo se mofaba. Instagram, con su billón de usuarios mensuales y sus nano, micro y macroinfluencers es un escaparate de consumo: #miraloquecompro, #miraloquecomo, #miraloqueconsumo, #miracuántoviajo.
Google Maps ha terminado para siempre con la posibilidad de un mapa psicogeográfico: el espacio ya no se puede recortar ni fragmentar, ni siquiera se puede engañar a la geolocalización. Twitter podría haber sido un espacio maravilloso para escupir aforismos y máximas contra el sistema, pero se ha convertido en un lugar en el que nos tomamos muy en serio a nosotros mismos y Facebook es un escaparate de vidas perfectamente heteronormativas en la que presumir de hijos y vacaciones. Las redes podrían haber sido herramientas maravillosas para impulsar esa revolución desde dentro con la que los situacionistas nos hicieron soñar. En su lugar, las hemos convertido en herramientas de marketing, y nosotros, en puro espectáculo y bien de consumo: hemos cambiado los adoquines por los likes.
https://www.elnidodelcuco.com.ar/2019/11/05/guy-debord-el-mundo-como-espectaculo/
La sociedad del espectáculo
En todas partes se plantea la misma terrible pregunta, que desde hace dos siglos avergüenza al mundo entero: ¿Cómo hacer trabajar a los pobres allí donde se ha desvanecido toda ilusión y ha desaparecido toda fuerza? El espectáculo es el mal sueño de la sociedad moderna encadenada, que no expresa en última instancia más que su deseo de dormir. El espectáculo vela ese sueño. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo es su manifestación general. Cuando la masa de mercancías se aproxima a lo aberrante, lo aberrante en cuanto tal se convierte en una mercancía específica. Emanciparse de las bases materiales de la verdad tergiversada: he ahí en lo que consiste la autoemancipación de nuestra época. La verdad de esta sociedad no es otra cosa que la negación de esta sociedad. Este libro ha de leerse tomando en consideración que se escribió deliberadamente contra la sociedad espectacular. Sin exageración alguna.
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