Josep Maria Cortés
Detalle de la portada del libro de Lipovestky y Serroy, 'La Nueva era del kitsch'Gilles Lipovetsky desnuda el paraíso del mal gusto tras la huella de Adorno, Barthes, Baudrillard o Deleuze
David Rieff: "Triunfa lo kitsch, Taylor Swift frente a Schönberg, porque nadie quiere esforzarse"
La civilización del demasiado se ha convertido en una fuente de refutación: demasiados turistas, demasiado tránsito, demasiado kétchup en la hamburguesa, demasiados carritos de la compra, demasiadas series en Netflix, HBO, Prime o Filming, demasiado lujo, demasiadas nuevas fortunas. El kitsch consumista devasta la biosfera, genera un riesgo extremo para las generaciones futuras y su apego al mañana abre, de par en par, la puerta al sentimiento de que lo peor está por llegar.
El demasiado ya no permite soñar; las ilusiones del Edén están dando pasos agigantados hacia escenarios catastróficos.
En los albores del consumo de masas, la producción de pacotilla desenterró la extravagancia y socavó la tradición a través del juego de colores, enanitos de jardín y otras fantasías, destinadas a proporcionar felicidad inmediata. Theodor Adorno tuvo tiempo de señalar que la producción y consumo de chusma significaba la negación del esfuerzo, el culto a la diversión, el hedonismo de la inmediatez, el art pompier de los interiores burgueses, el encanto de los grandes almacenes o la sesión de anuncios en un cine de barrio. “En resumen, una huida ilusoria de la prisión de la vida cotidiana”, en palabras del referente de la Escuela de Frankfurt.
Un siglo más tarde, el escenario ha sufrido un cambio abismal. En plena era del kitsch populista, celebramos el fin de la historia en beneficio de una sociedad eufórica apaciguada por millones de consumidores, pero confrontada con realidades a menudo trágicas, como los atentados, las epidemias, la limpieza étnica o el calentamiento global.
Es la hora del neokitsch, el relevo de la copia, gracias a la inmersión sensorial del mundo digital capaz de fabricar la exuberancia de lo nuevo, cuando “los símbolos clásicos del kitsch han sido reemplazados por imaginarios hipnóticos”, escriben Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, en La Nueva era del kitsch. La civilización y el exceso (Anagrama).
Los autores analizan el salto producido desde el kitsch como dispositivo socio-estético hasta el kitsch en el mundo digital, siguiendo la ruta de los enunciados de Susan Sontag, Roland Barthes o Vilém Flusser. Lipovetsky y Serroy desmenuzan la funcionalidad de los mercados globales marcados por el hipervínculo digital de las redes.
En la retina del viejo kitsch tenemos una bola de cristal con nieve rodeando la Torre Eiffel, el perfil rococó en las viejas postales de la Sagrada Familia, el modelismo sacro de las piedras magmáticas de Montserrat; también algún gorro de punta en los arriates del jardín, dos amantes encerrados en corazones ingrávidos o unas lágrimas de sangre que brotan de un Sagrado Corazón de Jesús.
La diversidad cromática procede de la novela rosa, del folletín de Dumas o Ponson du Terrail o de las revistas ilustradas que abrieron el paso a la fotografía y a la fotonovela. El kitsch hizo causa común con el cine, desde sus comienzos hasta el momento de las rupturas vanguardistas. Su arranque se nutre de la novela rosa como fuente de inspiración con casos emblemáticos como el de la escritora británica Barbara Carland quién, en los felices 20, difundió más de mil millones de ejemplares en 36 lenguas.
La plenitud del kitsch se produce en contacto con las ficciones imaginarias del thriller, la ucronía, la distopía y el espanto.
Los símbolos del kitsch de siempre están siendo sustituidos por el Hate watching – la pasión por ver y seguir viendo machaconamente lo que no nos gusta- integrado por comunidades digitales que básicamente se dedican a criticar a personajes públicos y artistas; se trata de consumir un contenido inaceptable, disfrutando del escarnio.
La irrupción de la geopolítica sobre las sociedades masificadas nos proporciona un buen ejemplo de la obra idiota acorralada por esta práctica. El ornamento del actual absolutismo en el aurífero Despacho Oval de Trump o en la marmórea mesa de Putin son objeto del watching, entre lo despreciativo a lo superlativo.
Videojuegos
Los símbolos que establecieron la gloria popular del kitsch -cucos, monos, enanitos o bibelots- van desapareciendo del género en pleno cambio; no sobreviven a su denigración. La procesión de imágenes negativas no ha tenido rival -la baratija, la copia, la bagatela, la petulancia, el exceso, el oropel de lo demasiado- y sus símbolos se manifiestan hoy de forma inédita, fruto de un contexto social capaz de juzgar al kitsch con menor vehemencia y mayor benevolencia.
Hemos superado el gusto por la fealdad clásica; vivimos bajo el éxito del neokitsch sistémico, con el aplauso de las mayorías. La museología posmoderna ha ofrecido ejemplos evidentes, casi recientes, como el tapón anal de Paul McCarthy en la plaza de la Vendôme de París o la sonada muestra de Jean Fabre en el Louvre, una combinación de sangre, esperma y escarabajos.
En el mercado del sexo se ha impuesto el neokitsch porno en las pantallas de los smartphones utilizados por el 50% de la población masculina. Es la desnaturalización del soft elegante y el éxito de la desmesura de la obscenidad por exceso de realismo; la fantasía prediseñada del hard, “el arte de ponerlo todo a la vista en el Disneyland del sexo”, como anunció premonitoriamente Jean Baudrillard (De la Seduction; Galilée), traducido al español por Elena Benarroch en Cátedra.
La atracción del kitsch ha acabado produciendo en este campo un espectáculo hiperbólico, una simulación, un fake.
El neokitsch dota de porvenir al símbolo del kitsch clásico por la vía del hedonismo. Se ha desprendido del mundo de la simple decoración para situarse en los videojuegos, la farándula, las series de televisión, la cocina, el tatuaje o las redes. Es un daimon prolífico, cada vez más paroxístico y delirante. Se ha convertido en un kitsch globalizado conservando sus raíces tribales -superficialidad, falsedad, oropel o mal gusto- pero modificando sus símbolos.
El nuevo modelo conduce su hibridación hasta el máximo; se ve a través de los cambios que nos incumben y que, al mismo tiempo, nos son ajenos. La multiplicación de las pantallas se ha convertido en el robot que indica el camino: más imaginaría, más historias de amor, más melodrama, más colores, más clichés, más hiperkistsch.
En la era del simple entretenimiento, nadie detesta lo que convierte en caricatura. El ciudadano se ha instalado en la habitación del sueño narcisista, el deseo humano de mostrarse a sí mismo, relatar la propia vida, exhibir sus selfis en un ritual de masas, una forma extremadamente subjetiva de ver el mundo.
Jean BaudrillardEl escenario del hiperkitsch es el compuesto azucarado de un alimento que ya contiene azúcar. Esta reiteración significa la producción de kitsch por medio del kitsch, como lo formuló, en el campo de la economía, el profesor ricardiano de la London, Piero Sraffa, en su libro, La producción de mercancías por medio de mercancías, para desentrañar la cadena de valor de las economías modernas.
En las versiones socio-culturales del kitsch abundan las referencias al fetiche de la mercancía -las relaciones humanas se convierten en relaciones entre objetos- analizado por Walter Benjamin. Ahora, los automatismos del sistema se han diversificado hacia el kitsch multiplicado y absolutamente plural, hasta el punto de que es imposible hablar de una estética kitsch.
El estilo despreocupado e inhibido de la fealdad ha abierto el camino a un modelo amoral que se ríe de sí mismo. Hemos saltado del eclecticismo hasta la estética de lo diverso. No estamos ante una modificación del gusto sino ante un cambio de estatus, al que el mismo Lipovetsky definió hace algunos años como la “estetización del mundo” (Vivir en la época del capitalismo artístico; Anagrama).
Tradición vanguardista
El neokitsch festonea la civilización de las democracias compasivas, mientras asistimos a un final de la historia de una sociedad eufórica consensuada por los consumidores -las clases medias- que no llegan a final de mes.
Delante de los televisores, seguimos en directo la tragedia de Ucrania y el genocidio en Gaza, la hegemonía del populismo, los atentados, el calentamiento global y el descalabro de la democracia. Somos testigos de un retorno violento a las antípodas de la felicidad; cuanto más anhelan el lugar del kitsch, las civilizaciones de hoy más sienten el miedo y la inseguridad del mañana. Entran en juego el presente continuo de Kant y el eterno retorno de Nietzsche. Se imponen dos enunciados: primero se dice que el tiempo no existe sino como continuidad de momentos, mientras que en segundo lugar se apuesta por el retorno a la tragedia que señala lo acechante de un mundo en trance de autodestrucción.
Fue precisamente en los anales del movimiento Dada cuando apareció con éxito la tesis de Nietzsche contenida en su libro Genealogía de la moral, un boceto de la filosofía de los esclavos captado por el cristianismo que hizo posible el control sacerdotal de Occidente. Las vanguardias han coqueteado con el kitsch a través de senderos inestables en los que triunfaron los dandis y los inadaptados. Y por eso, cuando suena el gong del neokitsch, la tradición vanguardista se apunta. “Esta tradición ama los trapecios, los espejismos o los hongos sintéticos”, escribió en clave de humor trágico, Gilles Deleuze en Nietzsche y la filosofía (Anagrama).
https://cronicaglobal.elespanol.com/letraglobal/ideas/20251007/hegemonia-kitsch/1003742695360_0.html
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