Todos conocemos la controvertida frase de Sartre “El infierno son los otros” que define su modo de pensar la intersubjetividad. Se trata de una conclusión que se deriva de los estudios sobre la mirada (le regard), que constituyen uno de los puntos fundamentales de El ser y la nada. El análisis de la mirada se inserta en el contexto del “estar-con”, esto es, del encuentro con el otro, de la convivencia. Desde la perspectiva fenomenológica que Sartre hereda de Husserl, la existencia del hombre se realiza siempre en convivencia con los otros: se requiere de una abstracción muy artificiosa para pensar una existencia humana “pura” y aislada, como la que presenta Descartes. Pero el hecho de que la convivencia sea el modo fundamental de existir no la pone más allá del análisis filosófico. Antes bien, la tarea principal de la filosofía parece consistir en reflexionar acerca de lo “evidente-de-suyo”, de lo obvio, como nos ha enseñado Heidegger. De lo que se trata, en el examen sartreano de la mirada, es de analizar hasta qué punto esa “con-vivencia” es un requisito imprescindible para constituirse como persona. Pero, al mismo tiempo, el análisis sartreano es deudor de la dialéctica hegeliana de la autoconciencia. Ambas perspectivas, fenomenológica y dialéctica, determinan la tesis de Sartre, pero al mismo tiempo, como esperamos mostrar, indican su potencial explicativo más allá de los límites que trazó el autor.
El análisis de Sartre nos indica que, cuando contemplamos el mundo, somos el punto central de lo que nos rodea, algo así como el espectador que inaugura el espectáculo: todo lo que veo se organiza a mi alrededor, todo gira alrededor de mí, yo soy el “punto cero” de toda ordenación. Así, mi mirada es ordenadora, organiza de un modo específico todo lo que se aparece en el mundo. Heidegger ha señalado que el Daseines “interpretación-del-ser” y que proyecta su ser hacia el mundo. Desde la perspectiva de Sartre, el Dasein se vivencia como punto central, como el centro gravitacional que ordena todo a partir de sí mismo: las cosas parecen estar allí solo para mí, esperando que yo las organice. Pero todo cambia a partir del ingreso del otro en el espectáculo. En principio, observa Sartre, yo lo considero una cosa más, un objeto entre otros. Sin embargo, este Nuevo objeto se revela inmediatamente como un objeto privilegiado porque es él mismo un centro de organización de las cosas del mundo, un creador de las distancias y de las relaciones entre las cosas.
Cuando yo me doy cuenta de que el otro no es un objeto más sino un existente creador de ordenaciones de mundo, pierdo mi posición central y advierto con sobresalto que no soy el único centro, que hay otro ser que también es “punto cero” de toda orientación. Y al ordenar el otro en torno suyo las cosas de “mi” entorno, el otro me roba mi mundo. De manera que, de pronto, ha aparecido un objeto que me ha robado el mundo. Todo parece estar en su lugar y seguir existiendo para mí, pero ha ocurrido una sacudida invisible y sutil que desplaza el mundo hacia un nuevo centro. La aparición del otro en el mundo constituye, pues, un deslizamiento de todas las cosas, una descentralización del mundo que socava la centralización que yo estoy ejerciendo. El otro se me aparece como un usurpador que irrumpe en mi entorno y me expulsa del lugar privilegiado que yo ocupaba. Así, la aparición de un hombre entre los objetos de mi universo es un elemento de desintegración de ese universo. Pero esto es apenas la “primera fase” en el curso de la cual me apercibo de que el otro no es solo un objeto privilegiado, sino, además, un sujeto.
Durante la primera fase el otro era para mí un ser que veía lo mismo que yo apropiándose de mi mundo. Ahora vivencio al otro como sujeto y comprendo que él, además de apropiarse de los objetos que constituían mi entorno, también puede verme, esto es, me convierte un objeto visto por él. El otro, al mirarme, me convierte en objeto. Dice Sartre: el ser-visto-por-el-otro es la verdad del ver-al-otro. Solo me apercibo de la realidad del otro, de que es un sujeto como yo, cuando me mira y me convierte en un objeto visto. El punto central de este ser-visto consiste en que, cuando me sé mirado, yo no miro al otro porque mi intencionalidad no se dirige hacia él sino hacia mí mismo en cuanto expuesto a su mirada. Así, la mirada del otro me ofrece una vivencia de mí mismo. Para Sartre, el hombre se encuentra con su mismidad en esta experiencia; hasta entonces, yo vivía en mis actos, pero no tenía conciencia de mi identidad, de mi yo. Nos reconocemos tal como somos porque sabemos que otro nos está mirando. En la medida en que el otro me mira, yo me convierto en objeto para él, pero como él es libre de juzgarme, yo me enfrento a mi propia desvalimiento ante su mirada. Por esta razón Sartre equipara el ser-mirado con el ser-dominado. La mirada del otro, por lo tanto, abre para mí un horizonte de peligro. Si acordamos con Sartre, parece necesario aceptar que el otro, a través de su mirada instaura a mi alrededor un entorno de peligro. Pero no debemos olvidar que, como dice Hölderling en Patmos, “donde hay peligro crece / también lo salvador” (Wo aber Gefahrust, wächst / Das Retened auch.) ¿Y qué podría ser lo salvador en este contexto? Sin duda, la recuperación de mi libertad bajo la mirada del otro. Tratemos de ver cómo es esto posible.
En su “Cognition et théore politique” (E. Andreewsky et alia: Systémique et cognition, Paris, DUNOD, 1991: 127-139), Jean-Louis Vaullierme propone una “teoría política de la especularidad”. Sus puntos esenciales son, a decir del autor, tres:
1) los agentes sociales determinan sus respectivos comportamientos sobre la base del modelo que ellos mismos se forjan acerca de su entorno social;
2) este modelo adquiere la forma de una representación autorreferencial cruzada que entrelaza los modelos que el conjunto de los agentes sociales se ha forjado sobre el modelo que los demás tienen en mente, o dicho de otro modo, un agente no puede representare a sí mismo si no es a través de la mediación de la representación que él se ha forjado del modo en que los demás se representan las relaciones sociales; así, todos los agentes quedan atrapados en un juego de espejos, y determinan sus propios actos en función de la representación de sí mismos que se forjan en el curso de este proceso especular; y finalmente
3) si todas las formaciones sociales derivan o emergen del comportamiento así determinado de los agentes sociales, las formaciones sociales emergentes presentarán la particularidad de que no serían viables más que como efecto del modelo de representación que los agentes se forjan acerca de sí mismos.
Según Voullierme, esta teoría de la especularidad nos ofrece un medio de aprehender la dinámica subyacente de la morfología y la morfogénesis políticas. Se trata de un instrumento de análisis que nos permite dar cuenta de fenómenos políticos tales como la dominación: la fuerza de la dominación no recibe su poder, y por lo tanto su realidad, más que de su legitimidad en tanto que los agentes que la ejercen, y los que la sufren, llegan a reconocerla como tal. En otras palabras, la legitimidad es un fenómeno especular típico: es legítimo un agente, o un comportamiento, o un proyecto, no si se beneficia de la aprobación sumativa de los agentes a quienes concierne, sino si esos agentes se lo representan mutuamente como beneficiario de la aceptación de los demás. De manera que un agente, o un comportamiento, o un proyecto pueden perfectamente gozar de legitimidad, y por lo tanto imponerse, sin la aprobación individual de ninguno de los agentes a quienes concierne. De la misma manera, la estructura institucional de cada unidad política recibe su determinación de la interacción especular entre los modelos que los agentes se forjan de esa misma estructura. Tal interacción determina no solamente la estructura sino también los respectivos roles de cada subsistema: jurídico, económico, gubernamental, religioso.
Esta teoría política de la especularidad es claramente deudora del análisis sartreano de la mirada y, a través de Sartre, es también deudora de Heidegger, de Husserl y de Hegel: una gran tradición de la filosofía occidental nos ha permitido comprender las instituciones políticas como un juego de miradas reflejadas, como un juego de espejos que nos determina en nuestro propio ser. Pero, si esto es así, la tradición filosófica que hemos venido siguiendo nos ha brindado por fin, a través de Sartre, una profunda comprensión del valor de la mirada del otro en el marco de las instituciones políticas, y nos ha puesto en situación de formular una “política de la mirada”. En efecto, si las estructuras institucionales reciben su determinación de la interacción especular de los modelos que los individuos se forjan de esas estructuras, al descubrir el oculto mecanismo de la mirada por debajo de la morfogénesis de las estructuras institucionales el pensamiento filosófico nos otorga el poder, y al mismo tiempo la responsabilidad, de construir deliberadamente estructuras políticas, esto es, juegos especulares, en los cuales la mirada del otro sea la ocasión de la libertad en lugar de convertirse en vehículo de la sumisión. Sartre nos ha enseñado que podemos mirar al otro y constituirlo como dominado, como excluido o como amenazante, pero hemos también aprendido, prestando atención al Patmos de Hölderling, que podemos mirar al otro de manera de constituirlo como libre, como igual y como hermano, porque el otro se constituye como reflejo de lo que ve en nosotros mismos y en las instituciones que construimos. Esto significa que la libertad, la igualdad y la fraternidad no son realidades naturales que caen del cielo como la lluvia o crecen en el campo como las flores silvestres: son el resultado de una lúcida “política de la mirada” cuyos contornos soñaron hombres iluminados como Voltaire o Rousseau o Robespierre.
En una época en que nos amenaza el “choque de civilizaciones” contar con esta “tecnología” de la mirada no es una ventaja menor. Ella nos permitirá tal vez diseñar estrategias de la mirada que inauguren nuevos horizontes institucionales, más abarcativos e incluyentes, que nos permitan superar las amenazas de nuestro presente. Y como toda construcción política es el resultado de un juego intersubjetivo que no puede darse sino a través de la palabra, esto es, de la expresión hablada de lo percibido por la mirada, será preciso iniciar un diálogo que ponga forma a esa “política de la mirada”. Pero todo diálogo tienen un inicio, un aquí y ahora en que comienza a entretejerse. Tal vez Buenos Aires, este rincón apartado de Europa, sea el aquí privilegiado, precisamente porque su lejanía garantiza una perspectiva más amplia para abordar los problemas involucrados.
0 Comentarios